LAS SAGRADAS ESCRITURAS V El Dios y Padre de Nuestro Señor Jsucristo


El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo.


            En aquel ambiente de Judea, que se convertirá en Palestina, por virtud del férreo dominador romano, en el que campaba la tiranía y la injusticia, impregnado de la doctrina legalista farisea, en connivencia con la corrupción saducea, la rebelión de los sicarios y el cisma esenio, descendiendo a la región más deprimida de la tierra, aparece Jesús de Nazaret: “¡Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, allende el Jordán, Galilea de los gentiles! El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amanecido.”   

            Descendencia de la mujer”, “que aplastará la cabeza de la serpiente”; “estrella que surge de Jacob”, “león de Judá”, “aquel a quien pertenece el bastón de mando y a quien rendirán homenaje las naciones”, retoño de Jesé, llave de David, sol de justicia, manso y humilde de corazón, bueno, justo, hijo de María, hijo del carpintero, profeta, Hijo del hombre, pan bajado del cielo, puerta de las ovejas, vid verdadera, luz del mundo, camino verdad y vida, testigo de la Verdad, buen pastor, resurrección, aquel de quien escribió Moisés en la Ley y también los profetas, rey de Israel, y de las naciones, príncipe de la paz, Emmanuel, el maestro y el Señor, Mesías, que bautiza con Espíritu Santo y fuego, Hijo de Dios vivo, alfa y omega, primero y último, principio y fin, retoño y descendiente de David, Lucero radiante del alba, uno con el Padre, siervo, y amado del Señor en quien su alma se complace, sabiduría, justicia, santificación y redención nuestra.

            Nacido en Belén, de la descendencia de David como José, su padre legal, perdemos su itinerario vital (en los Evangelios), a partir de los doce años, en que su iniciación doctrinal a la fe, con posibles influencias esenio-fariseas, fue completada: ¿Por qué me buscabais; no sabíais que debía estar en las cosas de mi Padre? Lo volvemos a encontrar veinte años después, alrededor de sus treinta años, cuando al acercarse al bautismo de Juan, comienza a ser manifestado a su pueblo.
           
            Puestos a deducirlo de su enseñanza, en cierta sintonía con algunas orientaciones esenias, podemos preguntarnos sobre la posibilidad de un acercamiento, en aquellos años, a la comunidad esenia de Qumrán, siguiendo posiblemente a su primo Juan el Bautista en su retirada al desierto, influyendo con su doctrina, en la espiritualidad esenia y en su visión apocalíptica del Reino. Efectivamente el Evangelio de Mateo, nos presenta a Jesús viniendo del desierto, al que fue empujado por el Espíritu a prepararse para su misión, y en el que sería tentado por el diablo. La misma opción esenia de salvarse mediante la huida del mundo, que evidentemente no gozó de las bendiciones divinas, si tenemos en cuenta el fin de su opción monacal, pudo ser también la tentación de Jesús frente a su misión redentora, que a través del anciano Simeón le auguraba contradicciones extremas en sintonía con “Moisés y los profetas”. También los esenios habían sido conducidos al desierto, lejos de la corrupción y la violencia, ante la inminencia de la venida del Mesías, que era evidente para quienes escrutaban las señales de los tiempos, y que impregnaba todo aquel ambiente, y al que querían esperar estando en vela, en la contemplación de las Escrituras, y mediante la purificación de sus pecados con un bautismo regenerador, no sólo de la impureza legal, sino también moral.

            No puede extrañarnos, por tanto, que Jesús acudiera a este desierto, al que fue también conducido Juan el Bautista, por el Espíritu, que lo había invadido desde el seno de su madre, para ser preparado allí a su predicación y en el que sería investido de la fuerza y el poder de Elías, para preceder al Señor en su ministerio de salvación. Allí debería clamar la Voz del precursor para reunir a las ovejas dispersas, purificándolas con su bautismo de agua, para perdón de sus pecados, dándoles ojos para ver, oídos para oír y corazón para convertirse y ser curados.

            Puestos a especular sobre aquellos años, podemos imaginar posibles encuentros en su juventud, entre Jesús y Juan, en los que habrían podido compartir, en numerosas ocasiones, las mociones interiores del Espíritu que los impulsaba, y las inquietudes profundas que suscitaba en sus corazones, disponiéndolos a entregarse totalmente a la voluntad amorosa del Padre, sirviéndolo en favor de un pueblo, que se dilataba misteriosamente ante ellos, como las estrellas del cielo o las arenas de las playas marinas, perpetuándose eternamente en el amor. Zacarías, Isabel y después José, los irían dejando en breve, llenos de gozo, habiendo contemplado el madurar de su dorado fruto. Ese sería el momento que abriría la puerta de su desarraigo, para introducirlos por la antesala del triunfo de la glorificación de Dios.

            Juan habría partido presumiblemente el primero al desierto, donde habría permanecido hasta ser enviado a bautizar por aquel que lo había llamado; allí lo encontraría Jesús para despedirlo de la comunidad, mientras él permanecía anunciando a los esenios su doctrina y el advenimiento de su Reino de paz y de justicia, invitándolos a adherirse a su seguimiento, porque el tiempo apremiaba. También ellos formaban parte de las ovejas perdidas de la casa de Israel a las que debía llamar, para que dejando su justicia en las manos de Dios, pudieran recibirla gratuitamente de su misericordia, salvándose así de aquella generación perversa que acabaría por destruirlos.

            Él debía, por su parte, regresar a Galilea, cuna de las insurrecciones violentas, para proclamar el “Año de gracia del Señor”, recordándoles que, “quienes hieren a espada, a espada morirán”, también esto terminaría cumpliéndose tristemente en todas sus revueltas, hasta la última de Simón bar Kojba, que aclamado incluso como mesías, llevó a Judea a su mayor destrucción. Debería pasar después a Judea y subir finalmente a Jerusalén, para que su Padre fuera glorificado en él.

            El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob; de Moisés, de David y de los profetas, se ha manifestado plenamente en Jesucristo, como Padre, y Señor del cielo y de la tierra, que ocultando los misterios del Reino a sabios e inteligentes los ha revelado a pequeños, pues tal ha sido su beneplácito. Único, conocedor del Padre, el Hijo, revela su conocimiento a sus discípulos, para que cumpliendo su voluntad, lleguen a ser sus hermanos, hermanas y madres, y así puedan un día escuchar de sus labios: Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque en vosotros tuve hambre, y me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; era forastero, y me acogieron; estaba desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; en la cárcel, y acudieron a mí.

            De la misma manera que el Padre preparó un Reino a Cristo, él lo prepara a sus discípulos, que creyendo en él, han acogido al Padre que lo ha enviado; así, llegado el momento, se sentarán con él, en el juicio a las doce tribus de Israel, y presenciarán junto a él, siendo sus “pequeños hermanos”, el juicio a las naciones; puesto de honor reservado a su lado, por el Padre. Habiendo acogido a Cristo, y descendido sobre ellos el Espíritu Santo de la verdad, Gloria del Unigénito, según la promesa del Padre y a petición suya, para aquellos que lo aman, permanecerá con ellos para siempre.  El Paráclito, les enseñará todas las cosas y les recordará cuanto les fue dicho de parte suya, dando testimonio de él, a quien el Padre ha entregado todo, para que lo que pidan en nombre suyo, les sea concedido, puesto que lo aman y creen que salió de Dios, viniendo al mundo, para regresar después a él con todos nosotros.  

            Cuando el Hijo, sea glorificado de nuevo después de su vaciamiento obediente, libre y amoroso, glorificará a su vez al Padre. También sus discípulos lo glorificarán, pero no ya en Jerusalén ni en ningún otro monte, sino en el Espíritu y la Verdad, del amor en su corazón, que como en un nuevo templo santo, lo amarán según su voluntad. Esta será su casa de oración, que permanecerá limpia de la sumisión a los demás ídolos, porque el Señor, en su venida gloriosa, acompañado de sus ángeles, arrancará de ella, de raíz, toda hierba mala plantada por el enemigo, y pagará a cada uno según su conducta, de amor y de perdón.

            Sólo el Padre, sabe cuándo llegará este momento, para que así vivamos siempre vigilantes, honrándolo en medio de cada generación adúltera y pecadora, y el Hijo del hombre no se avergüence de ellos, cuando venga a juzgar, en la gloria de su Padre con los santos ángeles; porque el Padre no juzga a nadie; sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo, para que todos lo honren  como honran al Padre, ya que quien que no honra al Hijo no honra tampoco al Padre que lo ha enviado.

            El Señor, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos, y habiendo llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, suplicaba así:

            Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú. Si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad. ¡Abbá, Padre!;  todo es posible para ti; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú. Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya. ¿Qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre. Y perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen. Padre, en tus manos pongo mi espíritu.

            Y como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere. El Padre que tiene vida en sí mismo; también le ha dado al Hijo tener vida, y siendo su mandato vida eterna, ha enviado a Cristo; y le ha mostrado y enseñado y mandado lo que tiene que decir y hablar. Las obras que el Padre le ha encomendado llevar a cabo, las mismas que realiza, dan testimonio de que él lo ha enviado. Por eso el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino que, lo que ve hacer al Padre, eso es lo que realiza. Como el Padre quiere al Hijo, le muestra todo lo que hace, le ha mostrado muchas obras buenas y él a sus discípulos de parte del Padre, para que creamos que el Padre está en él y él en el Padre, de quien nosotros decimos que es nuestro Dios.    

            Esta es la voluntad del Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que él le resucite el último día; pero nadie puede acudir al Hijo, si el Padre que lo ha enviado no lo atrae con lazos de amor. Quien acuda al Hijo, habiendo escuchado y aprendido del Padre, no será ya echado fuera. No es que alguien haya visto al Padre, sino aquel que ha venido de Dios; ése ha visto al Padre, y conocerlo a él,  es conocer al Padre.

            Lo mismo que el Padre ha enviado a Cristo, que vive, el que lo coma, vivirá por él. El Padre que lo ha enviado da testimonio en su favor, pero los que no creen, no conocen ni al Hijo ni al Padre, como sus ovejas lo conocen. El Padre ama al Hijo, porque da su vida por sus ovejas, para recobrarla de nuevo. Esa es la orden que ha recibido del Padre: El que ame al Hijo, guardará su palabra, será amado por el Padre, y el Hijo le amará y se manifestará a él. El Padre y el Hijo vendrán a él, y harán su morada en él.

            Como el Padre amó a Cristo desde siempre, así nos ha amado Cristo a nosotros, para que permanezcamos en su amor, guardando sus mandamientos, como él guarda los mandamientos de su Padre permaneciendo en su amor.   Quien odia a Cristo, odia también a su Padre; ambos han sido odiados sin motivo, por quienes no han conocido ni al Padre ni al Hijo. El Padre, que le ha dado a sus ovejas, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Cristo y el Padre son uno. El Hijo del hombre, es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello. ¿Cómo puede, pues, decir alguno que el Hijo blasfema por haber dicho: “Yo soy Hijo de Dios”, aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo?  

            El Padre que permanece en Cristo es el que realiza las obras. Si Cristo no hiciera las obras de su Padre no le creeríamos; pero si las hace, aunque a él no le creamos, creemos por las obras, y así sabemos y conocemos que el Padre está en él y él en el Padre. Cristo está en el Padre y el Padre está en él. Conocer a Cristo, es conocer también al Padre; conocerlo y haberlo visto, porque, el que ha visto a Cristo, ha visto al Padre. Aquel día podremos comprender que Cristo está en el Padre y nosotros en él y él en nosotros.

            En la casa del Padre hay muchas mansiones; si no, nos lo habría dicho el Señor; que ha ido a prepararnos un lugar. Nadie va al Padre sino por él. Todo lo que pidamos en su nombre, él lo hará, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Esta palabra no es suya, sino del Padre que lo ha enviado. El Padre es más grande que él. Cristo ama al Padre y obra según el Padre le ha ordenado. La gloria del Padre está en que nosotros demos mucho fruto, y seamos sus discípulos. Todo lo que Cristo ha oído a su Padre nos lo ha dado a conocer, de modo que todo lo que pidamos al Padre en su nombre nos lo conceda.

            Oración de Cristo:

            ¡Padre santo; que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Padre los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado.”

            Cristo ha subido a su Padre y ahora también Padre nuestro, a su Dios y ahora nuestro Dios, y como el Padre lo envió, también él nos envía, mientras aguardamos la Promesa del Padre, que oímos de él: Seréis bautizados con el Espíritu Santo, que Jesús, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre.   

            El Hijo Unigénito que está en el seno del Padre, él nos lo ha contado.  

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