LAS SAGRADAS ESCRITURAS II El Dios de Abrahán


El Dios de Abrahán.
            
                                                                              
            La figura de Abrahán es fundamental en el recorrido que Dios ha preparado al hombre para dejarse conocer por él. Lo encontramos, según la tradición, naciendo, muy pertinentemente, en Ur, de donde lo sacó Dios, de en medio de una familia tan politeísta como lo serían todas en aquel tiempo y en aquel lugar. Pero la elección de Dios sobre un hombre, llamado a ser grande entre los grandes, habría puesto en su corazón la intuición insólita y totalmente anacrónica, de la singularidad de un Dios, que intervenía y dominaba la historia, y cuya unicidad iría manifestándose en el desarrollo posterior de la fe. No hay mayor reconocimiento de la gloria que le sea debida al origen de tanto bien. Con este don seminal, se da por comenzada la obra del Señor, que va a conducir a su elegido, elevándolo del común de los mortales, hasta llegar a situarlo, en la plenitud de los tiempos, en el centro del mundo y en la cúspide espiritual del conocimiento de Dios.

            Ur es ciudad que se pierde en la antigüedad de los tiempos remotos, entre mitos sumerios, elamitas y acádicos, hasta el punto que podríamos afirmar de ella, que fue fundada por el mismo Adán cuando fue expulsado del Paraíso, plantando allí mismo su tienda junto a sus puertas, con la esperanza de poder retornar pronto a descansar junto al árbol de la vida, sentado a su sombra a la hora de la brisa, gozando de nuevo de la compañía y la amistad del Señor. Y fue el Señor quien salió en busca de la oveja que se le había perdido, para introducirla de nuevo a su presencia, y la llamó diciéndole: “Sal de tu tierra y de tu parentela y vete a la tierra que yo te mostraré. Haré de ti una nación grande y en ti se bendecirán todas las razas de la tierra”. Edén ya no sería más un lugar mítico al que regresar, sino una meta del espíritu que alcanzar por la obediencia y la confianza en el Origen de toda bienaventuranza al que llamamos Dios. El camino de Abrán sería el de Adán y sus hijos, de generación en generación, y su recorrido para alcanzar tan glorioso destino, sería más espiritual que material, avanzando de fe en fe, a la escucha de la voluntad amorosa de Dios, sin buscar en este mundo lugar alguno en el que reclinar la cabeza.

            Cuando finalizase su propio recorrido interior y sólo entonces, el ser humano: Enoc, Elías, Moisés, y Cristo mismo, sería arrebatado al Paraíso, no terrenal sino celestial. También Abrán y Saray debían hacer ese recorrido, recibiendo el nombre nuevo de su nacimiento de lo alto. Dimas, el llamado “buen ladrón”, el más pequeño y el último, sería el que llegaría primero anticipándose a todos los justos, con excepción hecha de la Virgen María, que ya había sido engendrada en el Paraíso como Nueva Eva, Inmaculada, y con él lo comparte, pero en cuerpo y alma junto a su Hijo. Entronizado Cristo, comenzaría la preparación de “un lugar” también para nosotros entre las “muchas mansiones” de la casa del Padre, antes de su regreso en nuestra busca para llevarnos con él.

            En un instante, en un pestañear de ojos, se encontraría Abrán abandonando todo su entorno natural, afectivo y existencial, impulsado por aquel ardor interior que saciaría todas las aspiraciones de su alma, clamando: “De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra.” Ur, Mesopotamia, y Jarán, irían quedando atrás, y con ellas todo el panteón local que lo había mantenido anclado a todo aquello. La fe, comenzaba así a manifestarse como capacidad de apoyar la propia vida en el más grande de todos los dioses, viviendo según la voluntad divina, hecha Palabra, y que en la plenitud de la historia y de las Escrituras, quedaría unida al amor, con la experiencia de que “la fe actúa por la caridad,” de la que es inseparable. La fe de Abrahán se constituye, por tanto, don, promesa, alianza, prueba purificadora, y respuesta extraordinaria y sobrenatural, como lo es la vida misma.

            Una indescriptible libertad daría ligereza a sus setentaicinco años, como si acabara de salir del seno materno, y el mundo entero se le ofreciera como un don que arrebatar, cargado de plenitud a su alcance. La impedimenta que lo acompañaba se mostraría totalmente insignificante frente al impulso interior que había sido sembrado en su corazón, y cuya añadidura de supervivencia le había sido concedido intuir, y de la que Saray, su esposa, seguiría todavía ignorante. Cómo trasmitirle aquella euforia vital a una anciana resignada a la frustración profunda de su esterilidad, que aceptaba asombrada el desvarío de aquel viejo esposo suyo que la arrastraba, solamente porque lo veía recuperar incomprensiblemente y de forma creciente, el vigor que hacía tiempo había abandonado también su espíritu.

            De ser un triste soñador nostálgico, Abrán había pasado a ser un eficaz y optimista emprendedor de imposibles. Sin entender profundamente la causa, de aquel impulso, Saray asentiría internamente, las decisiones de Abrán, porque le agradaban las consecuencias de esa repentina fe, capaz de dar vida a los muertos. ¿No sería posible que también su seno muerto reviviera si se dejaba envolver por su virtud? Casi imperceptiblemente la médula de sus huesos comenzaría a estimular su vitalidad caldeando todo su cuerpo. La crispación de su rostro, sombrío, se habría distendido dibujando una leve sonrisa de complacencia al sentirse conocida. Sonreiría más fácilmente, y con facilidad ignoraría los fugaces impulsos de angustia que con frecuencia debían acometerla. ¡Bendito era ciertamente, este Dios del cielo y de la tierra que avanzaba interiormente junto a ellos sin que supieran a dónde los llevaba!

            Abrán comenzaría a percibir los cambios en su esposa y su espíritu se dilataría en su interior viéndola sobreponerse al tedio insuperable de su existencia, mientras avanzaban por aquellos caminos desconocidos. De repente el cielo se cuajaría de incontables estrellas, numerosas como las arenas del desierto: “Así será tu descendencia; y la tierra que pisas será suya para siempre”. Abrahán contemplaría todo a su alrededor, y le parecería el lugar más hermoso que jamás había tenido el gozo de conocer, mientras susurraba interiormente: “Me ha tocado un lote hermoso; me encanta mi heredad.”

            Nada, hasta entonces podía compararse, a los ojos de aquel pequeño que se agitaba lleno de vitalidad, entre los brazos de la anciana Sara, cuando nació Isaac. Ya no le cabía duda alguna acerca de la existencia de ese dios que la había ido seduciendo desde su irrupción en Ur. Abrahán comenzaría a intuir la trascendencia de cuanto sucedía, y una paz profunda lo mantendría firme ante el precipicio de su insignificancia, que se abría frente a él ante la cercanía de Dios.

            Así encontraría a Abrahán aquel día terrible llamado a convertirse en el más glorioso de su existencia: “Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécelo allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga.”

            ¡Padre! …
            Dios proveerá el cordero, hijo mío.          
                                                                                                  www.jesusbayarri.com 

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