Domingo 10º del Tiempo Ordinario C

Domingo 10º del TO C                                

(1R 17, 17-24; Ga 1, 11-19; Lc 7, 11-17)


Queridos hermanos:

En este domingo la palabra nos presenta la resurrección de dos hijos únicos de madres viudas. También la virgen María será viuda y su hijo será resucitado. Dios se compadece del dolor de estas mujeres y así fortalece su fe a través de una prueba, como hizo con Abraham. Una vez más, los acontecimientos de muerte conducen a la manifestación de la gloria de Dios, y a la experiencia de su amor, que brilla en la cruz de Cristo. Cristo es la resurrección y la vida; resucita a una niña en su casa, a un joven en la calle y a un adulto en su sepulcro. La resurrección de Cristo acompaña al hombre en todas las etapas de su vida, como hace notar san Agustín. Cristo es Señor del tiempo y del espacio, y su misericordia acompaña la vida del hombre, sin detenerse ni en la inocencia infantil, ni en la virulencia de la juventud, ni en la obstinación de la vejez. La vida en este mundo, consiste en este recorrido que nos conduce desde el nacimiento al sepulcro, atravesando la ciudad terrena. Qué importante es encontrar a Cristo en el camino cuando la muerte nos sale al encuentro.

Dios tiene poder sobre la muerte y usa de misericordia con todos los hombres, que la hemos experimentado a causa del pecado, y para nosotros envía Dios a su Hijo, que se entrega a la muerte, resucitando para nuestra justificación. San Pablo ha recibido de Cristo este Evangelio, de su amor misericordioso y dedica su vida a proclamarlo. Hijo único del Padre y de María, en Cristo, la resurrección será primicia de la de muchos hermanos, hijos de la Iglesia, a la que podemos considerar también como viuda, cuyo esposo está en el cielo, y ante cuyo dolor se conmueve el corazón del Señor. Dichosos nosotros, sus hijos, porque la Iglesia ora por nosotros en medio de la muchedumbre que participa de su dolor, y con sus lágrimas conmueve a quien tiene el poder sobre la muerte.

Decía san Ambrosio, que la resurrección de Cristo, día octavo y primero de la nueva creación imperecedera que entra en la eternidad, viene anunciada en la Escritura por otras siete resurrecciones temporales, que deberán no obstante, nuevamente someterse al poder de la muerte: La del hijo de la viuda de Sarepta, la del hijo de la sunamita, la del hombre que cayó en la tumba de Eliseo, la de la hija de Jairo, la del hijo de la viuda de Naín, la de Lázaro y la de los que resucitaron tras la muerte de Cristo.

Nosotros, en nuestra muerte espiritual, hemos escuchado también la voz de Cristo, que se ha acercado a nosotros, ha dado su palabra a la Iglesia, consolándola en su dolor; y ha tocado el leño que nos conducía al sepulcro, deteniendo su inexorable marcha. Cristo nos ha rescatado y nos ha confiado al cuidado de nuestra madre, ya que pertenecemos a aquel que nos da la vida. Como dice San Pablo: hemos sido bien comprados y no nos pertenecemos y por eso lo glorificamos con nuestra vida.
Hoy, la Iglesia, nuestra madre, nos alimenta en la Eucaristía; nos da vida con la palabra de Cristo, y con su carne, y vida eterna.

Proclamemos juntos nuestra fe
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El hombre y la libertad

El hombre y la libertad


                      «Si os mantenéis en mi palabra, conoceréis la verdad,
y la verdad os hará libres.»


     La antropología bíblica, describe el itinerario de la persona humana, que se inicia con su creación a imagen y semejanza de Dios, que experimenta el pecado, que se encuentra con el Evangelio, y que adhiriéndose a la Palabra, conoce la Verdad del amor de Dios y es reinsertado en la libertad de sus hijos.

     El hombre, predestinado por Dios a la Bienaventuranza de ser santo e inmaculado en su presencia por el amor, ha recibido su libertad original para poder realizarse en tan glorioso destino, libre y responsablemente, y frente a esta verdad primordial de la voluntad amorosa de Dios, el hombre ha sido solicitado por la falsedad envidiosa del mal (Ge 3, 4), que lo ha seducido y sometido a esclavitud, experimentando la muerte existencial de su ruptura unilateral con el ser de Dios. Esta es la realidad ontológica que afirma la Carta a los Hebreos diciendo que: ““El hombre por temor a la muerte estaba de por vida sometido a la esclavitud del diablo” (cf. Hb 2, 14-18), y que san Pablo describe en la Carta a los Romanos cuando exclama: “Soy de carne, vendido al poder del pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (cf. Rm 7, 14.18.19).

       Acogiendo y guardando la palabra de Cristo que nos habla de la Verdad del amor de Dios a través del Evangelio, este amor puede ser experimentado por el hombre, y contraponerse a la “mentira primordial”, de modo que mediante la fe, el hombre quede desatado de la esclavitud al maligno. En consecuencia dirá san Pablo: “Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo, que nos da la victoria” sobre la impotencia para realizar el bien que quería, y me llevaba a realizar el mal que no quería. Si la figura pascual de Cristo llevó un tan gran fruto de libertad a un pueblo en medio de la esclavitud de Egipto, cuánto más la realidad de la Verdad plena del Evangelio, dará la libertad a toda la creación, habiendo sido entregada por el bien de toda la naturaleza humana.

     La herida profunda de la libertad original del hombre causada por el pecado que lo aparta “sin remedio” de la vida divina, es lo que el Génesis llama muerte, cuando dice: “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio (Ge 2, 17). Su albedrío herido ha quedado limitado, y su discernimiento imposibilitado para la Bienaventuranza. El hombre en esta situación de “naturaleza caída”, puede razonar acerca de la libertad, como puede hacerlo respecto a cualquier otro aspecto de la realidad y de sí mismo, y puede hacerse la ilusión de ir alcanzando certezas y verdades, mientras “sólo el Verbo encarnado manifiesta al hombre lo que es el hombre”, como ha dicho el Concilio Vaticano II.



     A lo largo de la historia se ha venido hablando de “libertad de excelencia”, “libertad de indiferencia”, “libertad de”, “libertad para”, y también de distintas concepciones del hombre, pero a nosotros nos interesa la que propone la antropología bíblica revelada: El hombre a imagen y semejanza de Dios, el hombre herido por el pecado y el hombre redimido por Jesucristo. En el Evangelio, Cristo afirma: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo. Si, pues, el Hijo os da la libertad seréis realmente libres (Jn 8, 34-36). “Para ser libres nos ha liberado Cristo”, afirmará después san Pablo (Ga 4, 1). Esta será la obra de Cristo destruyendo la muerte y perdonando el pecado. Mientras tanto como dice san Pedro, muchos: “Hablando palabras altisonantes, pero vacías, seducen con las pasiones de la carne y el libertinaje a los que acaban de alejarse de los que viven en el error. Les prometen libertad, mientras que ellos son esclavos de la corrupción, pues uno queda esclavo de aquel que le vence” (2P 2, 18-19), y añade: “Obrad como hombres libres, y no como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad, sino como siervos de Dios (1P 2, 16).

El llamado mito adámico, es en realidad un paradigma existencial del hombre, que aún hoy, superadas con creces las concepciones y las realidades medievales, renacentistas y cosmopolitas, y también el independentismo reformador, sigue proyectando luz sobre el gran misterio que es el hombre para sí mismo. La libertad, será la condición de posibilidad de la existencia del bien y del mal, materializada en la Escritura por el árbol del Paraíso que crece junto al árbol de la vida, y que no por casualidad se encuentran situados en el centro del jardín. Ambas: “vida y libertad” al centro de la creación, hacen devenir al jardín primordial en “Paraíso”, en cuyo ámbito coloca Dios al ser humano para que fructifique en el amor. Dios creó al hombre llamándolo al amor, y después de darle espíritu de vida, lo colocó en el Paraíso a medida de su felicidad, y para que ejerciera su amor recibió la libertad; colocó en el centro el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Ante él se abrían entonces los dos caminos: el camino de la vida sin fin y el de la muerte sin remedio. Sucumbiendo ante la mentira, es desterrado lejos del alcance de la vida y privado de su libertad (Hb 2, 15). Se abre así para él un desierto de esclavitud y de muerte. El Paraíso, como preámbulo, es apertura al drama del devenir humano en la senda de la libertad que llamamos historia, y anticipación anunciada de su  predestinación. 

  Cuando el hombre aferrándose al árbol prohibido opta contra el autor de su libertad negando la verdad de su amor, asintiendo con su voluntad a la mentira envidiosa del diablo, hace mal uso de su libertad original, pierde su acceso al árbol de la vida, y muere, abandonando la órbita del amor. Ha enterrado su “talento” como si de un cadáver se tratase, sometiéndolo a la esterilidad, que lo aleja de la ley de gravitación universal de la creación que es el amor. Como dice san Pablo: “La creación, en efecto, fue sometida a la caducidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rm 8, 20-21).”




            La reaparición de Dios en la existencia humana a través de la llamada y la promesa, sitúa al hombre de nuevo en la historia, dándole una meta de eternidad, un sentido vital y la recuperación de un origen que lo inserta de nuevo en la tradición, interrumpida por el intento desafortunado de auto afirmación e independencia frente al Ser, razón y causa de su albedrío. Sólo el cristianismo, como plenitud y cumplimiento de la relación libre, interior y espiritual entre Dios y su criatura, da a luz a la historia concebida en el judaísmo, dándole su dimensión universal, trascendente y eterna en la que Dios lo será todo en todos.

               La libertad frente al miedo a la muerte y al precepto, estará motivada por la experiencia existencial de Dios, que es amor siempre y sin segundas intenciones: “Misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios, más que holocaustos”. “Ama, y haz lo que quieras” había dicho Tácito y cristianizó después San Agustín. Tomar los mandamientos por prohibiciones arbitrarias del autoritarismo divino, por límites puestos a su libertad, cuando son una manifestación de su amor y de su solicitud paternal por el hombre, es un error y una falsedad, como dice el padre Cantalamessa. «Cuida de practicar lo que te hará feliz» dijo Dios a Israel (Dt 6, 3; 30, 15 s). Jesús mismo resumió todos los mandamientos, es más, toda la Escritura, en un único precepto: el del amor. Amor a Dios y al prójimo. «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40). También el apóstol Santiago afirma: “El que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz (St 1, 25).” Y añade: “Hablad y obrad tal como corresponde a los que han de ser juzgados por la ley de la libertad (St 2, 12).” Dijo Unamuno: Quise hacerme dueño de la fe y no su esclavo, y así llegué a la esclavitud, en vez de alcanzar la libertad de Cristo.

     Erich Fromm se pregunta: ¿Es la libertad solamente ausencia de presión exterior o es también presencia de algo? Y, siendo así, ¿qué es ese algo? Nosotros podemos responderle con la Escritura: “Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2Co 3, 17).  Pero el Espíritu es el Amor; amor entre el Padre y el Hijo, que lleva al hombre a la libertad plena, restaurando en él lo que había perdido por su declaración de independencia en medio del Paraíso.

     Con Emiliano Jiménez, podemos afirmar que donde está la Libertad, allí está el Amor; donde está la libertad, está por tanto el otro, los otros, y al hombre libre, sólo cuadra el aislamiento del mundo, cuando éste, está motivado por el amor. El hombre está en situación de libertad como dijo Zubiri, y esta situación que podemos llamar también vocación, es el amor, como ámbito de la plena realización del hombre como hombre y hombre libre. El amor es el espacio que la libertad se crea para realizarse a sí misma; es la única tierra donde crece.



     Sin este ámbito del amor, el paraíso de la libertad se transforma en infierno como decía Sartre; soledad en compañía y esclavitud del odio. La libertad es por tanto no sólo realización del hombre como tal, sino también responsabilidad a realizar en medio de la comunidad humana, como ámbito irrenunciable de su condición social. Como decía Calvo Serer: Las fuerzas creadoras del hombre tienen su origen nato en la libertad, que abre al hombre, por urgencias ineludibles, a los amplios horizontes de la verdad, el bien y el amor.

          Para el Concilio Vaticano II (GS, 31): La libertad humana con frecuencia se debilita cuando cae en extrema necesidad; de la misma manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las múltiples exigencias de la convivencia humana  y se obliga al servicio de la comunidad en que vive.

          ​Para Emiliano Jiménez: El hombre se experimenta a sí mismo como un ser que vive su libertad en un tiempo irreversible, limitado por un principio y un final. ​Sólo la verdad hace al hombre libre. La sociedad, que oculte, silencie o margine las situaciones primordiales del vivir y del morir, del nacer y el envejecer, está arrancando al hombre sus posibilidades más humanas, porque son las que le abren las fronteras de su verdad, colocándole al filo de su libertad. El aturdimiento, que mantiene al hombre perennemente divertido, cierra las puertas del santuario interior, impidiendo que el silencio entre en la vida del hombre y que en él pueda resonar el eco de su verdad, la luz de su libertad y el misterio de su ser. Para que la libertad sea auténtica, y no una forma camuflada del egoísmo inhumano, hay que situarla en su procedencia y en su destino. Todo hombre, que haya bajado a la interioridad de su corazón, no puede por menos de interrogarse de dónde le nace la libertad y qué quiere hacer con ella, es decir, a qué la quiere consagrar o a quién se la quiere ofrendar.   

               Dios nos libre de la utopía totalitaria de una justicia sin libertad y de una libertad sin verdad que va codo con codo con un falso concepto de tolerancia, y que en palabras de Juan Pablo II, presagian errores y horrores vividos recientemente en la historia  (cf. Ecclesia in Europa, 98).


BIBLIOGRAFÍA

R. CALVO SERER, La fuerza creadora de la libertad, Madrid 1959.
E. FROMM, El miedo a la libertad, Buenos Aires.
E. JIMÉNEZ HERNÁNDEZ, Quien soy yo. Callao, Perú.

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Las riquezas

Sobre las riquezas

Una observación preliminar es necesaria para despejar el terreno de posibles equívocos al leer lo que el Evangelio dice de la riqueza. Jesús jamás condena la riqueza ni los bienes terrenos por sí mismos. Entre sus amigos está también José de Arimatea, «hombre rico»; Zaqueo es declarado «salvado», aunque retenga para sí la mitad de sus bienes, que, visto el oficio de recaudador de impuestos que desempeñaba, debían ser considerables. Lo que condena el Señor es el amor al dinero y a los bienes, darles el corazón, hacer depender de ellos la propia vida y acumular tesoros sólo para uno mismo (Lc 12, 13-21).

Por la experiencia de muerte que todos tenemos a consecuencia del pecado, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia y a buscar seguridad en las cosas, y en consecuencia a atesorar bienes. El problema está, en que el atesorar implica inexorablemente el corazón y mueve sus potencias: entendimiento y voluntad de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que sólo Dios puede colmar. “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”. Acogiendo el Evangelio del amor de Dios, el Kerigma de Jesucristo, el pecado es perdonado, la muerte es vencida, y las heridas del corazón son curadas haciendo al hombre libre frente a la idolatría del dinero. Ahora puede poner su corazón en Dios: “¡Va, vende tus bienes, ven y sígueme!”. “¡Tendrás un tesoro en el cielo!”

A Dios hay que amarlo con todo el corazón, pero dice la Escritura que nuestro corazón está donde se encuentra nuestro tesoro. Por eso el que ama el dinero tiene en él su corazón y a Dios no le deja sino unos ritos vacíos y unos cultos sin contenido; cumplimiento de normas, pero no amor. Pero Dios ha dicho por el profeta Oseas: “Yo quiero amor y no sacrificios”; e Isaías: “Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí.”

El Evangelio nos presenta la relación entre los bienes y la vida; nos plantea un problema de discernimiento, entre los medios y el fin, que consiste primeramente, en darnos cuenta de que estamos de paso en esta vida. Administramos cuanto tenemos por un tiempo, y en consecuencia debemos saber utilizarlo, y dar a cada cosa su valor.  Saber amar las cosas y a uno mismo no más de lo que conviene.

Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Por eso enriquecerse y atesorar, sólo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, y en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no socaban ni roban. Por medio de la caridad y la limosna, se cambia la maldición del amor al dinero, por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna como cruz purificadora. Al llamado joven rico de la parábola Dios le da la oportunidad de repartir, pero prefiere atesorar.

Los dones de Dios en un corazón idólatra se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados, porque tiene unas necesidades, pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural y eterna, mediante su incorporación al Reino de Dios, al cual está finalizada su existencia. Encontrar y alcanzar esta meta, requiere prioritariamente de nuestra intención y nuestra dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Buscar el Reino de Dios es poner a Dios como nuestro Señor y depositar nuestro cuidado en sus manos providentes que sostienen la creación entera, confiando en él. “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.” En el Señor está la verdadera seguridad. “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor.”

La Palabra de Dios llama al amor al dinero «idolatría» (Col 3, 5; Ef 5, 5). El dinero no es uno de tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia. Literalmente «dios de fundición» (Ex 34, 17). Es el anti-dios porque crea una especie de mundo alternativo. Se realiza una siniestra inversión de todos los valores. «Nada es imposible para Dios», dice la Escritura, y también: «Todo es posible para quien cree». Pero el mundo dice: «Todo es posible para quien tiene dinero». 

La avaricia, además de la idolatría, es asimismo fuente de infelicidad. El avaro es un hombre infeliz. Desconfiado de todos, se aísla. No tiene afectos, ni siquiera entre los de su misma carne, a quienes ve siempre como aprovechados, y quienes, a su vez, alimentan con frecuencia respecto a él un solo deseo de verdad: que muera pronto para heredar sus riquezas. Tenso hasta el espasmo para ahorrar, se niega todo en la vida y así no disfruta ni de este mundo ni de Dios, pues sus renuncias no se hacen por Él. En vez de obtener seguridad y tranquilidad, es un eterno rehén de su dinero. 


Pero Jesús no deja a nadie sin esperanza de salvación; tampoco al rico. Cuando los discípulos, después de lo dicho sobre el camello y el ojo de la aguja, preocupados le preguntaron a Jesús: «Entonces ¿quién podrá salvarse?», Él respondió: «Para los hombres, imposible; pero no para Dios». Dios puede salvar también al rico. La cuestión no es «si el rico se salva» (esto no ha estado jamás en discusión en la tradición cristiana), sino «qué rico se salva». 

Jesús señala a los ricos una vía de salida de su peligrosa situación: «Acumulaos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan» (Mt 6, 20); «Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas» (Lc 16, 9). Sala tu dinero, como dicen los judíos. Hoy sería: blanquea tu dinero negro con la limosna.


¡Se diría que Jesús aconseja a los ricos transferir su capital al exterior! Pero no a Suiza, sino ¡al cielo! Muchos –dice Agustín- se afanan en meter su propio dinero bajo tierra, privándose hasta del placer de verlo, a veces durante toda la vida, con tal de saberlo seguro. ¿Por qué no ponerlo nada menos que en el cielo, donde estaría mucho más seguro y donde se volverá a encontrar, un día, para siempre? ¿Cómo hacerlo? Es sencillo, prosigue San Agustín: Dios te ofrece, en los pobres, a los porteadores. Ellos van allí donde tú esperas ir un día. La necesidad de Dios está aquí, en el pobre, y te lo devolverá cuando vayas allí. 

Pero está claro que la limosna de calderilla y la beneficencia ya no es hoy el único modo de emplear la riqueza para el bien común, ni probablemente el más recomendable. Existe también el de pagar honestamente los impuestos, crear nuevos puestos de trabajo, dar un salario más generoso a los trabajadores cuando la situación lo permita, poner en marcha empresas locales en los países en vías de desarrollo. En resumen, poner a rendir el dinero, hacerlo fluir. Ser canales que hacen circular el agua, no charcas artificiales que la retienen sólo para sí. 


  La respuesta inmediata a la pregunta del “joven rico” sería decirle: “Escucha Israel. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas  y al prójimo como a ti mismo. Haz esto y vivirás”. Jesús en cambio le habla de los mandamientos, porque toda la Ley y los profetas y por tanto los mandamientos, penden de este amor. El que ama así, los cumple, y es de ese amor, del que proviene la salvación, pero el que pretende compartir su amor a Dios con el que tiene a sus bienes, se “ama” más a sí mismo, equivocada y carnalmente. Por eso los apóstoles dudan de la posibilidad de salvarse y Jesús mismo les confirma que ese amor no es posible a los hombres con sus solas fuerzas. Sólo el conocimiento trinitario de Dios: Padre, Espíritu y Verdad, lo puede dar, entendiendo por conocimiento, la experiencia de su vida divina: de su amor, de su espíritu, y de su gracia.

El llamado “joven” rico, se ha encontrado con un “maestro bueno” y quiere obtener de él la certeza de la vida eterna, que el seudo cumplimiento de la Ley no le ha dado. Cristo le pregunta, que tan maestro y que tan bueno le considera, ya que sólo Dios es el maestro bueno, que puede darle no sólo una respuesta adecuada, sino alcanzarle lo que desea. Sabemos que se marchó triste porque tenía muchos bienes, pero su tristeza procedía, de que su presunto amor a Dios, era incapaz de superar el que sentía por sus bienes, que le impidió creer que en aquel Jesús estaba realmente su Señor y su Dios, para seguirle, obedeciendo su palabra. Le  fue imposible encontrar el tesoro, escondido en el campo de la carne de Cristo. Le fue imposible discernir el valor de la perla que tenía ante sus ojos, pues de haberlo descubierto, ciertamente habría vendido todo y le habría seguido. Como le dijo Jesús, una cosa le faltaba, pero no como añadidura, sino como fundamento de su religión: el amar a Dios más que a sus bienes, y al prójimo como a sí mismo.

Es curioso además, que en Marcos y Lucas el rico hable de “herencia”, como si esperase alcanzar la vida eterna, con el mismo esfuerzo con el que se obtienen los bienes en herencia, es decir, sin ningún esfuerzo. Si vemos el desenlace del encuentro, podemos suponer que es así, ya que no estuvo dispuesto a vender sus bienes. Según Mateo, parecía dispuesto a hacer algo para alcanzar la Vida, pero no fue así.

Jesús parece decirle al rico: Has heredado muchos bienes y quieres asegurarlos para siempre, pero en el cielo esos bienes no tienen ningún valor, si no son salados aquí por la limosna. La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme”; hazte discípulo del “maestro bueno”; cree, y llegarás a amar a tus enemigos, y “serás hijo de tu padre celeste”, y tendrás derecho a la herencia de la vida eterna.

En nosotros habita la muerte a consecuencia del pecado, pero Cristo la ha vencido para nosotros. Aquella parte de nosotros que abrimos a Cristo es redimida por él y transformada en vida y aquella que nos reservamos, permanece sin redimir y en la muerte. Si nuestro ser, en la Escritura es designado como: corazón, alma y fuerzas, sólo abriéndolo a Dios completamente, nos abriremos a la vida eterna. Hay que amar a Dios con todas las tendencias del corazón, con toda la existencia y por encima de toda creatura, para alcanzar en él la Vida.

Como en el caso del administrador del Evangelio, los bienes son medios que deben cumplir una función al servicio de un fin, pero no son fines en sí mismos. Si la vida del hombre tiene como orientación definitiva la bienaventuranza de la vida eterna, todos los medios de que dispone, deben estar en función de poder alcanzarla. Esa es la astucia que alaba el patrón de la parábola: saber sacrificar sus beneficios inmediatos, en función de su supervivencia. Cristo atribuye en mayor medida esta astucia a los hijos de este mundo que a los de la luz, para exhortar así a sus discípulos. La inmediatez de las riquezas tiene cierta ventaja al estimular los corazones humanos, frente al estímulo que ejerce lo futuro de la bienaventuranza, debido a nuestra débil fe. 
La vida cristiana  no es una forma pía de ocupar el tiempo que sobra después de las exigencias del mundo, sino al revés. “Estar en el mundo sin ser del mundo”, para llevarlo a Cristo. Habrá que dar su tiempo a las cosas del mundo, pero no el corazón; usar el dinero pero no amarlo; trabajar, pero no darle nuestra vida al trabajo; descansar, pero no hacer del bienestar la meta de la existencia.    

Con Cristo, Dios vuelve a llamar a los necesitados de salvación, para devolverles la heredad que rechazaron los primeros padres en el Paraíso. Por eso la invitación no es sólo para Israel, sino para todos los hijos de Adán. Ante nosotros están pues, misericordia y responsabilidad para orientar nuestra libertad y nuestra vida al Evangelio del Reino o alienarlas por la ilusión de los bienes de este mundo. “Hay de los hartos,” y de los justos a sus propios ojos, porque se excluyen a sí mismos del Reino. Dichosos en cambio los que ahora tienen hambre porque serán saciados.

El Señor, a través de “las riquezas injustas”, nos llama a ganar las verdaderas; ¿cómo puede subsistir la justicia de la caridad en la acumulación de bienes? La caridad purifica lo contaminado del corazón distribuyendo las riquezas. A través de “lo ajeno”, nos llama a amar “lo nuestro”, lo propio, lo que no nos será arrebatado; a través de lo pasajero a valorar el Don eterno de su Espíritu.

San Juan de la Cruz llega a decir que, para alcanzar a Dios, se requiere un corazón desnudo no sólo de males, sino también de bienes; de los goces y los deleites que pueden sernos impedimento, ya sean temporales, sensuales o espirituales, porque ocupan el corazón que se aferra a ellos. Por eso dice: No pondré mi corazón en las riquezas ni en los bienes que ofrece el mundo, ni en los deleites de la carne, ni en los gustos y consuelos del espíritu, que me detengan en la búsqueda del Amor a través de las virtudes y los trabajos, como dijo David en el salmo (61, 11): Aunque crezcan las riquezas no les deis el corazón. No sólo riquezas materiales sino incluso espirituales. Cuanto impida el caminar en la cruz del Esposo Cristo.
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El misterio de iniquidad

El misterio del mal (Misterium iniquitatis)[1]


            El mal hunde sus raíces en el misterio de la libertad, y por tanto, como todo cuanto existe y participa del Ser, en el misterio del amor. No hay amor sin libertad, ni libertad sin amor. Amor y libertad que comparten ángeles y hombres, privilegiados en su vocación y predestinación: “Señor, ¡qué es el hombre para que te acuerdes de él!” Lo hiciste poco inferior a los ángeles; lo coronaste de gloria y dignidad.

Uno de los problemas de la historia que presenta mayor dificultad de comprensión, y de asimilación de su sentido trascendente, es “el misterio del mal” (Misterium iniquitatis), envuelto todo él en el ámbito de la libertad, y  por tanto, de la responsabilidad; misterio, al que sólo la cruz de Cristo como “misterium charitatis” ilumina desde la fe.

El problema del bien y del mal, por mucho que se intente desde las trincheras de un humanismo ateo diluir sus fronteras, resiste tozudamente frente a toda dialéctica ideológica, por la evidencia de los hechos, por más intentos del eufemismo progresista de travestirlo de tolerancias, pluralismos y consensos.

Dios nos libre de la utopía totalitaria de una justicia sin libertad y de una libertad sin verdad que va codo con codo con un falso concepto de tolerancia, y que en palabras de Juan Pablo II, presagian errores y horrores vividos recientemente en la historia  (cf. Ecclesia in Europa, 98).

Juan Pablo II en la introducción de su último libro “Memoria e Identidad”, dice que frente al problema del mal nosotros tenemos la tentación de los siervos de la parábola de la cizaña que dicen al Señor: “¿Quieres que vayamos a arrancar la cizaña?”, que es lo que tantas veces queremos nosotros, quitar el mal, que el Señor intervenga y quite a todos los malvados y queden solamente los buenos. Somos incapaces de comprender el porqué de la existencia del mal. Sólo que hay un problema: que no podemos saber quién es la cizaña y quién es el buen grano, mientras dure este tiempo en que el Misterio de la iniquidad, está actuando de muchas maneras en el mundo, y que según dice el Apocalipsis, refleja la lucha entre el Cordero y la Bestia.

Dice san Agustín en un sermón: “Atención, que si tú eres buen grano, puede llegar un día en que seas cizaña, si te resistes a Dios y te vuelves al demonio, llegas a ser un hijo del demonio”. Por eso dice la Escritura: “no llaméis nunca santo a nadie hasta que expire el último aliento, hasta que muera”. Porque todo es posible. Existe la conversión y la corrupción. La cizaña y el trigo evolucionan en la libertad frente a la gracia. Todos podemos transformarnos en demonios. Dice san Agustín: “Ves un hombre santo, mañana le ves que ha traicionado a todos y está hecho un indeseable. “Corruptio optimi cuiusque pessima”, la corrupción de los mejores, de los santos, es la peor de todas. Ves a un malvado y mañana se puede convertir; estamos todos en esta precariedad que requiere vigilancia; todos estamos sometidos a la seducción, la tentación y la concupiscencia. Y cuanto más en alto nos situemos, más grande será el peligro de la caída.


Por eso sabiduría y caridad se alejan del juicio según las palabras del Señor sumergidos como estamos en su amorosa misericordia, desechando todo maniqueísmo antes que venga el Señor a separar definitivamente la cizaña del trigo. Mientras tanto: Dios conduce la Historia, como drama de la libertad humana, salvando a la humanidad, ya que la acción de Dios en favor de la iglesia, está finalizada a la salvación del mundo. El Misterium iniquitatis será entonces condenado y destruido como ansía el corazón humano, cuando termine el tiempo de la misericordia, “tiempo de higos”, con el que todos estamos siendo agraciados, y la justicia nos alcance la eterna bienaventuranza.

La existencia del infierno sigue siendo un profundo misterio en torno a la libertad y como consecuencia de la misma, por la que puede rechazarse “la herencia del Reino preparado para vosotros (los hombres) desde la creación del mundo”. Coincide con el misterio del pecado, “misterium iniquitatis”, en el sentido que no es fácil entender cómo la criatura humana pueda rechazar el amor ofrecido por Dios, que constituye su felicidad; no se comprende cómo la Cruz de Cristo, revelación suprema del amor salvífico, pueda ser rechazada y blasfemada. Se trata del misterioso encuentro entre dos sujetos llamados a entregarse libre y conscientemente.

Cuando contemplamos cómo en nuestros días los hombres, los gobiernos y las leyes, desprecian a la Iglesia y a sus más sagrados criterios, podemos pensar que son muchas las causas de la existencia y de la actuación del “misterio de la iniquidad”, pero no podemos dejar de preguntarnos acerca de nuestra posible responsabilidad, en el extravío y alejamiento de aquellos a quienes se nos ha encomendado iluminar y preservar de la corrupción, habiendo sido constituidos luz y sal para el mundo.

El “Misterio de Iniquidad” del que nos habla la Revelación, está operante en el mundo a través del diablo, que actúa personalmente, y también por medio de quienes subyugados por él, obedecen sus inspiraciones más o menos conscientemente, pero de forma real.

La pascua de Cristo hace dar un salto de cualidad a nuestras pobres expectativas de vida, sumergiéndolas en el torrente del amor divino mediante la oblación de la propia existencia a su voluntad. Sólo con la fe es posible superar la crisis en la que nos sumergen los acontecimientos que superan nuestra capacidad de comprensión y de respuesta. Dios está presente y controla la dramática historia de nuestra libertad; ni una hoja cae del árbol sin su permiso; no estamos a merced del sino, ni el Misterio de la Iniquidad actúa más allá de los límites de la providencia amorosa de Dios: “Todo contribuye al bien, para los que aman a Dios.”

Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el "Misterio de iniquidad" bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (Catecismo de la Iglesia).

Lo que el Señor castiga es lo que los hombres cometen contra sí mismos, porque hasta cuando pecan contra él, obran impíamente contra sus almas y su iniquidad se engaña a sí misma, ya corrompiendo y pervirtiendo su naturaleza –la que Dios ha hecho y ordenado–, ya sea usando inmoderadamente las cosas permitidas, ya sea deseando ardientemente las no permitidas, según el uso que es contra naturaleza. Indagué qué cosa era la iniquidad, y no hallé que fuera sustancia, sino la perversidad de una voluntad que se aparta de la suma sustancia, que eres tú, ¡oh Dios!, y se inclina a las cosas ínfimas, y arroja sus intimidades, y se hincha por de fuera. (“Confesiones de san Agustín”).


El “misterio de la iniquidad” tiene, pues, un tiempo para actuar, que contribuye al bien de quienes aman a Dios, como dice san Pablo, que les está velado discernir a sus contemporáneos de forma misteriosa, y cuya cerrazón se comprende a la luz del profeta Isaías: «Ve y di a ese pueblo: Escuchad bien, pero no entendáis, ved bien, pero no comprendáis. Engorda el corazón de ese pueblo, hazle duro de oídos, y pégale los ojos, no sea que vea con sus ojos, y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y se le cure» (Is 6, 9-10). El pueblo que se ha negado a convertirse a la palabra del Señor, deberá esperar a que Dios “sea propicio”.
Según Manuel Lacunza[2]:
El Anticristo, de quien hemos oído que vendrá, estaba ya en el mundo en tiempo de San Juan y comenzaba a verse el carácter inquieto, duro y terrible del espíritu de división (diábolos), y muchos apostataban de la fe, renunciaban a Jesús, y eran después sus mayores enemigos, a ellos da el Apóstol el nombre de Anticristo, y para que ninguno piense que habla de los judíos, que en algún tiempo perseguían a Cristo, y a su cuerpo místico, añade luego, que estos Anticristos habían salido de entre los cristianos; salieron de entre nosotros. En sustancia San Pablo dice lo mismo, hablando de la apostasía de los últimos tiempos, esto es, que en su tiempo ya comenzaba a obrar este misterio de iniquidad. De esta definición del Anticristo, que es lo más claramente expresado sobre este asunto en las Escrituras, parece que podemos sacar legítimamente esta consecuencia: que el Anticristo, de quien hemos oído que ha de venir, no puede ser un hombre, o persona individual y singular, sino un cuerpo moral que empezó a formarse en tiempo de los apóstoles, juntamente con el cuerpo místico de Cristo, que desde entonces empezó a existir en el mundo, y que ahora ya está en el mundo. Porque ya está actuando el misterio de la iniquidad, que ha existido hasta nuestros tiempos, que existe actualmente, y bien crecido y robusto, y que se dejará ver en el mundo entero, cuando se haya completado enteramente este misterio de iniquidad. Esta consecuencia se verá más clara en la observación que vamos a hacer de las ideas que nos da la Escritura del Anticristo mismo.  
Cuando la Escritura nos presenta la metáfora de la bestia de siete cabezas, se puede interpretar que se refiere a siete falsas religiones que pueden entrar en una misma idea o proyecto particular, y que se unirán en un solo cuerpo, para hacer la guerra en toda forma al cuerpo de Cristo, y a Cristo mismo, no en alguna parte determinada de la tierra, sino en toda ella y a un mismo tiempo. De igual forma, la metáfora de los diez cuernos todos coronados, puede interpretarse como diez o más reyes, que por seducción o por malicia, pueden incorporarse en el mismo sistema o misterio de iniquidad, prestando a la bestia, compuesta ya de siete, toda su autoridad y potestad, ayudándola para aquella empresa del mismo modo que ayudan sus cuernos a un toro para herir y hacerse temer. Una de las siete cabezas, o de las siete bestias unidas, puede recibir algún golpe mortal, y no obstante ser curada la llaga metafórica por la solicitud, industrias y lágrimas de las otras. Todo esto se puede aceptar sin dificultad; y si no podemos asegurarlo con toda certeza, podemos por lo menos sospecharlo, como sumamente verosímil; y de la sospecha vehemente pasar a una más atenta y más vigilante observación. Esto es lo que tantas veces nos encarga el evangelio. Velad pues... para que seáis dignos de evitar todas estas cosas, que han de suceder, y estar en pie delante del Hijo del hombre.

El misterio de las cuatro bestias de la profecía de Daniel es sustancialmente el mismo al que se refiere el Apocalipsis. El cuerno de la cuarta bestia, piensan algunos que se trate del Anticristo mismo. Ambas profecías se complementarían  como lo hacen entre sí los mismos Evangelios.  
Todas estas ideas acerca del Anticristo y de todo su misterio de iniquidad, podrían ser utilísimas a los fieles (incluso a aquellos que profesan un falso cristianismo) si les prestasen alguna atención particular; si las mirasen, no digo ya como ciertas e indudables, sino al menos como verosímiles. Preparados con ellas, y habiendo entrado siquiera en alguna sospecha, les sería ya bien fácil estudiar los tiempos, confrontarlos con las Escrituras, advertir el verdadero peligro, y por consiguiente no perecer en él. No se perderían tantos como ya se pierden, y como ciertamente se han de perder; estarían con mayor vigilancia contra los falsos profetas que vienen con vestidos de ovejas, y que por dentro son lobos rapaces; sobre todo, se acercarían más a Jesús; y se unirían más estrechamente a él; procurarían asegurarse más respecto a Jesús, sabiendo que no hay salvación en ningún otro. Se aplicarían, en fin, más seriamente a redoblar y fortificar siempre más aquella ligazón tan necesaria y tan precisa, en la que consiste el ser cristianos y sin la cual, es imposible serlo.    

Como dice san Pablo:
Por lo que respecta a la Venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis alterar tan fácilmente en vuestro ánimo, ni os alarméis por alguna manifestación del Espíritu, por algunas palabras o por alguna carta presentada como nuestra, que os haga suponer que es inminente el Día del Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera. Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios. ¿No os acordáis que ya os dije esto cuando estuve entre vosotros? Vosotros sabéis qué es lo que ahora le retiene, para que se manifieste en su momento oportuno. Porque el misterio de la impiedad ya está actuando. Tan sólo con que sea quitado de en medio el que ahora le retiene, entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la manifestación de su Venida. La venida del Impío estará señalada por el influjo de Satanás, con toda clase de milagros, signos, prodigios engañosos, y todo tipo de maldades que seducirán a los que se han de condenar por no haber aceptado el amor de la verdad que les hubiera salvado. Por eso Dios les envía un poder seductor que les hace creer en la mentira, para que sean condenados todos cuantos no creyeron en la verdad y prefirieron la iniquidad.

Entonces, y sólo entonces se empezarán a ver los grandes y admirables misterios que contiene el Apocalipsis, y a verificarse sus profecías, las cuales, hasta ahora no se han verificado, en absoluto. Entonces se revelará, se manifestará, o saldrá a la luz, aquel gran misterio de iniquidad, que llamamos Anticristo, que se está formando desde hace tanto tiempo, y vemos en nuestros días ya tan desarrollado.

      La segunda cosa que debemos advertir aquí y no olvidar, es aquel Consejo extraordinario y juicio supremo, que se dice expresamente en Daniel: Pero cuando el tribunal haga justicia, le quitarán el poder y será destruido y aniquilado totalmente. Y la soberanía, el poder y la grandeza de todos los reinos del mundo serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo. En ese supremo Consejo se sienta, en primer lugar, en su trono el Anciano de Días, y en sus tronos respectivos otros conjueces. A este Consejo asisten millares de millares de ángeles, prontos a ejecutar lo que allí se ordena. En presenta el Mesías mismo, según Daniel, como Hijo de Hombre; y según San Juan, un Cordero degollado. El que tomó el libro de la mano derecha del que estaba sentado en el trono, según dice San Juan; y según Daniel, recibe la potestad, y la honra, y el reino, etc. Este Consejo o Juicio supremo que se abre, como queda dicho, después del parto de la mujer, permanece abierto y en continua operación, todo el tiempo que la mujer misma está retirada en la soledad, es decir, los mismos cuarenta y dos meses que debe durar entre las gentes la gran tribulación del Anticristo, o del misterio de iniquidad, ya consumado y revelado, hasta que del mismo Consejo o tribunal supremo se desprenda la piedra, y se encamine directamente hacia la estatua, hiriéndola en sus pies de hierro, y de barro; hasta que el Hijo del Hombre o el Cordero mismo, Cristo Jesús, llegada aquella hora y momentos, que puso el Padre en su propio poder, y que espera con las mayores ansias el cielo y la tierra, vuelva a ésta después de haber recibido el reino con toda aquella gloria y majestad con que se describe en el capítulo XIX del mismo Apocalipsis.

            En conclusión la venida del Mesías glorioso está vinculada al reconocimiento de Jesús como Mesías por Israel (Rm 11,26; Mt 23,39) y al desvelamiento del misterio de iniquidad en la prueba final de la Iglesia, que sacudirá la fe de numerosos creyentes (Lc 18,8; Mt 24,12; Lc 21,12; Jn 15,19-20; 2Ts 2,4-12; 1Ts 5,2-3; 2Jn 7; 1Jn 2,18.22). La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su resurrección (Ap 19,1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (Ap 13,8) en forma de un proceso creciente, al estilo hegeliano, sino por una intervención de Dios, que triunfará sobre el último desencadenamiento del mal (Ap 20,7-10) y hará descender desde el cielo a su Esposa (Ap 21,2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (Ap 20,12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (2P 3,12-13; CEC 668-677).

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[1] El término “iniquidad” (άνομιαν) en la terminología de Mt es la desobediencia a la ley cristiana (Mt 13:41; 23:28; 24:12).

[2] Lacunza, Manuel, “La venida del mesías en gloria y majestad”: 165-365.