Domingo 31º del TO B

 Domingo 31º del TO B

(Dt 6, 2-6; Hb 7, 23-28; Mc 12, 28-34) 

Queridos hermanos: 

          En la palabra del Deuteronomio, Dios promete vida larga, abundante y feliz, para quien guarde este primer mandamiento y le ame con todo su ser. Amar, es tener a Dios en nosotros, porque Dios es amor. Dios depositó su amor en nosotros al crearnos, pero el pecado pervirtió en nosotros el amor, encerrándonos, e incapacitándonos para amar a alguien que no sea nosotros mismos. Ya decía san Agustín, que no hay nadie que no ame, y el problema está en cuál sea el objeto y la ecuanimidad de su amor: Ni amar más, ni menos, de lo que cada persona o cosa deba ser amada.

          El Levítico parte de esta realidad, y nos muestra el camino del prójimo, como segundo mandamiento, que concreta el primero, como mediación para salir de nosotros mismos e ir en busca del amor, y así Cristo, como hemos visto en el Evangelio, unirá este precepto al del amor a Dios: “el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. He aquí el camino de la vida feliz indicado por la Ley, y recorrerlo lleva al hombre hasta las puertas del Reino: “no estás lejos del Reino de Dios”.

          Sin embargo, sólo en Cristo se abrirán las puertas del Reino, a un mandamiento nuevo. “Os doy un mandamiento nuevo; este es mi mandamiento: Que os améis los unos a los otros, “como yo”; amor nuevo, dado al hombre, no en virtud de la creación, sino de la Redención, de la “nueva creación”, por la que es regenerado un amor en el corazón del hombre, como aquel con el que Cristo se ha entregado a nosotros: “Como yo os he amado” Este será pues, el mandamiento del Reino; el mandamiento nuevo; el mandamiento de Cristo, en el que el escriba del Evangelio es invitado a adentrarse mediante la fe, creyendo en él: “Que os améis los unos a los otros “como yo” os he amado.”

          Una vez más, como dice el Evangelio de Juan, el amor cristiano no consiste en cómo nosotros hayamos amado a Cristo, sino en cómo Cristo nos amó primero. Si el amor cristiano es el de Cristo, recordemos sus palabras: “Como el Padre me amó, os he amado yo a vosotros”. El amor cristiano, por tanto, no es otro, ni diferente del amor del Padre, con el que amó a Cristo, y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano, en Cristo, es por tanto signo y testimonio del amor de Dios en el mundo. A esta misión hemos sido llamados por la fe en Cristo, porque como dijo el profeta Oseas: “Yo quiero amor; conocimiento de Dios.” En esto consiste el verdadero culto que quiere Dios: Padre, Espíritu y Verdad: El amor de Cristo en nosotros. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 30º del TO

 Viernes 30º del TO 

Lc 14, 1-6 

Queridos hermanos: 

          Nuevamente la palabra nos sitúa ante la letra del precepto y su espíritu que es el amor. Entramos de nuevo en el tema de la misericordia como corazón de la ley y de la superficialidad del legalismo inmisericorde de quien está alejado de Dios. “Yo quiero amor, conocimiento de Dios.”

          El Espíritu Santo hace ver la realidad con su óptica de misericordia: “misericordia quiero”; pero sin el Espíritu no puede captarse más que la materialidad de la Ley, sabiendo, no obstante, que su corazón es el amor, y mientras la caridad edifica, la letra mata. Jesús tendrá siempre gran dificultad en introducir a los sacerdotes, escribas y fariseos en la óptica de la misericordia. Sólo la madurez en el amor, es capaz de discernir entre la letra y el Espíritu. Parafraseando a Pascal podemos decir: “El amor (corazón) tiene razones que la razón no comprende” El tercer mandamiento, acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del precepto del amor a Dios y al prójimo. Santiago dirá que, “amar, es cumplir la ley entera”, y que quien ama a cumplido la ley.

          La respuesta de Jesús viene a ser: El sábado se puede amar. Precisamente para eso ha sido instituido el sábado. Dios ha descansado del trabajo de crear, pero no suspende nunca la actividad de amar, porque su naturaleza es el amor: “mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo” dirá Jesús.  El Padre no deja de gobernar la creación ni de amarla.  En una oración sinagogal que precede a la proclamación del Shemá, los judíos dicen: “haces la paz y todo (lo) creas. Tú que iluminas la tierra y (a) todos sus habitantes; que renuevas cada día la obra de la creación”.

          También en nosotros la “creación” puede ser renovada cada mañana, si con el salmo, “por la mañana proclamamos tu misericordia, Señor”, testificándola con nuestra vida.

          Es interesante la interpretación de Cristo respecto a una enfermedad, como acción de Satanás: Con Satanás entró el pecado y la muerte. El mal y la enfermedad no son más que sus manifestaciones progresivas sobre la naturaleza humana. Si la maldad de una creatura como el diablo puede ser tal, cuál no será la misericordia de Dios su creador, viendo la vejación de su creatura bajo la tiranía del mal: “Las aguas torrenciales (de la muerte) no pueden apagar el amor”.

          A la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad tienen un valor incuestionable, sin dejar de ser paradójicos. El sufrimiento como misterio, relativiza toda soberbia ilusión de realización inmanente, puramente mundana, y mediante la humildad abre el camino a la trascendencia. Con todo, nos encontramos una vez más ante el tema de la libertad, y del por qué Dios permite el sufrimiento. ¿Acaso el sufrimiento puede ser una expresión de amor, y un medio muchas veces insustituible, para obtener un bien superior? ¿No es posible que los enfermos del Evangelio, en el caso de haber gozado siempre de buena salud se hubiesen perdido para siempre, mientras que el encuentro con Cristo en su enfermedad temporal, les haya alcanzado una salud eterna salvándolos definitivamente?      

          Pidamos al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a la que se refiere su promesa. 

          Que así sea.

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Lunes 30º del TO

 Lunes 30º del TO 

Lc 13, 10-17 

Queridos hermanos: 

          El centro de esta palabra no es, la mujer enferma de la que el Señor se apiada, ni tan siquiera la falta de discernimiento que muestra el legalismo de los judíos respecto al sábado, sino la cerrazón del jefe de la sinagoga y de los judíos que despreciando a Dios se resisten a acoger su iniciativa de misericordia para volverse a él.

          La voluntad amorosa de Dios es la salvación de su pueblo, que se extiende a todos los hombres y que se hace carne primero en la elección de su pueblo, después en la ley, y por último en Cristo, que viene a perdonar el pecado y a dar a los hombres su naturaleza de amor con el Espíritu Santo.

          La predicación de Cristo, los milagros y en fin la entrega de su vida, hará posible el cumplimiento del plan de salvación de Dios, pero sólo en quien lo acoja. En cambio los judíos han hecho de su relación con Dios un legalismo de auto justificación y cumplimiento de normas externas que no llevan a Dios, porque el amor a Dios y al prójimo ha quedado sustituido por ritos anquilosados en su materialidad sin relación alguna con la verdad de su corazón. Cristo insistirá constantemente en aquello de: “Misericordia quiero; Yo quiero amor, conocimiento de Dios”. Entramos de nuevo en el tema de la misericordia como corazón de la ley, y de la superficialidad inmisericorde de quien está alejado de Dios.  

          También nosotros necesitamos poner nuestro corazón en Dios, de forma que sea el amor el que dirija nuestra vida, el culto y nuestra relación con Dios y con los hermanos. Si el origen, el medio y la finalidad de nuestra relación con Dios no es el amor, nuestra religión es falsa, y vacía.

          Como premisa, podemos tomar conciencia de lo despiadado de la tiranía del demonio: Dieciocho años de opresión imperturbable sobre una persona, que sin la redención de Cristo podría ser interminable. Es interesante la interpretación de Cristo respecto a una enfermedad como acción de Satanás: Con él entró el pecado y la muerte, de la cual el mal y la enfermedad no son más sus manifestaciones progresivas sobre la naturaleza humana. Si la maldad de una creatura puede ser tal, cuál no será la misericordia de Dios su creador, viendo la vejación de su creatura bajo la tiranía del mal: “Las aguas torrenciales (de la muerte) no pueden apagar el amor”.

          A la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad tienen un valor curativo de salvación incuestionable, sin dejar de ser paradójicos. El sufrimiento como misterio, relativiza toda soberbia ilusión de realización puramente mundana, y mediante la humildad abre el camino del corazón humano a la trascendencia. Con todo, nos encontramos una vez más ante el tema del por qué Dios permite el sufrimiento. ¿Acaso el sufrimiento puede ser un medio pasajero, muchas veces insustituible, para obtener un bien definitivo? ¿No es posible que la mujer del Evangelio, en el caso de haber gozado siempre de buena salud se hubiese perdido para siempre, mientras que el encuentro con Cristo después de su enfermedad la haya salvado definitivamente? Sin duda, pero subsiste además el sufrimiento como consecuencia de la libertad humana y del pecado.

          En el Evangelio podemos descubrir, cómo sólo el Espíritu Santo hace ver la realidad con su óptica de misericordia: “misericordia quiero”; pero si falta, no puede captarse más que la materialidad de la apariencia; mientras la letra de la Ley mata, su corazón es el amor, y la caridad edifica. Jesús tendrá siempre gran dificultad en introducir a sacerdotes, escribas y fariseos en la óptica de la misericordia, porque su corazón cerrado a Dios, se cierra a la caridad. Quien no se conmueve ante el sufrimiento y la perdición ajenos, tampoco lo hará ante la misericordia. Sólo un amor que madura, es capaz de discernir entre la letra y el Espíritu. Parafraseando a Pascal podemos decir: “El “amor” tiene razones que la razón no comprende” El tercer mandamiento, acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del precepto del amor a Dios y al prójimo. La Escritura expresa claramente que, “quien ama, cumple la Ley”.

          La respuesta de Jesús viene a ser: ¡En sábado se puede amar!

          Precisamente para eso ha sido instituido el sábado. Dios descansa del trabajo de crear pero no suspende nunca la actividad de su amor: “mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo” dirá Jesús. El Padre descansó de crear, y ahora no deja de amar, gobernar y renovar cada día la creación. El trabajo del amor, nunca se detiene. En una oración sinagogal que precede a la proclamación del Shemá, los judíos dicen: “haces la paz y todo (lo) creas. Tú que iluminas la tierra y (a) todos sus habitantes; que renuevas cada día la obra de la creación”. También en nosotros la “creación” puede ser renovada cada mañana, si como el salmo: “por la mañana proclamamos, Señor tu misericordia” testificándola con nuestra vida.

          Pidamos al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a la que se refiere su promesa. Una cosa es trabajar para sostener el cuerpo y otra, para inmolarlo por amor y para amar. 

          Que así sea.

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Domingo 30º del TO B

 

Domingo 30º del TO B 

(Jer 31, 7-9; Hb 5, 1-6; Mc 10, 46-52 

Queridos hermanos: 

En esta palabra la salvación y la misericordia de Dios se hacen “camino” que conduce a su presencia, como cuando Israel fue llamado de Egipto a la Tierra Prometida, abandonando la esclavitud y la opresión de los ídolos. Ahora el pueblo regresa del norte después de setenta años, en los que fue purificado de sus pecados. Dios en efecto perdona a su pueblo, pero no deja impunes sus pecados.  

 Jericó, como el país del norte, es figura del destierro y la lejanía de Jerusalén, cuyo camino emprende el Señor en el Evangelio, para encontrar a Bartimeo, levantarlo de su postración, curarlo, y ponerlo en camino hacia la salvación por su fe, en su seguimiento y bendiciendo a Dios. Cristo es el verdadero camino al Padre, que en Bartimeo nos encuentra a nosotros y al pueblo que retorna del exilio en Babilonia.

El Señor abre un camino para retornar a él, a aquellos que habían sido desterrados lejos. Dios mismo a través de su palabra, por los profetas, va en busca de su pueblo, y a través de su Mesías los conduce a él. Que el camino de retorno a Dios, Cristo, se haga carne en nuestra vida es una gracia de Dios, porque uno no se convierte cuando quiere, sino cuando es llamado por Dios. Para que el pueblo salga de Egipto y camine a la Tierra Prometida, Dios tiene que romper las cadenas de la esclavitud: “De Egipto llamé a mi hijo”; para que el pueblo regrese del Exilio, como dice la primera lectura, Dios tiene que “recogerlos, traerlos y devolverlos”, y así el pueblo, pueda regresar con “arrepentimiento y súplicas”.

“Vienen con lágrimas” de arrepentimiento; “los devuelvo con súplicas”, porque un día los aparté por no volverse a mi. Vuelven porque se alejaron; los devuelvo porque yo los aparté. Devuelvo a los del norte, porque los desobedientes fueron al sur, cuando se les dijo: “no regresaréis a Egipto” y allí perecieron. Vienen por el “camino llano” de la conversión para llegar a los “torrentes de agua” del Espíritu.

Para este regreso a Dios sólo hay un camino que es Cristo. Dice Cristo: “Yo soy el camino”; encontrar a Cristo es encontrar el camino de retorno a Dios. Si Jericó es figura del mundo y Jerusalén es el lugar de la presencia de Dios, caminar de Jericó a Jerusalén es una imagen de la conversión y de la salvación, por la que el hombre retorna a Dios. Convertirse es por tanto encontrar a Cristo; creer en él, unirse a él, y seguirlo es salvarse.

Arrepentimiento y súplicas son el fruto de la fe que testifica en favor de Bartimeo, el pobre mendigo ciego sentado junto al camino, que al escuchar que pasa Cristo, de un salto va a su encuentro “con súplicas” como dice la primera lectura, que Cristo aparenta no escuchar para las multiplique, esperando que alcancen a destapar los oídos de la muchedumbre, que le sigue sin saber que el Mesías ha llegado. Cristo hace esperar a Bartimeo, como el Señor a sus elegidos que están clamando a él día y noche, y con sus clamores salvan al mundo mientras testifican con su fe el amor de Dios.

Bartimeo estaba sentado; no caminaba porque no había encontrado aún el camino, como dice san Agustín. El Camino vino a él, se detuvo, escuchó sus súplicas, lo llamó, y lo puso en marcha. Bartimeo ha visto en su ceguera, lo que los ojos de la muchedumbre no han sido capaces de ver. He aquí un ciego que con su oración hizo detenerse al “Sol” en Jericó, como  Josué en Gabaón; un ciego que ilumina a la multitud; un “ignorante” que instruye a los doctos; un pobre que enriquece a los potentados. He aquí un ciego que ve; un pobre que ha encontrado el “tesoro escondido” y se apresta a registrarlo: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!; un pobre mendigo ciego que ha encontrado la verdad de la Vida, y en este momento la tiene a su alcance. He aquí un hombre fácilmente despreciable de Jericó, más digno que los notables de Jerusalén.

Este encuentro fructuoso se debe a la fe: “tu fe te ha salvado”; la fe de reconocer en Jesús de Nazaret al Hijo de David, al Mesías que al venir curaría a los ciegos; la fe de reconocer al Señor: “Rabbuni”. Su fe le salva, y Cristo, como testimonio de su luz, le cura la ceguera. 

Esta es la fe que hace posible al hombre ser liberado de las ataduras a los bienes, como al ciego, que ante la llamada de Cristo deja su manto y va a su encuentro.

Así viene la Eucaristía, a iluminar nuestra ceguera con la fe, multiplicar nuestra oración, y testificar a Cristo con nuestra curación. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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San Lucas

 San Lucas 

(2Tm 4, 9-17; Lc 10, 1-12.17-20 

Queridos hermanos: 

          Hoy celebramos la fiesta de san Lucas, evangelista, compañero de san Pablo en la evangelización y testigo del Evangelio y de la acción de Dios, como él mismo nos cuenta en sus escritos de los Hechos de los apóstoles. No hay mejor forma de hacerlo presente que, con el Evangelio de la misión de los setenta y dos discípulos, en el que el Señor mismo los envía como pequeños y con la urgencia del anuncio del Reino, a llevar la Paz y a comunicar la Vida Nueva. Esta fue su vida en lo que conocemos.

          Si ciertamente es importante la obra de san Lucas, sus escritos como testimonio de Cristo, más importante es el testimonio de su vida, entregada al servicio del Señor en la evangelización, contribuyendo a la propagación de la fe, haciendo de su vida un culto espiritual a Dios por la predicación del Evangelio, verdadera liturgia de santidad. Ciertamente es una gracia haber sido llamado a encarnar la misión del enviado del Señor, pero su gloria es haberla aceptado, gastando su vida siguiendo en la Regeneración del mundo, a aquel que murió y resucitó para salvarnos. Cuanta gente malgasta su vida en sobrevivir, sin más fruto que tratar de satisfacer su propia carne, a riesgo de frustrarse a sí mismo en su vocación al amor.

          Los apóstoles son enviados de dos en dos, como encarnación de la cruz de Cristo y testigos de su amor en el anuncio del Reino. En efecto son necesarios dos para testificar, y para hacer visible la caridad de Aquel, de quien son enviados a dar testimonio de amor, como dice san Gregorio Magno (Hom., 17, 1-4.7s). Decía san Pablo: ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo! Nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús. Esa es la razón por la cual, siendo grande “la mies” de los que necesitan escuchar, sean pocos los “obreros” dispuestos a trabajar en ella.

Los misterios del sufrimiento y de la cruz acompañan la vida del testigo como han acompañado la de Cristo. Dar la vida por amor es perderla, negarse a sí mismo en este mundo, en una inmolación que lleva fruto y recompensa para la vida eterna. Pero el amor no se impone y debe ser acogido en la libertad y en la humildad de quienes lo presentan sin poder, como “pequeños” que anuncian al que viene con ellos con la omnipotencia del amor.

También nosotros, llamados a la fe, estamos siendo constituidos en testigos del amor del Señor que nos salva, nos llama y nos envía, incorporándonos a Cristo y a la obra de la regeneración por el Evangelio, como lo fue él mismo Lucas y todos los demás discípulos, cuyos nombres escuchamos unidos a la historia de la salvación y cuyos hechos proclamamos como palabras del Dios vivo, que sigue, llamando y salvando a la humanidad.

          En cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe, e ir incorporando a sus nuevos hijos en el Cuerpo de Cristo, hasta que se complete el número de los hijos de Dios; la muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de la que habla el Apocalipsis (7, 9).

          A esto nos invita y nos apremia hoy esta palabra, mediante la fortaleza que brota de la Eucaristía en la que nos unimos a Cristo y a su entrega por la vida del mundo, para testificar el amor del Padre. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 29º del TO B

 Domingo 29º del TO B

(Is 53, 10-11; Hb 4, 14-16; Mc 10, 35-45)

 Queridos hermanos: 

Tanto ha hablado Cristo a sus discípulos de su Reino, que todos ansían alcanzarlo. Pero tratándose de un reino de amor, reinar equivale a amar, y siendo el Reino de Dios, debe amarse como ama Dios y no como lo hace el mundo. Por eso dice Cristo: “Como el Padre me amó, yo os he amado a vosotros”, y “este es mi mandamiento: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.

Yo os he amado a vosotros entregándome en la cruz, porque así me ha amado mi Padre, entregándose totalmente, eternamente a mí. A mi vez, yo os envío mi Espíritu Santo, mi Amor, para que podáis amaros así, entregándoos mutuamente, totalmente y para siempre, los unos a los otros, sirviéndoos mutuamente hasta dar la vida.

Eso es reinar en mi Reino, dice el Señor, y a mayor entrega, servicio y humillación, mayor será vuestra grandeza, y más cerca estaréis del “trono de la gracia” del que habla la segunda lectura, en el que me ha colocado mi Padre, en la cruz, cúspide de su amor. 

Hoy la palabra nos hace contemplar el anuncio de la pasión  antesala de la Pascua, y mientras Cristo se prepara para entregarse, los discípulos siguen en su concepción carnal del Reino, en la que los judíos esperan la glorificación de Israel, sin integrar al plan de Dios las figuras del Siervo sufriente, del pastor herido, o la oscuridad del “día del Señor”.

Es inmediato dejarse llevar de los criterios carnales, pero Cristo vive en otra onda, propia del Espíritu, que es el amor. Su Reino es el amor, y quien quiera situarse cerca de Cristo debe acercarse a su entrega de amor que es eminente, e inaudita en su misericordiosa justicia.

Este puede ser un punto importante para nuestra conversión: centrarnos en el amor, en el servicio a los demás sin contemplarnos a nosotros mismos, sino a Cristo, en cuyo amor resplandece el rostro del Padre.

 Con nuestra naturaleza caída que nos incapacita para comprender las Escrituras, nos mantenemos en la realidad carnal, que al igual que a los apóstoles nos lleva a buscan ser, en todo. Frente a esta realidad, el Evangelio nos sitúa ante el hombre nuevo, en Cristo, que, se niega a sí mismo por amor, anteponiendo el bien del otro mediante el servicio, hasta el extremo de dar la propia vida, apurando la copa de la ira en el bautismo de su propia sangre. Este es el llamamiento a sus discípulos como “seguimiento de Cristo”: «que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.»

          Jesús va delante porque indica el camino, abre el camino, es el camino mismo. Sabiendo que los judíos buscan matarlo, sus discípulos se sorprenden y tienen miedo, pero ya el Señor les tiene preparadas unas buenas obras que deberán realizar cuando reciban la fuerza del Espíritu Santo. Para esto hemos sido también llamados nosotros, como dice san Pablo, “en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios para que caminásemos en ellas” 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Miércoles 28º del TO

 Miércoles 28º del TO

Lc 11, 42-46 

Queridos hermanos: 

          Dios es amor, y misericordia que busca siempre el bien del pecador atrayéndolo a sí. Amar es sintonizar nuestro espíritu con la voluntad amorosa de Dios. El conocimiento de Dios, se traduce en amor que obedece a sus palabras y se hace don de sí, y es vida para nosotros. Pero a consecuencia del pecado, la concupiscencia inclina nuestro corazón al mal, de modo que la vida cristiana, no deja nunca de ser combate, con las armas del Espíritu, del que san Pablo nos habla con frecuencia: “Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los espíritus del mal” (cf. Ef 6, 12); “Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado y de la que hiciste aquella solemne profesión delante de muchos testigos (1Tm 6, 12).

          La ley tiene un cometido de signo y de cumplimiento mínimo, que debe corresponder a una sintonía del corazón humano con la voluntad amorosa de Dios. La justicia y el amor son el corazón de la ley y a ellos hacen referencia los preceptos. El corazón que ama, se adhiere rectamente a los preceptos, mientras una adhesión legalista en la que falta el amor, sólo los alcanza superficial e infructuosamente. El cumplimiento legalista de ciertos preceptos, enajenados del amor, carece de valor en sí mismo: “Misericordia quiero, que no sacrificio (Mt 12, 7);  Porque yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos (Os 6, 6)”. “Esto es lo que había que practicar, sin olvidar aquello” (Mt 23, 23). “Coláis el mosquito y os tragáis el camello” (Mt 23, 24).

          Los preceptos nos recuerdan y especifican la necesidad de vivir en el amor a Dios y al prójimo, (porque la raíz de toda la ley es el amor), indicándonos el camino para evitar que nos salgamos de él y nos despeñemos por simas y barrancos, evitando además las insidias del enemigo.

          Pobres de nosotros, ¡ay!, si a semejanza de los escribas, fariseos y legistas del Evangelio, ponemos nuestra confianza en algo que no sea el amor del Señor y la caridad con nuestros semejantes, y pretendemos justificar nuestra perversión con la vaciedad de un cumplimiento externo extraño al corazón de la ley, mientras nuestro corazón va tras los ídolos y las pasiones mundanas. 

          Que así sea.

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Nª Sª del Pilar y de Zapopan

 Nª Sª del Pilar 

1Cro 15, 3-4.15-16; 16, 1-2; ó Hch 1, 12-14; Lc 11, 27-28.

Nª Sª de Zapopan

(Za 2, 14-17; Ef 2, 4-10; Lc 1, 39-47) 

Queridos hermanos: 

          En esta fiesta, la Iglesia nos presenta la verdadera dicha de María, habiendo acogido el anuncio del Señor creyendo en su palabra. La fe, la pone a María en camino al encuentro del Ungido y su profeta impulsada por el Espíritu. María que ha sido la primera evangelizada por Gabriel, es también la primera evangelizadora, que parte movida por el Espíritu, y será siempre en la historia, auxiliadora de la evangelización, como en el Pilar, Zapopan, Guadalupe, y un gran número de advocaciones.  

          La palabra de este día está envuelta en manifestaciones celestes del Espíritu Santo, como corresponde al misterio de los hijos que guardan las madres en su encuentro. Encuentro de las madres y de sus hijos: El mayor entre los nacidos de mujer y el Primogénito de toda la creación. La voz y la Palabra. El Evangelio nos llama dichosos, por la llamada a escuchar la Palabra del Señor, y hacer de ella nuestra vida, como lo hizo su madre y ahora madre nuestra, y también sus hermanos, de los que ahora formamos parte todos nosotros. Dichosos, por haber creído como María, y haber sido llamados como ella, a dar a luz a su hijo con nuestras obras, fruto de su Espíritu Santo. Como ella hemos recibido el anuncio de Jesucristo; como ella se ha gestado en nosotros por el Espíritu Santo que se nos ha dado y como ella podremos manifestarlo al mundo con nuestras obras.

          La la profecía de Zacarías proclama: “Grita de gozo y alborozo, hija de Sión, pues vengo a morar dentro de ti, dice Yahveh. Sión se goza en su hija predilecta, que ha acogido en su corazón y en su seno a Dios en su Palabra.

          María se puso en camino y se fue con prontitud. La Verdad y la Vida se muestran Camino en María, que movida por el Espíritu va hacia Isabel, para que Cristo encuentre a Juan y lo constituya su precursor. El gozo de Cristo está en María, y el de Juan hace exultar a su madre Isabel: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor! El Espíritu Santo profetiza en Isabel para exaltar la fe de María en las promesas que le han sido comunicadas de parte de Dios.

          Dios se fija en la humildad de María, pues “el Señor no renuncia jamás a su misericordia, ni deja que sus palabras se pierdan,  ni que se borre la descendencia de su elegido, ni que desaparezca el linaje de quien le ha amado” (Eclo 47, 22).

          María se apoyó en Dios en su humildad y nosotros debemos hacerlo en nuestra debilidad, para poder alcanzar la dicha de ella por nuestra fe, pues también a nosotros nos ha sido anunciada la salvación en Cristo y se nos ha dado su Espíritu, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos, como dice san Pablo.

 Juan ha sido lleno del Espíritu con la cercanía de Cristo. Nosotros en la Eucaristía somos llamados a hacernos un espíritu con él, que nos haga exultar de gozo en el seno de nuestra madre la Iglesia, de la que es figura la madre del Señor, su miembro más excelso.

          Elevemos por tanto nuestra exultación a Dios Padre todopoderoso, que nos ha enviado a su Hijo amado, en quien se complace su alma, y unámonos a la entrega del cuerpo del Señor; y a su sangre derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Lunes 28º del TO

 Lunes 28º del TO 

Lc 11, 29-32 

Queridos hermanos: 

          En este tiempo de gracia, la liturgia nos presenta a Dios rico en misericordia, y a través del Evangelio nos hace presente nuestra responsabilidad ante su ofrecimiento, porque: “no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva”.

          Los ninivitas se convirtieron por la predicación de Jonás,  signo para ellos de la voluntad misericordiosa de Dios, que quería salvarlos de la destrucción merecida por sus pecados. El que Jonás haya salido del seno del mar (figura de la muerte), como nos cuenta la Escritura, Lucas ni lo menciona, porque es un signo que, de hecho, no vieron los ninivitas, como tampoco los judíos vieron a Cristo salir del sepulcro. Será por tanto un signo que no les será permitido ver. Cuando el rico que llamamos epulón pide a Abrahán, el signo de que un muerto resucite para la conversión de sus hermanos, éste le responde que no hay más signo que la escucha de Moisés y los Profetas, a través de la predicación; es curioso que no diga de la lectura, sino de la escucha. Como dice san Pablo, la fe viene por el oído. Los judíos que no han acogido la predicación ni los signos de Jesús, tendrán que acoger la de sus discípulos; el testimonio de la Iglesia. Es Dios quien elige la predicación como único signo; el modo y el tiempo favorable para otorgar la gracia de la conversión, y el hombre debe acogerla como una gracia que pasa. Como dice el Evangelio de Lucas, el que los escribas y fariseos rechazaran a Juan Bautista, les supuso que no pudieron convertirse cuando llegó Cristo, frustrando así el plan de Dios sobre ellos (Lc 7,30).

          La predicación del Evangelio hace presente el primer juicio de la misericordia, que puede evitar en quien lo acoge, un segundo juicio en el que no habrá misericordia para quien no tuvo misericordia, según las palabras de Santiago (St 2,13), siendo así que le fue ofrecida gratuitamente por la predicación.

          Para quien acoge la predicación todo se ilumina, mientras quien se resiste a creer permanece en las tinieblas. Dios se complace en un corazón que confía en él contra toda esperanza y lo glorifica entregándole la vida de su propio Hijo: “Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará.”

          Dios suscita la fe para enriquecer al hombre mediante el amor, y darle a gustar la vida eterna, y por su amor, dispone las gracias necesarias para la conversión de cada hombre y de cada generación. Los ninivitas, la reina de Sabá, los judíos del tiempo de Jesús y nosotros mismos, recibimos el don de la predicación como testimonio de su palabra, que siembra la vida en quien la escucha.

Como ocurría desde la salida de Egipto, en la marcha por el desierto, Israel sigue pidiendo signos a Dios, pero ni así se convierte. Las señales que realiza Cristo en la tierra no las deben ver, porque no tienen ojos para ver ni oídos para oír, (cf. Is 6, 10) y piden una señal del cielo. No habrá señal para esta generación, que puedan ver sin la fe; un signo que se les imponga, por encima de los que Cristo efectivamente realiza. Cristo gime de impotencia ante la cerrazón de su incredulidad. La señal por excelencia de su victoria sobre la muerte, será oculta para ellos (no habrá señal) y sólo podrán “verla” en la predicación de los testigos, como en el caso de Jonás. Este tiempo no es de señales, sino de fe, de combate, de entrar en el seno de la muerte y resucitar, como Jonás, que en el vientre de la ballena pasó tres días. Solo al “final” verán venir la señal del Hijo del hombre sobre las nubes del cielo.

          Jonás realizó dos señales en la Escritura: La predicación, que sirvió a los ninivitas para que se convirtieran, y la de salir del seno de la muerte a los tres días, que nadie pudo conocer. El significado de las “señales” sólo puede comprenderse con la sumisión de la mente y la voluntad que lleva a la fe y que implica la conversión. Dios no puede negarse a sí mismo anulando nuestra libertad para imponerse a nosotros, por eso, todas las gracias tendrán que ser purificadas en la prueba.

          Nosotros hemos creído en Cristo, pero hoy somos invitados a creer en la predicación, sin tentar a Dios pidiéndole signos, sino suplicándole la fe, y el discernimiento, que él da generosamente al que lo pide con humildad. De la misma manera que sabemos discernir sobre lo material, debemos pedir el discernimiento espiritual de los acontecimientos.

          También a nosotros se nos propone hoy la conversión y la misericordia a través de la predicación de la Iglesia. 

          Que así sea.

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Domingo 28º del TO B

 Domingo 28º del TO B

(Sb 7, 7-11; Hb 4, 12-13; Mc 10, 17-30) 

Queridos hermanos: 

Una observación preliminar es necesaria para despejar el terreno de posibles equívocos al leer lo que el Evangelio de este domingo dice acerca de la riqueza, esto es, la dificultad que supone a quienes la poseen para entrar en el Reino de los Cielos. Jesús habla del Reino de los Cielos, y los Apóstoles entienden salvación, quizá más en el sentido de vida eterna en el mundo venidero del que habla Marcos, aunque, en efecto, el Reino de los Cielos sea salvación experimentable ya aquí mediante el encuentro con Cristo por la fe.

La vida eterna es salvación, y por eso Jesús siguiendo el Antiguo Testamento (Lv 18, 5), dice a uno de los principales (Lc 18, 18), “cumple los mandamientos; haz esto y vivirás” (Lc 10, 28).

Pero el Reino de los Cielos es además de salvación, misión salvadora, y por eso, el Señor dice al “joven rico” (Mt 19, 21): “cuanto tienes dáselo a los pobres, luego ven y sígueme, porque la vida eterna es: Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado Jesucristo (Jn 17, 3).

Entrar en el Reino de Dios puede implicar en el “seguimiento de Cristo”, dejar casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos y hacienda, renunciando hasta a la propia vida, y además recibir en el mundo venidero, vida eterna.

Seguir a Cristo, se contrapone a buscar en este mundo la propia vida, porque: “El que busca en este mundo su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la guardará para una vida eterna”.

La respuesta inmediata a la pregunta del “joven rico” sería decirle: “Escucha Israel. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas  y al prójimo como a ti mismo, porque toda la Ley y los profetas y por tanto los mandamientos, penden de este amor. El que ama así, los cumple, y es de ese amor, del que proviene la salvación, pero el que pretende compartir su amor a Dios con el que tiene a sus bienes, se “ama” más a sí mismo, equivocada y carnalmente. No ama a Dios con todas sus fuerzas. Por eso los apóstoles dudan de la posibilidad de salvarse y Jesús mismo les confirma que ese amor no es posible a los hombres con sus solas fuerzas, pero se recibe gratuitamente en el seguimiento de Cristo. “Os aseguro que quien haya dejado: casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos y hacienda, por mí y por el Evangelio, recibirá el ciento por uno aquí, y vida eterna”.  

          Jesús parece decirle al rico: La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme”; cree, hazte discípulo del “maestro bueno”, llegarás a amar a tus enemigos, “serás hijo de tu padre celeste”, y tendrás derecho a la herencia de los hijos que es la vida eterna.

El llamado “joven” rico, se ha encontrado con un “maestro bueno” y quiere obtener de él la certeza de la vida eterna, que el seudo cumplimiento de la Ley no le ha confirmado. Cristo le pregunta, que tan maestro y que tan bueno le considera, ya que sólo Dios es el maestro bueno, que puede darle no sólo una respuesta adecuada, sino alcanzarle lo que desea. El Señor le invita a seguirle en su misión salvadora, pero sabemos que se marchó triste porque tenía muchos bienes; su tristeza procedía, de que su presunto amor a Dios, era incapaz de superar el que sentía por sus bienes, y que le impidió creer que en aquel Jesús estaba realmente su Señor y su Dios, para seguirle. Le fue imposible encontrar el tesoro, escondido en el campo de la carne de Cristo. Le fue imposible discernir el valor de la perla que tenía ante sus ojos, pues de haberlo descubierto, ciertamente habría vendido todo y le habría seguido. Como le dijo Jesús, una cosa le faltaba, pero no como añadidura, sino como fundamento de su religión: el amar a Dios más que a sus bienes, y al prójimo como a sí mismo.

Una cosa le faltaba ciertamente al rico: acoger la gracia que se le ofrecía y que abre el corazón y las puertas del Reino de Dios, dando la certeza de la “vida eterna que se nos manifestó”; vida eterna que contemplamos en el rostro de Cristo, y de la que tenemos experiencia por su cuerpo y su sangre, pues “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”. Pero la carne de Cristo, es su entrega por todos los hombres y su sangre, es la oblación que se derrama para el perdón de los pecados. Así pues, nos hacemos uno con la carne de Cristo y con su sangre, cuando consecuentemente nuestra vida se hace entrega en Cristo, por los hombres; cuando nos negamos a nosotros mismos, tomamos la cruz y lo seguimos”, pues dice el Señor: “Donde yo esté, allí estará también mi servidor”. “Yo le resucitaré el último día” y tendrá “en el mundo venidero” la vida eterna. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 27º del TO B

 Domingo 27º del TO. B

( 2, 18-24; Heb 2, 9-11; Mc 10, 2-16) 

Queridos hermanos: 

El Reino de Dios trae consigo importantes novedades en todos los aspectos de la vida humana en general y del discípulo en particular. También en el Matrimonio cristiano, que es devuelto por Cristo a su grandeza original según la voluntad creadora de Dios, de la que Cristo habla en el Evangelio al decir: “En el Principio”. Todo ello será posible mediante el “Don de Dios”, su Espíritu Santo, que debe ser acogido con la docilidad y la confianza de un niño.

Sabemos que en la Escritura hay dos relatos de la creación del hombre, y Cristo, citando el comienzo del primero y el final del segundo, en su respuesta a los judíos, manifiesta la voluntad divina, respecto al matrimonio: las características, propiedades y fines de su proyecto respecto al hombre: el bien de los esposos: “no es bueno que el hombre esté solo”, su unicidad: “por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”, como vemos en la primera lectura, pero subrayando además su indisolubilidad: “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

   Además, el matrimonio está destinado a la fecundidad, por lo que “los hizo varón y mujer”, con la bendición divina, que no mandato, de: “sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla” (cf. Ge 1, 27s),  a la que alude la segunda lectura diciendo que Dios quería: “llevar muchos hijos a la gloria”, hasta que llegaran a ser “una muchedumbre inmensa que nadie podía contar” como dice el Apocalipsis.

El Señor va al fondo de la cuestión sabiendo que sólo con la fuerza del Espíritu será posible que el corazón humano se centre de nuevo en el plan divino del amor, único y fecundo de Dios. La novedad cristiana respecto al matrimonio, lo eleva al punto de ser signo del amor esponsal de Cristo por su Iglesia, por la que se entregó hasta la muerte de cruz, y poder así “presentársela a sí mismo, resplandeciente, sin mancha ni arruga”. Por eso, toda profanación del matrimonio cristiano es adulterio, con la connotación idolátrica que la Escritura da a la palabra adulterio. En efecto, el adulterio en el matrimonio cristiano, desvirtúa la imagen del amor de Cristo por su Iglesia, que le ha sido dado, y que está llamado a visibilizar.

La gracia de Cristo transforma la “dureza del corazón” consecuencia del pecado, haciéndolo de carne por la acción del Espíritu recibido por la fe en Cristo. Un corazón nuevo lleva consigo una vida nueva, en la que es posible el amor fecundo y fiel que superando los límites humanos, alcanza la plenitud del amor de Dios. Jesús, no se limita a reafirmar la ley; le añade la gracia. Los esposos cristianos no tienen sólo el deber de mantenerse fieles hasta la muerte; tienen también la ayuda necesaria para hacerlo. De la muerte redentora de Cristo viene la fuerza del Espíritu Santo que permea todo aspecto de la vida del discípulo, incluido el matrimonio. 

Como dice Benedicto XVI: «El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza, conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad, y en el sentido del “para siempre”. El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad» «Deus caritas est, 6». 

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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Santos Ángeles Custodios

 Santos Ángeles Custodios

(Ex 23, 20-23; Mt 18, 1-5.10) 

Queridos hermanos: 

          Celebramos esta fiesta, para que estos ayudadores nuestros tan olvidados, por no decir desconocidos, no sean del todo ignorados por nosotros que somos los beneficiados de su servicio. Atribuimos muchas insidias a los demonios y somos relativamente conscientes de la acción de la concupiscencia, pero descuidamos el invocar la ayuda celeste, o nos pasan desapercibidas las consecuencias de la solicitud de nuestros ángeles custodios, por mediación de los cuales sólo nos alcanzan las solicitaciones del mal que Dios permite en la medida de nuestras fuerzas y para nuestro bien.

          Cristo mismo nos habla de que los ángeles custodios de los que creen, ven constantemente el rostro del Padre, lo que supone una ayuda y protección singular: «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños (que creen en mí) (v. 6); porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos (Mt 18,10).

          Al Mesías mismo, son asignados los auxilios de los ángeles (Sal 91, 11-12): A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna.»

          En la iniciación cristiana, la Iglesia, parte del anuncio del Kerigma, de la centralidad de Cristo, y del amor de Dios, para paulatinamente ir descubriendo a la Virgen María, a los santos y también debemos tomar conciencia y acudir frecuentemente a los ángeles en su función de ayuda y de comunión con la Iglesia que peregrina en este mundo, como también ser conscientes de la existencia y la actividad del Enemigo y sus demonios.

          El Evangelio nos habla de los ángeles, en el contexto de los pequeños identificados con los discípulos. El pequeño es opuesto al soberbio, y el discípulo, al demonio; en efecto, al discípulo le acompaña un ángel, servidor de Dios. La humildad del “pequeño” le acerca a la obediencia, al servicio, y al amor. Despreciar a un pequeño en Cristo, es pues, situarse del lado de los soberbios, y de los demonios contrarios a Dios. De ahí la necesidad de hacerse pequeño, como un niño en la fe, para ser introducido en el Reino. Para eso vienen en nuestra ayuda los ángeles del Señor, custodios nuestros por la divina piedad. 

          Que así sea.

 

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