Domingo 28º del TO B

 Domingo 28º del TO B

(Sb 7, 7-11; Hb 4, 12-13; Mc 10, 17-30) 

Queridos hermanos: 

Una observación preliminar es necesaria para despejar el terreno de posibles equívocos al leer lo que el Evangelio de este domingo dice acerca de la riqueza, esto es, la dificultad que supone a quienes la poseen para entrar en el Reino de los Cielos. Jesús habla del Reino de los Cielos, y los Apóstoles entienden salvación, quizá más en el sentido de vida eterna en el mundo venidero del que habla Marcos, aunque, en efecto, el Reino de los Cielos sea salvación experimentable ya aquí mediante el encuentro con Cristo por la fe.

La vida eterna es salvación, y por eso Jesús siguiendo el Antiguo Testamento (Lv 18, 5), dice a uno de los principales (Lc 18, 18), “cumple los mandamientos; haz esto y vivirás” (Lc 10, 28).

Pero el Reino de los Cielos es además de salvación, misión salvadora, y por eso, el Señor dice al “joven rico” (Mt 19, 21): “cuanto tienes dáselo a los pobres, luego ven y sígueme, porque la vida eterna es: Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado Jesucristo (Jn 17, 3).

Entrar en el Reino de Dios puede implicar en el “seguimiento de Cristo”, dejar casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos y hacienda, renunciando hasta a la propia vida, y además recibir en el mundo venidero, vida eterna.

Seguir a Cristo, se contrapone a buscar en este mundo la propia vida, porque: “El que busca en este mundo su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la guardará para una vida eterna”.

La respuesta inmediata a la pregunta del “joven rico” sería decirle: “Escucha Israel. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas  y al prójimo como a ti mismo, porque toda la Ley y los profetas y por tanto los mandamientos, penden de este amor. El que ama así, los cumple, y es de ese amor, del que proviene la salvación, pero el que pretende compartir su amor a Dios con el que tiene a sus bienes, se “ama” más a sí mismo, equivocada y carnalmente. No ama a Dios con todas sus fuerzas. Por eso los apóstoles dudan de la posibilidad de salvarse y Jesús mismo les confirma que ese amor no es posible a los hombres con sus solas fuerzas, pero se recibe gratuitamente en el seguimiento de Cristo. “Os aseguro que quien haya dejado: casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos y hacienda, por mí y por el Evangelio, recibirá el ciento por uno aquí, y vida eterna”.  

          Jesús parece decirle al rico: La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme”; cree, hazte discípulo del “maestro bueno”, llegarás a amar a tus enemigos, “serás hijo de tu padre celeste”, y tendrás derecho a la herencia de los hijos que es la vida eterna.

El llamado “joven” rico, se ha encontrado con un “maestro bueno” y quiere obtener de él la certeza de la vida eterna, que el seudo cumplimiento de la Ley no le ha confirmado. Cristo le pregunta, que tan maestro y que tan bueno le considera, ya que sólo Dios es el maestro bueno, que puede darle no sólo una respuesta adecuada, sino alcanzarle lo que desea. El Señor le invita a seguirle en su misión salvadora, pero sabemos que se marchó triste porque tenía muchos bienes; su tristeza procedía, de que su presunto amor a Dios, era incapaz de superar el que sentía por sus bienes, y que le impidió creer que en aquel Jesús estaba realmente su Señor y su Dios, para seguirle. Le fue imposible encontrar el tesoro, escondido en el campo de la carne de Cristo. Le fue imposible discernir el valor de la perla que tenía ante sus ojos, pues de haberlo descubierto, ciertamente habría vendido todo y le habría seguido. Como le dijo Jesús, una cosa le faltaba, pero no como añadidura, sino como fundamento de su religión: el amar a Dios más que a sus bienes, y al prójimo como a sí mismo.

Una cosa le faltaba ciertamente al rico: acoger la gracia que se le ofrecía y que abre el corazón y las puertas del Reino de Dios, dando la certeza de la “vida eterna que se nos manifestó”; vida eterna que contemplamos en el rostro de Cristo, y de la que tenemos experiencia por su cuerpo y su sangre, pues “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”. Pero la carne de Cristo, es su entrega por todos los hombres y su sangre, es la oblación que se derrama para el perdón de los pecados. Así pues, nos hacemos uno con la carne de Cristo y con su sangre, cuando consecuentemente nuestra vida se hace entrega en Cristo, por los hombres; cuando nos negamos a nosotros mismos, tomamos la cruz y lo seguimos”, pues dice el Señor: “Donde yo esté, allí estará también mi servidor”. “Yo le resucitaré el último día” y tendrá “en el mundo venidero” la vida eterna. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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