Lunes 13º del TO

 Lunes 13º del TO 

Mt 8, 18-22   

Queridos hermanos: 

       El Reino de los Cielos requiere cortar con el mundo. Todo se debe posponer para su realización. Ni la familia es un valor absoluto frente a él, cuando aparece la llamada de seguir a Cristo, que supone una precariedad en el desprendimiento, como en las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa. Sólo quien descubre su valor lo sabe apreciar, como decía san Pablo: “Todo lo tuve por basura con tal de ganar a Cristo.

Si el cometido del hombre sobre la tierra es conseguir la salvación mediante su incorporación al Reino de Dios, hacerla presente a los hombres a través del anuncio del Evangelio, es prioritario respecto a cualquier otra realidad de esta vida. 

          Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío, y misión, que se van perpetuando en el tiempo a través de los discípulos invitados a su seguimiento. Toda llamada a la vida, a la fe, al amor y a la bienaventuranza, lleva consigo una misión de testimonio que tiene por raíces el amor recibido y el agradecimiento, pero siendo miembros de un cuerpo tenemos también distintas funciones, que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino, del cuerpo, y que son prioritarias en la vida del que es llamado.

El seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y en consecuencia al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las solas fuerzas. Sólo en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud de sentido de la existencia, que constituye la primera explicitación de la llamada libre de Dios.

La carne y la sangre tienen también su propia solicitación a través de los afectos y de las demás fuerzas de la naturaleza, que es necesario distinguir de la llamada, ya que Dios y su llamada están en un plano sobrenatural, al cual es atraído el hombre elegido por Dios para una misión, en la que su existencia alcance su plena realización, contribuyendo a la edificación del Reino de Dios sobre la tierra. Todo proyecto humano debe posponerse al plan de Dios, cuyo alcance trasciende nuestras limitaciones carnales y espacio-temporales, situándolo en una dimensión de eternidad.

Mientras los “muertos” sometidos por las consecuencias del pecado continúan enterrando a sus difuntos, los llamados de nuevo a la vida por la gracia del Evangelio, invocando al Espíritu, abren los sepulcros de los muertos y arrancan sus cautivos al infierno.

Nadie puede arrogarse semejante misión, que requiere en primer lugar el poder de restablecerse a sí mismo de nuevo en la vida, para lo cual necesita escuchar la voz de su Redentor que le dice: “Yo soy la resurrección y la vida; ¡Tú, ven y sígueme!

Hay muchas motivaciones para querer seguir a Cristo y muchos pretextos para postergar su llamada. Seguir a Cristo, poner la propia vida a su servicio, supone una renuncia superior a las propias fuerzas, que sólo la gracia particular de la llamada del Señor hace posible, permitiendo al hombre negar los imperativos de la carne que desea realizarse humanamente: con el éxito, la estima de los otros, el afecto humano, y el bienestar engañoso que le ofrece el mundo.

Es Dios quien discierne y llama a quien quiere, dándole su gracia, pero es el hombre quien libre y diligentemente debe responder acogiendo la gracia que se le ofrece, sin mirarse a sí mismo, sino a quien lo llama, situándolo con su respuesta en el lugar que le corresponde, por encima de sus intereses y prioridades de la carne.

La voluntad humana debe dar paso a la de Dios, sea para acoger o para rechazar la llamada, que es siempre iniciativa de Dios.

 Que así sea.

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Domingo 13º del TO B

Domingo 13º del TO B 

(Sb 1, 13-15.2, 23-25; 2Co 8, 7-9.13-15; Mc 5, 21-43) 

Queridos hermanos: 

De nuevo la palabra nos invita a contemplar la fe que salva y que cura. Por la fe se aferra la vida, y la muerte queda vencida, porque es derrotado el diablo que la introdujo en el mundo. La precariedad de la existencia ansía la plenitud de la vida que es Dios y sólo en él alcanza consistencia y se hace perdurable.

Lo que para el mundo es muerte, para quien está en Cristo no es más que sueño, del que un día a la voz del Señor despertará. Como Cristo despertó, despertará quien se haga un solo espíritu con él; será un despertar eterno sin noche que lo turbe ni tiempo que lo disipe. Cuando el hijo de la viuda de Naín, la hija del archisinagogo y el mismo Lázaro, tuvieron que morir de nuevo, lo hicieron con la garantía de la resurrección que les dio su encuentro con Cristo por la fe.

No nos basta, por tanto, que Cristo haya resucitado y recibido todo poder, ni es suficiente oír hablar de él, es necesario tener un encuentro personal con él, mediante la fe, en lo profundo del corazón, que ilumine la mente y mueva la voluntad al amor de Dios que se revela. Postrarse ante él, que se nos acerca con amor, reconocer en Jesús de Nazaret a Dios, en su Hijo, eso es la fe. Como dice Rábano Mauro: No son los muchos pecados los que conducen a la desesperación (que condena), sino la impiedad (la falta de fe, la incredulidad) que impide volverse a Dios y pedirle misericordia.

Dios que ve la fe que actúa en lo en lo secreto del corazón y escucha su clamoroso silencio imperceptible a los hombres, atrae al archisinagogo y a la mujer hacia Cristo diciéndoles: ¡Venid a mí y recibiréis vida! Y mientras las manos de muchos tocaban los vestidos a Jesús de Nazaret, la fe de ellos tocaba el corazón del Cristo de Dios.

Ante Cristo, por la fe, se desvanece la impureza de la mujer y se detiene la hemorragia por la que se escapa su vida. Todos necesitamos de esta fe que nos salva cerrando el flujo por el que nuestros pecados nos van quitando la vida; la fe que nos mueve también a interceder por la curación de todos los pecadores.

Cristo se nos acerca hoy como a la hemorroisa y al archisinagogo y nos invita a no temer, sino a tener fe, en medio de la precariedad de este mundo donde todo es transitorio y sujeto a la corrupción, debido a la constante dialéctica a que lo somete la muerte. Cristo hace presente la vida, y a través de la Eucaristía nos la da, y vida eterna. 

Profesemos juntos nuestra fe.

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Martes 12º del TO

 Martes 12º del TO

Mt 7, 6.12-14 

Queridos hermanos: 

          Parece absurdo que todo lo bueno sea difícil y todo lo malo fácil, si no tenemos en cuenta que, la naturaleza humana ha quedado dañada por el pecado, que ha alejado al hombre de Dios, haciéndolo tender al mal, sea encerrándolo en sí mismo, o simplemente haciéndolo dependiente de las tendencias carnales contrarias a las del espíritu. Las tendencias de la carne predominan por la concupiscencia, y para que el espíritu las venza, hay que combatirlas con el Don de Dios. El hombre necesita ser redimido desde fuera, como dice san Pablo: “Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte.” “El que no nazca de nuevo, no puede entrar en el Reino de Dios.” “El vino nuevo, en odres nuevos. Atención a los “perros” que regresan a su vómito, y a los “puercos”, que regresan a su impureza, como previene Pedro (2P 2, 21-22). 

          La vida en Cristo como hemos visto a lo largo del Sermón de la Montaña es una superación de la religión y de la moral, que nace de la vida nueva en el Espíritu, que no sólo consiste en no hacer el mal, en no pecar, sino en amar, cosa que ya la ley y los profetas proponían como el camino de la vida: Amar a Dios y al prójimo como a ti mismo. El hombre debe ser liberado del pecado, y el amor de Dios debe ser derramado en su corazón. El amor, en efecto, es donación, muerte de sí, mientras el temor a la muerte es consecuencia del pecado.

En el libro de Tobías ya se decía: “No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan.” El Evangelio lo dice en positivo. Hay que hacer el bien, y no sólo evitar el mal. Pero esto requiere como decíamos una nueva naturaleza que procede de la fe en Cristo: “Vino nuevo, en odres nuevos”, y por eso: “No deis a los perros lo que es santo.” Como se lee en la “Doctrina de los doce Apóstoles”: El que sea santo, que se acerque. El Evangelio dice: “Muchos creyeron en Cristo, pero Jesús no se confiaba a ellos, porque conocía lo que hay en el hombre.”

          Podemos decir que, por el pecado el bien ha sido encerrado bajo llave y que sólo la cruz de Cristo puede abrir sus cerrojos con el mucho padecer del que habla san Juan de la Cruz, lo cual es poco menos que imposible a quien está sujeto al temor a la muerte, que lo mantiene esclavo del diablo. Al hombre que ha gustado la muerte, le aterroriza su solo recuerdo, y lo incapacita para enfrentarse a ella y romper sus cadenas. Amar, en lo que tiene de auto negación, y de inmolación, es imposible a quien no ha sido liberado de la esclavitud y ha vencido la muerte. “Sin mi, no podéis hacer nada”, dice Jesús.

          Para entrar por la puerta estrecha que conduce a la vida, es necesaria la iluminación de la cruz que procede de la fe y que franquea el paso al árbol de la vida que está en el centro del Paraíso: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”, dice el Señor. 

          Que así sea.

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Domingo 12º del TO B

 Domingo 12º del TO B

(Jb 38, 1.8-11; 2Co 5, 14-17; Mc 4, 35-41) 

Queridos hermanos: 

Esta palabra del Evangelio está cargada de simbolismo y de enseñanza en primer lugar para los discípulos y también para todos nosotros: La noche, signo de las tinieblas del mal, el mar sinuoso de la muerte; el viento contrario de la persecución y la tribulación, provocados por el odio del diablo; la otra orilla, límite del poder de la muerte y ámbito de la vida nueva; el miedo a la muerte, secuela del pecado y signo de “lo viejo”; el temor de Dios “lo nuevo” de la fe; el sueño de Cristo, imagen de su muerte y el despertar de su resurrección.

Cristo va a introducir a los discípulos en el mar y la noche para que tengan el encuentro personal de la fe, única respuesta ante la muerte, por la que todo hombre debe pasar. Con las palabras: “Pasemos a la otra orilla”, Cristo está invitando a los discípulos a enfrentar la muerte junto a él y salir indemnes. Ante ellos se extiende el mar de la muerte, que es necesario atravesar para llegar al límite que Dios le ha asignado, en donde se desvanece su poder, como decía la primera lectura. En Cristo, la humanidad no se hundirá en el mar, sino que tras un tiempo de tribulación, lo atravesará a salvo.

En medio de este mar, los discípulos van a experimentar de forma insuperable el miedo a la muerte, signo de “lo viejo”, de la condición humana sujeta al pecado, que los hace esclavos de por vida, del diablo (cf. Hb 2, 14s). ¿Dónde está vuestra fe? ¿Aún no es “todo nuevo” para vosotros en mí, como nos ha dicho san Pablo en la segunda lectura? ¿Dónde está vuestra respuesta a la muerte? ¿Aún no comprendéis que está con vosotros la Resurrección y la vida? Claro que me importa que perezcáis. Por eso tendré que dormirme entrando en el seno de la muerte para vencerla al despertar. Lo que me preocupa es que tengáis miedo de perecer estando yo con vosotros, y no seáis capaces de confiar plenamente en Dios abandonándoos en sus manos.

La experiencia de los discípulos será vital cuando tengan que enfrentar la muerte y Cristo parezca ausente. Tendrán que ser testigos de la victoria de Cristo y hacerlo presente invocando su nombre.

También nosotros necesitamos hacer nuestra la experiencia de los discípulos, de que el viento y el mar obedecen al que nos ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo, de forma que no perezca ni un cabello de nuestra cabeza, y con nuestra perseverancia salvemos vuestras almas” (cf. Lc 21, 18-19).

Unámonos, pues, a Cristo en la Eucaristía, diciendo amén a su entrega confiada en las manos de su Padre. 

Profesemos juntos nuestra fe.

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Domingo 11º del TO B

 Domingo 11º del TO B 

(Ez 17, 22-24; 2Co 5, 6-10; Mc 4, 26-34) 

Queridos hermanos: 

          Dios reina eternamente en la gloria que quiso compartir con los ángeles, pero quiso también incorporar a su reinado al ser humano, en el que fusionó espíritu y materia, capacitándolo para relacionarse con él en el amor. Incorporó de forma íntima y maravillosa a su propio Hijo en su naturaleza, y a través de él en cada corazón humano que lo acoja por la fe, le concedió el don de su Espíritu.

          El Evangelio nos habla de este Reino de Dios, como la gran fuerza misteriosamente oculta en la pequeñez de la semilla divina, que depositada en la creatura humana, brota humildemente hasta alcanzar la plenitud del fruto por su propia virtud. Brota como germen en Israel mostrándonos la fidelidad de Dios a sus promesas, y tiene después su desarrollo, hasta hacerse un gran árbol, capaz de acoger a todos los hombres por la potencia de Dios y su amor universal, si la semilla es mantenida en “la tierra” del propio corazón. El que llegue a ser árbol acogedor, y fruto abundante, después de haberse desarrollado como semilla, hierba, tallo y espiga, depende de la fuerza interior de la semilla.

          No son comparables los cuidados humanos necesarios, con la virtualidad de la semilla y la inmensa riqueza de la tierra. El Espíritu de Dios que se cernía sobre las aguas al principio, es la acción dinámica que impulsa el Reino de Dios. La suavidad y la paciencia se aúnan con la fortaleza en un canto a la esperanza y a la fidelidad del Señor. Así es también su misericordia, capaz de pulverizar la más dura roca del corazón empedernido.

          La semilla del Reino necesitará de un tiempo de discernimiento, de paciencia y de confianza en la acción de Dios, durante el cual, despreciar la debilidad de lo que aparece como hierba, puede frustrar la potencialidad del fruto. Si es semilla de fe, tendrá la potencia de mover montes cuando llegue a la madurez del fruto en la caridad. 

Al final del trabajo está el descanso y la abundancia del fruto; y el amor, que está al origen, es también la meta. Alfa y omega, primero y último, principio y fin, hasta que Dios sea todo en todos.

          El Reino de Dios es Cristo, retoño verde de Israel, escondido en la pequeñez de nuestra humanidad como semilla sembrada en un campo “sin apariencia ni presencia; sin aspecto que pudiésemos estimar” (Is 53, 2), que se hace árbol. El hijo del carpintero que se manifiesta Hijo de Dios y que acoge en las ramas de la Iglesia a toda la humanidad.

          Hoy somos invitados a mirar al Señor, aunque la realidad del Reino en nosotros sea todavía hierba. Salvación y misión, son las características del Reino. Planta que necesita ser cuidada y mantenida limpia al amor de nuestra “tierra”. A este Reino somos llamados y en él acogidos por la fe, para que en nosotros madure el fruto de la Caridad de Cristo. Campo y lagar donde maduran la mies y los racimos; pan y vino para la vida eterna. Sacrificio de Cristo. Eucaristía.

          El Señor dará el incremento si nos mantenemos en él. “Venga a nosotros tu Reino”. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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El Sagrado Corazón de Jesús B

 El Sagrado Corazón de Jesús B

(Os 11, 1. 3-4.8-9; Ef 3, 8-12.14-19; Jn 19, 31-37) 

Queridos hermanos: 

          Celebramos hoy esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.  Aunque se tienen noticias de esta devoción desde la Edad Media (s. XII), y después con los misioneros jesuitas y San Juan Eudes, no es hasta 1690 que comienza a difundirse con fuerza, a raíz de las revelaciones a Santa Margarita María Alacoque.

          Clemente XIII, en 1765 permite a los obispos polacos establecer la fiesta, en esta fecha, del viernes siguiente a la octava de Corpus Christi pero será Pío IX en 1856, quien la extienda a toda la Iglesia. Después León XIII consagra al Corazón de Jesús todo el género humano. Pio XII el 15 de mayo de 1956 publica su encíclica: Haurietis Aquas, sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

          Celebramos hoy esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, que nos lleva a contemplar el amor de Cristo por nosotros, que le ha llevado a la cruz, padeciendo la pasión, y derramando su sangre, y de cuyo costado traspasado por la lanza del soldado, ha manado sangre y agua, como hemos escuchado en el Evangelio; sangre y agua en las que los Padres ven prefigurados los sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo.

          La clave con la que han sido escritas todas las Escrituras, con la que ha sido hecha la creación entera, la historia de la salvación y la redención realizada por Cristo, es el amor. Pero el amor no es una cosa sentimental y meliflua; el amor de Dios se nos ha manifestado como entrega, en la cruz de Cristo: Con esta clave, si leemos, por ejemplo, en la Escritura: “Jesús comenzó a sentir pavor y angustia y dijo: Ahora mi alma está angustiada; Mi alma está triste hasta el punto de morir”, el texto se transforma y nos dice: Te amo, hasta el punto de morir de tristeza y de angustia por ti. Pero si esta clave del amor de Dios está dentro del corazón del que lee, el texto se transforma de nuevo para él de esta manera: Dios me ama, hasta el punto de morir de tristeza y de angustia por mí.

          Así, el contemplar el corazón de Jesús a través de la Palabra, es el Señor quien habla a nuestro corazón.

          El Señor nos llama a estar arraigados en este amor como ha dicho san Pablo en la segunda lectura y para eso necesitamos de la Eucaristía. 

          Que así sea.

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Lunes 10º del TO

 Lunes 10º del TO

Mt 5, 1-12 

Queridos hermanos: 

Dios ha creado al hombre para que comparta con él su vida beata, y ha puesto en su corazón una tendencia insaciable a la bienaventuranza que llamamos felicidad. Si tal es nuestra vocación, inscrita en lo más profundo de nuestro ser: la comunión con Dios, podemos comprender el estado constante de frustración que experimenta el hombre, en la medida de su alejamiento del objeto de su bien. Precisamente para hacer posible que el hombre alcance su bienaventuranza, de la que se había apartado por el pecado, nos fue enviado Cristo, “vida nuestra”, en quien Dios, su vida beata, y nuestra bienaventuranza, se han encarnado y se nos da por gracia en lo que llamamos el Reino de Dios.

Ante Jesús está la muchedumbre, y sus discípulos que habiendo creído en él, han arrebatado el Reino de los cielos. La muchedumbre está también llamada a poseerlo acogiendo la predicación; por eso hay dos bienaventuranzas que se refieren al presente del discípulo y el resto al futuro de la muchedumbre llamada a creer. Las bienaventuranzas referidas a los discípulos, situadas al principio y al final del discurso, abrazan a las demás y con ellas a la muchedumbre, invitándola a entrar. Los discípulos son los pobres de espíritu y los perseguidos por abrazar la justicia que viene de Dios, y que los introduce en el Reino. Ambas: pobreza y persecución, les acompañarán hasta el final del camino a la meta.

La palabra nos hace contemplar el Reino que Cristo viene a inaugurar en el corazón del hombre, completamente opuesto al espíritu del mundo. Lo poseen los humildes, y los perseguidos por abrazar la justicia. Los mansos, los atribulados, los contritos de corazón, los misericordiosos, los puros y los pacíficos, cuyo corazón debe estar conformado a Cristo, tienen la promesa de poder alcanzarlo.

Este Reino, lleva consigo una invitación a recibirlo, y un cambio total en quien lo acoge por la fe. Para algunos es esperanza, y para otros, la posibilidad de conversión, pero para todos implica un combate y un hacerse violencia que les permita arrebatarlo.

Dice el Señor que el Reino de los Cielos viene sin dejarse sentir, sin imponerse y, adquiere fuerza con nuestra adhesión humilde y libre. 

Esta pertenencia del Reino, al discípulo, se caracteriza por la humildad (pobreza espiritual, mansedumbre, paciencia en el sufrimiento), habiendo sido curado de la soberbia, y el orgullo, que son la rebeldía, a su condición de creatura. Por eso no puede gloriarse ante el Señor, sino por el Señor, como dice san Pablo. El Señor viene a decirnos: Quienes poseéis estos dones por causa mía, gracias a mí, ¡alegraos!, ¡gozaos! Que vuestra recompensa es grande en los cielos y de ella gozan los profetas, perseguidos antes de vosotros.

Ahora nosotros, según seamos los pobres de espíritu, los que somos perseguidos por vivir según la justicia reputada a nuestra fe, o los demás de los que habla el Evangelio, estamos llamados a ser un día, bienaventurados como los santos, en medio de la muchedumbre inmensa de la que habla el Apocalipsis (Ap 7,9). San Pablo recordará a los Tesalonicenses: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (cf. 1Ts 4,3). En los albores del Cristianismo, así se denominaba a los miembros de la Iglesia. En la primera Carta a los Corintios, por ejemplo, san Pablo dirige su discurso: “a aquellos que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, junto a todos aquellos que en todo lugar invocan el nombre del Nuestro Señor Jesucristo”. La santidad consiste en que sea derramado en nuestro corazón el amor de Dios por obra del Espíritu Santo, y santo es quien se mantiene en este don, según la palabra del Señor: “Permaneced en mi amor”.

En efecto, decía el Papa Benedicto (Ángelus del día de Todos los Santos de 2007).: El cristiano, es ya santo, porque el Bautismo lo une a Jesús y a su misterio pascual, pero al mismo tiempo debe convertirse, conformarse a Él, cada vez, más íntimamente, hasta que sea completada en él la imagen de Cristo, del hombre celeste. A veces, se piensa que la santidad sea una condición de privilegio reservada a pocos elegidos. En realidad, ser santo es el deber de cada cristiano, es más, podemos decir, ¡de cada hombre! Escribe el Apóstol que Dios desde siempre nos ha bendecido y nos ha elegido en Cristo, para “ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor”.

Todos los seres humanos estamos llamados a la santidad, que en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en aquella “semejanza” con Él, según la cual hemos sido creados. Todos los seres humanos son hijos de Dios, (en sentido lato) y todos deben convertirse en aquello que “son”, por medio del camino exigente de la libertad. Dios invita a todos a formar parte de su pueblo santo. El “Camino” es Cristo, el Hijo, el Santo de Dios: nadie va al Padre sino es por medio de Él (cf. Jn14, 6).

Que la fidelidad de los Santos a la voluntad de Dios «nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo».

Ellos que han vencido en las pruebas, pueden con su intercesión ayudarnos ahora en el combate. Nuestra esperanza se fortalece y en ella se van quemando las impurezas de nuestra debilidad. 

          Que así sea.

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Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo B

 

Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

(B:  Ex 24, 3-8; Hb 9, 11-15; Mc 14, 12-16.22-26) 

Queridos hermanos: 

Más conocida como la fiesta del “Corpus Christi”, tiene su origen remoto en el surgir de una nueva piedad eucarística en el Medioevo, que acentuaba la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Las revelaciones a la beata Juliana, dieron origen a la fiesta en 1246 de forma local, hasta que el Papa Urbano IV, la extendió a toda la Iglesia en 1264. Con todo, sólo en 1317 fue publicada la bula de Juan XXII, por la que la fiesta fue acogida en todo el mundo.

En el siglo XV y frente a la Reforma protestante, la procesión del Corpus adquiere el carácter de profesión de fe en la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.

En 1849, Pio IX instituye la fiesta de la Preciosísima Sangre de Cristo, hasta que en el nuevo calendario ambas fiestas se funden en la: Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

El sacramento de su cuerpo y de su sangre, en el que Cristo nos ha dejado el memorial de su Pascua: muerte y resurrección, es cuerpo que se entrega y sangre que se derrama para perdón de los pecados; es anuncio de su muerte y proclamación de su resurrección en espera de su venida gloriosa; es sacrificio redentor que espía los pecados, y trae la paz, la libertad y la salvación comunicando vida eterna.

          Superando la Ley con sus sacrificios, incapaces de cambiar el corazón humano, para retornarlo a la comunión definitiva con Dios, se proclama este oráculo divino que leemos en la Carta a los Hebreos referido a Cristo: “No quisiste sacrificios ni oblación, pero me has formado un cuerpo. Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!” Y dice San Juan: “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros.”  Cristo, la Palabra, ha recibido un cuerpo de carne para hacer la voluntad de Dios, entregándose por el mundo y retornándolo a la vida: «Esta es la voluntad de mi Padre (dice Jesús): que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna; el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.» «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. «El espíritu es el que da vida; Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. Comer la carne de Cristo, entrar en comunión con su cuerpo, es entrar en comunión con su entrega por la salvación del mundo.

          Habiendo gustado el hombre en el paraíso el alimento mortal del árbol de la ciencia del bien y del mal, que “le abrió los ojos” a la muerte, le era necesario comer del otro árbol, situado también al centro del paraíso, que lo retornase a la vida para siempre; y así como la energía del alimento mantiene vivo a quien lo toma, así la vida eterna de Cristo, pasa a quien se une a él en el sacramento de nuestra fe, que es su cuerpo, fruto que pende del árbol de la cruz, árbol de la vida, que por la fe en Jesucristo “abre ahora sus ojos” dando acceso de nuevo al paraíso. Como dice San Pablo: Ahora, vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1Cor 12,27).

          Si la figura pascual del cuerpo y la sangre de Cristo llevó tan gran fruto de libertad en medio de la esclavitud de Egipto, cuánto más la realidad de la Verdad plena, dará la libertad a toda la tierra, habiendo sido entregada por el bien de toda la naturaleza humana.

          Las lecturas del Ciclo A nos presentan el maná, figura del pan del cielo que es Cristo, que baja del cielo y da la vida al mundo. La Eucaristía es su sacramento que nos hace uno en él y nos comunica vida eterna.

El Ciclo B nos presenta la sangre de la alianza antigua con Moisés, figura de la sangre de Cristo, que sella con los hombres una alianza eterna, con la irrupción del Reino de Dios.

En el Ciclo C, el rey sacerdote Melquisedec figura de Cristo, bendice a Dios y a Abraham padre de los creyentes; mediando entre Dios y los hombres, presenta a Dios la ofrenda, y alcanza para ellos su bendición. Ofrece a Dios pan y vino, figuras también de la propia entrega de Cristo en su cuerpo y en su sangre, alianza nueva y eterna, por cuyo memorial serán saciados y bendecidos todos los hombres, en la fe de Abrahán.

          Que nuestra lengua cante, como dice el himno eucarístico, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey derramó como rescate del mundo. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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