Domingo 11º del TO B

 Domingo 11º del TO B 

(Ez 17, 22-24; 2Co 5, 6-10; Mc 4, 26-34) 

Queridos hermanos: 

          Dios reina eternamente en la gloria que quiso compartir con los ángeles, pero quiso también incorporar a su reinado al ser humano, en el que fusionó espíritu y materia, capacitándolo para relacionarse con él en el amor. Incorporó de forma íntima y maravillosa a su propio Hijo en su naturaleza, y a través de él en cada corazón humano que lo acoja por la fe, le concedió el don de su Espíritu.

          El Evangelio nos habla de este Reino de Dios, como la gran fuerza misteriosamente oculta en la pequeñez de la semilla divina, que depositada en la creatura humana, brota humildemente hasta alcanzar la plenitud del fruto por su propia virtud. Brota como germen en Israel mostrándonos la fidelidad de Dios a sus promesas, y tiene después su desarrollo, hasta hacerse un gran árbol, capaz de acoger a todos los hombres por la potencia de Dios y su amor universal, si la semilla es mantenida en “la tierra” del propio corazón. El que llegue a ser árbol acogedor, y fruto abundante, después de haberse desarrollado como semilla, hierba, tallo y espiga, depende de la fuerza interior de la semilla.

          No son comparables los cuidados humanos necesarios, con la virtualidad de la semilla y la inmensa riqueza de la tierra. El Espíritu de Dios que se cernía sobre las aguas al principio, es la acción dinámica que impulsa el Reino de Dios. La suavidad y la paciencia se aúnan con la fortaleza en un canto a la esperanza y a la fidelidad del Señor. Así es también su misericordia, capaz de pulverizar la más dura roca del corazón empedernido.

          La semilla del Reino necesitará de un tiempo de discernimiento, de paciencia y de confianza en la acción de Dios, durante el cual, despreciar la debilidad de lo que aparece como hierba, puede frustrar la potencialidad del fruto. Si es semilla de fe, tendrá la potencia de mover montes cuando llegue a la madurez del fruto en la caridad. 

Al final del trabajo está el descanso y la abundancia del fruto; y el amor, que está al origen, es también la meta. Alfa y omega, primero y último, principio y fin, hasta que Dios sea todo en todos.

          El Reino de Dios es Cristo, retoño verde de Israel, escondido en la pequeñez de nuestra humanidad como semilla sembrada en un campo “sin apariencia ni presencia; sin aspecto que pudiésemos estimar” (Is 53, 2), que se hace árbol. El hijo del carpintero que se manifiesta Hijo de Dios y que acoge en las ramas de la Iglesia a toda la humanidad.

          Hoy somos invitados a mirar al Señor, aunque la realidad del Reino en nosotros sea todavía hierba. Salvación y misión, son las características del Reino. Planta que necesita ser cuidada y mantenida limpia al amor de nuestra “tierra”. A este Reino somos llamados y en él acogidos por la fe, para que en nosotros madure el fruto de la Caridad de Cristo. Campo y lagar donde maduran la mies y los racimos; pan y vino para la vida eterna. Sacrificio de Cristo. Eucaristía.

          El Señor dará el incremento si nos mantenemos en él. “Venga a nosotros tu Reino”. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                     www.jesusbayarri.com

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