La Sagrada Familia

 La Sagrada Familia

(Eclo 3, 3-7.14-17; Col 3, 12-21; o bien, 1S 1, 20-22.24-28; 1Jn 3, 1-2.21-24;

A: Mt 2, 13-15.19-23; B: Lc 2, 22-40; C: Lc 2, 41-52). 

Queridos hermanos: 

Celebramos la fiesta de La Sagrada Familia, que en el trasfondo de la alegría anunciada por los ángeles, propia de la Navidad, y que lo será para todo el pueblo, destaca la cruz de la misión a la que es llamada en el Hijo que guarda en su seno.

La Sagrada Familia, que ha sido constituida por Dios, vive en castidad perfecta la unión virginal de María y José, está sujeta incondicionalmente a la voluntad de Dios, llevando a cabo su plan de salvación, haciendo crecer en su seno a Cristo, Palabra y Gracia de Dios, hasta la estatura adulta de su entrega en la cruz para la redención de los hombres, y permanece unida en medio de las dificultades de la vida, muchas y graves, que Dios ha permitido para ella. Dios ha querido realizar en ella un modelo teológico, no demográfico, de la familia, en cuanto a la entrega fecunda y a la renuncia personal de los esposos en favor del Hijo, que vivirá sujeto a ellos. Modelo, por tanto, de amor esponsal en perfecta castidad, llevado a su plenitud por la presencia en cada uno de ellos del Espíritu Santo, en una vida de “humildad, sencillez y alabanza”.

Dios ha querido que nuestro Redentor fuera verdadero hombre y en consecuencia tuviera una verdadera familia y una historia humana en la que fuera preparada y realizada su misión de salvación. Esto debe cuestionarnos en nuestras expectativas respecto de nuestra familia y de nuestra vida, en la que tantas veces nos escandaliza la aparición de acontecimientos que se nos antojan adversos, precisamente porque no los contemplamos bajo el prisma de la fe, que ilumina su sentido último y trascendente en relación a la llamada de Dios. Si la misión de Cristo implicaba su oblación total, tendremos luz para comprender el sentido del sufrimiento, que lo acompañará siempre y con el que será preparado junto con su familia: “Experta en el sufrir” como la llama un himno litúrgico. 

Si bien, Dios, preserva la misión de su Hijo, no le evita los trabajos y sufrimientos que implica su auténtica redención, por la que se hizo hombre verdadero. “Era necesario que el Cristo padeciera”. Todo lo que implicaba la auténtica encarnación de Cristo, requería que fuera tal su familia. Las gracias necesarias que se les concedieron, no disminuyeron en nada su condición de familia humana. Su santidad, ilumina aquella a la que somos llamados como familia en Cristo.

La santidad de Dios, fue el motivo y la causa de la llamada a la santidad que hizo Dios a su pueblo: “Sed, pues, santos porque yo soy santo.” San Pablo dirá que para eso hemos sido elegidos en Cristo antes de la creación del mundo: “Para ser santos e inmaculados en el amor.” Por eso la santidad no es algo abstracto, sino en relación al amor: Sed santos con los demás como yo soy santo con vosotros.

La palabra nos ilumina la disposición total de la Sagrada Familia a la misión y sus consecuencias, y por tanto a la voluntad de Dios. Al interno, esto se traduce en relaciones de amor entre sus miembros: cónyuges, padres e hijos, que no se miran a sí mismos, sino al bien del otro, como vemos en las lecturas. José, el menor en dignidad, será cabeza, y Jesús, el mayor, estará sujeto a ellos. San Pablo habla de que el marido es cabeza de la mujer, y vemos que en el Evangelio, Dios dice a José y no a María lo que debe hacer la familia de su Hijo. Mientras su pueblo ignora y persigue a Cristo, será Egipto quien lo acoja y lo guarde de sus enemigos como ocurrió con José. Sólo entonces: “De Egipto llamé a mi Hijo”, el nuevo y verdadero Israel. : “Familia en misión, Trinidad en misión”.                                                                                                                                (San Juan Pablo II, en 1988). 

Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com

 

5ª Feria mayor de Adviento "Oh Sol"

 5ª Feria mayor de Adviento “Oh Sol”

(Ct 2, 8-14; So 3, 14-18; Lc 1, 39-45) 

Queridos hermanos: 

          La palabra de este día está envuelta en manifestaciones celestes de ángeles y del Espíritu Santo, como corresponde al misterio de los hijos que guardan sus madres al encontrarse. Unidos en la estirpe y en la gracia. El mayor entre los nacidos de mujer y el Primogénito de toda la creación. La voz y la Palabra. El Amor y la Esposa se encuentran y el poder y la fecundidad de Dios hace fructificar a la virgen y a la estéril en medio del gozo y la exultación.

          “María se puso en camino y se fue con prontitud”. María es movida por el Espíritu hacia Isabel, porque Cristo va al encuentro de Juan. El gozo de María es el de Cristo que vive en ella, Juan lo percibe junto con Isabel y hace exultar y profetizar a la madre, quedando ambos llenos del Espíritu: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” El Espíritu Santo por boca de Isabel, exalta la fe de María en las promesas que le han sido comunicadas de parte de Dios. La fe de la Iglesia es la de María, y la que se nos ofrece hoy a nosotros juntamente con la promesa del Espíritu, que dará fecundidad al desierto de nuestra vida.

          Dios se fija en la humildad de María, a la que ha santificado desde su concepción: “el Señor no renuncia jamás a su misericordia, no deja que sus palabras se pierdan, ni que se borre la descendencia de su elegido, ni que desaparezca el linaje de quien le ha amado” (Eclo 47, 22).

          María se apoyó en Dios en su pequeñez, y nosotros debemos hacerlo en nuestra debilidad, para poder alcanzar la dicha de ella por nuestra fe, pues también a nosotros nos ha sido anunciada la salvación en Cristo.

          Juan ha sido lleno del Espíritu y de gozo con la cercanía de Cristo. Nosotros en la Eucaristía somos llamados no sólo a su cercanía, sino a hacernos un espíritu con él, de manera que el “Dios con nosotros” llegue a ser Dios en nosotros. Recibámoslo con fe y que su gozo llene nuestro corazón y le bendiga nuestra boca. 

          Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

 

Domingo 4º de Adviento C

 4º Domingo de Adviento C 

(Mi 5, 2-5a; Hb 10, 5-10; Lc 1, 39-45. 

Queridos hermanos: 

La palabra de este día está envuelta en manifestaciones celestes del Espíritu Santo, como corresponde al misterio de los hijos que guardan las madres en su seno, y al encuentro entre el mayor de los nacidos de mujer y el primogénito de toda la creación; la voz y la Palabra.

La palabra nos presenta: impotencia, incapacidad y humildad, que adquieren valor, para quienes encuentran la grandeza de Dios, que no consiste tan sólo en su poder, sino eminentemente en su amor y su misericordia. Sólo así es posible al hombre reconocerse profundamente pequeño, y acogerse humildemente a su auxilio. El conocimiento de Dios, nos redimensiona y nos sitúa, dando esperanza al débil y humildad al soberbio. Belén puede alegrarse de su pequeñez y María de su insignificancia, porque les ha valorado el don del Señor.

Dios que es grande y se complace en los pequeños, para actuar la salvación elige la impotencia humana para que nadie quede excluido de la gratuidad de su amor, ni se pueda dudar de su misericordia. Para realizar grandes obras elige a las estériles y para engendrar al salvador, a una virgen que no conoce barón.

Contemplamos hoy a Cristo encarnado en el seno de María, derramando el Espíritu Santo, y somos testigos de que las promesas del Señor llegan a su cumplimiento. La voluntad de Dios se hace accesible a nuestra incapacidad, porque el Verbo de Dios ha recibido un cuerpo para alcanzarnos esa voluntad gratuitamente.

El Espíritu Santo hace profetizar a Isabel, para exaltar la fe de María en las promesas que le han sido comunicadas de parte de Dios. María es “bendita entre las mujeres” como Yael y como Judit que pisaron la cabeza del enemigo, figura del Adversario por antonomasia, cuya cabeza será aplastada por Cristo, la descendencia de María.

Dios se fija en la pequeñez de María, y en la de Belén Efratá, en memoria de su siervo David, pues “el Señor no renuncia jamás a su misericordia, no deja que sus palabras se pierdan,  ni que se borre la descendencia de su elegido,  ni que desaparezca el linaje de quien le ha amado” (Eclo 47, 22).

María se apoya en Dios en su pequeñez, y nosotros debemos hacerlo en nuestra debilidad, para poder alcanzar la dicha de ella por nuestra fe, pues también en Cristo nos ha sido anunciada la salvación. 

El Señor se ha dignado visitarnos como salvador y a nosotros se nos invita a creer en su palabra, exultar de gozo en el seno de la Iglesia, concebir a Cristo por la fe y darlo a luz por el amor. 

Profesemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com

Miércoles 3º de Adviento

 Miércoles 3º de Adviento 

Is 45, 6-8.18.21-25; Lc 7, 19-23 

Queridos hermanos: 

Cristo define su misión como el anuncio de la Buena Noticia y la proclamación del “año de gracia” del Señor. Viene a encarnar lo más profundo de la esencia divina; las entrañas de su misericordia. Juan, en cambio, debe preparar su acogida llamando a la conversión y a la penitencia en la severidad de la ley, y su impaciencia lo desconcierta por la mansedumbre de Cristo, hasta el punto de enviar discípulos a preguntarle si es él el “esperado”. Cristo le invita a discernir constatando, si sus obras responden con las expectativas mesiánicas de las Escrituras, que no son sólo la justicia, el juicio y la venganza de los enemigos de Dios, como el pueblo las espera, sino también el “año de gracia del Señor” y el tiempo de la misericordia.

Es normal que nosotros nos formemos proyecciones sobre Dios, de acuerdo con nuestra experiencia y nuestros conocimientos; concepciones personalizadas de lo que nos sobrepasa, y de forma inconsciente pretendemos que Dios responda a nuestras expectativas ajustándose a nuestros conceptos. En consecuencia, Dios nos sorprende siempre y nos llama a convertirnos a él y a seguir sus caminos que aventajan a los nuestros como el cielo a la tierra, aunque a veces no nos gusten. En ocasiones pensamos que le seguimos a él, cuando en realidad seguimos nuestras propias ideas y proyecciones, y no estamos dispuestos a cambiar nuestra mente. Jesús dirá: “Dichoso el que no se escandalice de mí.” “Yo quiero amor, conocimiento de Dios.”

Feuerbach tenía algo de razón al hablar de un dios proyección humana, pues ese debía ser su desconocimiento del Dios revelado en Jesucristo y que ha querido hacerse concreto, desconocimiento que compartían muchos de sus contemporáneos, más llenos de ideas que del verdadero conocimiento de su palabra, y de la fe. 

Sólo en la cruz de Cristo brillará la justicia de Dios sobre el pecado, su venganza sobre el Enemigo y el juicio de misericordia sobre los pecadores, que se nos entrega en el sacramento de la fe, comunicándonos vida eterna. 

Que así sea

                                                 www.jesusbayarri.com

 

 

Domingo 3º de Adviento C Gaudete

 Domingo 3º de Adviento C “Gaudete”.

(So 3, 14-18; Flp 4, 4-7; Lc 3, 10-18) 

Queridos hermanos: 

          El Señor está cerca. El amor se alegra al amar; se goza, como dice Sofonías en la primera lectura; y alegra también el corazón del hombre como el buen vino; como el vino nuevo dejado para el final. El Señor viene a salvar y se alegra, enmudeciendo ante los tormentos a los que su amor será sometido (cf. Is 53, 7), pero las aguas torrenciales no pueden apagar el amor ni anegarlo los ríos. Lo sabe también san Pablo encarcelado por amor a Cristo: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna.”

          Se acerca el fuego de este amor, con el que el Espíritu Santo viene a bautizarnos. Se anuncia a Cristo y hay que acogerlo con la conversión del corazón, escuchando a su profeta. Viene el fuego que consume y purifica, que acrisola y fecunda llenando el mundo de paz. Viene el amor que hace posible al hombre lo que sólo es posible para Dios. Viene el amor del Padre en su Hijo encarnado y visible y se hace Don en el Espíritu Santo.

          Para recibir lo inalcanzable de Dios, el hombre debe disponerse, ampliando al máximo su capacidad, y reduciendo al mínimo sus ansias de posesión. Llenarse de la justicia y vaciarse de la impiedad. Abajar su vanidad y su orgullo, y rellenar ante el Señor la escabrosidad socavada por las pasiones.

          El señor está a las puertas y deja oír la voz del mensajero que clama, para que se le abran francas las puertas de los corazones y pueda entrar él a cenar volviendo la noche en fiesta, la oscuridad en luz, la tristeza en gozo y la soledad en amor. La esterilidad del alma se hará fecunda, los entendimientos se iluminarán, se sublimarán los sentimientos, y la esperanza quedará fortalecida para que podamos caminar a su luz, guiados por sus preceptos.

          ¡Ven Señor y no tardes más en venir! Arrástranos tras de ti y te seguiremos de todo corazón; danos vida para que invoquemos tu nombre. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de ti. A ti, Señor, nos acogemos, y no quedaremos defraudados.

            Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                           www.jesusbayarri.com

Domingo 2º de Adviento C

 Domingo 2º de Adviento.  C

(Ba 5, 1-9; Flp 1, 4-6.8-11; Lc 3, 1-6) 

Queridos hermanos: 

          La profecía de Isaías sitúa esta Palabra, en el contexto de que Dios quiere consolar a su pueblo, porque ya ha pagado por sus pecados (Is 40, 1ss). La consolación le vendrá por la acogida de la gracia de la conversión, que le llegará mediante el anuncio del “mensajero” del Señor, que viene delante del Salvador preparando su camino. Después vendrá el Señor a perdonar sus pecados y a bautizar en el fuego del Espíritu.

          Dios proclama su Palabra de vida, a oídos de aquel que ha elegido para llevarla a cumplimiento, y escucharla es ya recibir la misión y el poder de que se realice. Los evangelistas, identifican a este mensajero con Juan el Bautista, que prepara el camino de Cristo invitando a la conversión, mediante la confesión de los pecados, la penitencia, y el bautismo de agua en el Jordán.

          El camino del Señor debe prepararse en el desierto, por el que como en un nuevo Éxodo, Dios va a caminar para conducir a su pueblo de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. El desierto será siempre para Israel referencia insustituible. La añoranza de su primer amor. Ha sido en el desierto donde Israel ha visto realizado, que los caminos de Dios han sido sus caminos. Dios caminaba en medio de ellos. Él era su luz, su protección y su guía. Él, era su pastor. 

          El camino del Señor, queda preparado en aquel que acoge a su mensajero, en este caso a Juan Bautista, sometiéndose a su bautismo, aceptando la conversión. La gracia que lleva en sí esta Palabra, le abre los ojos, los oídos y el corazón a Cristo. En cambio para quien rechaza al mensajero, esta gracia permanece inaccesible: Mirará y no verá; oirá y no escuchará; no comprenderá, y su corazón no se convertirá, y no será curado. (cf. Is 6, 9-10). En el Evangelio de  Lucas, esta es la causa de que ni saduceos, ni fariseos ni legistas pudieran acoger a Cristo: “al no aceptar el bautismo de él (Juan el Bautista), frustraron el plan de Dios sobre ellos”. (Lc 7, 30) mientras hasta los publicanos y las prostitutas creyeron en él.

          Es por tanto el Señor, quien como el buen samaritano, ansía venir al encuentro del hombre, que se ha separado de él por el pecado: Ha dejado Jerusalén, lugar de su presencia, y se ha encaminado a Jericó, imagen del mundo, cayendo en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se han ido dejándole medio muerto. Los profetas serán los encargados de anunciar con insistencia estos ardientes deseos de la voluntad amorosa de Dios. Juan, será el designado para  precederle con el espíritu y el poder de Elías a preparar su camino, y Cristo, el elegido para encarnar su venida.

          Dios es espíritu, y aun a través de Jesucristo, el encuentro del hombre con Dios, ha de realizarse en el espíritu, y por tanto en su libertad. Los obstáculos que encontrará el Señor en su camino al corazón del hombre serán por tanto espirituales. Ningún obstáculo puede oponerse al Señor sino el espíritu del hombre, al cual dotó Dios de libertad, para que pudiera amar: Los “montes” de la soberbia y el orgullo, levantan el yo del hombre, impidiendo el acceso al Señor, que viene manso y humilde de corazón. Estos montes deberán ser demolidos, y rellenados estos “valles”, abismos de la hipocresía y simas insaciables de las pasiones.  Carencias socavadas en el espíritu del hombre que ha abandonado a su Dios.

          Sólo el Señor mediante la fe, puede arrancar estos montes y plantarlos en el mar de la muerte, para desecar su poder, y convertir el corazón del hombre, en un vergel en el que florezca la justicia, camino llano para el Señor. 

          En quién acoge la gracia de la conversión aparecen los frutos de la humildad y del perdón, que obtienen de Dios la salvación, la comunión con el Amor. El bautismo de Espíritu y fuego, que purifica el fruto y quema la paja.

Por tanto: “¡Preparad el camino al Señor!” “Y todos verán la salvación de Dios”. Israel, por la fidelidad de Dios a sus promesas, y los gentiles por su misericordia. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com

Domingo 1º de Adviento C

 Domingo 1º de Adviento C 

(Jr 33, 14-16; 1Ts 3, 12-4, 2; Lc 21, 25-28.34-36) 

Queridos hermanos: 

Con el Adviento, la Iglesia concentra su atención en la contemplación de la venida del Señor y unida al Espíritu lo invoca: ¡Maran-athá! ¡Ven, Señor! ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

En efectovienen días” dice el Señor, que convulsionarán al mundo con “señales” terribles en el cielo, que llenarán de “angustia,  terror, y ansiedad” la tierra. Será misericordia de Dios para llamar a conversión a los que desoyendo su palabra han puesto su corazón en las creaturas y en las vanidades del mundo. Como dice la primera lectura, el Señor viene a implantar La justicia y el derecho en la tierra.

A la agitación de la naturaleza, se unirá el testimonio de los fieles que fortalecidos en la esperanza de las promesas, y sobreabundando en el amor, verán “confirmarse la palabra” del Señor: El retorno de su “Germen justo, el Señor nuestra justicia”,  nuestro Señor Jesucristo; “verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria”, que viene a liberarlos.

El combate contra los enemigos habrá concluido. La carne estará sometida al espíritu y la apariencia de este mundo habrá pasado. El corazón ejercitado en la sobriedad estará pronto a recibir al Señor y en pie lo acogerá.

Excitar el deseo de la venida del Señor, es la obra del amor que vela porque ansía la presencia del ser amado, y nada le da sosiego en la ausencia sino el esperar. Indiferente a cualquier otro estímulo, cualquier padecer es para sí insignificante. Su gozo es amar y su complacencia está fuera de sí, entregada. Compadecido el Señor, del triste desamor humano, busca al hombre, lo llama cuando lo encuentra y lo salva cuando se acerca llenándolo de amor.

Así nosotros, podemos saber por el ansia con que deseamos  el momento de su venida, si amamos al Señor o si nuestra complacencia está en los ídolos de este mundo que pasa. Si anhelamos la liberación del Señor, o para nosotros su venida será como la de un ladrón que viene a desposeernos de todo cuanto siendo suyo, hemos querido adueñarnos y atesoramos como propio.

Que este tiempo nos ayude a vivir en esta espera dichosa de su retorno, Llena de su ausencia, para que vigilantes y amantes le acojamos en cuanto llegue y llame.

¡Ven Señor! 

Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com

Jueves 34º del TO

 Jueves 34º del TO 

Lc 21, 20-28 

Queridos hermanos: 

Ante el Adviento, la Iglesia concentra su atención en la contemplación de la venida del Señor, y unida al Espíritu lo invoca: ¡Maran-athá! ¡Ven, Señor! ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

Esta palabra centrada en la venida del Señor, está en conexión con la profecía de Malaquías: “vendrá a su templo el Señor... será como fuego de fundidor y como lejía de lavandero.” El templo contaminado con la abominación de la desolación, será arrasado y con él, Jerusalén sufrirá las consecuencias de su idolatría. Así también en la última venida del Señor, no sólo Jerusalén, sino toda la creación será purificada de los ídolos y de la corrupción a la que la sometió el pecado. Nosotros, ante la venida intermedia del Señor, también debemos apartar el corazón de toda idolatría no sea que la purificación nos traiga como consecuencia nuestra destrucción.

          En efectovienen días” dice el Señor, que convulsionarán al mundo con “señales” terribles en el cielo, que llenarán de “angustia,  terror, y ansiedad” la tierra. Será misericordia de Dios para llamar a conversión a los que desoyendo su palabra han puesto su corazón en las creaturas y en las vanidades del mundo.  

A la agitación de la naturaleza,  seguirá el retorno del “Germen justo, el Señor nuestra justicia”, nuestro Señor Jesucristo; “verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria”, que viene a liberar a los justos.

Después, el combate contra los enemigos habrá concluido. La carne estará vencida y la apariencia de este mundo habrá pasado. El corazón ejercitado en la sobriedad estará pronto a recibir al Señor y en pie lo acogerá.

Excitar el deseo de su venida, es la obra del amor que vela porque ansía la presencia del ser amado, y nada le da sosiego en la separación sino el esperar. Indiferente a cualquier otro estímulo, cualquier padecer es para sí insignificante. Su gozo es amar y su complacencia está fuera de sí entregada. Compadecido del triste desamor o amor de sí, el Amor busca al amado para perderse y se pierde para encontrarlo. Lo llama cuando lo encuentra y lo salva cuando se acerca llenándolo de sí. 

          ¡Ven Señor! 

          Que así sea.

                                                           www.jesusbayarri.com

 

 

 

Domingo 34º del TO B Cristo Rey

 Domingo 34º B, Cristo Rey

(Dn 7, 13-14; Ap 1, 5-8; Jn 18, 33-37) 

Queridos hermanos : 

          Dios no ha querido permanecer alejado del pueblo que ha creado, formado y bendecido, sino que ha querido ser su sabiduría, su guía y su defensa; ha querido ser su rey. Por su parte el pueblo en tiempos de Samuel ha querido asimilarse a los pueblos vecinos y ha pedido un rey. Dios ha dicho entonces a Samuel: “«Haz caso a todo lo que el pueblo te dice. Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos.». El pueblo irá comprendiendo a lo largo de su historia, los inconvenientes de seguir los impulsos libertarios, ilustrados, y cosmopolitas, de su corazón, cambiando el yugo del Señor por el de los hombres. Sólo con David el pueblo parece haber alcanzado la grandeza humana del reino, que no deja de ser tan fugaz como la vida misma de una generación. Siendo así el reino de los hombres, el corazón del pueblo se vuelve al añorado reinado teocrático como ideal alentado por los profetas, que se convierte en el motivo central del Nuevo Testamento en boca del Precursor: “El Reino de Dios está cerca”, y es testificado por el Señor de forma progresiva: “El Reino de Dios ha llegado; está dentro de vosotros, y es Buena Nueva para los pobres de espíritu, y para los perseguidos por causa de la justicia, que claman a Dios día y noche: “Venga tu Reino y su justicia”, como prioridad absoluta de vida, en el cumplimiento de la voluntad de Dios, manifestada por su Cristo, y trasmitida por sus enviados, en medio de la persecución del reino de este mundo, instigada por su príncipe el diablo, que es precipitado, como un rayo,  de su encumbramiento en el corazón de los hombres.

          Para hacer volver a sí el corazón de su pueblo, Dios, según la palabra dada al profeta Ezequiel, tendrá que darles en Cristo “un corazón nuevo y un espíritu nuevo.” Un nuevo nacimiento del agua y del Espíritu, que lo haga “pequeño” como un niño, para poder franquear la entrada estrecha de su Reino. La predicación de Cristo comenzará, pues, diciendo: “Convertios porque el Reino de Dios ha llegado.” Dios, en Cristo, quiere que el corazón del hombre vuelva a Él para su bien, sacándolo de la seducción del reino “autónomo, emancipado, progresista, de este mundo y del yugo de su príncipe el diablo. “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mi que soy manso y humilde de corazón, porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.  Pero la predicación de Cristo, como semilla sembrada en el corazón de su pueblo no sólo no ha sido escuchada, sino que a la pregunta de Pilato «¿A vuestro rey voy a crucificar?» Replicarán los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que el César.» En efecto, también el enemigo ha ido sembrando su cizaña, que sólo el día de la siega será separada, y quemada. La semilla divina sembrada en la humildad de nuestra carne, crecerá por virtud de su potencia y se propagará por su gracia, mostrando la grandeza de su valor a quienes la posean.

          Este Reino que salta con Cristo resucitado a la gloria del Padre, permanece aquí como puerta abierta, acogiendo en su seno nuevos hijos, a quienes la Iglesia guardiana de sus llaves, abre su acceso, como administradora de la justicia y la misericordia divinas, a lo largo de toda la jornada humana, en la que muchos últimos adelantan a primeros, mientras es anunciado en el mundo entero el Evangelio, hasta ser arrebatada toda ella por el Rey en su regreso glorioso, y sus hijos reciban la herencia del Reino preparado para ellos desde la creación del mundo. Reino sin fin.

          Cuando Cristo fue anunciado como rey por los magos de oriente, fue perseguido por Herodes; cuando fue aclamado rey por los niños de Jerusalén, fue reprendido por los sacerdotes, y cuando fue presentado como rey por Pilato fue coronado de espinas y crucificado, y con él fue rechazada la realeza de su testimonio de la Verdad del amor de Dios. El amor de Cristo visible en sus obras, da testimonio de Cristo; de que el amor del Padre es verdad en él: “Las obras que hago dan testimonio de mi” (Jn 10, 25). Sólo su victoria sobre la muerte testificará la veracidad de su testimonio: ¡Dios es amor!, y la falsedad de la insinuación del diablo (Ge 3, 4-5). Nosotros somos llamados a testificar la realeza de Cristo con nuestro amor más que con palabras. “No amemos de palabra ni de boca sino con obras y según la verdad. En esto conocemos que somos de la verdad (1Jn 3, 19).” Los mártires han testificado a Cristo gritando: ¡Viva Cristo rey!”, pero más aún amando y perdonando a sus asesinos como Cristo mismo.

          Cristo quiere que su Reino sea acogido por la fe y no por el interés, y así: “Sabiendo Jesús que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo.” Quiere que reconozcamos su testimonio como Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel»; quiere que entremos en su Reino, como el ladrón crucificado con él: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino; que los hombres sean colocados a la derecha por el Rey para que escuchen la gloriosa sentencia: “Venid benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com

Domingo 33º del TO B

 

Domingo 33º  del TO 

(Dn 12, 1-3; Hb 10, 11-14.18; Mc 13, 24-32). 

Queridos hermanos: 

Este penúltimo domingo, ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la próxima venida del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, y a la preparación cósmica del acontecimiento decisivo para toda la creación.

Todas las generaciones de la Iglesia han pensado que la venida del Señor era inminente, y podemos creer que se equivocaron porque seguimos esperando, pero no es así. Es el Espíritu quien suscita en la Iglesia esta tensión, generación tras generación, para ayudarla a vivir sin poner su seguridad en este mundo que pasa y poner su confianza en el Señor. Lo importante no es que el Señor venga ahora o que tengamos que esperar todavía, sino que no perdamos esta tensión, y esta esperanza propias del amor, y que iluminan las tinieblas de este mundo.

Ante el nacimiento de cielos nuevos y tierra nueva, la apariencia de este mundo terminará, se desvanecerán las seguridades mundanas, y la angustia se apoderará de los que se apoyan en él. “Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión!” (1Co 15, 19). En cambio, la esperanza de los creyentes se fortalecerá y se acrecentará su gozo ante la cercanía del cumplimiento de la promesa. ¡Viene el Señor!

El plan de Dios llegará a su fin y aparecerá un pueblo santificado que tomará posesión del Reino de Dios. La purificación final será angustiosa pero cargada de esperanza, como los dolores del alumbramiento. Que se alegren los oprimidos por la injusticia, los atribulados por el dolor y todos los que aman al Señor, porque vendrá para hacer justicia y los llevará con él para siempre y ya no habrá más luto, ni llanto, ni dolor, y se colmarán las ansias de su corazón.

Sabemos que hay distintas venidas del Señor, y todas tienen su preparación y su anuncio con señales, pero lo importante es que: ¡Viene el Señor! Para el discernimiento de las señales precursoras se necesita la vigilancia del amor, que se abre a la misión del testimonio de la misericordia y alcanza la salvación. El fuego del Espíritu, en efecto, impulsa a los fieles, que no permanecen inactivos aguardando la venida del Señor, sino en su seguimiento, que se caracteriza en ellos por el testimonio de Jesús, (Ap 12, 17) enseñando a todos la luz de la justicia, que los hará brillar como astros por toda la eternidad (Dn 12, 3).

Cada generación está llamada a enfrentar este acontecimiento en la medida que le corresponde; “pero cuando El Hijo del hombre venga ¿encontrará la fe sobre la tierra? Velad y orad para que no caigáis en tentación.

          Cristo se entregó para vencer al diablo, que será sometido definitivamente en su advenimiento, “cuando todos sus enemigos sean puestos bajo sus pies”, como dice la Carta a los Hebreos; entonces “sus elegidos”, los justos, serán reunidos junto a él para siempre. Es cierto que Cristo vino a llamar a los pecadores (cf. Mt 9, 13), porque sólo los justos serán “elegidos” como dice san Pablo: “Muchos son los llamados y pocos los elegidos”. ¡No os engañéis! Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios. Y tales, fuisteis algunos de vosotros. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios (1Co 6, 9-11); a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 30).

          Este, es pues, un tiempo de espera para la conversión de los pecadores, y tiempo de oración para “sus elegidos, que están clamando a él día y noche” como en la parábola de la viuda importuna (Lc 18, 1-8). Tiempo de misericordia y de paciencia de Dios, “año de gracia del Señor” que, quiere que todos los hombres se salven, y también de paciencia, en la esperanza de la promesa, para los justos, a los que se “hará justicia pronto”, cuando venga el Señor. Tengamos presente que tan grande como la misericordia del Señor es su justicia, y que habrá un juicio sin misericordia, según las palabras de Santiago, para quien no acogiendo el don gratuito de la misericordia, no practicó la misericordia.

          Este final es en realidad el comienzo de la vida dichosa, ante la cual todo es preparatorio e insignificante, porque pasará la figura de este mundo: “en un instante, en un pestañear de ojos”.

          Que la Eucaristía que ahora nos congrega en torno a la entrega de Cristo, nos una y nos disponga para acogerlo en el don total de su Parusía. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                     www.jesusbayarri.com

Domingo 32º del TO B

 Domingo 32º del TO B 

(1R 17, 10-16; Hb 9, 24-28; Mc 12, 38-44) 

Queridos hermanos: 

          Como en el caso de la samaritana, Cristo se sienta hoy frente al tesoro a esperar a una mujer y complacerse en su entrega. La viuda en la Escritura es siempre figura de la precariedad existencial junto al huérfano y al extranjero, y es Dios mismo quien se constituye en su valedor, instando la piedad de los fieles en su protección. En consecuencia, la viuda piadosa es siempre modelo para los fieles, de la confianza y del abandono en Dios, propios de la fe: “La que de verdad es viuda, tiene puesta su esperanza en el Señor y persevera en sus plegarias y oraciones noche y día” (1Tm 5,5); la acompaña el testimonio de sus bellas obras: haber educado bien a los hijos, practicado la hospitalidad, lavado los pies de los santos, socorrido a los atribulados, y haberse ejercitado en toda clase de buenas obras (1Tm 5, 10). A la consideración y adquisición de esas cualidades quiere el Señor llevar a sus discípulos en el Evangelio y a nosotros hoy con su palabra presentándonos a estas viudas.

          Pecar contra las viudas que se acogen al Señor, abusando de su humana desprotección como hacen los escribas del Evangelio, supone enfrentarse directamente al juicio del Señor, su defensor, y consolador de su llanto: el hizo justicia a Tamar, resucitó al hijo de la viuda de Sarepta por medio de Elías, socorrió a la viuda del siervo del profeta por medio de Eliseo (2R 4), socorre a la viuda importuna del Evangelio; y devuelve su hijo a la viuda de Naín.

          Para la edificación de su pueblo, Dios, suscita carismas que lo enriquecen y lo perfeccionan. Así, la virginidad hace presente a la comunidad que sólo Dios basta. Claro está, que no todo el que permanece célibe puede ser considerado poseedor del carisma de la virginidad. También las viudas son un carisma que hacen presente a la comunidad la total dedicación y el abandono en Dios, en quien se pone toda la confianza, esperando sólo en su providencia el remedio de nuestras necesidades. Tampoco en este caso podemos atribuir el carisma de viuda a toda mujer que ha perdido a su marido.

          Si cabeza de la mujer es su esposo, como dice san Pablo; la Iglesia tiene a Cristo, su cabeza, en el cielo, por lo que podemos atribuirle justamente la condición de viuda, como también a cada alma fiel, que debe vivir como la Iglesia, abandonada en su Señor, y confiando plenamente en él. El peligro consiste en tratar de sustituir en el corazón al Esposo por el marido (baal), como la samaritana del Evangelio; sustituir la precariedad en el Señor, por la “seguridad” del ídolo, que da el dinero.

          La viuda pobre del Evangelio, opta por el Señor, que ve lo escondido de su corazón y lo precario de su situación; ella entrega su vida mientras otros dan lo accesorio; ella se entrega entera, mientras otros quedan al margen de su dádiva; ella da cuanto necesita, mientras ellos parte de sus sobras; si Dios provee para ella todavía un tiempo de subsistencia, continuará en esta vida y si no, comenzará a vivir eternamente en el Señor, en quien puso su confianza. Es mejor la precariedad, confiando en Dios, que la pretendida seguridad de la abundancia. La palabra de Dios, en efecto, hace inagotables nuestras miserables “orzas” y “tinajas”, como en el caso de la viuda de Sarepta.

          Sólo en Dios, está la vida perdurable y de él depende cada instante de nuestra existencia. Como dice el Señor en el Evangelio: “Aún en la abundancia, la vida no está asegurada por los bienes.” Sabiduría es saber vivir pendientes de su voluntad y abandonados a su providencia. Necedad, en cambio, es hacer de los bienes la seguridad de nuestra vida. Lo entregado a Dios permanece para siempre, y lo reservado para uno mismo, se corrompe. Lo que valoriza el don es la parte de la persona involucrada. No tanto lo que uno da, sino lo que uno se da.

          Que el don total de Cristo que nos presenta la carta a los hebreos, y que se nos ofrece en la Eucaristía, encuentre en nosotros la correspondencia de nuestra fe.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                     www.jesusbayarri.com

Domingo 31º del TO B

 Domingo 31º del TO B

(Dt 6, 2-6; Hb 7, 23-28; Mc 12, 28-34) 

Queridos hermanos: 

          En la palabra del Deuteronomio, Dios promete vida larga, abundante y feliz, para quien guarde este primer mandamiento y le ame con todo su ser. Amar, es tener a Dios en nosotros, porque Dios es amor. Dios depositó su amor en nosotros al crearnos, pero el pecado pervirtió en nosotros el amor, encerrándonos, e incapacitándonos para amar a alguien que no sea nosotros mismos. Ya decía san Agustín, que no hay nadie que no ame, y el problema está en cuál sea el objeto y la ecuanimidad de su amor: Ni amar más, ni menos, de lo que cada persona o cosa deba ser amada.

          El Levítico parte de esta realidad, y nos muestra el camino del prójimo, como segundo mandamiento, que concreta el primero, como mediación para salir de nosotros mismos e ir en busca del amor, y así Cristo, como hemos visto en el Evangelio, unirá este precepto al del amor a Dios: “el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. He aquí el camino de la vida feliz indicado por la Ley, y recorrerlo lleva al hombre hasta las puertas del Reino: “no estás lejos del Reino de Dios”.

          Sin embargo, sólo en Cristo se abrirán las puertas del Reino, a un mandamiento nuevo. “Os doy un mandamiento nuevo; este es mi mandamiento: Que os améis los unos a los otros, “como yo”; amor nuevo, dado al hombre, no en virtud de la creación, sino de la Redención, de la “nueva creación”, por la que es regenerado un amor en el corazón del hombre, como aquel con el que Cristo se ha entregado a nosotros: “Como yo os he amado” Este será pues, el mandamiento del Reino; el mandamiento nuevo; el mandamiento de Cristo, en el que el escriba del Evangelio es invitado a adentrarse mediante la fe, creyendo en él: “Que os améis los unos a los otros “como yo” os he amado.”

          Una vez más, como dice el Evangelio de Juan, el amor cristiano no consiste en cómo nosotros hayamos amado a Cristo, sino en cómo Cristo nos amó primero. Si el amor cristiano es el de Cristo, recordemos sus palabras: “Como el Padre me amó, os he amado yo a vosotros”. El amor cristiano, por tanto, no es otro, ni diferente del amor del Padre, con el que amó a Cristo, y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano, en Cristo, es por tanto signo y testimonio del amor de Dios en el mundo. A esta misión hemos sido llamados por la fe en Cristo, porque como dijo el profeta Oseas: “Yo quiero amor; conocimiento de Dios.” En esto consiste el verdadero culto que quiere Dios: Padre, Espíritu y Verdad: El amor de Cristo en nosotros. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com

Viernes 30º del TO

 Viernes 30º del TO 

Lc 14, 1-6 

Queridos hermanos: 

          Nuevamente la palabra nos sitúa ante la letra del precepto y su espíritu que es el amor. Entramos de nuevo en el tema de la misericordia como corazón de la ley y de la superficialidad del legalismo inmisericorde de quien está alejado de Dios. “Yo quiero amor, conocimiento de Dios.”

          El Espíritu Santo hace ver la realidad con su óptica de misericordia: “misericordia quiero”; pero sin el Espíritu no puede captarse más que la materialidad de la Ley, sabiendo, no obstante, que su corazón es el amor, y mientras la caridad edifica, la letra mata. Jesús tendrá siempre gran dificultad en introducir a los sacerdotes, escribas y fariseos en la óptica de la misericordia. Sólo la madurez en el amor, es capaz de discernir entre la letra y el Espíritu. Parafraseando a Pascal podemos decir: “El amor (corazón) tiene razones que la razón no comprende” El tercer mandamiento, acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del precepto del amor a Dios y al prójimo. Santiago dirá que, “amar, es cumplir la ley entera”, y que quien ama a cumplido la ley.

          La respuesta de Jesús viene a ser: El sábado se puede amar. Precisamente para eso ha sido instituido el sábado. Dios ha descansado del trabajo de crear, pero no suspende nunca la actividad de amar, porque su naturaleza es el amor: “mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo” dirá Jesús.  El Padre no deja de gobernar la creación ni de amarla.  En una oración sinagogal que precede a la proclamación del Shemá, los judíos dicen: “haces la paz y todo (lo) creas. Tú que iluminas la tierra y (a) todos sus habitantes; que renuevas cada día la obra de la creación”.

          También en nosotros la “creación” puede ser renovada cada mañana, si con el salmo, “por la mañana proclamamos tu misericordia, Señor”, testificándola con nuestra vida.

          Es interesante la interpretación de Cristo respecto a una enfermedad, como acción de Satanás: Con Satanás entró el pecado y la muerte. El mal y la enfermedad no son más que sus manifestaciones progresivas sobre la naturaleza humana. Si la maldad de una creatura como el diablo puede ser tal, cuál no será la misericordia de Dios su creador, viendo la vejación de su creatura bajo la tiranía del mal: “Las aguas torrenciales (de la muerte) no pueden apagar el amor”.

          A la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad tienen un valor incuestionable, sin dejar de ser paradójicos. El sufrimiento como misterio, relativiza toda soberbia ilusión de realización inmanente, puramente mundana, y mediante la humildad abre el camino a la trascendencia. Con todo, nos encontramos una vez más ante el tema de la libertad, y del por qué Dios permite el sufrimiento. ¿Acaso el sufrimiento puede ser una expresión de amor, y un medio muchas veces insustituible, para obtener un bien superior? ¿No es posible que los enfermos del Evangelio, en el caso de haber gozado siempre de buena salud se hubiesen perdido para siempre, mientras que el encuentro con Cristo en su enfermedad temporal, les haya alcanzado una salud eterna salvándolos definitivamente?      

          Pidamos al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a la que se refiere su promesa. 

          Que así sea.

                                                           www.jesusbayarri.com

Lunes 30º del TO

 Lunes 30º del TO 

Lc 13, 10-17 

Queridos hermanos: 

          El centro de esta palabra no es, la mujer enferma de la que el Señor se apiada, ni tan siquiera la falta de discernimiento que muestra el legalismo de los judíos respecto al sábado, sino la cerrazón del jefe de la sinagoga y de los judíos que despreciando a Dios se resisten a acoger su iniciativa de misericordia para volverse a él.

          La voluntad amorosa de Dios es la salvación de su pueblo, que se extiende a todos los hombres y que se hace carne primero en la elección de su pueblo, después en la ley, y por último en Cristo, que viene a perdonar el pecado y a dar a los hombres su naturaleza de amor con el Espíritu Santo.

          La predicación de Cristo, los milagros y en fin la entrega de su vida, hará posible el cumplimiento del plan de salvación de Dios, pero sólo en quien lo acoja. En cambio los judíos han hecho de su relación con Dios un legalismo de auto justificación y cumplimiento de normas externas que no llevan a Dios, porque el amor a Dios y al prójimo ha quedado sustituido por ritos anquilosados en su materialidad sin relación alguna con la verdad de su corazón. Cristo insistirá constantemente en aquello de: “Misericordia quiero; Yo quiero amor, conocimiento de Dios”. Entramos de nuevo en el tema de la misericordia como corazón de la ley, y de la superficialidad inmisericorde de quien está alejado de Dios.  

          También nosotros necesitamos poner nuestro corazón en Dios, de forma que sea el amor el que dirija nuestra vida, el culto y nuestra relación con Dios y con los hermanos. Si el origen, el medio y la finalidad de nuestra relación con Dios no es el amor, nuestra religión es falsa, y vacía.

          Como premisa, podemos tomar conciencia de lo despiadado de la tiranía del demonio: Dieciocho años de opresión imperturbable sobre una persona, que sin la redención de Cristo podría ser interminable. Es interesante la interpretación de Cristo respecto a una enfermedad como acción de Satanás: Con él entró el pecado y la muerte, de la cual el mal y la enfermedad no son más sus manifestaciones progresivas sobre la naturaleza humana. Si la maldad de una creatura puede ser tal, cuál no será la misericordia de Dios su creador, viendo la vejación de su creatura bajo la tiranía del mal: “Las aguas torrenciales (de la muerte) no pueden apagar el amor”.

          A la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad tienen un valor curativo de salvación incuestionable, sin dejar de ser paradójicos. El sufrimiento como misterio, relativiza toda soberbia ilusión de realización puramente mundana, y mediante la humildad abre el camino del corazón humano a la trascendencia. Con todo, nos encontramos una vez más ante el tema del por qué Dios permite el sufrimiento. ¿Acaso el sufrimiento puede ser un medio pasajero, muchas veces insustituible, para obtener un bien definitivo? ¿No es posible que la mujer del Evangelio, en el caso de haber gozado siempre de buena salud se hubiese perdido para siempre, mientras que el encuentro con Cristo después de su enfermedad la haya salvado definitivamente? Sin duda, pero subsiste además el sufrimiento como consecuencia de la libertad humana y del pecado.

          En el Evangelio podemos descubrir, cómo sólo el Espíritu Santo hace ver la realidad con su óptica de misericordia: “misericordia quiero”; pero si falta, no puede captarse más que la materialidad de la apariencia; mientras la letra de la Ley mata, su corazón es el amor, y la caridad edifica. Jesús tendrá siempre gran dificultad en introducir a sacerdotes, escribas y fariseos en la óptica de la misericordia, porque su corazón cerrado a Dios, se cierra a la caridad. Quien no se conmueve ante el sufrimiento y la perdición ajenos, tampoco lo hará ante la misericordia. Sólo un amor que madura, es capaz de discernir entre la letra y el Espíritu. Parafraseando a Pascal podemos decir: “El “amor” tiene razones que la razón no comprende” El tercer mandamiento, acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del precepto del amor a Dios y al prójimo. La Escritura expresa claramente que, “quien ama, cumple la Ley”.

          La respuesta de Jesús viene a ser: ¡En sábado se puede amar!

          Precisamente para eso ha sido instituido el sábado. Dios descansa del trabajo de crear pero no suspende nunca la actividad de su amor: “mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo” dirá Jesús. El Padre descansó de crear, y ahora no deja de amar, gobernar y renovar cada día la creación. El trabajo del amor, nunca se detiene. En una oración sinagogal que precede a la proclamación del Shemá, los judíos dicen: “haces la paz y todo (lo) creas. Tú que iluminas la tierra y (a) todos sus habitantes; que renuevas cada día la obra de la creación”. También en nosotros la “creación” puede ser renovada cada mañana, si como el salmo: “por la mañana proclamamos, Señor tu misericordia” testificándola con nuestra vida.

          Pidamos al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a la que se refiere su promesa. Una cosa es trabajar para sostener el cuerpo y otra, para inmolarlo por amor y para amar. 

          Que así sea.

                                                           www.jesusbayarri.com

 

 

Domingo 30º del TO B

 

Domingo 30º del TO B 

(Jer 31, 7-9; Hb 5, 1-6; Mc 10, 46-52 

Queridos hermanos: 

En esta palabra la salvación y la misericordia de Dios se hacen “camino” que conduce a su presencia, como cuando Israel fue llamado de Egipto a la Tierra Prometida, abandonando la esclavitud y la opresión de los ídolos. Ahora el pueblo regresa del norte después de setenta años, en los que fue purificado de sus pecados. Dios en efecto perdona a su pueblo, pero no deja impunes sus pecados.  

 Jericó, como el país del norte, es figura del destierro y la lejanía de Jerusalén, cuyo camino emprende el Señor en el Evangelio, para encontrar a Bartimeo, levantarlo de su postración, curarlo, y ponerlo en camino hacia la salvación por su fe, en su seguimiento y bendiciendo a Dios. Cristo es el verdadero camino al Padre, que en Bartimeo nos encuentra a nosotros y al pueblo que retorna del exilio en Babilonia.

El Señor abre un camino para retornar a él, a aquellos que habían sido desterrados lejos. Dios mismo a través de su palabra, por los profetas, va en busca de su pueblo, y a través de su Mesías los conduce a él. Que el camino de retorno a Dios, Cristo, se haga carne en nuestra vida es una gracia de Dios, porque uno no se convierte cuando quiere, sino cuando es llamado por Dios. Para que el pueblo salga de Egipto y camine a la Tierra Prometida, Dios tiene que romper las cadenas de la esclavitud: “De Egipto llamé a mi hijo”; para que el pueblo regrese del Exilio, como dice la primera lectura, Dios tiene que “recogerlos, traerlos y devolverlos”, y así el pueblo, pueda regresar con “arrepentimiento y súplicas”.

“Vienen con lágrimas” de arrepentimiento; “los devuelvo con súplicas”, porque un día los aparté por no volverse a mi. Vuelven porque se alejaron; los devuelvo porque yo los aparté. Devuelvo a los del norte, porque los desobedientes fueron al sur, cuando se les dijo: “no regresaréis a Egipto” y allí perecieron. Vienen por el “camino llano” de la conversión para llegar a los “torrentes de agua” del Espíritu.

Para este regreso a Dios sólo hay un camino que es Cristo. Dice Cristo: “Yo soy el camino”; encontrar a Cristo es encontrar el camino de retorno a Dios. Si Jericó es figura del mundo y Jerusalén es el lugar de la presencia de Dios, caminar de Jericó a Jerusalén es una imagen de la conversión y de la salvación, por la que el hombre retorna a Dios. Convertirse es por tanto encontrar a Cristo; creer en él, unirse a él, y seguirlo es salvarse.

Arrepentimiento y súplicas son el fruto de la fe que testifica en favor de Bartimeo, el pobre mendigo ciego sentado junto al camino, que al escuchar que pasa Cristo, de un salto va a su encuentro “con súplicas” como dice la primera lectura, que Cristo aparenta no escuchar para las multiplique, esperando que alcancen a destapar los oídos de la muchedumbre, que le sigue sin saber que el Mesías ha llegado. Cristo hace esperar a Bartimeo, como el Señor a sus elegidos que están clamando a él día y noche, y con sus clamores salvan al mundo mientras testifican con su fe el amor de Dios.

Bartimeo estaba sentado; no caminaba porque no había encontrado aún el camino, como dice san Agustín. El Camino vino a él, se detuvo, escuchó sus súplicas, lo llamó, y lo puso en marcha. Bartimeo ha visto en su ceguera, lo que los ojos de la muchedumbre no han sido capaces de ver. He aquí un ciego que con su oración hizo detenerse al “Sol” en Jericó, como  Josué en Gabaón; un ciego que ilumina a la multitud; un “ignorante” que instruye a los doctos; un pobre que enriquece a los potentados. He aquí un ciego que ve; un pobre que ha encontrado el “tesoro escondido” y se apresta a registrarlo: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!; un pobre mendigo ciego que ha encontrado la verdad de la Vida, y en este momento la tiene a su alcance. He aquí un hombre fácilmente despreciable de Jericó, más digno que los notables de Jerusalén.

Este encuentro fructuoso se debe a la fe: “tu fe te ha salvado”; la fe de reconocer en Jesús de Nazaret al Hijo de David, al Mesías que al venir curaría a los ciegos; la fe de reconocer al Señor: “Rabbuni”. Su fe le salva, y Cristo, como testimonio de su luz, le cura la ceguera. 

Esta es la fe que hace posible al hombre ser liberado de las ataduras a los bienes, como al ciego, que ante la llamada de Cristo deja su manto y va a su encuentro.

Así viene la Eucaristía, a iluminar nuestra ceguera con la fe, multiplicar nuestra oración, y testificar a Cristo con nuestra curación. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com