Domingo 32º del TO B
(1R
17, 10-16; Hb 9, 24-28; Mc 12, 38-44)
Queridos hermanos:
Como en el caso de la samaritana,
Cristo se sienta hoy frente al tesoro a esperar a una mujer y complacerse en su
entrega. La viuda en la Escritura es siempre figura de la precariedad
existencial junto al huérfano y al extranjero, y es Dios mismo quien se
constituye en su valedor, instando la piedad de los fieles en su protección. En
consecuencia, la viuda piadosa es siempre modelo para los fieles, de la confianza
y del abandono en Dios, propios de la fe: “La que de verdad es viuda, tiene puesta su esperanza en el Señor y
persevera en sus plegarias y oraciones noche y día” (1Tm 5,5); la acompaña el testimonio de sus bellas
obras: haber educado bien a los hijos, practicado la hospitalidad, lavado los
pies de los santos, socorrido a los atribulados, y haberse ejercitado en toda
clase de buenas obras (1Tm 5, 10). A la consideración y adquisición de esas
cualidades quiere el Señor llevar a sus discípulos en el Evangelio y a nosotros
hoy con su palabra presentándonos a estas viudas.
Pecar contra las viudas que se acogen
al Señor, abusando de su humana desprotección como hacen los escribas del
Evangelio, supone enfrentarse directamente al juicio del Señor, su defensor, y
consolador de su llanto: el hizo justicia a Tamar, resucitó al hijo de la viuda
de Sarepta por medio de Elías, socorrió a la viuda del siervo del profeta por
medio de Eliseo (2R 4), socorre a la viuda importuna del Evangelio; y devuelve
su hijo a la viuda de Naín.
Para la edificación de su pueblo,
Dios, suscita carismas que lo enriquecen y lo perfeccionan. Así, la
virginidad hace presente a la comunidad que sólo Dios basta. Claro está, que no
todo el que permanece célibe puede ser considerado poseedor del carisma de la
virginidad. También las viudas son un carisma que hacen presente a la
comunidad la total dedicación y el abandono en Dios, en quien se pone toda la
confianza, esperando sólo en su providencia el remedio de nuestras necesidades.
Tampoco en este caso podemos atribuir el carisma de viuda a toda mujer que
ha perdido a su marido.
Si cabeza de la mujer es su esposo,
como dice san Pablo; la Iglesia tiene a Cristo, su cabeza, en el cielo, por lo
que podemos atribuirle justamente la condición de viuda, como también a cada
alma fiel, que debe vivir como la Iglesia, abandonada en su Señor, y
confiando plenamente en él. El peligro consiste en tratar de sustituir en
el corazón al Esposo por el marido (baal), como la samaritana del Evangelio; sustituir
la precariedad en el Señor, por la “seguridad” del ídolo, que da el dinero.
La viuda pobre del Evangelio, opta por
el Señor, que ve lo escondido de su corazón y lo precario de su situación; ella
entrega su vida mientras otros dan lo accesorio; ella se entrega entera,
mientras otros quedan al margen de su dádiva; ella da cuanto necesita, mientras
ellos parte de sus sobras; si Dios provee para ella todavía un tiempo de
subsistencia, continuará en esta vida y si no, comenzará a vivir eternamente en
el Señor, en quien puso su confianza. Es mejor la precariedad, confiando en
Dios, que la pretendida seguridad de la abundancia. La palabra de Dios, en
efecto, hace inagotables nuestras miserables “orzas” y “tinajas”, como en el
caso de la viuda de Sarepta.
Sólo en Dios, está la vida perdurable
y de él depende cada instante de nuestra existencia. Como dice el Señor en el
Evangelio: “Aún en la abundancia, la vida
no está asegurada por los bienes.” Sabiduría es saber vivir pendientes de
su voluntad y abandonados a su providencia. Necedad, en cambio, es hacer de los
bienes la seguridad de nuestra vida. Lo entregado a Dios permanece para
siempre, y lo reservado para uno mismo, se corrompe. Lo que valoriza el don
es la parte de la persona involucrada. No tanto lo que uno da, sino lo que uno
se da.
Que el don total de Cristo que nos
presenta la carta a los hebreos, y que se nos ofrece en la Eucaristía,
encuentre en nosotros la correspondencia de nuestra fe.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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