Decimotercer domingo A

Domingo 13 del TO A
(2Re 4, 8-11.14-16; Rm 6, 3-4.8-11; Mt 10, 37-42)


Queridos hermanos:

La palabra nos invita a recibir la vida que nos viene de Dios con Cristo. A través del Bautismo, se hace plena nuestra incorporación a Cristo. Sólo en Dios es posible nuestro acceso a la salvación, pero alcanzarle directamente es imposible para nosotros, si no es a través de Cristo, en quien Dios ha querido hacerse cercano y dejarse conocer, mostrándonos cómo es posible serle gratos. Nuestra relación con Dios pasa pues, a través de Cristo. Pero Cristo ha querido dejar su presencia en el mundo en la Iglesia, en sus “hermanos más pequeños”, en sus discípulos. A través de ellos, el mundo puede encontrarse con Cristo, y con Dios que lo ha enviado: “Id pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo; id por todo el mundo y anunciad el Evangelio”.

          Todo cuanto existe tiene una función instrumental, de medio, que debe llevarnos a Dios; quedarse en los medios es la idolatría, que trunca el sentido de nuestra existencia, contradiciendo la voluntad salvadora de Dios: nuestra vida eterna. Sólo ordenados al amor que es Dios, adquieren fundamento y entidad los demás amores. Querer compartir a Dios, a Cristo, con cualquier otro medio para retener a las creaturas, como cualquier otro fin, y no ir a Dios como el primero y único fin, es despreciarlo y hacerse indigno de él: “Si alguno viene donde mí, y no odia hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío”.

          En cambio, a través de los discípulos se llega a Cristo y a Dios. Todo lo que hagamos con ellos por amor de Cristo y de Dios, es de un valor tan superior, como lo es Dios mismo respecto a toda creatura: “El que a vosotros recibe a mí me recibe y el que me recibe a mí, recibe a aquel que me ha enviado; el que os dé de beber tan sólo un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, no perderá su recompensa.” Hasta la propia vida debe ser inmolada en el amor de Cristo, como él se ha inmolado y se nos entrega en cada Eucaristía.

Proclamemos juntos nuestra fe.


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Salmo 121

SALMO 121
(120)

El guardián de Israel


Alzo mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio?
El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
¡No permitirá que resbale tu pie! ¡Tu guardián no duerme!
No duerme ni reposa el guardián de Israel.

El Señor es tu sombra a tu diestra.
De día el sol no te hará daño, ni la luna de noche.
El Señor te guarda del mal, él guarda tu vida.
El Señor guarda tus entradas y salidas,
desde ahora para siempre.


El pueblo fiel que peregrina al templo del Señor y confía en su protección, realiza su camino entre cantos de júbilo y excita sus ánimos frente a las flaquezas de su cuerpo y de su alma. Ansía poder divisar por fin el monte sobre los montes elegido por Dios desde antiguo, cuando llamó a Abraham y se complació en su fe, cuando condujo a David bailando entre cantos a la humilde colina de Sión o cuando colmó de paz y de riquezas a Salomón para que le edificara el templo, niña de sus ojos para Israel, y testimonio perpetuo de la predilección del Señor sobre los demás pueblos. En este espíritu de paz y suavidad discurre el entero salmo, en el que se insinúa: ¡Jerusalén!

Peregrinar hacia el Señor, es sacralizar el camino de su vida en una catarsis del corazón con querencia a la idolatría, cuya herrumbre constantemente se adhiere a nuestra alma y la va anquilosando y enmarañando en afectos, efectos y defectos que la corrompen. No hay salvación en los altos de los ídolos; sólo en el Señor que ha elegido la humilde colina de Sión. El peregrino parte al encuentro del Señor como en un nuevo Éxodo en el que se renueva su espíritu de infancia: humilde, sumiso y esperanzado en el Señor, de quien lo ha recibido y lo espera todo. Peregrinar y cantar es también un ámbito de silencio interior en el que acallamos nuestro yo para elevar el corazón al Yo divino.

El peregrino sabe que en su caminar no está solo; el Señor lo ha bendecido con la belleza de la comunidad; de un pueblo que comparte con él su fe y su esperanza, y con el que saborea la dulzura de la caridad que lo hace ser realmente humano y lo invita a trascenderse en el amor que sabe a eternidad como intuición de lo divino.

Dice san Agustín comentando el salmo, que los montes a los que hay que levantar los ojos para recibir el auxilio del Señor son las Sagradas Escrituras. Cuando leemos en el Evangelio: “Amad a vuestros enemigos”, podemos decir que hemos alcanzado su cima más alta, hasta alcanzar el cielo del amor de Dios, que nos ha amado siendo sus enemigos, enviándonos el auxilio supremo de su propio Hijo en una carne como la nuestra, para entregarla a la muerte por nosotros.

El Señor nos enseña a pedir: “No nos dejes caer en la tentación”, porque no quiere que resbale nuestro pie, y se ha quedado con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo”, siempre vigilante en favor nuestro con su Espíritu Santo de consejo y fortaleza. Él es nuestro refrigerio en los ardores del combate y nuestra victoria contra nuestros enemigos, como espada bruñida y afilada en nuestra diestra. Como la nube del desierto, nos cubre y nos preserva del ardor del día y de la oscuridad de la noche, haciéndola para nosotros clara como el día.
Como rezaba Barnasufio de Gaza[1], que citaba con frecuencia este salmo:
"Que el Señor os guarde de todo mal y os dé paciencia como a Job, gracia como a José, mansedumbre como a Moisés, valor en el combate como a Josué, dominio de los pensamientos como a los jueces, victoria sobre los enemigos como a David y Salomón, y la fertilidad de la tierra como a los israelitas. Os conceda el perdón de vuestros pecados y la curación de vuestro cuerpo como al paralítico. Os salve de las olas como a Pedro y os libere de la tribulación como a Pablo y a los demás apóstoles. Os guarde de todo mal como a sus hijos verdaderos, y os conceda todos los anhelos de vuestro corazón, para bien de vuestra alma y de vuestro cuerpo, en su nombre. Amén".
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[1] Citado por Benedicto XVI en “Salmos de vísperas”, el 4 de mayo de 2005.

Decimosegundo domingo ordinario A

Domingo 12 del TO A

(Jer 20, 7-13; Rm 5, 12-15; Mt 10, 26-33)


Queridos hermanos:

Dice san Pablo que aunque el pecado no es imputable sin ley, con todo, reinó la muerte, que es la consecuencia del pecado. Efectivamente, Cristo no ha venido a cancelar unas transgresiones de la Ley simplemente, sino a destruir la muerte que reinaba en el corazón humano a consecuencia del pecado.
La palabra de hoy está en el contexto de la persecución. Jeremías, figura de Cristo, es perseguido como lo será la Iglesia, que es su cuerpo. Hay una persecución sangrienta que está anunciada ya por Cristo, y que acompaña a la Iglesia desde el comienzo, como ha dicho el Señor: “Si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán”. Pero esta persecución no es la preferida por el diablo, porque lleva en sí misma un testimonio enorme y gran cantidad de mártires.
Hemos escuchado en el Evangelio que Cristo dice no temáis esto, sino otra persecución que puede mataros también el alma y hundirla en la gehenna. La gehenna es el lugar del fuego, pero no del fuego purificador que cura y cumplida su dolorosa misión desaparece, sino de un fuego que quema, pero no puede purificar la llaga incurable de la libre condenación.
El temor de Dios es un fruto de la fe. “¡Temed a ése!” Temed a aquel que quemará la paja con fuego que no se apaga. No hay que temer por esta vida, sino saber odiarla por la otra. Sabemos que hemos sido valorados en el alto precio de la sangre de Cristo. Que este amor expulse de nosotros el temor que quiere apartarnos de la Verdad y someternos de por vida a la esclavitud del diablo. Estamos en la mente y en el corazón del Aquel, cuyo amor es tan grande como su poder. Si hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados, cuanto más llevará cuenta de nuestros sufrimientos y fatigas por el Reino; de nuestros desvelos por el Evangelio y de nuestra entrega por los más necesitados.
El demonio ha aprendido por viejo y por diablo que hay otra persecución que le rinde más beneficios: Seducir al hombre hasta corromperlo con el mundo y sus vanidades hasta apartar su corazón del amor de Dios. Esta es la tentación de Israel de “ser como los demás pueblos”, cuando el yugo de ser el pueblo de Dios se le hace pesado. Esta es también la tentación de la Iglesia a lo largo de la historia: meter la Luz debajo del celemín. Esta es también nuestra tentación frente a la apariencia de este mundo y de sus vanidades, sus luces y sus cantos de sirena travestidos de cultura, modernidad, progreso, placer y bienestar.
Esta palabra es pues, una llamada a la vigilancia y también a  confiar en Dios, y en su asistencia si permanecemos unidos a él.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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El Sagrado Corazón de Jesús A

El Sagrado Corazón A
(Dt 7, 6-11; 1Jn 4, 7-16; Mt 11, 25-30)


Queridos hermanos:

Celebramos hoy esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.  Aunque se tienen noticias de esta devoción desde la Edad Media (s. XII), y después con los misioneros jesuitas y San Juan Eudes, no es hasta 1690 que comienza a difundirse con fuerza, a raíz de las revelaciones a Santa Margarita María Alacoque.
Clemente XIII, en 1765 permite a los obispos polacos establecer la fiesta, en esta fecha, del viernes de la octava de Corpus Christi pero será Pío IX en 1856, quien la extienda a toda la Iglesia. Después León XIII consagra al Corazón de Jesús todo el género humano.

Los misterios del Reino se revelan a los pequeños, que a través de la misericordia del Padre son conducidos al conocimiento del amor de Dios, en Cristo Jesús. Estos “cansados y agobiados” encuentran en el corazón manso y humilde de Cristo el alivio a sus fatigas.
Esta solemnidad nos lleva a contemplar el amor de Dios que como dice la primera lectura, no olvida las promesas hechas a quien le amó. Amor que se nos ha hecho cercano en Cristo, dándonoslo a cambio de nuestros pecados; amor por el que ha padecido la pasión, derramando su sangre, y por el que su costado ha sido traspasado por la lanza del soldado, herida de la que los Padres ven brotar los sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo.
La clave de lectura de toda la creación, y de toda la Historia de la Salvación y de la Redención realizada por Cristo, es el amor por el que Dios se nos revela. Amor de entrega en la cruz de Cristo: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.»  Esas son palabras de amor en la boca de Cristo.

Proclamemos juntos nuestra fe.
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Salmo 137

SALMO 137
(136)

Balada del desterrado


Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión.
En los sauces de las orillas
colgábamos nuestras cítaras.
Cantadnos nos decían nuestros enemigos,
cantadnos nos decían nuestros opresores.
Ellos querían que nosotros los divirtiéramos

Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extraña.
¡Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me seque la mano derecha!
¡Que se me pegue la lengua al paladar  si no me acuerdo de ti,
si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías!

Señor, toma cuenta de nuestros enemigos
cuando decían de Jerusalén: ¡Arrasadla hasta sus cimientos!
¡Capital de Babilonia, criminal,
quién pudiera pagarte los males que nos has hecho,
quién pudiera estrellar tus hijos contra las piedras!


Este es un salmo único, especialísimo, y controvertido para la recitación cristiana, si no se eleva a su nivel espiritual, al que tiende el espíritu del creyente por la experiencia de la misericordia divina. Así lo han hecho los Padres, meditando en la vivencia existencial y desgarradora de un pueblo sometido al destierro por sus enemigos, en el que se puede contemplar a la humanidad entera, sometida como consecuencia del pecado. Salmo de lamentación esperanzada; elegía en la que el salmista en nombre de la comunidad eleva los ojos a Jerusalén, al Templo y en definitiva al Señor, para mover su corazón misericordioso en favor de su pueblo humillado.

Reuniéndose junto a aquellos canales pletóricos de vida y de belleza, los deportados tratan de exorcizar la amargura de la soledad en la que los ha sumergido su infidelidad. Las cítaras que acompañaban sus cantos de alegría en honor del Señor, han quedado colgadas en los sauces, -llorosos también ellos-, que humillan sus ramas al borde de las orillas. No es “tiempo de higos”: de sentarse junto a la parra y la higuera en la heredad del Señor, sino de conversión, de purificación y de añorar la presencia del Señor en tierra extraña, en espera de algún profeta que los defienda de la acusación diabólica para llenarlos de esperanza.

La palabra del Señor les estimula a procurar el bienestar del país, porque será también el suyo durante setenta años, pero frente a los judíos acomodados “a los ajos y cebollas de Egipto” que no añoran al Señor, frente a los desesperados de la misericordia divina, y frente a los opresores que pretenden resignarlos a su condición de deportados, el salmista fiel proclama desde las profundidades de su alma su amargura:
¡Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me seque la mano derecha!

Para el salmista desterrado físicamente, es más importante llevar a Jerusalén en el corazón, avivando el recuerdo del lugar santo, bendecido con la presencia del Señor en medio de su pueblo, que su propia dignidad, integridad y fortaleza personales; su propia y plena capacidad de valerse por sí mismo y de ser persona, que se significan en la mano diestra. Llevar a Jerusalén en el recuerdo es llevarla en el corazón; Jerusalén es el Templo y la presencia de Dios en medio de su pueblo; es la consciencia de la elección y la predilección de Dios que da sentido a su existencia y el memorial de su alianza. Jerusalén es el Moria de Abraham y de Isaac; es la meta de David y Salomón. El Padre y el Hijo han culminado en ella el drama histórico y supremo de amor sobre la tierra. El mismo Señor ha llorado sobre ella: “Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo sus alas y no habéis querido”. “Si me olvido de ti”… sea yo maldito eternamente; peor que el de tus enemigos sea mi destino; hijo bastardo y malnacido aborto por siempre.

El olvido de Jerusalén es olvido del Señor; salir de su presencia y continuar la andadura de la vida ensimismado; hacer de la propia existencia un reclamo de autonomía, de forma semejante a la reivindicada por Adán en el paraíso (cf. Ge 3). Un hombre con la mano derecha seca (Lc 6, 6), hace presente la maldición que representa para el salmista el olvido del Señor; la impiedad del corazón que hace de él un desterrado aunque permanezca físicamente en la tierra. Un desterrado, no obstante, es alguien que ha escapado de la espada en el día fatal gracias a la misericordia divina y que debe al Señor el culto de su gratitud, manteniendo vivo en su corazón su recuerdo en tierra impura. Avivar este recuerdo es como caminar hacia Jerusalén. Escuchemos al profeta Jeremías: “Escapados de la espada, andad, no os paréis, recordad desde lejos al Señor, y que Jerusalén os venga en mientes.” (Jr 51,50). Auténtico destierro y lejanía del templo profanado por la idolatría es el olvido de Jerusalén. El desterrado que mantiene en su corazón el recuerdo del Señor, en su lejanía, ofrece al Señor un culto espiritual.

Jesús, viendo al hombre de la mano seca (Lc 6,6), tiene ante sí al pueblo que honra a Dios con sus labios pero su corazón está lejos de él. A este pueblo ha venido a llamar el Señor, para llevarlo al verdadero culto a Dios, Padre, en Espíritu y Verdad, infundiendo en su corazón el amor, con el recuerdo entrañable del Señor, que viene para ofrecerle su misericordia antes que de nuevo vengan sobre él los enemigos a destruir nuevamente el templo sin dejar en él piedra sobre piedra como dice el Evangelio según san Lucas (19, 41-44):

El pueblo deberá comprender que no fue Babilonia, que no fue Edom, que no fueron los idumeos los que los trajeron al destierro, sino sus pecados, a los que fueron arrastrados por el seductor, envidioso y embustero enemigo. El desgarrador anhelo de justicia y de venganza con el que termina el salmo, y con el que puede identificarse la humanidad entera, encuentra en Cristo su cumplimiento. Él ha venido a vengar al hombre desterrado del Paraíso; no sólo a Israel, sino a toda la humanidad, pisoteando a su enemigo y adversario en el lagar de su cruz. Se cumple así la profecía del libro del Génesis: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo: él te pisará la cabeza.”

San Agustín, comienza su comentario a este salmo diciendo: «Habéis oído y sabéis que hay dos ciudades, mezcladas por ahora en el cuerpo y separadas de corazón, que avanzan en el decurso de los siglos hasta el fin. Una se llama Jerusalén, y su fin es la paz perpetua; la otra se llama Babilonia, y pone su gozo en la paz temporal». Y añade: «En Jerusalén está el sumo gozo, donde gozamos de Dios, donde estamos seguros de una fraternidad concorde, de una civil sociedad. Ningún tentador nos violentará allí, nadie nos moverá con sus seducciones, sólo el bien nos agradará. Morirá toda necesidad, nacerá la suma felicidad». La lucha entre el linaje de la serpiente y el de la mujer habrá terminado, y las puertas del Infierno no prevalecerán ante la Iglesia que las combate con el poder de Cristo.
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Salmo 110

El sacerdocio del Mesías
 SALMO 110 (109)


Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos estrado de tus pies».
Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro.
¡somete en la batalla a tus enemigos!
Eres príncipe desde el día de tu nacimiento;
entre esplendores sagrados yo mismo te engendré como rocío antes de la aurora.
El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec».
El Señor a tu derecha,
el día de su ira quebrantará a los reyes;
En su camino beberá del torrente,
por eso levantará la cabeza.



Este salmo mesiánico por excelencia, concluye con la afirmación de que el Mesías levantará la cabeza, como consecuencia de haber “bebido del torrente”.
En la Escritura se habla de tres posiciones en la cabeza de Cristo, que indican tres actitudes de su persona, ya que la cabeza en las Escrituras indica a la totalidad de la persona y la representa, ya sea para recibir bendiciones o maldiciones.
Parece pues, poder afirmarse que el beber del torrente, implica en el Mesías el movimiento contrario; que a este “beber” le corresponda la actitud opuesta, es decir, la de inclinar la cabeza. En el Evangelio de San Juan se dice expresamente que Cristo una vez bebido el cáliz de su pasión inclinó la cabeza y entregó el espíritu (Jn 19, 30). Así pues, Cristo, inclina la cabeza como culminación de su sometimiento a la voluntad del Padre, por la que se humilló a sí mismo hasta la muerte (cf. Flp 2, 8), y así como apuró el cáliz de la voluntad del Padre bebiendo del torrente del sufrimiento, así será abrevado en el “torrente de sus delicias, porque en él está la fuente viva y su luz le hará ver la luz” (cf. Sal 36, 9s). O como dice otro salmo: Mas tú, Yahvé, escudo que me ciñes, eres mi gloria, el que levanta mi cabeza. (Sal 3, 4).
Levantar la cabeza será por tanto, para Cristo, indicativo de la exaltación de su resurrección. Dice también la Escritura que: ”La sabiduría del humilde le hace llevar alta la cabeza, y le da asiento entre los  grandes; Él, (Señor) le recobra de su humillación y  levanta su cabeza (cf. Eclo 11, 1. 12.13; 20, 11). Y ahora se alza mi cabeza sobre mis enemigos que me hostigan; (Sal 27, 6).
Levantar la cabeza es también signo pascual para Israel, como lo es para Cristo: “Yo soy Yahvé, vuestro Dios, que os saqué del país de Egipto, para que no fueseis sus esclavos; rompí las coyundas de vuestro yugo y os hice andar con la cabeza bien alta. (Lv 26, 13).
Toda la vida y la misión de Cristo está orientada al cumplimiento de la voluntad salvadora del Padre de cuyo cumplimiento se alimenta (Jn 4, 34), y no le es propio en este mundo ningún otro reposo o apoyo. Por eso: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9, 58), (Mt 8, 20).
El seguimiento de Cristo propio de sus discípulos implicará para ellos estas mismas actitudes de “no reclinar”, e “inclinar” la cabeza, para que a su tiempo puedan levantarla: “Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación” (Lc 21, 28).

Esta liberación de Cristo y de sus discípulos, la presenta el salmo con el oráculo de sus primeros versículos: «Siéntate a mi derecha, Y haré de tus enemigos estrado de tus pies». Pero este Mesías salvador cantado y profetizado por el salmo, es en realidad la revelación del amor inaudito de Dios que, para salvar a su criatura de la muerte sin remedio (Ge 2, 17), y de la opresión del enemigo, mentiroso desde el principio y padre de la mentira, no duda en enviar al Hijo de su amor, engendrado antes de la aurora de los tiempos entre esplendores sagrados, constituyéndolo: «sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec», que ofreció el pan de su cuerpo y el vino de su sangre para comunicarnos vida eterna.
San Agustín presenta el Salmo como una auténtica profecía de las promesas divinas sobre Cristo: «Era necesario conocer al único Hijo de Dios, que vendría entre los hombres para asumir al hombre y para convertirse en hombre a través de la naturaleza asumida: moriría, resucitaría, ascendería al cielo, se sentaría a la derecha del Padre y cumpliría entre las gentes lo que había prometido. Todo esto debía ser profetizado y preanunciado para que no atemorizara a nadie si acontecía de repente, sino que, siendo objeto de nuestra fe, lo fuese también de una ardiente esperanza. En el ámbito de estas promesas se enmarca este Salmo, que profetiza en términos particularmente seguros y explícitos a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, en quien no podemos dudar ni siquiera un momento que haya sido anunciado el Cristo»
«Comentario al Salmo 109», pronunciado por san Agustín en la Cuaresma del año 412.
Recordemos que Cristo mismo comenta este salmo en el Evangelio (Mt 22, 42), cuando pregunta a los judíos acerca del Mesías: « ¿Qué pensáis acerca del Cristo? ¿De quién es hijo?» Dícenle: «De David.» Díceles: «Pues ¿cómo David, movido por el Espíritu, le llama Señor, cuando dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies? Si, pues, David le llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo?»
Cristo, es pues hijo legal de David según la carne como creía Israel y confiesa clamorosamente Bartimeo, el ciego de Jericó: “Jesús, Hijo de David ten compasión de mí”, pero es sobre todo su Señor, el Hijo del Dios vivo, como revela el Padre a Pedro en Cesarea de Filipo.
Sobre la piedra de esta confesión, sobre esta nueva fe que aparece sobre la tierra, será edificada la Iglesia.

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Undécimo domingo ordinario A

Domingo 11 A (cf sábado1º Adv.; martes 14)
(Ex 19, 2-6; Rm 5, 6-11; Mt 9,36-10,8)


Queridos hermanos:

          Se nos hace presente la centralidad de la misión de Cristo y de la Iglesia: El anuncio del Reino de Dios comenzando por el Israel creyente, de sinagoga en sinagoga por ciudades y pueblos, con las palabras y los signos que lo acompañan, compadeciéndose también de la muchedumbre abandonada a su ignorancia e impiedad. Precisamente, Cristo ha sido enviado a ellas: “A las ovejas perdidas de la casa de Israel”, aunque no descuida a las “fieles”.

Por la misión el mal retrocede en el corazón de los hombres y Satanás cae de su encumbramiento. «Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies.» Pedid que Dios suscite mensajeros a los que enviar para pastorear a los que se pierden por falta de cuidado pastoral.

          Siendo el Señor quien llama, quien lo puede todo y quien quiere la salvación del hombre, pide no obstante la oración de los discípulos para que Dios suscite “operarios” para la mies. Qué gran fuerza la de la oración y que prioritario es en la misión y en la “pastoral vocacional” el deseo y el celo evangelizador de los discípulos y de la Iglesia. Dios que lo puede todo, quiere que la salvación se realice a través de nuestro amor y de nuestra confianza total en el suyo; de la sintonía de nuestro corazón con su amor. Quiere salvar al hombre a través del deseo de salvación del hombre, y por eso ha querido encarnarse él mismo en Cristo, mostrándonos con su vida, su relación constante con el Padre en la oración, y enviarnos su espíritu, para que nuestra vida sea un tiempo de misión, como lo es la de Cristo mismo.

Cada carisma de salvación, Dios lo somete a la aceptación humana libre y gozosa, de cada pastor y de cada hombre, como corresponde a un corazón que ama los deseos del Señor. La Iglesia tiene el corazón de Cristo: su celo por la oveja perdida, y así debe ser también el corazón de los pastores. Cuando Cristo envía a sus discípulos les dice: “Id más bien a las ovejas perdidas.” Es fácil encontrar pastores que se apacienten a sí mismos, que cuidan de su propia oveja, pero hay que pedir a Dios que envíe obreros a su mies; pastores que cuiden de sus ovejas, con especial celo por las descarriadas.

Proclamemos juntos nuestra fe.


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La Santísima Trinidad A

La Santísima Trinidad A
(Ex 34, 4-6.8-9; 2Co 13, 11-13; Jn 3, 16-18)

Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16-18).

Queridos hermanos:

Celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, instituida por el Papa Juan XXII en el siglo XIV. En esta fiesta contemplamos a Dios, en la intimidad, de su actividad de amor que se difunde en la creación y en la redención. Dios rico en amor como nos dice la primera lectura; Dios de caridad del que nos habla san Pablo; Dios que se entrega por la vida del mundo según el Evangelio.
El Padre envía al Hijo, el Hijo revela al Padre y envían el Espíritu Santo.
La fe en el Hijo nos revela el amor del Padre que nos salva y nos une a sí por el Espíritu, y a los hermanos en comunión con él.
Dios es pues, comunidad fecunda de amor que se abre al encuentro con la creatura para abrazarla en la comunión, por la entrega de sí, reconciliándola consigo.   
Que Dios se nos muestre como comunidad de amor, nos revela algo muy distinto de un ser solitario y fríamente perfecto y poderoso que gobierna y escruta todas las cosas desde su impasibilidad inconmovible, legislador distante a la espera de un ajuste de cuentas inapelable.
El Misterio de Dios es en muchos aspectos inalcanzable a nuestra mente, pero lo que la palabra nos hace contemplar, es lo que él mismo ha querido manifestarnos para unirnos a él: Padre, Espíritu y Verdad, moviendo nuestra voluntad con lazos de amor a amarlo. Contemplamos, pues, su misterio de amor que nos alcanza y nos arrastra tras de sí al encuentro del otro.
Dios se deja conocer por nosotros a través del Hijo de su amor, para comunicarnos su Espíritu, que nos una a su comunión eterna. Por la gracia de Cristo, llegamos al amor del Padre, en la comunión del Espíritu Santo
Nuestro origen queda, en Cristo, recreado, cancelando nuestra mortal ruptura con el Origen del universo. Misterio de amor omnipotente, de comunión y de gracia, con el que Dios se nos revela íntimamente en el abismo de nuestro corazón.
Profesar la fe en la Santísima Trinidad quiere decir: aceptar el amor del Padre, vivir por medio de la gracia del Hijo y abrirse al don del Espíritu Santo; creer que el Padre y el Hijo vienen al hombre a través del Espíritu y en él habitan; alegrarse de que el cristiano sea templo vivo de Dios en el mundo; vivir en la tierra pero al mismo tiempo en Dios, caminando hacia Dios con Dios.
Si todo en la creación tiene como fuerza motriz el amor, que ha sido inscrito en ella por el Creador, del cual ha recibido la existencia; y el Amor engendra amor que busca un fruto a través del servicio, cuál no será el amor del creador por el hombre.
Santo, Santo, Santo; Padre, Hijo, y Espíritu.


Proclamemos juntos nuestra fe.
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Jesucristo, sumo y eterno sacerdote

Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote 

(Is 52, 13-53, 12; ó Hb 10, 12-23; Lc 22, 14-20)

Queridos hermanos:

En esta fiesta contemplamos el sacerdocio de Cristo, que como Siervo, sacerdote, víctima y altar, se ofrece en sacrificio, a sí mismo al Padre en un culto perfecto, según el rito de Melquisedec. En Cristo desciende la bendición de Dios al hombre, y sube la bendición del hombre a Dios: Eterno sacerdote y rey, que en el pan y el vino de su cuerpo y sangre, se entrega por los pecados, como dicen las Escrituras:

Dándose a sí mismo en expiación, y habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que toca a Dios; no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado.

Cristo es: el sumo sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado sobre los cielos; sumo sacerdote de los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo, que penetró los cielos, y se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos. Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre.

En Cristo, el culto ofrecido a Dios a través de los tiempos, se hace perfecto uniéndonos une a él a través del memorial sacramental de su Pascua que es la Eucaristía: Cuerpo de Cristo que se entrega; sangre de la Alianza Nueva y Eterna que se derrama. Por ella nos unimos a Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos ha lavado nuestros pecados con su sangre, y ha hecho de nosotros un Reino de sacerdotes para Dios su Padre.

Por nuestra unión con él: Luz de las gentes, también nosotros recibimos el sacerdocio real en función del mundo, para el que somos constituidos en sacramento universal de salvación. Entonemos por tanto a Cristo el cántico celeste: «Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra.»


Que así sea.
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