SALMO 121
(120)
El guardián de Israel
Alzo mis ojos a
los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio?
El auxilio me
viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
¡No permitirá que
resbale tu pie! ¡Tu guardián no duerme!
No duerme ni reposa
el guardián de Israel.
El Señor es tu
sombra a tu diestra.
De día el sol no
te hará daño, ni la luna de noche.
El Señor te guarda
del mal, él guarda tu vida.
El Señor guarda
tus entradas y salidas,
desde ahora para
siempre.
El pueblo fiel que
peregrina al templo del Señor y confía en su protección, realiza su camino
entre cantos de júbilo y excita sus ánimos frente a las flaquezas de su cuerpo
y de su alma. Ansía poder divisar por fin el monte sobre los montes elegido por
Dios desde antiguo, cuando llamó a Abraham y se complació en su fe, cuando
condujo a David bailando entre cantos a la humilde colina de Sión o cuando
colmó de paz y de riquezas a Salomón para que le edificara el templo, niña de
sus ojos para Israel, y testimonio perpetuo de la predilección del Señor sobre
los demás pueblos. En este espíritu de paz y suavidad discurre el entero salmo,
en el que se insinúa: ¡Jerusalén!
Peregrinar hacia el
Señor, es sacralizar el camino de su vida en una catarsis del corazón con
querencia a la idolatría, cuya herrumbre constantemente se adhiere a nuestra
alma y la va anquilosando y enmarañando en afectos, efectos y defectos que la
corrompen. No hay salvación en los altos de los ídolos; sólo en el Señor que ha
elegido la humilde colina de Sión. El peregrino parte al encuentro del Señor
como en un nuevo Éxodo en el que se renueva su espíritu de infancia: humilde,
sumiso y esperanzado en el Señor, de quien lo ha recibido y lo espera todo.
Peregrinar y cantar es también un ámbito de silencio interior en el que
acallamos nuestro yo para elevar el corazón al Yo divino.
El peregrino sabe que
en su caminar no está solo; el Señor lo ha bendecido con la belleza de la
comunidad; de un pueblo que comparte con él su fe y su esperanza, y con el que
saborea la dulzura de la caridad que lo hace ser realmente humano y lo invita a
trascenderse en el amor que sabe a eternidad como intuición de lo divino.
Dice san Agustín
comentando el salmo, que los montes a los que hay que levantar los ojos para
recibir el auxilio del Señor son las Sagradas Escrituras. Cuando leemos en el
Evangelio: “Amad a vuestros enemigos”,
podemos decir que hemos alcanzado su cima más alta, hasta alcanzar el cielo del
amor de Dios, que nos ha amado siendo sus enemigos, enviándonos el auxilio
supremo de su propio Hijo en una carne como la nuestra, para entregarla a la
muerte por nosotros.
El Señor nos enseña a
pedir: “No nos dejes caer en la
tentación”, porque no quiere que resbale nuestro pie, y se ha quedado con
nosotros “todos los días hasta el fin del
mundo”, siempre vigilante en favor nuestro con su Espíritu Santo de consejo
y fortaleza. Él es nuestro refrigerio en los ardores del combate y nuestra
victoria contra nuestros enemigos, como espada bruñida y afilada en nuestra
diestra. Como la nube del desierto, nos cubre y nos preserva del ardor del día
y de la oscuridad de la noche, haciéndola para nosotros clara como el día.
Como rezaba Barnasufio
de Gaza[1], que citaba con frecuencia
este salmo:
"Que el Señor os guarde de todo mal y os
dé paciencia como a Job, gracia como a José, mansedumbre como a Moisés, valor
en el combate como a Josué, dominio de los pensamientos como a los jueces,
victoria sobre los enemigos como a David y Salomón, y la fertilidad de la
tierra como a los israelitas. Os conceda el perdón de vuestros pecados y la
curación de vuestro cuerpo como al paralítico. Os salve de las olas como a
Pedro y os libere de la tribulación como a Pablo y a los demás apóstoles. Os
guarde de todo mal como a sus hijos verdaderos, y os conceda todos los anhelos
de vuestro corazón, para bien de vuestra alma y de vuestro cuerpo, en su
nombre. Amén".
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