SALMO 137
(136)
Balada del desterrado
Junto
a los canales de Babilonia
nos sentamos a llorar con
nostalgia de Sión.
En
los sauces de las orillas
colgábamos nuestras
cítaras.
Cantadnos
nos decían nuestros enemigos,
cantadnos nos decían
nuestros opresores.
Ellos
querían que nosotros los divirtiéramos
Cómo
cantar un cántico del Señor en tierra extraña.
¡Si
me olvido de ti, Jerusalén, que se me seque la mano derecha!
¡Que
se me pegue la lengua al paladar si no
me acuerdo de ti,
si no pongo a Jerusalén en
la cumbre de mis alegrías!
Señor,
toma cuenta de nuestros enemigos
cuando decían de Jerusalén:
¡Arrasadla hasta sus cimientos!
¡Capital
de Babilonia, criminal,
quién pudiera pagarte los
males que nos has hecho,
quién pudiera estrellar
tus hijos contra las piedras!
Este es un salmo único,
especialísimo, y controvertido para la recitación cristiana, si no se eleva a
su nivel espiritual, al que tiende el espíritu del creyente por la experiencia
de la misericordia divina. Así lo han hecho los Padres, meditando en la vivencia
existencial y desgarradora de un pueblo sometido al destierro por sus enemigos,
en el que se puede contemplar a la humanidad entera, sometida como consecuencia
del pecado. Salmo de lamentación esperanzada; elegía en la que el salmista en
nombre de la comunidad eleva los ojos a Jerusalén, al Templo y en definitiva al
Señor, para mover su corazón misericordioso en favor de su pueblo humillado.
Reuniéndose junto a aquellos
canales pletóricos de vida y de belleza, los deportados tratan de exorcizar la
amargura de la soledad en la que los ha sumergido su infidelidad. Las cítaras
que acompañaban sus cantos de alegría en honor del Señor, han quedado colgadas
en los sauces, -llorosos también ellos-, que humillan sus ramas al borde de las
orillas. No es “tiempo de higos”: de sentarse junto a la parra y la higuera en
la heredad del Señor, sino de conversión, de purificación y de añorar la
presencia del Señor en tierra extraña, en espera de algún profeta que los
defienda de la acusación diabólica para llenarlos de esperanza.
La palabra del Señor
les estimula a procurar el bienestar del país, porque será también el suyo
durante setenta años, pero frente a los judíos acomodados “a los ajos y cebollas de Egipto” que no añoran al Señor, frente a
los desesperados de la misericordia divina, y frente a los opresores que pretenden
resignarlos a su condición de deportados, el salmista fiel proclama desde las
profundidades de su alma su amargura:
¡Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me seque la mano
derecha!
Para el
salmista desterrado físicamente, es más importante llevar a Jerusalén en el
corazón, avivando el recuerdo del lugar santo, bendecido con la presencia del
Señor en medio de su pueblo, que su propia dignidad, integridad y fortaleza personales;
su propia y plena capacidad de valerse por sí mismo y de ser persona, que se
significan en la mano diestra. Llevar a Jerusalén en el recuerdo es llevarla
en el corazón; Jerusalén es el Templo y la presencia de Dios en medio de su
pueblo; es la consciencia de la elección y la predilección de Dios que da
sentido a su existencia y el memorial de su alianza. Jerusalén es el Moria de
Abraham y de Isaac; es la meta de David y Salomón. El Padre y el Hijo han
culminado en ella el drama histórico y supremo de amor sobre la tierra. El
mismo Señor ha llorado sobre ella:
“Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos
bajo sus alas y no habéis querido”. “Si me olvido de ti”… sea yo maldito
eternamente; peor que el de tus enemigos sea mi destino; hijo bastardo y
malnacido aborto por siempre.
El olvido de Jerusalén
es olvido del Señor; salir de su presencia y continuar la andadura de la vida
ensimismado; hacer de la propia existencia un reclamo de autonomía, de forma
semejante a la reivindicada por Adán en el paraíso (cf. Ge 3). Un hombre con la
mano derecha seca (Lc 6, 6), hace presente la maldición que representa para el
salmista el olvido del Señor; la impiedad del corazón que hace de él un
desterrado aunque permanezca físicamente en la tierra. Un desterrado, no
obstante, es alguien que ha escapado de la espada en el día fatal gracias a la
misericordia divina y que debe al Señor el culto de su gratitud, manteniendo
vivo en su corazón su recuerdo en tierra impura. Avivar este recuerdo es como caminar
hacia Jerusalén. Escuchemos al profeta Jeremías: “Escapados de la espada,
andad, no os paréis, recordad desde lejos al Señor, y que Jerusalén os venga en
mientes.” (Jr 51,50). Auténtico destierro y lejanía del templo profanado
por la idolatría es el olvido de Jerusalén. El desterrado que mantiene en su
corazón el recuerdo del Señor, en su lejanía, ofrece al Señor un culto
espiritual.
Jesús, viendo al hombre
de la mano seca (Lc 6,6), tiene ante sí al pueblo que honra a Dios con sus
labios pero su corazón está lejos de él. A este pueblo ha venido a llamar el
Señor, para llevarlo al verdadero culto a Dios, Padre, en Espíritu y Verdad,
infundiendo en su corazón el amor, con el recuerdo entrañable del Señor, que viene
para ofrecerle su misericordia antes que de nuevo vengan sobre él los enemigos
a destruir nuevamente el templo sin dejar en él piedra sobre piedra como dice
el Evangelio según san Lucas (19, 41-44):
El pueblo deberá
comprender que no fue Babilonia, que no fue Edom, que no fueron los idumeos los
que los trajeron al destierro, sino sus pecados, a los que fueron arrastrados
por el seductor, envidioso y embustero enemigo. El desgarrador anhelo de justicia
y de venganza con el que termina el salmo, y con el que puede identificarse la
humanidad entera, encuentra en Cristo su cumplimiento. Él ha venido a vengar al
hombre desterrado del Paraíso; no sólo a Israel, sino a toda la humanidad,
pisoteando a su enemigo y adversario en el lagar de su cruz. Se cumple así la
profecía del libro del Génesis: “Pondré
enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo: él te pisará la
cabeza.”
San Agustín, comienza
su comentario a este salmo diciendo: «Habéis oído y sabéis que hay dos
ciudades, mezcladas por ahora en el cuerpo y separadas de corazón, que avanzan
en el decurso de los siglos hasta el fin. Una se llama Jerusalén, y su fin es
la paz perpetua; la otra se llama Babilonia, y pone su gozo en la paz temporal».
Y añade: «En Jerusalén está el sumo gozo, donde gozamos de Dios, donde estamos
seguros de una fraternidad concorde, de una civil sociedad. Ningún tentador nos
violentará allí, nadie nos moverá con sus seducciones, sólo el bien nos
agradará. Morirá toda necesidad, nacerá la suma felicidad». La lucha entre el
linaje de la serpiente y el de la mujer habrá terminado, y las puertas del
Infierno no prevalecerán ante la Iglesia que las combate con el poder de
Cristo.
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