Miércoles 17º del TO

 Miércoles 17º del TO

Mt 13, 44-46

           Queridos hermanos:

           Para descubrir el valor del Reino: tesoro o perla, hace falta sabiduría; discernimiento entre lo que se nos ofrece y lo que podemos ofrecer para conseguirlo. Se nos ofrece oro y eternidad, a cambio de un poco de tiempo y polvo de la tierra. Cualquier precio sería, no obstante, insignificante para adquirir el tesoro del Reino. Lo que se nos propone es, por tanto, la compra del campo que lo contiene, porque el valor del Reino es infinito para quien lo descubre. A cambio, se nos pide, solamente en prenda, como garantía o como aval, apenas lo que poseemos en bienes, tiempo o dedicación, o dicho de otra forma la propia vida, que debe ponerse a su servicio sin límite alguno, hasta el punto de negársela a uno mismo según nos sea solicitado. Ya lo decía la Escritura desde antiguo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Haz esto y vivirás”.

          El llamado joven rico calculó erróneamente, pensando que sus bienes tenían más valor que la vida eterna del Reino, y no compensaba su compra. Era rico en bienes, pero pobre en sabiduría y discernimiento, y no pudo valorar el tesoro escondido en la carne de Cristo, ni siquiera viendo los destellos de su palabra y de sus obras. Al llamado joven rico de la parábola, Dios le da la oportunidad de atesorar limosna, y entrega, pero prefiere atesorar riqueza.

          Jesús señala al rico una vía de salida de su peligrosa situación: «Acumulaos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan» (Mt 6, 20); «Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas» (Lc 16, 9). Sala tu dinero, blanquea tu dinero negro con la limosna. La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme”; hazte discípulo del “maestro bueno”; cree, y llegarás a amar a tus enemigos, y “serás hijo de tu padre celeste”, y entonces tendrás derecho a la herencia de los hijos: la vida eterna.

          Lamentablemente el discernimiento y la sabiduría, no se venden, ni los prestan los bancos, y en cambio, están relacionados con la pureza del corazón que obra un amor que madura, y ambos pueden recibirse gratuitamente acudiendo a Cristo, que generosamente se ha entregado a la muerte para obtenerlos para nosotros.

           Que así sea.

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Martes 17º del TO

 Martes 17º del TO

Mt 13, 36-43

 Queridos hermanos:

           Cristo ha venido a instaurar su reino mesiánico de salvación y al final de los tiempos lo entregará a su Padre, en cuyo Reino no existirá el mal. El combate habrá terminado y reinará la paz en la gloria de Dios.

          Como en otras parábolas del Reino, ésta de la cizaña, nos presenta en el ámbito de la libertad, propio de la creatura humana, la dialéctica entre el bien del Evangelio y la seducción del mal, a la que Dios concede un tiempo pedagógico para insidiar al hombre, que deberá ejercitase en la virtud, elegir el Bien y afianzarse en la Verdad.

          Como a los siervos de la parábola, la existencia del mal en el mundo perturba a muchos que minusvaloran la fuerza del Evangelio y el poder de Dios, rechazan las fatigas del combate y están escandalizados de la libertad.

          También los discípulos acusan la dificultad y la resistencia a sobrellevar la responsabilidad de su ser hombres libres: “Explícanos la parábola”. Evidentemente, la dificultad no está en la existencia del mal con el que convivimos habitualmente, sino en la actitud aparentemente tolerante de Dios. Lo que no comprendemos ni los discípulos ni nosotros, y que escandaliza farisaicamente al mundo, es que Dios tenga una visión misericordiosamente tolerante respecto a los malvados, porque desea su salvación, hasta el punto de aceptar el sufrimiento que provocan, en carne propia, y que le conducirá hasta la muerte de cruz, en el cumplimiento del “año de gracia del Señor”. Dios, en efecto, no desespera nunca de la salvación de nadie, y la ansía con toda la fuerza de su infinito amor, cosa que nos resulta inaudito, incomprensible y escandaloso, mostrando así lo mezquino de nuestro concepto de justicia y lo carnal de nuestro pretendido amor.

          Además, en su pedagogía con nosotros, trata también de hacernos comprender el valor del sufrimiento como inmolación amorosa, camino elegido por él, y que sólo el Espíritu Santo revela a quienes se internan en la espesura de la cruz, como decía san Juan de la Cruz. La cizaña viene a ser al discípulo, como la gracia de la  persecución que lo mantiene preparado para el combate. Como decía san Antonio: sin las tentaciones no se salvaría nadie.

           Que así sea.

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Lunes 17º del TO (San Ignacio de Loyola)

 Lunes 17º del TO

Mt 13, 31-35

  Queridos hermanos:

           En estas parábolas están entretejidas la gracia de Dios y la acción humana, como lo están el Verbo y el hombre en Cristo. Cristo es el Reino en él que ha sido injertada nuestra humanidad de forma indisoluble. La firmeza y el vigor de Dios contenidos en la más pequeña de las semillas, lenta pero firmemente se abren camino y el Reino se va fortaleciendo hasta alcanzar un desarrollo sorprendente, sin comparación con la actuación humana, que no obstante es necesaria, porque Dios ha querido supeditar su obra a nuestro asentimiento. El hombre debe actuar pero siendo el menor impedimento posible a la gracia. Ciertamente “las puertas del infierno no prevalecerán” contra el Reino de Dios (Mt 16, 18), que las combate con la gracia del Señor, pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará la fe sobre la tierra? ¿Las últimas generaciones se mantendrán en la fe, para incorporarse a “la muchedumbre inmensa” en el Reino eterno, vencedor frente a las defensas del infierno?

Ciertamente no son comparables la virtud de la gracia y la acción humana, en el germinar, el desarrollo y la plenitud del Reino, pero deben complementarse: la semilla debe enterrarse y la levadura   integrarse en la harina. San Pablo dice: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy; pero la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1Co 15, 10).

La pequeña semilla del Reino, se transformará en “una muchedumbre inmensa que nadie podía contar” (Ap 7, 9), con Cristo a la cabeza, guardada en el granero divino, mientras el Dragón y sus ángeles serán encadenados y precipitados definitivamente en el abismo.

El camino del hombre paralelamente al del Reino, está encarrilado entre la potencia divina de su palabra y la libertad humana. La potencia de la semilla, necesita de la humildad de la tierra que la acoge. El hombre debe afanarse, pero es Dios el que da el incremento.

Los inicios humildes del Reino, no son parangonables con su maravilloso desarrollo. Al hombre corresponde aceptar, guardar, poner en práctica, lanzar la red, creer, perseverar en su palabra, y a Dios abrir de par en par las compuertas de su gracia.

          La escasez de fruto no se debe por tanto a Dios, sino a la imperfección de nuestra respuesta. Digamos verdaderamente amén a Cristo que se nos da, y él centuplicará el fruto.

           Que así sea.

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Domingo 17º del TO A

 Domingo 17º del TO A

(1R 3, 5-13; Rm 8, 28-30; Mt 13, 44-52)

 Queridos hermanos:

           Hoy la palabra nos habla del “discernimiento”, necesario para arrebatar el Reino de Dios. Salomón no confía en sí mismo y lo pide a Dios. El Evangelio lo exalta en las parábolas y en el amante de las Escrituras que ha acogido el Evangelio. La red de la parábola debe también pasar un discernimiento sobre lo que ha arrastrado indiscriminadamente, y al igual que a la semilla y a la cizaña, se le concede un tiempo. Nosotros necesitamos discernir para conducir nuestra vida, porque también nosotros seremos sometidos a discernimiento, como los peces de la red, y la gratuidad de la llamada a la salvación, debe ser confirmada por nosotros mientras permanecemos en la red, con la perseverancia de nuestras obras. En Cristo, Dios mismo ha querido introducirse en la red junto a nosotros, y a través de la gracia, sanar la maldad de los pescados para el día del discernimiento.

          El discernimiento no es una sabiduría cualquiera, sino la sabiduría para gobernar. Salomón debe gobernar un reino, pero todos necesitamos gobernar bien, aunque sólo sea nuestra propia vida, para conducirla a su meta. Si Dios es “la verdad y la vida plena” a la que hemos sido llamados en nuestra existencia por la “misericordia”, el discernimiento debe guiarnos a él, por los caminos de la sabiduría, que se nos revelan como “tesoro escondido” y “perla preciosa”. En efecto dice la Escritura que el temor de Dios es el principio de la sabiduría. Quien posee muchos conocimientos y se aparta de Dios, está falto de sabiduría.

          Si el discernimiento es tan importante que de él depende la realización de nuestra existencia, es vital saber donde se encuentra o como puede adquirirse. Para san Pablo la condición necesaria para poseerlo, consiste en que el amor de Dios, que procede del Espíritu Santo, sea el motor de nuestra existencia. “Para quien ama a Dios todo concurre al bien.” Es el amor de Dios el que ilumina todos los acontecimientos del que ama, para discernir y ser encaminado por ellos al bien. La propia comunidad, como germen del Reino de Dios, independientemente de sus limitaciones individuales, es la perla de gran valor, el tesoro que, sólo el discernimiento del amor que encierra, hace posible apreciar a quien lo posee.

          Para san Agustín, en efecto, la perla preciosa es la Caridad, y sólo los que la poseen han nacido de Dios. Este es el gran criterio de discernimiento, continúa diciendo, porque aunque lo poseyeses todo, sin la Caridad, de nada te serviría. Y al contrario, si no tienes nada, si a todo renuncias, y lo desprecias, y alcanzas a conseguirla, lo tienes todo, como dice san Pablo: “El que ama ha cumplido la Ley” (Rm 13, 8.10). Ha alcanzado el Reino de Dios que es amor.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Santa Marta, María y Lázaro (Sábado 16º del TO)

 Santa Marta, María y Lázaro

Lc 10, 38-42 ó Jn 11, 19-27

 Queridos hermanos:

             La palabra nos presenta la acogida, y la hospitalidad, tradicionalmente sagradas en el mundo bíblico, pero que en este caso que hoy contemplamos, son la acogida misma de Dios, gracias al discernimiento de la fe, como en el caso de Abrahán en el encinar de Mambré, y de María en Betania. El Señor se acerca a menudo a nosotros a través de los más diversos rostros y acontecimientos, para darnos la posibilidad de acogerlo en la fe y en la caridad, y que así podamos recibir vida eterna.

La palabra nos muestra estas dos posturas posibles ante el amor al Señor: una natural y la otra sobrenatural, que pueden darse simultáneamente en nosotros; una buena que se ofrece al Señor, y la otra, “la mejor”, que recibe de él vida eterna. La primera no es mala, pero la segunda es la “parte buena;” es el trato asiduo del discípulo con el Señor. Haberse encontrado con él a través del don gratuito de la fe y sentarse a sus pies como un discípulo, de quien es figura María en este pasaje. Como la esposa del Cantar de los Cantares, María puede decir: “Encontré el amor de mi vida, lo he abrazado y no lo dejaré jamás”. Nadie se lo quitará.

La palabra nos invita a elegir con nuestro ¡amén! la parte buena que es el Señor y a recibir de él, gratuitamente, por la fe, el Espíritu, por el Espíritu, el amor, y por el amor, vida eterna.

Si en nuestro servir al Señor descubrimos la necesidad de compensaciones, y el deseo de reconocimiento, preguntémonos si no estaremos, todavía, más cerca de Marta que de María; si no vivimos más en la letra que en el espíritu; en la exigencia más que en el don; en nosotros mismos más que en el Señor. Nuestro amor deberá madurar, hasta hacerse espiritual y universal como el de Dios: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial, porque él hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia también sobre los pecadores.”

Al igual que Marta, también nosotros somos llamados a un conocimiento perfecto del Señor, en el amor, que será pleno en la Bienaventuranza, y que en esta vida es susceptible progreso en la fe, acogiendo las gracias que nos han sido destinadas y que en ocasiones implicarán correcciones amorosas de la misericordia divina; curaciones que el médico divino no dudará en aplicar a nuestro corazón enfermo, por amargas que nos puedan resultar: Qué alegre tristeza si la da el Señor.

Así llegaremos también nosotros, a la profesión de fe que salva, y que Marta, a quien amaba el Señor (Jn 11, 5) profesa ante la muerte de Lázaro: “Creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo.”

 Que así sea.

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Viernes 16º del TO

 Viernes  16º del TO

Mt  13, 18-23

 Queridos hermanos:

 La palabra hace referencia a aquello de “tener ojos para ver, oídos para oír y corazón para comprender”. Hay un combate entre la fuerza del Evangelio y las dificultades que le oponen la dureza de nuestro corazón y la seducción del mal, para fructificar. A la dureza del corazón, se unen los obstáculos del ambiente, el ardor de las pasiones, la seducción de la carne, el mundo, y las riquezas.

En definitiva, nuestra naturaleza caída (la concupiscencia), a fuerza de ofrecer resistencia a la acción sobrenatural de la gracia, ha quedado indispuesta para la conversión, y necesita un suplemento de ayuda, “una gracia especial” que hay que impetrar, una nueva acción gratuita de Dios que abra el corazón humano a la omnipotencia de su misericordia. Hace falta, en fin, acoger el “año de gracia del Señor”, el tiempo favorable que nos llega con Cristo, por medio del Evangelio. Después seguirá siendo necesario un constante: cuidado, vigilancia  y atención, como si del cultivo de un campo se tratara. Dios es el agricultor, por lo que necesitamos estar unidos a él. Recordemos aquello de “La Imitación de Cristo”: “Temo al Dios que pasa.”

Velad y orad; esforzaos por entrar por la puerta estrecha; permanecer en mi amor; el que persevere hasta el fin, se salvará; el Reino de los cielos sufre violencia, y sólo los que se hacen violencia a sí mismos, a su carne, lo arrebatan. Como dijo el Señor a Conchita, la beata mejicana: “Hay gracias especiales que se compran con el dolor”. Estas palabras del Evangelio no contradicen en absoluto la gratuidad de la salvación de Cristo, pero son necesarias para que se realice en nosotros con nuestra adhesión libre y voluntaria: “Por qué me llamáis Señor, Señor y no hacéis lo que digo”.

Estas palabras nos recuerdan la necesidad del combate inherente a la vida cristiana, para el cual hemos recibido gratuitamente el Espíritu Santo, sin el cual es imposible dar el fruto del amor, necesario para alimentar al mundo. Unos con treinta, otros con sesenta y algunos con ciento.

Que así sea.

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Jueves 16º del TO

 Jueves 16º del TO

Mt  13, 10-17

 Queridos hermanos:

           El poder volverse al Señor es en primer lugar una gracia que hay que aprovechar ya que no somos nosotros los árbitros que deciden cuando el Señor escucha nuestras peticiones o cuando Dios debe ser favorable. Los escribas y fariseos frustraron el plan de Dios sobre ellos. Los judíos se encuentran sin oídos para oír y sin ojos para ver, por haber endurecido su corazón ante la gracia de la conversión. Mirad cómo escucháis dice el Señor. Temo al Dios que pasa, nos recordará la Imitación de Cristo. Las gracias de ahora, nos piden la vigilancia, no sea que pasen y nos tengamos que lamentar después.

          Vigilancia y calma, nos exhorta Isaías y nos recuerda el Espíritu. El que ama espera y el que espera vela, como la esposa del Cantar, para escuchar la voz del esposo con nuestra cercanía a los latidos de su corazón, que hacen a los nuestros entrar en una sintonía amorosa, más elocuente que las palabras, más luminosa que las razones para revelar misterios, y más fecunda que nuestros esfuerzos, porque al que tiene, se le dará y abundará de vida, y al que no tiene, se le reclamará cuanto se le ofreció, porque tanto las palabras del Señor como sus obras, necesitan del intérprete divino para discernir, purificando la pesadez de un corazón embotado.

          Pero el Señor, rico en misericordia, volverá a buscar lo que se le había perdido, porque nunca desespera de la salvación de nadie, y tras una corrección posiblemente severa, se apiada de nuevo: “Porque no rechaza para siempre el Señor; aun cuando aflige usa de misericordia, según su gran amor”.

          Si el Espíritu permanece en nosotros hasta el fin de los tiempos, como fuente que brota para vida eterna irá completando las carencias tan evidentes como inmensas de nuestro corazón, llevándolo a una plenitud insospechada y bienaventurada que se nos ha prometido en el seguimiento del Pastor eterno, y esta promesa se ha hecho carne y hemos visto su “Gloria”, recibida del Padre, y enviada a nosotros.

           Que así sea.

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Miércoles 16º del TO

 Miércoles 16º del TO  (San Joaquín y santa Ana)

Mt 13, 1-9

 Queridos hermanos:

           En esta memoria de san Joaquín y santa Ana, padres de la Virgen María, abuelos de Jesús, nuestro Señor y Salvador, hacemos presente la jornada que el papa ha querido dedicar a los abuelos y mayores el pasado fin de semana.

          Todos nosotros somos fruto de la semilla sembrada por el Señor, generación tras generación, cuyo culmen ha sido la entrega de su Hijo en la cruz para nuestra salvación, y que nosotros somos invitados a dar continuidad con nuestra propia entrega, fruto de la fe a la que hemos sido llamados gratuitamente, y en la que han colaborado nuestros mayores: padres, abuelos, e incontables antecesores nuestros, carnal, y también espiritualmente. Párrocos, catequistas, y hermanos nuestros en la fe, a los que ahora hacemos presentes ante el Señor, con nuestra oración y nuestro agradecimiento, y con los que esperamos compartir, en breve, nuestra “dichosa esperanza”, junto al Señor. 

La palabra nos habla acerca del combate entre la fuerza del Evangelio y la seducción que el mal le opone para fructificar, en el campo de batalla que es la realidad de nuestra tierra llena de impedimentos: El “camino”, hace presente la dureza del corazón que ha sido pisoteado por los ídolos. Las “piedras”, son los obstáculos del ambiente que nos presentan el mundo y la seducción de la carne, y las riquezas, son los espinos. En definitiva, nuestra naturaleza caída, ofrece resistencia a la acción sobrenatural de la gracia y necesita su ayuda; un constante cuidado y atención, como si del cultivo de un campo se tratara, para que nuestra tierra acoja la Palabra con un corazón bueno y recto como dice san Lucas (8, 15).  

Velad, esforzaos, perseverad, permanecer, haceos violencia, son palabras que nos recuerdan la necesidad y la realidad del combate, cuya figura es el trabajo necesario para obtener una buena cosecha.

Para eso, la Palabra, como la semilla, debe caer en la tierra y hacerse una con ella, dando un fruto que el hombre puede recibir según su capacidad, preparación y  libertad, ya que el fruto para el que ha sido destinada es el amor. Unido a su creador en un destino eterno de vida, el hombre hace que la Palabra no vuelva al que la envió, sino después de fructificar, dejándose limpiar y trabajar por la voluntad amorosa de Dios, que es el agricultor.

  “Esta es la voluntad de mi Padre: que vayáis y deis mucho fruto, y que vuestro fruto permanezca”. “Mirad, pues, cómo escucháis”; mirad cual sea el tesoro de vuestro corazón, porque el hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno. Según san Mateo, la buena tierra es: “El que escucha la palabra y la comprende” (cf. Mt 13, 23). Podemos hacer una distinción entre entender, y comprender la palabra, de la misma manera que lo hacemos entre: oírla y escucharla. Mientras el entender se resuelve en la mente, el comprender implica una profundización; un descenso al corazón, con lo que queda implicada también la voluntad; en definitiva, se trata de una incorporación a la integridad personal.

 El sembrador “sale”, haciéndose accesible a nuestra percepción, como dice san Juan Crisóstomo, y sale para darnos la “comprensión” de los misterios del Reino, entrando en la intimidad con él, subiendo a su barca a reparo de las olas de la muerte como dice san Hilario.

No obstante los impedimentos, la potencia del fruto supera siempre las expectativas humanas, hasta una plenitud sobrenatural en Cristo, del ciento por uno.

 Que así sea.

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Santiago apóstol

 Santiago apóstol

Hch 4, 33; 5, 12.27-33; 12.2; 2Co 4, 7-15; Mt 20, 20-28

 Queridos hermanos:

  En esta festividad de Santiago apóstol la palabra nos presenta el anuncio de la pasión como antesala de la Pascua. Santiago será el primer apóstol en derramar su sangre por Cristo. La multitud de los pecados, asumidos por Cristo, le sumergirán en la muerte para resurgir victorioso y salvador. Mientras Cristo se prepara para entregarse, los discípulos no logran superar la concepción mundana del Reino, en el que esperan figurar, sin discernir que su gloria no es de este mundo, en el que cada cual utiliza sus influencias, porque la carne mira siempre por sí misma.

En esta palabra aparecemos también nosotros con las consecuencias de nuestra naturaleza caída, en la realidad carnal de los apóstoles, que buscan ser, en todo, y aparece también el hombre nuevo, en Cristo, que, se niega a sí mismo por amor, anteponiendo al propio bien el bien del otro mediante el servicio, hasta el extremo de dar la propia vida. Este es el llamamiento a sus discípulos como seguimiento de Cristo: «que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.»

Es muy fácil dejarse llevar de los criterios del mundo, pero Cristo vive la vida en otra onda, propia del Espíritu, que es el amor. Su Reino es el amor y quien quiera situarse cerca de Cristo debe acercarse a su entrega: su bautismo y su cáliz.

          Jesús va delante porque indica el camino, trazándolo con sus huellas, porque él es el camino. Sabiendo que buscaban matarlo los judíos, sus discípulos se sorprenden y tienen miedo.

Este puede ser un punto importante para nuestra conversión: centrarnos en el amor, en el servicio a los demás sin contemplarnos a nosotros mismos, sino a Cristo, en cuyo amor resplandece el rostro del Padre. El amor, el servicio, es la gracia que Cristo nos ofrece y es la paga por acogerla; el que ama no necesita esperar la vida eterna en recompensa, porque el amor es Dios, y el que ama está ya en Dios. Ha pasado de la muerte a la Vida.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Lunes 16º del TO

 Lunes 16º del TO  

Mt 12, 38-42

 Queridos hermanos:

 Para quien acoge la predicación todo se ilumina, mientras quien se resiste a creer permanece en las tinieblas. Dios se complace en un corazón que confía en él contra toda esperanza y lo glorifica poniendo su vida en sus manos: “Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará.”

          Dios suscita la fe para enriquecer al hombre mediante el amor, para darle a gustar la vida eterna, y por su amor, dispone las gracias necesarias para la conversión de cada hombre y de cada generación. Los ninivitas, la reina de Saba, los judíos del tiempo de Jesús y nosotros mismos, recibimos el don de la predicación como testimonio de su palabra, que siembra la vida en quien la escucha.

            Como ocurría ya desde la salida de Egipto, en la marcha por el desierto, Israel sigue pidiendo signos a Dios, pero ni así se convierte. Las señales que realiza Cristo no las pueden ver, porque no tienen ojos para ver ni oídos para oír, y piden una señal del cielo. No habrá señal para esta generación, que puedan ver sin la fe; un signo que se les imponga, por encima de los que Cristo efectivamente realiza. Cristo gime de impotencia ante la cerrazón de su incredulidad. La señal por excelencia de su victoria sobre la muerte, será oculta para ellos (no habrá señal) y sólo podrán “verla” en la predicación de los testigos, como en el caso de Jonás. Este tiempo no es de higos, sino de juicio; no de señales, sino de fe, de combate, de entrar en el seno de la muerte y resucitar, como Jonás, que en el vientre de la ballena pasó tres días en el seno de la muerte. Sólo al “final” verán venir la señal del Hijo del hombre sobre las nubes del cielo.

            Jonás realizó dos señales: La predicación, que sirvió a los ninivitas, que se convirtieron, y la de salir del seno de la muerte a los tres días, que sólo puede conocerse a través de las Escrituras. En cuanto a Cristo, los judíos no aceptaron la primera, y la segunda no pudieron verla; no hubo más señal para ellos que la predicación de los testigos elegidos por Dios.

El significado de las “señales” sólo puede verse con la sumisión de la mente y la voluntad que lleva a la fe y que implica la conversión. Dios no puede negarse a sí mismo anulando nuestra libertad para imponerse a nosotros, por eso, todas las gracias tendrán que ser purificadas en la prueba.

Nosotros hemos creído en Cristo, pero hoy somos invitados a creer en la predicación, sin tentar a Dios pidiéndole signos, sino suplicándole la fe, y el discernimiento, que él da generosamente al que lo pide con humildad. De la misma manera que sabemos discernir sobre lo material debemos pedir el discernimiento espiritual de los acontecimientos.

Que en la Eucaristía podamos entrar con Cristo en la muerte y resucitar con él por la potencia de su brazo, y que nos libre de nuestros enemigos que nos acosan, hundiéndolos en el mar.

 Así sea.

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Domingo 16º del TO A

 Domingo 16º del TO A

(Sb 12, 13.16-19; Rm 8, 26-27; Mt 13, 24-43)

 Queridos hermanos:

           La palabra de hoy nos habla del Reino de los Cielos y de su dinámica interna, mostrándonos su potencia, que como sabemos, se muestra en el esplendor de la misericordia divina, que además de crearlo todo, lo engendra de nuevo recreándolo en el amor por el perdón de los pecados.

           La Revelación nos muestra que Dios, no es sólo justo, omnipresente y omnisciente, sino sobre todo y en primer lugar, Amor misericordioso, que crea al ser humano para un destino glorioso en la comunión con él en el amor, y por tanto libre, y cuando éste elige el mal, le concede la posibilidad de la conversión al bien, y de la redención del mal. El Dios revelado de la fe, no sólo permite la existencia del mal y un tiempo para la acción del maligno en espera de su justo juicio, que mira sobre todo a la conversión y salvación de sus criaturas, sino que concede al hombre la posibilidad de vencerlo con su gracia, a fuerza de bien, y de redimir al malvado. No existe por tanto contradicción alguna entre la existencia del mal en el ámbito de la libertad, y la del Dios revelado como Amor, aunque si pueda haberla con un ente de razón inexistente al que queramos llamar "dios", "dios justo", "dios omnipresente" o "dios omnisciente".

La misericordia divina siembra la verdad y la vida a la luz de su Palabra, mientras la perfidia del maligno hace su siembra en la oscuridad de las tinieblas que le son propias, esparciendo la mentira, el engaño, y la muerte. Pero como las tinieblas no vencieron a la luz cuando fue creado el mundo, tampoco cuando fue recreado de nuevo y salvado de la muerte del pecado. Ahora es tiempo de paciencia y de misericordia: “tiempo de higos”; tiempo de potencia en el perdón; tiempo del eterno amor en espera de la justicia y el juicio.

Todos somos llamados al amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de conversión, y de afirmación y maduración en la caridad; tiempo en que es posible la transformación de la cizaña en grano, hasta llegar a la santidad necesaria que nos introduzca en Dios.

No podemos olvidar que san Pablo fue un tiempo cizaña, y Dios permitió el mal que hizo, y con su paciencia y su gracia lo salvó, y así dio tanto fruto, venciendo el mal a fuerza de bien. El punto de partida de este itinerario de conversión es la humildad, que además acompaña toda la vida cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que nos reconocemos pecadores y testificamos al mismo tiempo que el amor de Dios en nosotros ha comenzado a fructificar.

Proclamemos juntos nuestra fe

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Santa María Magdalena (sábado 15º del TO)

 Santa María Magdalena

Ct 3, 1-4b; Jn 20, 1-2.11-18

 Queridos hermanos:

 Cristo se manifiesta. Los Evangelios presentan frecuentemente que, Cristo resucitado, no es reconocido cuando aparece. Lo es en un segundo momento y sólo por algunos. Juan explica este hecho, con el verbo “manifestarse”. Cristo es reconocido, no cuando aparece, sino cuando “se manifiesta”. Es por tanto una gracia especial concedida a quién él quiere, y que suele ir asociada a una relación especial de amor a Cristo: Así sucede en el caso de Juan y en el de María Magdalena, y también en un contexto litúrgico, como en la “fracción del pan” a los de Emaús o en el Cenáculo con los once (cf. Lc 24, 31.36; Jn 20, 16.20). En el evangelio de hoy, el Señor encuentra María Magdalena en primer lugar, de la que había echado siete demonios, testigo desde lejos de la muerte del Señor, y frente al sepulcro de su sepultura, y primera en ver a Cristo resucitado y en anunciar a los discípulos su resurrección. Así hará con los testigos que ha elegido de su resurrección. Este encuentro parece preparar los posteriores con los once, que tendrán un carácter mistagógico y sacramental. Cristo dice a María: “Subo a mi Padre y (ahora) vuestro Padre, a mi Dios y (ahora) vuestro Dios”.

El Verbo eterno de Dios, es el Hijo, en palabras de Cristo. Ha asumido un cuerpo, para que se realice en él la voluntad divina respecto a los hombres. Por eso, al entrar en este mundo, dice: “Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad! (Hb 10, 5s). La voluntad del Padre es, que los hombres sean “incorporados”, por adopción, a la filiación divina de Cristo; lleguen a ser hijos, en el Hijo; que los hombres sean, de Dios. Los discípulos de Jesús de Nazaret, se convierten, así, en hermanos de Cristo, en miembros de su “cuerpo” y en hermanos entre sí. Como dijo el Papa Benedicto XVI en la Vigilia pascual del año 2008: "Cristo Resucitado viene a nosotros y une su vida a la nuestra, introduciéndonos en el fuego vivo de su amor. Formamos así una unidad, una sola cosa con él, y de ese modo una sola cosa entre nosotros; experimentamos que estamos enraizados en la misma identidad; no somos nunca realmente ajenos los unos para los otros".

Y como acontece con el hombre al nacer, que al nacimiento de la cabeza sucede el del cuerpo sin solución de continuidad, así será también en Cristo resucitado y en su elevación al Padre: Por eso dice: “Subo a mi Padre y vuestro Padre”. Es como si Cristo dijera: Vosotros subís conmigo; subís en mí, en mi cuerpo. Así lo expresa también san Pablo: “hemos sido resucitados con Cristo y sentados con él en los cielos”. Esta es la obra que el Padre ha encomendado al Hijo y he aquí que ha sido consumada por su entrega redentora y su resurrección: El Padre ha formado un cuerpo para Cristo, haciendo a los hombres en comunión con él, miembros de ese cuerpo, que es su esposa, carne de su carne. Y continuaría diciendo Cristo: Ahora sois uno en mí, como yo soy uno con el Padre. Sólo en esta unidad eclesial nos será lícito invocar a Dios como “nuestro” Padre y como nuestro Dios.

María Magdalena tendrá que esperar a que se consume el nacimiento del cuerpo de Cristo; para ser “esposa” de Cristo en la comunidad, para poder “tocar” a Cristo resucitado. Así ocurre en el Evangelio según san Mateo (Mt 28, 9), en el que junto a las otras mujeres, en comunidad, sí puede “tocarle y no soltarle”, como dice la esposa del Cantar de los Cantares: “lo he abrazado y no lo soltaré”, hasta que se consume mi unión con él, en la morada del amor en que fui concebida (cf. Ct 3, 4).

Sólo en el cuerpo de la comunidad que es la Iglesia, nos es dado como en la Eucaristía, incorporarnos al cuerpo de Cristo, en la comunión de los hermanos; gustar y ver qué bueno es el amor del Señor; asirnos a sus pies, y adorarle.

Que así sea.

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Viernes 15º del TO

 Viernes 15º del TO  

Mt 12, 1-8

 Queridos hermanos:

 Partiendo del error de discernimiento respecto al sábado que tienen los judíos, el evangelio nos pone de manifiesto que el corazón de todos los preceptos es el amor. Sólo cuando el amor madura, crece el discernimiento. El saber distinguir entre la letra y el espíritu de la ley. Lo que es importante de lo que no lo es. Por eso el Señor dice a los judíos: Cuándo vais a aprender qué significa aquello de: “Misericordia quiero”; yo quiero amor. “Justicia sin misericordia es crueldad”, y nada más alejado del espíritu de la ley. El espíritu del sábado es amor al hombre, que despega su corazón del interés, para ponerlo en Dios. Dios ha querido relacionarse con el hombre, dando vida y sentido a su existencia, por encima de sus ocupaciones y sus relaciones con sus semejantes. 

Entre los preceptos de la ley, algunos son de gran importancia como el descanso sabático, pero el corazón de todos ellos es el amor, porque proceden de Dios que es amor, y busca la edificación del hombre en el amor y la contemplación de la gratuidad y la bondad divina, despegándolo del interés. Para discernir en casos de conflicto respecto a la letra y al espíritu de la ley, es necesario  el discernimiento acerca de los preceptos, que sólo es posible cuando el amor madura en el corazón. Sólo así es posible juzgar rectamente. Las gafas para ver al otro a través de los hechos, sin distorsión, es la caridad: “Yo quiero amor, conocimiento de Dios”, experiencia del amor que es Dios. A los judíos faltos de discernimiento, Jesús dirá: “Id, pues, a aprender que significa aquello de Misericordia quiero, que no sacrificios”

El discernimiento capaz de distinguir y valorar lo importante frente a lo accesorio; distinguir entre la letra y el espíritu de la ley, progresa con el amor: la ciencia infla mientras la caridad edifica. Pero la caridad es derramada en el corazón por el Espíritu en aquellos que creen, acogiendo en su vida la voluntad de Dios. Detrás del discernimiento está aquello de “ama y haz lo que quieras”, y aquello de: Yo quiero amor, conocimiento de Dios: de su poder, pero sobre todo de su misericordia. Quien tiene amor tiene discernimiento, es sabio, mientras en el falto de amor no faltará necedad.

La misericordia de Cristo hace que el paralítico arrastre su camilla en sábado; toca al leproso, y las curaciones en general mueven los corazones a la bendición y glorificación de Dios, y ese es el espíritu del sábado: poner el corazón en el cielo; el espíritu, y también el cuerpo.

  El sábado, liberando al hombre de la maldición que pesa sobre el trabajo, manteniéndolo siempre en búsqueda del sustento, le concede un anticipo de la vida celeste, en la que Dios será nuestro único sustento eternamente; nuestra riqueza aquí en la tierra, y nuestra meta celeste.

 Que así sea.

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Jueves 15º del TO

 Jueves 15º del TO

Mt 11, 28-30

 Queridos hermanos:

           Hoy la palabra nos habla del yugo, que evoca el trabajo, como algo que todos tenemos que realizar en esta vida, nos guste o no.

          Con una mirada de fe, podemos decir que, el pecado, ha puesto sobre nuestros hombros, un yugo pesado, que hace nuestra vida, muchas veces insoportable, esclavizándonos al diablo, como dice la carta a los hebreos, por nuestra experiencia de muerte, consecuencia del pecado.

Por otra parte, en el evangelio de hoy, el Señor, nos invita a cambiar el yugo del diablo, por el suyo, que es suave y ligero.

Frente a la soberbia y el orgullo, el Señor nos invita a aprender de él, que es manso y humilde de corazón; no a aprender a crear el mundo o a hacer grandes prodigios, sino a ser humildes, como él, que siendo grande, se hizo pequeño, se humilló por nosotros, hasta la muerte de cruz.

Si el poder del Señor es tan grande como para crear y gobernar el universo, cuánto más lo será para cuidarnos a nosotros tan pequeños. Su amor es tan grande como su poder; con la misma potencia con la que ha creado el universo nos ha redimido y nos ama.

Cristo ha sido enviado por el Padre a proveer a nuestra salvación mediante el perdón de los pecados, para que fuéramos liberados de la carga que nos oprimía. A él debemos acudir aceptando el yugo suave de la obediencia de la fe, el yugo de su humildad y de su mansedumbre por las que se sometió a la voluntad del Padre, y con el que ha querido ser uncido a nosotros por amor, uniéndose a nuestra carne mortal, para “arar” con nosotros; aceptemos su yugo amando su voluntad, para entrar también con él en su descanso. Dice un proverbio antiguo: “si quieres arar recto, ata tu arado a una estrella”. A nosotros el Señor nos invita a unirnos con él en el yugo de nuestra redención, para el arar de nuestra vida. Decía Rábano: “El yugo del Señor Jesucristo es el Evangelio que une y asocia en una sola unidad a los judíos y a los gentiles. Este yugo es el que se nos manda que pongamos sobre nosotros mismos, esto es, que tengamos como gran honor el llevarlo, no vaya a ser que poniéndolo debajo de nosotros, esto es, despreciándolo, lo pisoteemos con los pies enlodados de los vicios. Por eso añade: Aprended de mí" (cf. Catena áurea, 4128).

Efectivamente, de Cristo hay que aprender la humildad y la mansedumbre, sometiendo con su yugo el orgullo y la soberbia que nos impiden inclinar la cabeza fatigando así nuestro espíritu, en nuestra pretensión de ser dioses, mientras él, siendo Dios, se sometió a hacerse hombre  e inclinó su cabeza bajo el yugo y el arado de la cruz. “Cristo, por el fuego del amor que ardía en sus entrañas, se quiso abajar para purgarnos; dándonos a entender que si el que es alto se abaja, con cuánta (más) razón el que tiene tanto por qué abajarse no se ensalce. Y si Dios es humilde, (y se humilla) que el hombre lo debe  ser (y lo debe hacer)” (cf. San Juan de Ávila. Audi filia, caps. 108 y 109).

Él tomó nuestro yugo para llevar su cruz, y nosotros debemos tomar el suyo, para llevar la nuestra, e ir en pos de él; unidos a él bajo su yugo. “Aprended de mí, no a crear el mundo, no a hacer en él grandes prodigios, sino a ser manso y humilde de corazón. ¿Quieres ser grande? Comienza entonces por ser pequeño. ¿Tratas de levantar un edificio grande y elevado? Piensa primero en la base de la humildad. Y cuanto más trates de elevar el edificio, tanto más profundamente debes cavar su fundamento. ¿Y hasta dónde ha de tocar la cúpula de nuestro edificio? Hasta la presencia de Dios” (San Agustín. Sermones, 69,2).

           Que así sea.

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Miércoles 15º del TO

 Miércoles 15º del TO

Mt 11, 25-27

 Queridos hermanos:

           El Señor revela los misterios del Reino (justicia, y paz, y gozo en el Espíritu Santo) a los discípulos que se hacen “pequeños” por su fe, sometiendo su mente y su voluntad a Dios que se revela a través de su Palabra. Él se ha humillado a sí mismo tomando condición de esclavo y se ha puesto a nuestro servicio, porque es manso y humilde de corazón, y comunica su Espíritu a cuantos creen en él. El príncipe de este mundo ha sido juzgado; el pecado ha sido perdonado y el pecador ha sido justificado.

          De este Don, nace el conocimiento del Hijo que lleva al conocimiento del Padre, y a través de él, se entra en comunión con los misterios del Reino, mientras a quienes se apoyan en su razón ebria de sí, en su soberbia, el Señor los mira desde lejos como dice la Escritura, porque tienen ojos y no ven, oídos y no oyen; su corazón se ha endurecido, y han rechazado la gracia de la conversión.

          Efectivamente, de Cristo hay que aprender la humildad y la mansedumbre, sometiendo el orgullo y la soberbia que nos hizo endurecer la cerviz fatigando nuestro espíritu, en nuestra pretensión de ser dioses, mientras él, siendo Dios, se sometió a hacerse hombre  e inclinó su cabeza bajo el arado de la cruz. Tomó nuestro yugo para llevar su cruz, y nosotros debemos tomar el suyo, para llevar la nuestra e ir en pos de él y unidos a él bajo su yugo.

          Aprended de mí, no a crear el mundo, no a hacer en él grandes prodigios, sino a ser manso y humilde de corazón. ¿Quieres ser grande? Comienza entonces por ser pequeño. ¿Tratas de levantar un edificio grande y elevado? Piensa primero en la base de la humildad. Y cuanto más trates de elevar el edificio, tanto más profundamente debes de cavar su fundamento. ¿Y hasta dónde ha de tocar la cúpula de nuestro edificio? Hasta la presencia de Dios, como dice san Agustín (sermones 69,2).

          Cristo, contempla los signos de la irrupción del Reino, y exulta de gozo ante el Padre en el Espíritu: “El Reino de Dios ha llegado”: Los pequeños son evangelizados; aquellos que se hacen tales por la fe que nace en ellos al resonar la predicación en sus corazones. Como la semilla sembrada en buena tierra, se abre el corazón de los pequeños a la palabra y acogen la gracia, dejándose conducir por el Espíritu, como Cristo mismo, y el Padre se revela a los que son como él. Pequeño es el que se abandona en las manos del Señor, como Cristo en las de su Padre.

          Frente a la soberbia diabólica, Cristo, ha querido ser manifestado en los pequeños y él mismo se ha hecho el último y el servidor de todos, de manera que un discípulo que se hace pequeño por el Reino, hace posible a quien le acoge en nombre de Cristo, acoger a Dios mismo que lo ha enviado. Cuando alguien se presenta con poder y prepotencia no hace presente a Cristo, sino al diablo. Por eso, los discípulos de Cristo que van a ser enviados, deben hacerse pequeños, como niños, en bien de quienes los acojan en su nombre.

    «Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos “pequeños”, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa.»

           Que así sea.

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Martes 15º del TO

 Martes 15º del TO  

Mt 11, 20-24

 Queridos hermanos:

           Con la llegada de Cristo se anuncia el Evangelio de la misericordia de Dios sobre la humanidad sometida bajo el pecado y la muerte, y se abre para el mundo la posibilidad de la vida eterna que hay que conquistar con la gracia de Cristo. Ignorar a Cristo, o rechazarlo, es permanecer en la maldición de la ruptura con Dios, aferrándose a este mundo que seduce engañosamente y se disuelve en su vanidad. Generación tras generación han ido pasando como pasará también la nuestra, mientras el Evangelio sigue llamando a la acogida de Cristo para vida eterna, en medio de un mundo que rechaza a Dios.

          Esta palabra está en el contexto del envío de los setenta y dos, que es un primer juicio de misericordia que se ofrece por el Evangelio. Se anuncia el Reino de Dios con poder, y muchos ignoran las señales que lo testifican y rechazan a quienes lo proclaman, comenzando por Cristo mismo.

          Nos enfrentamos con el misterio de la libertad que puede endurecer el corazón de un hombre: “Se obstina en el mal camino, no rechaza la maldad.” Rechazar la luz de la misericordia, es hundirse voluntariamente en las tinieblas de la muerte. Los milagros que Dios hace en nuestra vida, nos obligan a convertirnos: porque se nos pedirá cuentas de los dones recibidos. “Al que se confió mucho se le reclamará más.”

          Hay que tener en cuenta que las gracias recibidas se nos dan en virtud de la sangre de Cristo, por lo que no se pueden rechazar impunemente. Rechazar a un enviado suyo, es rechazar a Cristo y a Dios. No es lo mismo pecar por debilidad, que rechazar la gracia de la misericordia.

          Sayal (cilicio) y ceniza como penitencia por el pecado y su consecuencia la muerte, habrían impetrado la misericordia para Tiro y Sidón, que ha sido rechazada por Corazín (mi misterio), Betsaida (casa de los frutos) y Cafarnaúm (villa muy hermosa). También sobre Jerusalén tendrá que lamentarse el Señor, por haber desconocido el día de su “visita”. Todo cuanto existe adquiere sentido, gracias a la acogida del juicio de misericordia que, se proclama por el anuncio del Evangelio. Rechazarlo, hunde la creación entera en la frustración. Como signo visible, Jerusalén fue arrasada, Corazín desapareció, y Cafarnaúm quedó sumergida en el lago. La creación entera, sometida, gime en espera de la conversión de los hijos de Dios.

          Quien no ha pecado por carnal, ha pecado por soberbio. ¿Quién puede vanagloriarse de no haber tenido que ser redimido? Dice san Pablo que Dios encerró a todos en el pecado, para usar con todos de misericordia (Rm 11, 32).

          El anuncio del Reino lleva consigo una llamada a la conversión que abre para nosotros las puertas de la misericordia. Prefirieron las tinieblas a la luz porque sus obras eran malas”.  Nosotros somos como aquellas ciudades que gozaron de la compañía y de la presencia del Señor y a las que dirigió su palabra y sus señales. Su incredulidad representa un gran desprecio, en proporción de las gracias que se les ofrecieron. ¿Cuál no deberá ser, pues, nuestra respuesta y nuestra responsabilidad, nosotros que nos hacemos uno con el Señor en la Eucaristía?

           Que así sea.

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Lunes 15º del TO

 Lunes 15º del TO

Mt 10, 34-11, 1

 Queridos hermanos:

           Hoy la palabra nos habla del seguimiento de Cristo como prioridad absoluta. Nuestras relaciones interpersonales deben posponerse a la relación con Cristo; la idolatría dar paso a la verdad; lo natural a lo sobrenatural, que las establece en orden a la caridad con Dios y los hermanos. Con el avance del Reino de Dios, el diablo se revuelve resistiéndose a ser derribado de su encumbramiento.  

          Seguir a Cristo implica asumir y encarnar su contradicción y su bendición. El centro de la existencia debe desplazarse de uno mismo, para que Cristo lo ocupe en la encrucijada entre Dios y las creaturas. Existen dos reinos: Uno gobernado por un tirano usurpador que ha esclavizado a los hombres con engaños y a quien el hombre ha dado poder por su libertad, y otro gobernado por Dios, que irrumpe en Cristo para derrocar al explotador y liberar a quienes se acojan a él por la fe. Con ese poder envía Cristo a sus discípulos y por eso testifica: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo”. El reino del diablo al verse acometido, se revela y mueve guerra allí donde es sacudido por los enviados.

          Seguir a Cristo significa acoger el Reino de Dios y entrar en él, lo cual supera totalmente las fuerzas humanas, y debe recibirse de lo alto, gratuitamente, mediante la fe, porque “nuestra lucha no es contra la carne ni la sangre”, ni el amor a que somos llamados es de naturaleza terrenal, sino celeste. Es más, nuestros amores, siempre interesados, son impedimento, ataduras a este mundo que hay que deshacer para poder “volar” a la inmolación del propio yo, en aras del amor de Cristo.

Dice el Señor: Si alguno viene en pos de mí, que he venido a entrar en la muerte para vencerla, por vosotros y con vosotros, vaciándome de mis prerrogativas y de mi propia voluntad entregada totalmente al Padre, será incorporado a mi vida y a mi misión. “Donde yo esté, allí estará también mi servidor”; “el que me sirva que me siga”. Yo me he uncido a vosotros en el yugo de vuestra carne, para arar juntos lo que para vosotros es una tarea imposible, y así pueda de nuevo fructificar vuestro corazón. Yo no he retenido ávidamente mi condición divina, y vosotros, deberéis negaros a vosotros mismos vuestra condición humana: padre, madre, hermanos, mujer, hijos y todos los bienes, hasta la propia vida. Para eso, como yo he recibido vuestra carne, vosotros deberéis recibir mi espíritu, para uniros a mí bajo un mismo yugo (Dt 22, 10). Nuestra libertad deberá entonces desatar todas las amarras propias de nuestra condición personal para poder arar con el Señor.

Que así sea.

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