YIHADISMO OCCIDENTAL


Yihadismo occidental

          En este viernes día 15 de marzo de 2019, se ha producido una matanza en dos mezquitas de Nueva Zelanda. Desgraciadamente para la comunidad musulmana, la sociedad occidental ha dejado de ser cristiana, y tanto el “yihadismo” occidental como el islámico, igualmente injustos y condenables, se precipitan en la pendiente imparable de la violencia que conduce a la barbarie, en una escalada satánica, sin otra meta que la implantación de la ley de la selva, el caos y las tinieblas del abismo.

          Con la irrupción de un poscristianismo en la sociedad occidental, tan celebrado por los autodenominados progresistas, emerge de nuevo el paganismo salvaje e inhumano, totalmente desconocido para las generaciones actuales, nacidas todas ellas a la sombra de una civilización fecundada por criterios cristianos. Quien se aleja de Dios, se separa también del hombre. El abandono de la fe, como dijo Chesterton, no ha llevado a los pueblos a la razón, sino a la idolatría. Pronto comprenderemos que el progreso social y humano de occidente, no proviene de las conquistas de la razón, sino de la fe cristiana que lo ha visto nacer, crecer y desarrollarse por veinte siglos. Pronto quedará manifiesta la falaz aspiración hegeliana de alcanzar el “espíritu absoluto”, y aquella otra de instaurar el “paraíso comunista”, evidentemente trasnochada, o el espejismo recurrente del liberalismo.

          El corazón humano no tiene arreglo; necesita de un trasplante. Sólo “un corazón nuevo y un espíritu nuevo” pueden salvarlo, según aquello de la profecía de Ezequiel. Ambos proceden y nos son accesibles en Jesucristo, que asumiendo en su cuerpo la injusticia y la violencia, ha sido capaz de aniquilarlas repartiendo despojos con sus discípulos.
         
          Que Dios se apiade de esta generación incrédula y perversa que retorna a su vómito.
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EL JUICIO DE LAS NACIONES


“La Iglesia, norma de juicio ante las naciones”

(Mt 25, 31)

(Serán congregadas delante de él todas las naciones[1])

           Con mucha frecuencia este texto es usado incluso por el Magisterio, como apoyo de la incuestionable tesis, según la cual, en las obras de misericordia realizadas en los necesitados, se encuentra al Señor. Pero la validez de esta actualización y de otras similares, impide en ocasiones al texto expresar la riqueza propia de su significado e incluso exponer tesis más específicas.

          Este texto tiene la virtud de presentar a los discípulos y por tanto a la Iglesia, como analogía del Verbo encarnado en su misión salvífica, y como norma de juicio ante las naciones, a través de la filiación divina que los constituye en “pequeños hermanos de Cristo”, y miembros de su cuerpo místico.

            El apelativo de “pequeños”, está suficientemente aplicado en el Evangelio a los discípulos y a los enviado a asumir la acogida o el rechazo de las naciones  en nombre de Jesús: “Todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa” (Mt 10, 42), cf. (Mc 9, 41 y 42;  Mt 18, 4 – 6. 10. 14; Lc 10, 21).

            Mas si son sus hermanos, ¿por qué los llama pequeñitos? Por lo mismo que son humildes, pobres y abyectos. Y no entiende por éstos tan sólo a los monjes que se retiraron a los montes, sino que también a cada fiel aunque fuere secular; y, si tuviere hambre, u otra cosa de esta índole, quiere que goce de los cuidados de la misericordia: porque el bautismo y la comunicación de los misterios le hacen hermano.  (San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 79,1).

          Por muy somera que quiera hacerse la lectura de la expresión: “estos” hermanos míos más pequeños, ésta, no es aplicable sin mas a cualquier tipo de pobres y necesitados de la tierra, a quienes su indigencia no redime sin más, de su posible precariedad espiritual: pasiones, perversiones e idolatrías. Este apelativo implica una pertenencia a Cristo: “Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, os aseguro que no perderá su recompensa” (Mc 9, 41); cf.(Mt 10, 42). Además, el adjetivo “estos”, sitúa en el discurso al grupo de los “hermanos más pequeños”, separadamente al grupo de la derecha y al de la izquierda, frente a las naciones y fuera de ellas , porque constituyen un sujeto distinto a aquellos a quienes se aplica la bendición o la maldición. El calificativo de  “hermanos míos”, corresponde más bien, al de “hijos del Padre celeste”, a los cuales Cristo pone la premisa del amor a sus enemigos para merecerlo, (Mt 5, 44).  Implica además la posesión del espíritu del Hijo, y no sólo la condición de meros menesterosos y desheredados.

            Libremente podíamos entender que Jesucristo hambriento sería alimentado en todo pobre, y sediento saciado, y de la misma manera respecto de lo otro. Pero por esto que sigue: "En cuanto lo hicisteis a uno de mis hermanos", etc.  no me parece que lo dijo generalmente refiriéndose a los pobres, sino a los que son pobres de espíritu, a quienes había dicho alargando su mano: "Son hermanos míos, los que hacen la voluntad de mi Padre" (Mt 12,50).  San Jerónimo.

          A sus “hermanos más pequeños”, Cristo ha dicho: “Quien a vosotros recibe a mí me recibe” (Mt 10, 40). “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha” (Lc 10, 16). Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian; a todo el que te pida, da y al que te robe lo que es tuyo, no se lo reclames”, (cf. Lc 6, 27 – 35). Es a “las naciones” a quienes dice: “Tuve hambre –en la persona de mis hermanos más pequeños- y no me distéis de comer, tuve sed y no me distéis de beber”, y lo que sigue. Sois benditos, o malditos, porque en “estos”, mis enviados, me recibisteis o me rechazasteis a mí.

              Se escribió a los fieles: "Vosotros sois cuerpo de Cristo" (1Cor 12,27) Luego así como el alma que habita en el cuerpo, aun cuando no tenga hambre respecto a su naturaleza espiritual, tiene necesidad, sin embargo, de tomar el alimento del cuerpo, porque está unida a su cuerpo, así también el Salvador, siendo El mismo impasible, padece todo lo que padece su cuerpo, que es la Iglesia.  (Orígenes, in Matthaeum, 34). 

          También el Israel fiel a la primera Alianza, es un pueblo de hermanos de Jesús distinto de las naciones, pero distinto también hasta el presente de “sus hermanos más pequeños” por quienes será juzgado: “Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel”. (Mt 19, 28).

            Con el nombre de ángeles designó también a los hombres, que juzgarán con Cristo, pues siendo los ángeles nuncios, como a tales consideramos también a todos los que predicaron a los hombres su salvación. (San Agustín, sermones, 351,8).

          La interpretación de la expresión: “mis hermanos más pequeños” referida únicamente a los pobres y menesterosos, implica una concepción secularista, por la que la Iglesia carece de su carácter “sacramental de salvación”, que a la vez relativiza su misión evangelizadora, que como dice Cristo en el Evangelio, aporta una verdadera “regeneración” al mundo, que ha perdido la Vida como consecuencia del pecado. En caso contrario, bastarían las obras asistenciales de filantropía que cualquier hombre puede realizar sin necesitar de Jesucristo, para ayudar al mundo. El envío que Cristo resucitado hace a sus discípulos a todas las naciones, de modo que “el que crea se salvará y el que se resista a creer se condenará”, queda sin sentido por la interpretación secularizante que elimina toda componente trascendente y escatológica de la predicación cristiana.

          Si es suficiente el ejercicio de las obras asistenciales, ¿dónde quedan la fe, el perdón de los pecados y el testimonio? (Mt 10, 32s); ¿dónde la redención de Cristo, el don del Espíritu y la vida nueva? ¿Para qué el “vosotros sois la sal de la tierra, la luz del mundo y el fermento? La misión de la Iglesia se reduciría a una función asistencial, a la que tristemente es reducida la pastoral de muchas de nuestras asociaciones clericales olvidando de hecho su misión fundamental.

          Frente a esta Palabra, los creyentes, no sólo deben tomar conciencia de su realidad ontológica de ”hijos del Padre” y de “hermanos de Cristo”, sino también de su misión de “pequeños”, mediadora de la salvación de Cristo a las naciones: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe”. Misión de destruir la muerte del mundo en sus propios cuerpos, constituidos en miembros de Cristo, pues “mientras nosotros morimos, el mundo recibe la vida”, (cf. 2Co 4, 12).

          Esta palabra hace presente la misión salvadora de la Iglesia y exhorta a los fieles a permanecer unidos al grupo de los “hermanos más pequeños de Jesucristo, que la han encarnado en el mundo, siendo por tanto objeto del rechazo o de la acogida de los hombres, como lo ha sido Cristo mismo.

          Los cristianos, con el espíritu de Cristo, han hecho presente en sus cuerpos la escatología. Sobre ellos se ha anticipado el juicio de la misericordia divina (Jn 3, 18). Son conscientes de haber acogido al Señor, y ahora triunfantes por haber permanecido unidos a la vid, son norma de juicio para las gentes y paradigma de salvación o de condenación, frente al que serán medidas “todas las naciones” (Mt 25, 35 y 36. 42 y 43).

          Cuando un cristiano o una comunidad cristiana escucha la proclamación de esta Palabra, debe saberse situar en el grupo de los “pequeños hermanos del Señor”. Debe ser consciente de la salvación que gratuitamente ha recibido y de la cual vive. Debe recordar perfectamente los padecimientos sufridos por el testimonio de Jesús y sobre todo las consolaciones de haber visto su mensaje acogido por tanta gente, sobre la que ha visto irrumpir el Reino de Dios y el gozo del Espíritu Santo, cuando como “siervo inútil”, ha encarnado al mensajero de la Buena Noticia.

          Por eso, al escuchar esta Palabra y ver que aún es tiempo de salvación y de misericordia, su celo se robustece pensando en aquellos que aún no la han conocido. Su vigilancia se renueva, pues por nada quisieran abandonar el lugar privilegiado cercano a su Señor en el día del juicio y por toda la eternidad; ni dejar su puesto en la Iglesia o ser despojados de él por el enemigo que constantemente “ronda buscando a quien devorar”. Contemplan también las obras santas que les concede realizar Aquel que los conforta, por el cual están crucificados para el mundo, y no viven ya para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos.

          Son ellos, los hambrientos por Cristo, los desnudos, los presos, los enfermos, en los que Cristo es acogido o rechazado. No es ya su vida la que viven, sino que Cristo vive en ellos. Pero si al escuchar esta Palabra, caen en la cuenta de que ya el Maligno les ha desposeído de su puesto junto a los “hermanos más pequeños”, si ya se ven grandes y opresores, e hijos de otro padre, esta Palabra les llama nuevamente, porque cuando nosotros somos infieles, Él, permanece fiel.

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[1] En las 431 ocasiones en que la Escritura emplea el término “naciones”, el término está referido a los pueblos paganos que no han llegado a la fe y no a los pueblos de la antigua o de la Nueva Alianza.