Todos los Santos

Todos los Santos

(Ap 7, 2-4.9.14; 1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12)

Queridos hermanos:

Decía el Santo Padre, en este día del año 2007: Nuestro corazón, atravesando los confines del tiempo y del espacio, se dilata a las dimensiones del cielo. 

Celebramos la solemnidad de aquellos discípulos, amigos de Cristo, hijos de Dios, que han terminado su peregrinación terrena y su purificación, y vienen de la gran tribulación; aquellos en los que ha sido restaurada la imagen de Dios, han alcanzado ya la patria celestial, y aguardan gloriosos, a que se complete el número de los hijos de Dios, y a la resurrección de la carne.

Conmemoramos hoy a la “Iglesia triunfante”, ante la cual no prevalecerán las puertas del infierno. Ellos han sido los pobres de espíritu, los mansos, los que lloraron, los que padecieron hambre y sed de justicia, los que fueron misericordiosos y limpios de corazón, los que trabajaron por la paz y fueron perseguidos por causa de su justicia; han tomado posesión del Reino de los Cielos, han heredado la tierra, son ahora consolados y saciados, y han alcanzado misericordia, viendo a Dios, siendo llamados hijos suyos, y han tomado posesión del Reino de los Cielos.

Como dice San Bernardo en el oficio de lecturas de este día, los hacemos presentes para que su recuerdo avive nuestro deseo de unirnos a ellos en el Señor, e intercedan por nosotros, que ahora somos los pobres de espíritu, los que lloran, y los que somos perseguidos por vivir según la justicia reputada a nuestra fe, de los que habla el Evangelio, y que estamos llamados a ser un día bienaventurados como ellos, en medio de la muchedumbre inmensa de la que habla el Apocalipsis (Ap 7,9). San Pablo recordará a los Tesalonicenses que: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (cf. 1Ts 4,3).

En los albores del Cristianismo, a los miembros de la Iglesia se les llamaba “los santos”. En la primera Carta a los Corintios, por ejemplo, san Pablo se dirige “a aquellos que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos junto a todos aquellos que en todo lugar invocan el nombre del Nuestro Señor Jesucristo”. La santidad consiste en que sea derramado en nuestro corazón el amor de Dios por obra del Espíritu Santo.

En efecto, decía el papa Benedicto XVI: el cristiano, es ya santo, porque el Bautismo lo une a Jesús y a su Misterio Pascual, pero al mismo tiempo debe convertirse, conformarse a Él, cada vez, más íntimamente, hasta que sea completada en él la imagen de Cristo, del hombre celeste. A veces, se piensa que la santidad sea una condición de privilegio reservada a pocos elegidos. En realidad, ser santo es el deber de cada cristiano, es más, podemos decir, ¡de cada hombre! Escribe el Apóstol que Dios desde siempre nos ha bendecido y nos ha elegido en Cristo para “ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor”.

Pero esta palabra nos involucra a todos. Todos los seres humanos estamos llamados a la santidad, que en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en aquella “semejanza” con Él, según la cual hemos sido creados. Todos los seres humanos son hijos de Dios, (en sentido lato) y todos deben convertirse en aquello que “son”, por medio del camino exigente de la libertad. Dios invita a todos a formar parte de su pueblo santo. El “Camino” es Cristo, el Hijo, el Santo de Dios: nadie va al Padre sino es por medio de Él (cf Jn14, 6).

Que la fidelidad de los Santos a la voluntad de Dios «nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo, dando razón de nuestra esperanza, y tratando de reunir entorno a nosotros a quienes no le conocen y gimen sin esperanza a manos de los demonios y de los ídolos de este mundo.

Ellos que han vencido en las pruebas, pueden con su intercesión ayudarnos ahora en el combate. Nuestra esperanza se fortalece y en ella se van quemando las impurezas de nuestra debilidad.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Martes 30º del TO

Martes 30º del TO

(Lc 13, 18-21)

Queridos hermanos:

          El Reino de Dios es Cristo, el Verbo de Dios, que ha asumido nuestra humanidad de forma indisoluble. Por eso en estas parábolas están entretejidas la gracia de Dios y la acción humana, como están unidos el Verbo y el hombre en Cristo. Nace pequeño y despreciado en un establo, crece ignorado y muere rechazado. Es sembrado en tierra pero resucita al tercer día pleno de fruto y acoge a la humanidad entera al amor de su gracia. La semilla divina ha sido introducida en nuestra carne terrena. “El Reino de Dios ha llegado”

El Reino de Dios en nosotros, tiene la firmeza y el vigor de la más pequeña de las semillas, que lenta pero firmemente se abre camino y se va fortaleciendo hasta alcanzar un desarrollo sorprendente, en comparación con la actuación humana que no obstante es necesaria, porque Dios ha querido supeditar su obra a nuestro asentimiento. El hombre debe actuar y ser lo menos impedimento posible a la potencia de la gracia.

Ciertamente, “las puertas del infierno no prevalecerán” ante la acometida del Reino de Dios, (Mt 16, 18) pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra, para acoger la semilla divina? ¿Las últimas generaciones se mantendrán en la fe y se incorporarán a “la muchedumbre inmensa” en el Reino eterno, que hará sucumbir las defensas del infierno?

Efectivamente, no son comparables la virtud de la gracia y la acción humana, pero deben complementarse: el hombre siembra la semilla en la tierra y la mujer pone la levadura en la harina. San Pablo dice: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy; (pero), la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo (solo), sino la gracia de Dios conmigo.” (1Co 15, 10).

La pequeña semilla del Reino, sabemos que se desarrolla hasta acoger a “una muchedumbre inmensa que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua (Ap 7, 9) mientras el Dragón y sus ángeles son encadenados definitivamente. Pero en este desarrollo del Reino, Dios ha querido nuestra colaboración activa. “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, decía san Agustín.

El camino del hombre paralelamente al del Reino, está encarrilado entre la potencia divina de su palabra y la libertad humana que actúa por la voluntad. La potencia de la semilla, necesita de la humildad de la tierra que la acoge. El hombre debe afanarse, pero es Dios el que da el incremento. Es más, “el querer y el obrar”, vienen de Dios.

Los inicios humildes del Reino, no son parangonables con su maravilloso desarrollo. En esta desproporción podemos contemplar la potencia divina. Al hombre corresponde aceptar, guardar, poner en práctica, lanzar la red, creer en la palabra de Dios, y a Dios abrir de par en par las compuertas de su gracia.

          Cuando hay escasez de fruto no se debe, por tanto, a Dios, sino a la imperfección de nuestra respuesta. Si decimos verdaderamente amén a Cristo que se nos da, él centuplicará nuestro fruto. Que nuestra acogida de su gracia en la Eucaristía, sea, pues, cada vez más plena.

          Que así sea.

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Lunes 30º del TO

Lunes 30º del TO 

Lc 13, 10-17

Queridos hermanos:

          El centro de esta palabra no es, la mujer enferma de la que el Señor se apiada, ni tan siquiera la falta de discernimiento que muestra el legalismo de los judíos respecto al sábado, sino la cerrazón del jefe de la sinagoga y de los judíos que despreciando a Dios se resisten a acoger su iniciativa de misericordia para volverse a él.

          La voluntad amorosa de Dios es la salvación de su pueblo, que se extiende a todos los hombres y que se hace carne primero en la elección de su pueblo, después en la ley, y por último en Cristo, que viene a perdonar el pecado y a dar a los hombres su naturaleza de amor con el Espíritu Santo.

          La predicación de Cristo, los milagros y en fin la entrega de su vida, hará posible el cumplimiento del plan de salvación de Dios, pero sólo en quien lo acoja. En cambio los judíos han hecho de su relación con Dios un legalismo de auto justificación y cumplimiento de normas externas que no llevan a Dios, porque el amor a Dios y al prójimo ha quedado sustituido por ritos anquilosados en su materialidad sin relación alguna con la verdad de su corazón. Cristo insistirá constantemente en aquello de: “Misericordia quiero; Yo quiero amor, conocimiento de Dios”. Entramos de nuevo en el tema del amor como corazón de la ley y, de la superficialidad inmisericorde de quien está alejado de Dios.  

          También nosotros necesitamos poner nuestro corazón en Dios, de forma que sea el amor el que dirija nuestra vida, el culto y nuestra relación con Dios y con los hermanos. Si el origen, el medio y la finalidad de nuestra relación con Dios no es el amor, nuestra religión es falsa, y vacía.

          Como premisa, podemos tomar conciencia de lo despiadado de la tiranía del demonio: Dieciocho años de opresión imperturbable sobre una persona, que sin la redención de Cristo podría ser interminable. Es interesante la interpretación de Cristo respecto a una enfermedad como acción de Satanás: Con él entró el pecado y la muerte, de la cual el mal y la enfermedad no son más que sus manifestaciones progresivas sobre la naturaleza humana. Si la maldad de una creatura puede ser tal, cuál no será la misericordia de Dios su creador, viendo la vejación de su creatura bajo la tiranía del mal: “Las aguas torrenciales (de la muerte) no pueden apagar el amor”.

          A la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad tienen un valor curativo y de salvación, incuestionable, sin dejar de ser paradójicos. El sufrimiento como misterio, relativiza toda soberbia ilusión de realización puramente mundana, y mediante la humildad, abre el camino del corazón humano a la trascendencia. Con todo, nos encontramos una vez más ante el tema del por qué Dios permite el sufrimiento. ¿Acaso el sufrimiento puede ser un medio pasajero, muchas veces insustituible, para obtener un bien definitivo? ¿No es posible que la mujer del Evangelio, en el caso de haber gozado siempre de buena salud se hubiese perdido para siempre, mientras que el encuentro con Cristo después de su enfermedad la haya salvado definitivamente?, sin duda, pero subsiste además el sufrimiento como consecuencia de la libertad humana y del pecado.

          En el Evangelio podemos descubrir, cómo sólo el Espíritu Santo hace ver la realidad con su óptica de misericordia: “misericordia quiero”; pero si falta, no puede captarse más que la materialidad de la apariencia; mientras la letra de la Ley mata, su corazón es el amor, y la caridad edifica. Jesús tendrá siempre gran dificultad en introducir a sacerdotes, escribas y fariseos en la óptica de la misericordia, porque su corazón, cerrado a Dios, se cierra a la caridad. Quien no se conmueve ante el sufrimiento y la perdición ajena, tampoco lo hará ante la misericordia. Sólo un amor que madura, es capaz de discernir entre la letra y el Espíritu. Parafraseando a Pascal podemos decir: “El “amor” tiene razones que la razón no comprende” El tercer mandamiento, acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del precepto del amor a Dios y al prójimo. La Escritura expresa claramente que, “quien ama, cumple la Ley”.

          La respuesta de Jesús viene a ser: ¡En sábado se puede amar!

          Precisamente para eso ha sido instituido el sábado. Dios descansa del trabajo de crear pero no suspende nunca la actividad de su amor: “mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo” dirá Jesús. El Padre descansó de crear, y ahora no deja de amar, gobernar y renovar cada día la creación. El trabajo del amor, nunca se detiene. En una oración sinagogal que precede a la proclamación del Shemá, los judíos dicen: “haces la paz y todo (lo) creas. Tú que iluminas la tierra y (a) todos sus habitantes; que renuevas cada día la obra de la creación”. También en nosotros la “creación” puede ser renovada cada mañana, si como el salmo: “por la mañana proclamamos, Señor tu misericordia” testificándola con nuestra vida.

          Pidamos al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a que se refiere su promesa. Una cosa es trabajar para sostener el cuerpo y otra, para inmolarlo por amor y para amar.

          Que así sea.

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Domingo 30º del TO A

Domingo 30º del TO A

(Ex 22, 20-26; 1Ts 1, 5-10; Mt 22, 34-40)

Queridos hermanos:

 Dios es amor y lo es también el camino que ha revelado. El hombre está llamado a conocerlo, amarlo, servirlo y gozarlo, y sólo el amor nos encamina, nos acerca y nos introduce en él; ser cristiano, no es solamente no pecar, sino amar, y no hay amor más grande que dar la vida, ni mayor realización de nuestro ser en este mundo. Todo en la creación se realiza dándose; ha sido hecha para inmolarse y mientras no lo hace queda frustrada y sin sentido en su existencia, porque tendemos por naturaleza a asimilarnos a Cristo haciéndonos un espíritu con él, en la glorificación de nuestra carne.

Toda la Ley y los profetas penden del amor, que desde el Deuteronomio ha mostrado al pueblo el camino de la vida hacia Dios, como desde el Levítico, se muestra el camino de la perfección humana, en el amar al prójimo como a sí mismo (Lv 19, 18). El Señor, une al precepto del amor a Dios, el del amor al prójimo, porque como dice san Juan: “Quien no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.” El amor a Dios y al prójimo se corresponden y se implican el uno al otro; no pueden darse por separado con exclusividad.

          El Levítico partiendo de esta realidad, nos muestra al prójimo, como el camino para salir de nosotros mismos e ir en busca del amor, y así Cristo, como hemos visto en el Evangelio, unirá este precepto al del amor a Dios: “el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. He aquí el camino de la vida feliz indicado por la Ley y los profetas, que puede llevar al hombre hasta las puertas del Reino.

Cristo ha superado en el amor con el que él nos ha amado, la ley y los profetas (Jn 13, 34), y amplía nuestra capacidad de amar, infinitamente, derramando en nuestros corazones el amor de Dios por obra del Espíritu Santo. Él, nos amó primero. A eso ha venido Cristo: A librarnos del yugo de las pasiones y darnos el Espíritu Santo, para que podamos amar con todo el corazón (mente y voluntad), con toda la vida, y con todas las fuerzas. En efecto, sólo en Cristo se abrirán las puertas del Reino, a un amor nuevo dado al hombre, no en virtud de la creación, sino de la Redención; de la “nueva creación”, por la que es regenerado el amor en el corazón del hombre.

Cristo nos ha amado con un amor que perdona el pecado y salva, y este amor que antes de Cristo sólo podía ser para el hombre objeto de deseo, ahora se hace realidad por la fe en él. Si el amor cristiano es el de Cristo, recordemos las palabras de Cristo: “Como el Padre me amó, os he amado yo a vosotros”. Así, el amor cristiano, no es otro ni diferente del amor del Padre, con el que amó a Cristo, y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano, en Cristo, es por tanto signo y testimonio del amor de Dios en este mundo; testimonio al que somos llamados por la fe en Cristo.

          Se leía en el oráculo de Delfos: ”conócete a ti mismo” y con toda razón, porque sólo quien se conoce puede darse en plenitud. No obstante, para conocerse hay primero que encontrarse. Es necesario que el hombre responda a la pregunta que Dios le formula en el Paraíso: “¿Dónde estás?”. El hombre que está escondido a sí mismo por el miedo, consecuencia del pecado, porque de Dios es imposible esconderse, debe encontrarse, como dice san Agustín en sus “Confesiones”: “Tú estabas delante de mí, pero yo me había retirado de mí mismo y no me podía encontrar” (Confesiones libro 5, cap. II) . Con su pregunta, Dios le invita por tanto, a encontrarse; a reconocerse lejos del amor y a convertirse, pues como dice san Juan: “el amor pleno expulsa el temor; no hay temor en el amor” (1Jn 4,18). Además, para darse, hay que poseerse, ser dueño de sí y no esclavo de las pasiones o de los demonios.

          A Dios se le debe amar con lo que se es, con lo que se tiene, y siempre. El mandamiento del amor a Dios, especifica “con qué” se debe amar, mientras que el del amor al prójimo indica el “cómo”, de qué manera. El amor a Dios debe ser holístico, implicar la totalidad del ser y del tener; sin admitir división ni parcialidad, porque el Señor es Uno, y con nadie se puede compartir idolátricamente el amor que le es debido al único Dios. En cambio el amor al prójimo, siendo un sujeto plural, especifica la forma del amor, unificándola en el amor de sí mismo. Un amor con la misma dedicación, intensidad, espontaneidad, y prioridad, con que nos nace amarnos a nosotros mismos. El amor a sí mismo no necesita ser enseñado; es inmediato y espontáneo y mueve la totalidad de nuestra capacidad de amar, en provecho propio. Ya decía san Agustín que no hay nadie que no ame. El problema está en cuál sea el objeto y la calidad de ese amor. El objeto carnal de nuestro amor somos nosotros mismos; el objeto espiritual, es el amor a Dios y al prójimo como a nosotros mismos; y el objeto sobrenatural, cristiano, es el amor a los enemigos.

“Si la luz de Dios está en nuestras manos, nuestra luz estará en las manos de Dios. Si Dios está en nuestra boca, todo nos sabrá a Dios. Si nos reconocemos hijos bajo la mirada del Padre, todos nos convertimos en hermanos.

  Proclamemos juntos nuestra fe.

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Santos Simón y Judas apóstoles

Santos Simón y Judas

Ef 2, 19-22; Lc 6. 12-1 

Queridos hermanos:

          En esta fiesta conmemoramos a dos apóstoles: Simón el cananeo o Zelota, y Judas de Santiago o Tadeo, como los llama Lucas. Obediencia y Confesión como los denomina san Cirilo, que además añade: los constituyó con los demás apóstoles, en doctores de todo el mundo, para liberar a los judíos de la servidumbre de la ley y apartar a los idólatras del error gentil, llevándolos al conocimiento de la verdad.

          Lo más importante, parece ser, que fueron Apóstoles, elegidos por el Señor, como testigos de la Resurrección, que el Apocalipsis coloca como fundamentos de la muralla de la Nueva Jerusalén.

          Con todo, su gloria, que hoy conmemoramos, no procede de su nacimiento, posición social, o nacionalidad, porque sabemos que eran pobres galileos, y rudos en su mayoría; tampoco procede de su elección, para el apostolado, que también Judas fue elegido, ni de su virtud, ya que Pedro negó al Señor, Pablo fue perseguidor, etc. Lo que los glorifica en este día, es que fueron fieles hasta el fin, a la misión que les fue encomendada, perseverando en la voluntad del Señor, por lo que la tradición los considera mártires.

          Nosotros también somos llamados a la fidelidad y al testimonio del Evangelio, en el don que hemos recibido como miembros del Cuerpo de Cristo y piedras vivas de su templo. Con todo, nuestra gloria la forjaremos nosotros con nuestra fidelidad y perseverancia en el servicio de amor a nuestros hermanos, que el Señor tenga a bien encomendarnos.

          El Señor eligió a los apóstoles de entre sus discípulos, después de una noche de oración, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar; de ahí viene el nombre de apóstol que significa enviado. Como columnas de la Iglesia, los apóstoles serán los primeros testigos del Evangelio, vida, muerte y resurrección de Cristo, en Judea, y después en todo el mundo. Dice el Evangelio que acudieron muchos de la región de Tiro y Sidón, como primicia de los gentiles a los que ellos deberían congregar.  

          Como a los apóstoles, también a nosotros nos cuesta mucho comprender la unidad de Cristo con el Padre, que sería tanto como querer comprender el misterio de la Santísima Trinidad. Nos resulta más fácil seguir llamando Dios, a quien Cristo nos ha enseñado a llamar Padre nuestro, como nos ha recordado san Pablo, pero cuyo amor, misericordia, bondad, palabra, etc. nos han sido reveladas por Cristo y en Cristo: Quien me ve a mí ve al Padre; el Padre está en mí y yo en el Padre; como el Padre me amó os he amado yo; yo y el Padre somos uno;  Con todo, la unidad entre el Padre y el Hijo no es identidad, aunque el Hijo sea igual al Padre, porque: “El Padre es más grande que yo (Jn 14, 28); mi alimento es hacer su voluntad; yo hago siempre lo que a él le agrada”.

          El Evangelio menciona a estos apóstoles solamente en la designación de los doce, y el resto de lo que sabemos de ellos, procede de las escasas tradiciones surgidas en los lugares de su misión. El Señor, en efecto les dijo “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio. Quien a vosotros escucha, me escucha a mí, y quien a vosotros rechaza, me rechaza a mí, y a Aquel que me ha enviado.”

          Lo que sí sabemos de los apóstoles, es que dejaron sus vidas por su misión, con la fuerza del Evangelio y del Espíritu Santo, que suplía su precariedad humana haciéndolos testigos del amor que habían recibido de Dios por la fe en Jesucristo. Pocos son los que escribieron, pero todos testificaron a Cristo con sus vidas, dejando la herencia de las Iglesias que fundaron en todo el mundo y de las que también nosotros hemos recibido la fe que nos salva.

          Elevemos nuestra acción de gracias a Dios, que nos envió a su Hijo, y bendigamos a Cristo que nos dio a los apóstoles, que nos han preparado la mesa de su palabra y de su cuerpo y sangre, que nos nutre para la vida eterna.

 

          Que así sea.

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Viernes 29º del TO

Viernes 29º del TO

Lc 12, 54-59

Queridos hermanos:

 

Incluso humanamente, esta, es una palabra sabia. En cierta ocasión me decía un notario que es mejor un mal arreglo que un buen juicio. Cuánto más, frente a Dios, ante quien siendo todos culpables, se nos ofrece el mejor de los arreglos por medio del perdón.

El tiempo de Cristo es un tiempo de paciencia y de misericordia que la Escritura, por boca del profeta Isaías, denomina “año de gracia del Señor”, que es necesario discernir y acoger, antes que llegue el inexorable “tiempo del juicio”, pues la justicia divina no es inferior a su misericordia. Dice Santiago que “habrá un juicio sin misericordia para quien no practicó la misericordia”, a lo que podríamos añadir también con toda certeza, para quien no la acogió, cuando le fue ofrecida por Cristo, o anunciada por medio de sus discípulos, que deben proclamarla a toda la creación.

El Señor obra unos signos ya anunciados por los profetas en las Escrituras, que se cumplen con la misma fidelidad con la que los fenómenos de la naturaleza lo hacen, obedientes a la ley del creador. “Si no hubiera hecho entre ellos obras que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado; pero ahora las han visto y nos odian a mí y a mi Padre” (Jn 15, 24). Estos signos muestran al Mesías y anuncian la inminencia del juicio, que en Cristo se anticipa como perdón y misericordia. Pretextar ignorancia después de verlos es “hipocresía”, que esconde desprecio por las Escrituras y mala voluntad para la conversión, ante los signos de Cristo, y para quienes rechazan la misericordia, sólo queda el juicio y la implacable sentencia de la justicia, ante la cual somos todos reos de culpa. Pero aun siendo grande nuestra culpa, la expiación de Cristo en nuestro favor, sobreabunda sobre nuestra maldad. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”, como dice san Pablo.

“Bochorno y tempestad” vendrán sobre quienes no se acojan a la gracia que Cristo nos ofrece gratuitamente. Tendrán ojos y no verán, oídos y no escucharán, y no tendrán discernimiento para convertirse. Ante la ley y ante el amor y la misericordia que Dios nos ha mostrado en la cruz de Cristo, quién osará presumir su propia justicia. Pedir perdón es tener sabiduría; perdonar, es haber alcanzado la salvación.

Para quienes hemos sido ya objeto de la misericordia divina, este es un tiempo de vigilancia; la gracia recibida demanda en nosotros correspondencia respecto a nuestros adversarios, ya que: “si vosotros no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará.” Para este testimonio hemos sido alcanzados gratuitamente por la misericordia divina en favor del mundo.

Acojamos por tanto la gracia de Cristo que se nos da en la Eucaristía y acudamos al banquete de la misericordia para ser saciados por Cristo y recibir en él vida eterna con nuestro ¡amén!

Que así sea.

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Jueves 29º del TO

Jueves 29º del TO

(Lc 12, 49-53)

Queridos hermanos:

          La palabra del Evangelio nos pone delante a Cristo frente a su misión de transformar el agua en vino, derramando sobre la tierra de nuestra carne el fuego de su Espíritu de amor, como dice san Juan Crisóstomo, haciendo así una nueva creación sustraída a la nada de la muerte del pecado.

          Cristo habla de fuego, bautismo, paz, y división. El fuego del amor del Espíritu de Dios, debe ser encendido; la muerte del pecado debe ser apagada y asumida por él en el bautismo de la cruz; la falsa paz de los muertos debe ser dividida, y rota. La misión de Cristo es encender en el mundo el amor de Dios, sumergiéndose en él hasta la muerte.

          Para eso deberá derramar su sangre en un bautismo purificador de toda carne, que separará lo nuevo de lo viejo, la luz de las tinieblas, y él mismo vendrá a ser señal de contradicción y causa de división, porque las tinieblas se resisten a la luz y al fuego del amor de Dios con los que va a purificar la tierra. El bautismo y el fuego purifican y a la vez enfrentan, porque como la sal, queman y escuecen al que entra en contacto con ellos y como la luz ponen de manifiesto la maldad oculta de las pasiones y los vicios.

          El Señor nos habla de un bautismo que es fuego, como había anunciado Juan Bautista; “Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego”. Deberá ser sumergido en la muerte de nuestros pecados, para que nosotros seamos purificados en el fuego de su Espíritu, que derrame su amor en nuestros corazones, y quedemos limpios de las obras muertas. Este es el ansia de Cristo. El bautismo del Jordán será la manifestación del Espíritu, que después encomendará al Padre desde la cruz, y derramará sobre la Iglesia en la vida nueva de la Resurrección.

          Seguir a Cristo va a suponer un sumergirse con él en el torrente de la  persecución y los sufrimientos de los que el Mesías beberá en su camino (Sal 110, 7) y,  que enfrentarán a unos contra otros, según acojan o rechacen a Cristo. “¿Podéis ser bautizados con el bautismo con el que yo voy a ser bautizado?” La Eucaristía y todos los sacramentos de nuestra fe, nos sumergen con Cristo en su muerte, y en su resurrección nos abrevan en el torrente de sus delicias, porque en él está la fuente viva, y su luz nos hace ver la Luz.

          Que así sea.

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Miércoles 29º del TO

Miércoles 29º del TO

Lc 12, 39-48

Queridos hermanos:

Dios en su infinita bondad ha querido compartir su “hacienda” con nosotros, y por eso hemos sido llamados a la existencia, finalizada a la comunión de amor con él, y nos ha dotado de los medios necesarios para alcanzarla: amar a los hermanos. Todos los medios incluida la existencia misma, están, por tanto, en función del amor, que nos franquea la entrada al Amor, en lo que conocemos como bienaventuranza, cielo, vida eterna, Reino de Dios, Casa del Padre.

Hoy la palabra nos habla de otro motivo de vigilancia distinto del que veíamos ayer, para acoger al Señor cuando viene de la boda y entrar con él al banquete del amor. Hoy se trata de estar preparados para el día de su “visita” inesperada, en la que viene a pedir cuentas de nuestra administración de sus dones; de su amor. Viene como ladrón,  para quienes consideran propios los dones del Señor, y para quienes no lo esperan ni desean su venida. Viene a reclamar el tesoro que le pertenece y nos fue encomendado acrecentar, y para retribuir a cada uno según haya realizado su servicio amando.  Nosotros, como dice el Evangelio, no somos sino administradores a prueba, a quienes el Señor quiere poner al frente de toda su hacienda, dándonos su Espíritu para siempre, si es que hemos sido fieles y solícitos en llevar a cabo aquello que se nos encomendó: ¡Servir!: ¡Amar!

Nuestra fidelidad y solicitud consistirá en que no nos hayamos apropiado aquello que se nos encomendó para servir: su amor, y en que hayamos amado, no sólo al Señor con pureza y sobriedad, sino también a nuestros hermanos, con el mismo amor con el que hemos sido amados y le debemos a Dios.

Si bien esta vigilancia es necesaria para cuantos se disponen a servir al Señor, tanto más lo es, para quienes son llamados a ser administradores de los bienes de su casa, fieles y prudentes, al cuidado de otros siervos y siervas. Dichosos quienes se mantienen en esta fidelidad y prudencia en el servir constantemente al Señor, porque ellos se nutrirán de lo sabroso de su casa y serán abrevados en el torrente de sus delicias, mientras a los infieles se les pedirá cuentas de su encomienda y se les pagará de acuerdo a sus obras. Como dijo san Juan de la Cruz: Seremos examinados en el amor.

En espera de esta venida del Señor, se nos concede ahora, según nuestra disposición, poder ser alimentados con vida eterna, prenda de nuestra herencia en Cristo Jesús, que se entregó por nosotros.

Que así sea.

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Martes 29º del TO

Martes 29º del TO

(Lc 12, 35-38)

Queridos hermanos:

          Hoy la palabra nos habla de la vigilancia del corazón en espera del esposo: ”Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas”. Se espera además con la puerta cerrada, para abrirla sólo al Señor cuando llegue y llame. Otros vienen a llamar (como el ladrón del v. 39), pero no encuentran franca la entrada del corazón, porque la verdadera vigilancia es la del corazón, como dice la esposa del Cantar: “yo dormía pero mi corazón velaba”, porque el corazón se va tras el bien que atesora. Por eso, “sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que ansía tu corazón” adornado con la prudencia de las vírgenes del Evangelio (Mt 25, 1-13).

          Vigilar, es pues, vivir en el Señor. Tener el corazón en el Señor, esto es: amarlo. Vigilar y amar se corresponden, y se acompañan de sobriedad y santidad (1P 1, 13-16). El que ama espera y transforma la ausencia en presencia interior rebosante de gozo; el que ama, puede acoger al amado que llega en la noche, de repente, y arrastra con él a la fiesta de bodas al que está preparado y esperando. Llega el banquete en el que el Señor se hace siervo, y el siervo desposa a su Señor. La espera del amor es gozosa, más fuerte que la muerte, y es defensa frente al ataque del enemigo (Mt 24, 43).

          Ésta es una palabra que nos exhorta a la intimidad del amor, porque el que ama, espera en medio de la oscura incertidumbre de la vida, y se prepara para acompañar al esposo hasta la consumación del amor. El amor envuelto en gozo acrecienta el deseo, para que la debilidad del sueño no sea capaz de perturbarlo, ni apagarlo las aguas torrenciales del sufrimiento.

          El Señor se ha desposado con nosotros entregándose en la cruz, y nosotros le esperamos entregándonos a él, en su voluntad, amándole con toda nuestra vida: “Si alguno me ama, guardará mi palabra; el que cumple mis mandamientos, ese me ama; y este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado.” Esperemos despiertos en el amor y amémonos en la espera. “¡El que no ame a Cristo sea anatema!¡Ven Señor!

          Que así sea

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Lunes 29º del TO

Lunes 29º del TO 

(Lc 12, 13-21)

Queridos hermanos:

          Por la experiencia de muerte que todos tenemos a consecuencia del pecado, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia, a buscar seguridad en las cosas y a atesorar conducidos por la codicia, siendo así que, sólo Dios es la vida y el bien de cuanto existe. El problema está, en que el atesorar involucra inexorablemente el corazón y mueve sus potencias: entendimiento y voluntad de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo, una sima que sólo Dios puede colmar. Codiciar es amar el dinero, y como dice san Pablo (Col 3, 5) es una idolatría; es lo contrario de amar a Dios. El que ama, se vacía de sí mismo, se da, porque es verdaderamente rico y todo le sobra, porque el amor sacia, mientras que la codicia es mísera e insaciable, y todo lo esclaviza. Si lo que atesoramos no es el amor, expulsamos a Dios de nuestro corazón, porque donde esté tu tesoro allí estará también tu corazón. Como dice el Apocalipsis: “Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas.” Dice el salmo (36, 4): “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.

Todo en este mundo es precario; sólo Dios es subsistente y eterno. Por eso, enriquecerse y atesorar, sólo tiene sentido en orden a Dios, que es el sumo Bien imperecedero, que no pasa, en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no socavan ni roban. Por medio de la caridad y la limosna, nuestro amor al dinero se purifica, se muda en amor a Dios y a los hermanos y se desarraiga al diablo de nuestro corazón: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna, como fuego, y cruz purificadora.

Al “joven” rico del Evangelio, el Señor le dio la oportunidad de atesorar sus riquezas en las santas moradas, pero fue incapaz de despegarlas de este mundo, recibiendo la tristeza como recompensa. Los dones de Dios en un corazón idólatra se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímero de la existencia, mientras la sabiduría está en poner en el Señor nuestro cuidado, y en la caridad nuestro afán. Solamente en el Señor está la verdadera seguridad. “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor.”

Dios es la vida, y enriquecerse en orden a Dios, lleva a enriquecer nuestra vida hasta hacerla eterna, cuando nuestra entrega sea total, hasta el extremo, como la de Cristo. Para eso ha venido Cristo: para sanar el corazón arrancándolo del pecado, para que su Espíritu viva en nosotros y sacie plenamente nuestras ansias de vida, haciéndonos libres de toda codicia.

La Eucaristía nos ayuda a unirnos a la entrega de Cristo, diciendo amén a la comunión con su carne que se entrega para comunicarnos vida eterna.

Que así sea.

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Domingo 29º del TO A (Domund)

Domingo 29º del TO A (Domund)

(Is 45, 1.4-6; 1Tes 1, 1-5b; Mt 22, 15-21)

Queridos hermanos:

          Una vez más, fariseos y herodianos tienden una trampa a Jesús, pero sabiendo que les ha vencido otras veces, tratan de desarmarle con la adulación. No hay cosa que pueda debilitar más el discernimiento, la vigilancia y la entereza de un hombre que la adulación. Como dicen los padres, “el que adula a un hermano lo entrega a Satanás”. Nada más peligroso que el enemigo que se disfraza de amigo y consigue engañar a su oponente: «Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios»      No se dan cuenta que si consiguen vencer a Cristo, no hacen sino ratificar su propia condenación a la “muerte sin remedio” de la que habla el Génesis, porque sólo en Cristo es posible recuperar la predestinación de la humanidad a la bienaventuranza, devolviendo “lo de Dios a Dios”.

          Después del engaño viene la trampa, para involucrarlo en su problemática mundana y así descalificarlo frente al pueblo, que desea un mesianismo carnal, de liberación política, reduciendo al hombre a categorías terrenales. ¿Cómo descubrir al lobo con piel de cordero que nos conduce al precipicio? ¿Cómo resistirse a la estima de los hombres si no hemos sido saciados por la estima de Dios?

          El error de sus adversarios es doble, y está precisamente en sus corazones terrenos que consideran lo mundano como único horizonte y lo material como único valor. Su error es su incredulidad, que les impide descubrir en Cristo al que escudriña los corazones, y al que conoce que la verdad y el valor del hombre se encuentran en su imagen divina y no en los bienes terrenos que pueda poseer. Cristo no ha venido a solucionar los problemas temporales del hombre, que debe enfrentar con sus propias dotes de entendimiento y voluntad, de las que ha sido provisto. Su tremendo error está en buscar su justificación rechazando a Jesús y no en creer en él.

          Dios ha puesto en el hombre su imagen y le ha dado vida, pero el hombre por el pecado, ha sometido esta imagen de Dios al diablo y se ha sumergido en el mar de la muerte, en donde habiendo perdido la vida divina, debe subsistir como tributario del Príncipe de este mundo, aceptando sus condiciones y su marca para comprar y vender como dice el Apocalipsis (13, 16s). Su imagen y su inscripción; su dinero.

          Por eso la misión de Cristo será restituir a Dios su imagen depositada en el hombre, y para eso deberá sumergirse en el mar de la muerte, y sacar de ella al hombre cancelando el tributo al que estaba obligado (cf. Mt 17, 24). También Ciro es llamado Ungido (Cristo) en la primera lectura, porque tiene la misión de sacar al pueblo del destierro de Babilonia.

          Los judíos, lo mismo que todo hombre que no ha creído en Cristo, sumergiéndose con él en la muerte, por la fe, no tienen más remedio que seguir afanándose por el tributo al diablo y está condenado, atado a las riquezas. Vive para este mundo y tiene que arrastrar sus cadenas. Quien está sometido a otro, debe servirlo y soportar su yugo. Por eso a sus discípulos Cristo dice: «Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla corroe; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12, 33-34). Quien ha sido liberado por Cristo mediante la fe, puede vender sus bienes para seguirle.

          Dice san Ambrosio que Cristo no tiene la imagen del César, sino la de Dios.

          Cristo sitúa el problema del hombre en el plano trascendente de su relación con Dios, y se niega a debatir por insignificantes, los planteamientos políticos, sociales, o económicos a los que se pretenda reducir el problema del hombre. Es como si dijera: Yo he venido a salvar al hombre restaurando en él la imagen de Dios, su semejanza, y no a resolver los problemas mundanos, para los que el hombre tiene ya sus leyes y sus instituciones: “Lo de César al César”. “A quien honor, honor, a quien impuestos, impuestos” (Rm 13,7). Vuestro corazón, vuestra fe, sólo a Dios. Eso es lo que debería preocuparos. Pretendéis involucrarme en cuestiones terrenas, para hacerme caer, mientras vosotros dejáis de lado aquello para lo que he sido enviado: Vuestra salvación.

          De nada sirve solucionar nuestra vida terrena si no hemos resuelto nuestra relación con Dios; nuestro destino eterno. “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”. También a nosotros nos llama hoy el Señor en la Eucaristía, a centrar nuestra vida en él: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?”

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 28º del TO

Sábado 28º del TO

Lc 12, 8-12

Queridos hermanos:

Esta palabra gira en torno al testimonio del Señor que hemos acogido, habiendo realizado para nosotros y en nosotros las maravillas de su amor. Todos somos llamados, y es una deuda de gratitud, dar testimonio de lo que Dios ha hecho con nosotros en Cristo. Podemos dudar de ideas y conceptos que superan nuestra capacidad, pero no podemos negar los hechos con los que Dios nos a testificado su amor en Cristo, Hijo suyo y Señor nuestro.

También Cristo ha venido para dar testimonio de la Verdad, que es el amor del Padre a todos los hombres, y que manifestó entregando su vida para el perdón de los pecados. Dice Cristo, que es posible rechazar al hijo del carpintero, pero ¡ay! del que rechace las obras con las que el Espíritu Santo testifica en él. No es igual ofender la humanidad evidente de Cristo, que su divinidad visible en las obras del Espíritu, que el Padre le concede realizar: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre”. Para algunos Padres de la Iglesia, pecar contra el Espíritu sólo es posible habiéndolo recibido en el bautismo y permaneciendo impenitente; obstinadamente contumaz en la ofensa.

El problema de la encarnación, está referido no solamente a Cristo, sino que trasciende también a su Iglesia: “Quien os acoge a vosotros me acoge a mí, y quien me acoge a mí, acoge a Aquel que me ha enviado”. En ese “vosotros” están los apóstoles, los catequistas, y cuantos son enviados en su nombre. El envío es la primera característica del verdadero apóstol y después vendrán las otras que menciona san Pablo: paciencia en el sufrimiento, y señales, prodigios y milagros. “Al que yo envío le acompaña mi terror”.

Junto a sus enviados el Señor suscita también los carismas a través del Espíritu, que la Iglesia debe discernir. No reconocer el discernimiento de la Iglesia ignorando los frutos del Espíritu, es una tremenda responsabilidad de la que deberemos rendir cuentas y que ya ahora tiene sus consecuencias en la propia vida.

Que así sea.

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Viernes 28º del TO

Viernes 28º del TO

(Lc 12, 1-7)

Queridos hermanos:

El Señor previene a sus discípulos del contagioso peligro de la simulación de una vida pía y religiosa con la intención de obtener la aprobación de los hombres, en lugar de vivir piamente para obtener la complacencia en Dios. Parece impensable una tal necedad, que manifiesta un tal desprecio de la verdad y el amor de Dios, a cambio de una paga tan precaria e inconsistente, que por otra parte muestra el valor que se da a una vida pía y religiosa. ¿Por qué, preferir la falsedad de la impiedad a la vida virtuosa, que además de la estima de los hombres nos alcanza la complacencia de Dios? ¿Por qué aparentar algo en lugar de vivirlo realmente? ¿Será una cuestión de perversidad, de maldad, o simplemente de necedad?

Una cosa cierta, es que tanto el bien, como la verdad, la luz, o el amor, siempre implican una auto negación, un morir a sí mismo, y en consecuencia un dolor, un sufrimiento, del que tratamos de escapar, con lo cual, la virtud se nos hace más difícil que la ficción perversa de bondad. La hipocresía que nos aqueja en mayor o menor grado, indica nuestra concreta incapacidad de sufrimiento (falta de sal), que hunde sus raíces en nuestra experiencia de desamor, causante a su vez de nuestro propio desamor, que nos impulsa compulsivamente a buscar ser amados, sin arriesgar, sin amar.

El hipócrita es en realidad un pobre de amor; herido de desamor y escandalizado del sufrimiento, se encierra en sí mismo rechazando la verdad de Dios y su bondad. Este engaño diabólico, sólo puede ser curado por la experiencia profunda del amor gratuito de Dios y de su misericordia infinita, que Cristo encarna y nos alcanza por la fe en él. Mediante la acogida del Evangelio, es posible la conversión y la vida nueva en la verdad del amor. Los discípulos son exhortados por el Señor, a no temer la muerte que su amor ha vencido, amor que ellos recibirán por su fe.

Hoy la palabra tiene de fondo el juicio, y nos habla del fermento de la corrupción que es la hipocresía, radicalmente unida a la necedad y la impiedad, frente a la verdad que tiene por compañeras a la sabiduría y a la bondad del corazón amante y fiel. Lo que se opone a la hipocresía no es la sinceridad, que consistiría en no ocultar su desprecio por la Ley y por Dios, sino la conversión a la Verdad del amor divino que es Cristo. La conversión del hipócrita consistirá en ser lo que aparenta, y no en dejar de ocultar lo que tristemente es. Dios es Verdad, y en ella vive quien lo conoce. A Dios no es posible engañarle, y si pasa por alto nuestras falsedades terrenas y temporales en esta vida, es sólo por su misericordia y paciencia que son eternas, en espera de nuestra conversión, mientras llega el tiempo de la justicia y de la verdad en que deberemos rendir cuentas, para recibir de Dios según cuanto hayamos merecido con su gracia.   

San Mateo, al hablar de la hipocresía, tiene de fondo la persecución. Cuando habla de la levadura, lo hace refiriéndose a la doctrina de los fariseos y saduceos; guías ciegos que guían a ciegos, cuya doctrina hay que cribar de sus malas acciones que corrompen sus palabras. Las palabras convencen nuestra mente, pero los ejemplos arrastran nuestra voluntad: “observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta”. Marcos añade además la levadura de la corrupción de Herodes, comparándola con la de los escribas y fariseos.

La levadura es figura de la corrupción y como ella se propaga rápidamente. La hipocresía instrumentaliza la religión engordando el hombre viejo, mediante la falsedad, mientras Cristo ha venido a testificar con sus obras, y con su vida, la Verdad del amor de Dios en contra de la mentira diabólica. El que vive en la verdad apoya su vida en Cristo, que lo hace libre; el que vive en la hipocresía es un esclavo del diablo, homicida desde el principio y padre de la mentira, que lo engaña y tiraniza, interpretándole sus sufrimientos y encerrándolo en sí mismo.

Jesús habla de una suerte fatal para los hipócritas, que serán separados de él, no por su simulación, sino por sus obras. Él ha venido a testificar la verdad del amor gratuito de Dios, que cura el miedo a sufrir, y a darse por amor. Trae Espíritu y fuego. El temor de Dios es un fruto de la fe. El conocimiento de Dios: ¡Amor!, Fructifica en amor“. Los que no podéis amar ¡Venid a mí! Los que amáis, ¡Temed a ése!” Temed a aquel que quemará la paja con el fuego que no se apaga.  

Si sabemos por experiencia que hemos sido valorados y amados en el alto precio con la sangre de Cristo,  este amor expulsa de nosotros el temor que quiere apartarnos de la Verdad, de amar, y someternos de por vida a la esclavitud del diablo. Estamos en la mente y en el corazón de aquel, cuyo amor es tan grande como su poder. Si hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados, cuánto más llevará cuenta de nuestros sufrimientos y fatigas por el Reino; de nuestros desvelos por el Evangelio y de nuestra entrega por los más necesitados.

          Somos invitados a unirnos realmente a Cristo, mediante este sacramento eucarístico de su sacrificio.

              Que así sea. 

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