Domingo 29º del TO A (Domund)
(Is 45, 1.4-6; 1Tes 1, 1-5b; Mt 22, 15-21)
Queridos hermanos:
Una vez más, fariseos y herodianos tienden una trampa a Jesús, pero sabiendo que les ha vencido otras veces, tratan de desarmarle con la adulación. No hay cosa que pueda debilitar más el discernimiento, la vigilancia y la entereza de un hombre que la adulación. Como dicen los padres, “el que adula a un hermano lo entrega a Satanás”. Nada más peligroso que el enemigo que se disfraza de amigo y consigue engañar a su oponente: «Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios» No se dan cuenta que si consiguen vencer a Cristo, no hacen sino ratificar su propia condenación a la “muerte sin remedio” de la que habla el Génesis, porque sólo en Cristo es posible recuperar la predestinación de la humanidad a la bienaventuranza, devolviendo “lo de Dios a Dios”.
Después
del engaño viene la trampa, para
involucrarlo en su problemática mundana y así descalificarlo frente al pueblo,
que desea un mesianismo carnal, de liberación política, reduciendo al hombre a
categorías terrenales. ¿Cómo descubrir al lobo con piel de cordero que
nos conduce al precipicio? ¿Cómo resistirse a la estima de los hombres si no
hemos sido saciados por la estima de Dios?
El
error de sus adversarios es doble, y está precisamente en sus corazones
terrenos que consideran lo mundano como único horizonte y lo material como
único valor. Su error es su incredulidad, que les impide descubrir en Cristo al
que escudriña los corazones, y al que conoce que la verdad y el valor del
hombre se encuentran en su imagen divina y no en los bienes terrenos que pueda
poseer. Cristo no ha venido a solucionar los problemas temporales del hombre,
que debe enfrentar con sus propias dotes de entendimiento y voluntad, de las
que ha sido provisto. Su tremendo error está en buscar su justificación rechazando
a Jesús y no en creer en él.
Dios ha puesto en el hombre su imagen
y le ha dado vida, pero el hombre por el pecado, ha sometido esta imagen de
Dios al diablo y se ha sumergido en el mar de la muerte, en donde habiendo
perdido la vida divina, debe subsistir como tributario del Príncipe de este
mundo, aceptando sus condiciones y su marca para comprar y vender como dice el
Apocalipsis (13, 16s). Su imagen y su inscripción; su dinero.
Por eso la misión de Cristo será
restituir a Dios su imagen depositada en el hombre, y para eso deberá
sumergirse en el mar de la muerte, y sacar de ella al hombre cancelando el
tributo al que estaba obligado (cf. Mt 17, 24). También Ciro es llamado Ungido
(Cristo) en la primera lectura, porque tiene la misión de sacar al pueblo del
destierro de Babilonia.
Los judíos, lo mismo que todo hombre
que no ha creído en Cristo, sumergiéndose con él en la muerte, por la fe, no
tienen más remedio que seguir afanándose por el tributo al diablo y está
condenado, atado a las riquezas. Vive para este mundo y tiene que arrastrar sus
cadenas. Quien está sometido a otro, debe servirlo y soportar su yugo. Por eso
a sus discípulos Cristo dice: «Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos
bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega
el ladrón, ni la polilla corroe; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará
también vuestro corazón»
(Lc 12, 33-34). Quien ha sido liberado por Cristo mediante la fe, puede vender
sus bienes para seguirle.
Dice
san Ambrosio que Cristo no tiene la imagen del César, sino la de Dios.
Cristo sitúa el problema del hombre en
el plano trascendente de su relación con Dios, y se niega a debatir por
insignificantes, los planteamientos políticos, sociales, o económicos a los que
se pretenda reducir el problema del hombre. Es como si dijera: Yo he venido a
salvar al hombre restaurando en él la imagen de Dios, su semejanza, y no a
resolver los problemas mundanos, para los que el hombre tiene ya sus leyes y
sus instituciones: “Lo de César al
César”. “A quien honor, honor, a quien impuestos, impuestos” (Rm 13,7).
Vuestro corazón, vuestra fe, sólo a Dios. Eso es lo que debería preocuparos.
Pretendéis involucrarme en cuestiones terrenas, para hacerme caer, mientras
vosotros dejáis de lado aquello para lo que he sido enviado: Vuestra salvación.
De
nada sirve solucionar nuestra vida terrena si no hemos resuelto nuestra
relación con Dios; nuestro destino eterno. “Buscad primero el Reino de Dios
y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”. También a
nosotros nos llama hoy el Señor en la Eucaristía, a centrar nuestra vida en él:
“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si él mismo se pierde o
se arruina?”
Proclamemos juntos nuestra fe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario