Domingo 30º del TO A
(Ex 22, 20-26; 1Ts 1, 5-10; Mt 22, 34-40)
Queridos hermanos:
Dios
es amor y lo es también el camino que ha revelado. El hombre está llamado a
conocerlo, amarlo, servirlo y gozarlo, y sólo el amor nos encamina, nos acerca
y nos introduce en él; ser cristiano, no es solamente no pecar, sino amar, y no
hay amor más grande que dar la vida, ni mayor realización de nuestro ser en
este mundo. Todo en la creación se realiza dándose; ha sido hecha para
inmolarse y mientras no lo hace queda frustrada y sin sentido en su existencia,
porque tendemos por naturaleza a asimilarnos a Cristo haciéndonos un espíritu
con él, en la glorificación de nuestra carne.
Toda la Ley y los profetas penden del
amor, que desde el Deuteronomio ha mostrado al pueblo el camino de la vida hacia
Dios, como desde el Levítico, se muestra el camino de la perfección humana, en
el amar al prójimo como a sí mismo (Lv 19, 18). El Señor, une al precepto del
amor a Dios, el del amor al prójimo, porque como dice san Juan: “Quien no
ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.” El amor a
Dios y al prójimo se corresponden y se implican el uno al otro; no pueden darse
por separado con exclusividad.
El Levítico partiendo de esta
realidad, nos muestra al prójimo, como el camino para salir de nosotros mismos
e ir en busca del amor, y así Cristo, como hemos visto en el Evangelio, unirá
este precepto al del amor a Dios: “el segundo es: Amarás a tu prójimo como a
ti mismo”. He aquí el camino de la vida feliz indicado por la Ley y los
profetas, que puede llevar al hombre hasta las puertas del Reino.
Cristo ha superado en el amor con el que
él nos ha amado, la ley y los profetas (Jn 13, 34), y amplía nuestra capacidad
de amar, infinitamente, derramando en nuestros corazones el amor de Dios por
obra del Espíritu Santo. Él, nos amó primero. A eso ha venido Cristo: A
librarnos del yugo de las pasiones y darnos el Espíritu Santo, para que podamos
amar con todo el corazón (mente y voluntad), con toda la vida, y con todas las
fuerzas. En efecto, sólo en Cristo se abrirán las puertas del Reino, a un amor
nuevo dado al hombre, no en virtud de la creación, sino de la Redención; de la
“nueva creación”, por la que es regenerado el amor en el corazón del hombre.
Cristo nos ha amado con un amor que
perdona el pecado y salva, y este amor que antes de Cristo sólo podía ser para
el hombre objeto de deseo, ahora se hace realidad por la fe en él. Si el amor
cristiano es el de Cristo, recordemos las palabras de Cristo: “Como el Padre
me amó, os he amado yo a vosotros”. Así, el amor cristiano, no es otro ni
diferente del amor del Padre, con el que amó a Cristo, y con el que Cristo nos
amó a nosotros. Amar al hermano, en Cristo, es por tanto signo y testimonio del
amor de Dios en este mundo; testimonio al que somos llamados por la fe en
Cristo.
Se leía en el oráculo de Delfos: ”conócete
a ti mismo” y con toda razón, porque sólo quien se conoce puede darse en
plenitud. No obstante, para conocerse hay primero que encontrarse. Es necesario
que el hombre responda a la pregunta que Dios le formula en el Paraíso: “¿Dónde
estás?”. El hombre que está escondido a sí mismo por el miedo, consecuencia
del pecado, porque de Dios es imposible esconderse, debe encontrarse, como dice
san Agustín en sus “Confesiones”: “Tú estabas delante de mí, pero yo me había
retirado de mí mismo y no me podía encontrar” (Confesiones libro 5, cap. II) . Con su pregunta, Dios le invita por tanto,
a encontrarse; a reconocerse lejos del amor y a convertirse, pues como dice san
Juan: “el amor pleno expulsa el temor; no hay temor en el amor” (1Jn 4,18).
Además, para darse, hay que poseerse, ser dueño de sí y no esclavo de las
pasiones o de los demonios.
A Dios se le debe amar con lo que se
es, con lo que se tiene, y siempre. El mandamiento del amor a Dios, especifica
“con qué” se debe amar, mientras
que el del amor al prójimo indica el “cómo”,
de qué manera. El amor a Dios debe ser holístico, implicar la totalidad del ser
y del tener; sin admitir división ni parcialidad, porque el Señor es Uno, y con
nadie se puede compartir idolátricamente el amor que le es debido al único
Dios. En cambio el amor al prójimo, siendo un sujeto plural, especifica la forma
del amor, unificándola en el amor de sí mismo. Un amor con la misma dedicación,
intensidad, espontaneidad, y prioridad, con que nos nace amarnos a nosotros
mismos. El amor a sí mismo no necesita ser enseñado; es inmediato y espontáneo
y mueve la totalidad de nuestra capacidad de amar, en provecho propio. Ya decía
san Agustín que no hay nadie que no ame. El problema está en cuál sea el objeto
y la calidad de ese amor. El objeto carnal de nuestro amor somos nosotros
mismos; el objeto espiritual, es el amor a Dios y al prójimo como a nosotros
mismos; y el objeto sobrenatural, cristiano, es el amor a los enemigos.
“Si la luz de Dios está en nuestras manos, nuestra luz estará en las manos de Dios. Si Dios está en nuestra boca, todo nos sabrá a Dios. Si nos reconocemos hijos bajo la mirada del Padre, todos nos convertimos en hermanos.
Proclamemos juntos nuestra fe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario