Domingo 27º del TO A

Domingo 27º del TO A 

(Is 5, 1-7; Flp 4, 6-9; Mt 21, 33-43)

Queridos hermanos:

          El tema de la viña lo han tratado Isaías, Jeremías, y Ezequiel, y Cristo lo utiliza también en varias ocasiones. La viña hace referencia a los frutos, y concretamente al vino, como signa del amor. A diferencia de los árboles majestuosos que para sacar utilidad de ellos hay que cortarlos, una vid da fruto año tras año y sigue viviendo. Por otro lado, la vid sólo sirve para dar fruto o para ser quemada; su madera no sirve para nada a diferencia de otros frutales. En eso se parece a la sal, que si no sala pierde todo valor.

          La óptica del Evangelio en esta parábola es distinta de la de Isaías y se dirige a los arrendatarios que deben rendir los frutos al dueño de la viña. Se dan por supuestos los frutos, y se cuestiona la administración de los mismos, que el propietario confía a unos servidores. El clericalismo puede situarse en este contexto. Toda potestad procede, se recibe, de alguien: El párroco, del obispo, el obispo del papa, y el papa de Dios. Cuando esta “traditio” se interrumpe, la potestad puede mantenerse ocasionalmente, pero se pierde la autoridad, porque se corta con la fuente. Antes o después, el agua viva se seca, al perderse el Espíritu.

          Se destaca en la parábola por un lado, la perversidad sorprendente de unos siervos puestos al cuidado de la viña, que pretenden apropiársela rechazando al dueño, a su hijo y a sus enviados, y por el otro lado, se resalta la bondad sobrehumana del dueño, en la que se reconoce a Dios, cuyo amor es tan grande, que no duda en entregar la vida de su propio Hijo, en espera de la conversión de aquellos siervos  abyectos  Sin duda ese es el punto clave de la parábola, cuya enseñanza es rechazada por los corazones incrédulos y endurecidos de los sumos sacerdotes, escribas y ancianos del pueblo. Cristo viene a cerrar la bóveda de la Revelación, y es desechado por los constructores indignos.

            El problema de la parábola no es su comprensión, sino la aceptación de la llamada a conversión que implica y el reconocer en Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, la autoridad que reivindica como enviado de Dios, más aún, como el Hijo.

          Dios es amor y quiere compartir su vida bienaventurada creando al hombre a su imagen y semejanza, libre, para poder amar. Cuando el hombre elige el mal y se aparta de Dios por el pecado, conoce la muerte y queda esclavo del diablo, pero el amor de Dios permanece, y sale en busca de la oveja perdida: “A Dios se le perdió una oveja en el paraíso”, como dice san Hilario. Dios busca al hombre y lo llama a formar un pueblo para conducirlo de nuevo a su amor. Una imagen de ese pueblo es la viña que produce un fruto capaz de alegrar el corazón del hombre, al que Dios ha creado para la felicidad de la bienaventuranza. Por eso, el vino simboliza el amor que proviene de Dios que da la vida al hombre y alegra su corazón.

          Pero cuando los encargados de la viña se pervierten y en lugar de   rendir su fruto, de vino, de amor, responden con el rechazo de su Señor, Dios, cuyo amor no se deja vencer por la perversión de su creatura, envía a su propio Hijo en una carne como la nuestra, y se hace uno con su pueblo, asegurando así la santidad de su viña y el fruto de su amor con la sangre de su Hijo, y derrama su Espíritu sobre sus siervos.

          La viña no dejará ya de producir su fruto pero algunos sarmientos pueden endurecerse y secarse; el amor de Dios deja de circular por ellos y dejan de dar fruto, y deben ser cortados y quemados. Por eso, esta palabra está hoy abierta para nosotros llamándonos a conversión, como hizo con su pueblo a través de los profetas, por haber frustrado sus expectativas de fruto. Cristo será la vid y el fruto que el Padre quiere de su viña, y arrendará su viña a quienes lo acojan, para que rindan su fruto.

          No hay palabra más adecuada para contemplar en la Eucaristía.  Hemos escuchado decir a san Pablo: “hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud o valor, todo cuanto habéis aprendido y recibido y oído y visto, ponedlo por obra y el Dios de la paz estará con vosotros”.

          Como sarmientos de la vid debemos dar fruto, y como viñadores debemos rendirlos al Señor. De ahí, que también a nosotros incumbe la responsabilidad de ceder su lugar a la piedra angular que es Cristo, mediante nuestra fe; de servir agradecidos al dueño de la viña, aun sabiéndonos siervos inútiles que sólo por gracia hemos sido llamados.

          Unámonos pues a esta entrega de Cristo, cuyo vino alegra nuestro corazón y nos comunica vida eterna. Vid verdadera, semilla santa, no trasplantada de Egipto sino celeste.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                     www.jesusbayarri.com

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