Lunes 28º del TO
Lc 11, 29-32
Queridos hermanos:
En este tiempo de gracia, la liturgia nos presenta a Dios rico en misericordia, y a través del Evangelio nos hace presente nuestra responsabilidad ante su ofrecimiento, porque: “no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva”.
Los ninivitas se convirtieron por la
predicación de Jonás, signo para ellos
de la voluntad misericordiosa de Dios, que quería salvarlos de la destrucción
merecida por sus pecados. El que Jonás haya salido del seno del mar (figura de
la muerte), como nos cuenta la Escritura, Lucas ni lo menciona, porque es un
signo que, de hecho, no vieron los ninivitas, como tampoco los judíos vieron a
Cristo salir del sepulcro. Será por tanto un signo que no les será permitido
ver. Cuando el rico que llamamos epulón pide a Abrahán, el signo de que un
muerto resucite para la conversión de sus hermanos, éste le responde que no hay
más signo que la escucha de Moisés y los Profetas, a través de la predicación; es
curioso que no diga de la lectura, sino de la escucha. Como dice san Pablo, la
fe viene por el oído. Los judíos que no han acogido la predicación ni los
signos de Jesús, tendrán que acoger la de sus discípulos; el testimonio de la
Iglesia. Es Dios quien elige la predicación como único signo, el modo y el
tiempo favorable para otorgar la gracia de la conversión, y el hombre debe
acogerla como una gracia que pasa. Como dice el Evangelio de Lucas, el que los
escribas y fariseos rechazaran a Juan Bautista, les supuso que no pudieron
convertirse cuando llegó Cristo, frustrando así el plan de Dios sobre ellos (Lc
7,30).
La predicación del Evangelio hace
presente el primer juicio de la misericordia, que puede evitar en quien lo
acoge, un segundo juicio en el que no habrá misericordia para quien no tuvo
misericordia, según las palabras de Santiago (St 2,13), siendo así que le fue
ofrecida gratuitamente por la predicación.
Para quien acoge la predicación todo
se ilumina, mientras quien se resiste a creer permanece en las tinieblas. Dios
se complace en un corazón que confía en él contra toda esperanza, y lo
glorifica entregándole la vida de su propio Hijo: “Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará.”
Dios suscita la fe para enriquecer al
hombre mediante el amor, y darle a gustar la vida eterna, y por su amor,
dispone las gracias necesarias para la conversión de cada hombre y de cada
generación. Los ninivitas, la reina de Sabá, los judíos del tiempo de Jesús y
nosotros mismos, recibimos el don de la predicación como testimonio de su
palabra, que siembra la vida en quien la escucha.
Como ocurría desde la salida de
Egipto, en la marcha por el desierto, Israel sigue pidiendo signos a Dios, pero
ni así se convierte. Las señales que realiza Cristo en la tierra no las pueden
ver, porque no tienen ojos para ver ni oídos para oír, (cf. Is 6, 10) y
piden una señal del cielo. No habrá señal para esta generación, que puedan ver
sin la fe; un signo que se les imponga, por encima de los que Cristo
efectivamente realiza. Cristo gime de impotencia ante la cerrazón de su
incredulidad. La señal por excelencia de su victoria sobre la muerte, será
oculta para ellos (no habrá señal) y sólo podrán “verla” en la predicación de
los testigos, como en el caso de Jonás. Este tiempo no es de señales, sino de
fe, de combate, de entrar en el seno de la muerte y resucitar, como Jonás, que
en el vientre de la ballena pasó tres días. Solo al “final” verán venir la
señal del Hijo del hombre sobre las nubes del cielo.
Jonás realizó dos señales en la
Escritura: La predicación, que sirvió a los ninivitas para que se convirtieran,
y la de salir del seno de la muerte a los tres días, que nadie pudo conocer. El
significado de las “señales” sólo puede comprenderse con la sumisión de la
mente y la voluntad que lleva a la fe y que implica la conversión. Dios no
puede negarse a sí mismo anulando nuestra libertad para imponerse a nosotros,
por eso, todas las gracias tendrán que ser purificadas en la prueba.
Nosotros hemos creído en Cristo, pero
hoy somos invitados a creer en la predicación, sin tentar a Dios pidiéndole
signos, sino suplicándole la fe, y el discernimiento, que él da generosamente
al que lo pide con humildad. De la misma manera que sabemos discernir sobre lo
material, debemos pedir el discernimiento espiritual de los acontecimientos.
También a nosotros se nos propone hoy
la conversión y la misericordia a través de la predicación de la Iglesia.
Que así sea.
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