Tercer domingo de Cuaresma B

Domingo 3º de Cuaresma B
(Ex 20, 1-17; 1Co 1, 22-25; Jn 2, 13-25)

Queridos hermanos:

          Dios que ha creado al hombre por amor, quiere habitar en él, pero Dios es santo, y por eso la relación del hombre con él debe tender a la santidad divina  en el amor. Para mostrarle su amor, Dios se hace presente en Egipto, rescata a los descendientes de Abraham, Isaac y Jacob de la esclavitud y de la idolatría de Egipto y después de constituirlo en su pueblo, comienza la purificación de su corazón, dándole los mandamientos que lo vayan llevando a conocerlo cada vez más profunda y espiritualmente, y a través del Templo los une a sí en una relación vital, corrigiendo constantemente sus infidelidades, hasta que Cristo la lleve a plenitud en la cruz, ofreciendo un culto perfecto a Dios en el templo de su cuerpo, en la obediencia desinteresada del amor.
Después de la resurrección de Cristo, la fe hará del corazón de los creyentes nuevos templos, miembros de Cristo; templos en los que se ofrecerá a Dios un culto espiritual, pues el Espíritu Santo derramará en ellos el amor de Dios. Culto con el que el Padre quiere ser adorado.
          Muchos toman los mandamientos por prohibiciones arbitrarias de Dios; por límites puestos a su libertad, pero que son una manifestación de su amor y de su solicitud paterna por el hombre. «Cuida de practicar lo que te hará feliz» (Dt 6, 3; 30, 15 s). Jesús resumió todos los mandamientos, es más, toda la Escritura, en un único mandamiento: el del amor: Amor a Dios y al prójimo. «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40). Tenía razón San Agustín al decir parafraseando a Tácito: «Ama y haz lo que quieras». Porque si uno ama de verdad, todo lo que haga será para bien. Incluso si reprocha y corrige, será por amor, por el bien de otro.
          El Señor visita su templo como había anunciado Malaquías (Ml 3,1-3): como un fuego de fundidor o una lejía de lavandero que lo purifiquen a fondo. Si el templo es un mercado, el culto quedará impregnado de su “olor”. Si el interés está en el aire de nuestro corazón, se impregnará de él nuestra súplica y se empañará la misericordia.
          Jesús purifica el antiguo templo, expulsando del mismo, con un látigo de cuerdas, a vendedores y mercaderías; pero Dios se ha construido un nuevo templo. Cristo, se presenta a sí mismo, a su cuerpo visible, como el nuevo templo de Dios que los hombres destruirán, pero que Dios hará resurgir en tres días. Templo visible habitado por Dios: “Pues yo os digo que hay aquí algo mayor que el Templo”  (Mt 12, 6). También el antiguo templo será destruido por los hombres, pero no será reconstruido.
          El hombre que se sirve a sí mismo busca su interés y convierte su culto en mercadería y su corazón en cueva de bandidos. Purificar nuestro corazón es limpiar nuestro templo de la idolatría de nosotros mismos y de las creaturas, para servir a Dios y a los hermanos en el amor. Pero precisamente por ser uno, los diez mandamientos hay que observarlos en conjunto; no se pueden observar cinco y violar los demás, ni siquiera uno solo de ellos. Ciertos criminales honran escrupulosamente a sus padres; y si un hijo suyo blasfemia se lo reprochan ásperamente, pero matar, codiciar los bienes, son tema aparte.
          En esta Cuaresma deberíamos examinar nuestra vida para ver si también nosotros hacemos algo parecido, esto es, si observamos escrupulosamente algunos mandamientos mientras transgredimos alegremente otros. De nada serviría eliminar algunos ídolos y dejar otros. “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón; no tendrás otros dioses fuera de mí” (Ex 20, 3). “Los verdaderos adoradores, adorarán al Padre en Espíritu y en la Verdad del amor, tal como Dios ha querido revelarse.

Proclamemos juntos nuestra fe.
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Salmo 13

SALMO 13
(12)

Clamor confiado



¿Hasta cuándo, Señor? ¿Me olvidarás para siempre?
¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?
¿Hasta cuándo andaré angustiado,
con el corazón en un puño día y noche?
¿Hasta cuándo me someterá el enemigo?
¡Mira, respóndeme, Señor Dios mío!
Da luz a mis ojos, no me duerma en la muerte,
no diga mi enemigo: «¡Le he podido!»,
no se alegre mi adversario al verme vacilar.
Pues yo confío en tu amor,
en tu salvación goza mi corazón.
¡Al Señor cantaré por el bien que me ha hecho,
tañeré en honor del Señor, el Altísimo!


          Salmo de oración lastimera y confiada en la calamidad y la persecución, con el recuerdo de la acción salvadora del Señor. El salmista clama con la urgencia que provoca la cercanía de la muerte, desde una debilidad extrema, quizá en su enfermedad grave, en la que la lejanía de Dios provoca el mayor de los sufrimientos, ante la acusación del enemigo, que trata de oscurecer la misericordia divina sobre sus pecados, hasta el punto de hacerle vacilar en su fe y en la esperanza.
          Aceptada largamente la corrección con humildad, implora del Señor su piedad con ansiedad, rechazando la posibilidad de un abandono eterno por parte de Dios, que le hace clamar con la insistencia de la paciencia que denota esperanza. Dice el Evangelio que: “Dios hará justicia, pronto, a sus elegidos que están clamando a él día y noche, y les hace esperar” (Lc 18, 7).
          Cuando en su corrección, el Señor se oculta al alma del creyente, la vida, y el mundo quedan privados de sentido, el sol pierde su resplandor, se entenebrece la existencia, se apaga la luz de los ojos y no hay alegría posible que pueda mitigar el sufrimiento de una ausencia, que se transforma en tristeza aterradora y noche oscura, que sólo la luz de su rostro puede desvanecer.
          Se puede hacer una lectura espiritual del salmo, en la que el orante, abatido por una debilidad moral que lo somete, haciéndolo desesperar de su liberación ante un desenlace fatal y definitivo, en su angustia, no cede con desesperación a la acusación despiadada del enemigo, sino que eleva su corazón dolorido, en oración, al Señor de las misericordias. Humillado y contrito ante el Señor, ansía contemplar su rostro favorable y compadecido, para cantarle con júbilo y gratitud.
          El grito de Cristo en la cruz parafraseando el salmo 22, puede también vislumbrarse en este salmo: “¿Me olvidarás para siempre?” Mientras el salmista espera y suplica una salvación también para esta vida, Cristo sabe que debe entrar en la muerte para de ella hacer surgir vida y arrebatar a los pobres sometidos, de la esclavitud del diablo. La angustia inicial se cambia en certeza de esperanza y canto gozoso de alabanza, en virtud de la invocación del nombre del Señor. La oscuridad que cubría toda la tierra se ha vuelto clara como el día ante la luz pascual de la fe.
         

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Espíritu, alma y cuerpo

  
Espíritu, alma y cuerpo


          El Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo (1Ts 5, 23).
         
         
          El ser humano es evidentemente “cuerpo”, y como tal, tiene unas necesidades físicas para subsistir, como todos los seres vivos que tienen un alma que los “anima”, haciéndolos crecer, moverse, reproducirse, etc. No es ciertamente igual el alma, o la vida de un vegetal, que la de un animal, o que la del ser humano. La vida, el alma de un vegetal, está dotada de un llamémosle “programa” relativamente simple, básico, mientras un alma animal, cuya vida es más compleja, gobernada por instintos, etc., necesita de un alma más rica.

          El alma humana se distingue de la de cualquier otra creatura, y se caracteriza por su realidad espiritual. La naturaleza física en el ser humano, está unida inseparablemente al espíritu, que lo hace un ser excepcional con “entendimiento y voluntad”, que la Escritura denomina con la palabra “corazón”[1], al que el espíritu dota además, de “libertad”, y por tanto de “responsabilidad”, por su capacidad de elegir el bien o el mal, y de relacionarse en el amor, completándose así, su ser “personal”. Este ser personal así preparado naturalmente, se realiza en plenitud, cuando pone en acto su capacidad de amar, como tendencia a la auto inmolación. En efecto, al acoger el don de la fe en Jesucristo, el Espíritu Santo desciende sobre la persona: cuerpo, alma y espíritu, “derramando en su corazón el amor de Dios”, como dice san Pablo en la Carta a los Romanos (cf. 5,5). Esta presencia del Espíritu Santo, de la naturaleza divina en la persona, le confiere la filiación adoptiva, cumpliéndose en ella la palabra del Evangelio: “El Padre le amará, y vendremos a él, y haremos en él nuestra morada” (cf. Jn 14, 23).

          Mientras por su corporeidad, le son inherentes a la persona humana unas “necesidades físicas” para mantener su vitalidad corporal, necesitando “constantemente” del aire para respirar, “frecuentemente” del alimento, e “ineludiblemente” del descanso, hasta el punto de tener que dedicarle una tercera parte de su vida aproximadamente. De estas necesidades y precariedades, en general, somos bastante conscientes, mientras olvidamos, o descuidamos con demasiada frecuencia, nuestro ser espiritual, nuestro espíritu, que también tiene unas necesidades, para sustentar su vitalidad, de manera que el desempeño del alma, no quede reducido a la condición animal e instintiva, por no ser debidamente gobernada por el espíritu, dando su predominio a la “carne”, cuyas tendencias, según san Pablo, son contrarias, antagónicas a las del espíritu: “Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí (Ga 5, 19-23).

          En el Nuevo Testamento, tanto en las epístolas como en los Evangelios, aparece una acepción de la “carne” no referida simplemente al cuerpo, sino a la realidad personal, que prescinde, o mejor, que es privada por las consecuencias del pecado, de la acción enaltecedora del espíritu, quedando a merced de la concupiscencia, que la convierte en sede de las pasiones y el pecado: la carne es débil (Mt 26, 41 y Mc 14, 38); la carne no sirve para nada (Jn 6, 63); nada bueno habita en mí, es decir en mi carne (Rm 7, 18); con la carne, sirvo a la ley del pecado (Rm 7, 25); las tendencias de la carne son muerte; llevan al odio a Dios (Rm 8, 6-7); si vivís según la carne, moriréis (Rm 8, 13).

          Por su espiritualidad, por tanto, el alma humana, “constantemente” necesita de su relación con Dios a través de la oración, como dice el Evangelio: “Les propuso una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer” (cf. Lc 18, 1); necesita frecuentemente” de la escucha de la Palabra y de la celebración de los sacramentos, con el auxilio del ayuno, e “ineludiblemente” del amor con la ayuda de la limosna: “Lo que os mando es que os améis los unos a los otros” (Cf. Jn 15, 17). Y cuando este amor acoge incluso a los enemigos, la persona humana alcanza en su filiación divina, el culmen de su predestinación eterna (cf. Ef 1, 3-5).

          Todo el combate cuaresmal y la ascesis cristiana en general, están en función de revitalizar la acción del espíritu frente a la insolencia de la carne, de forma que, la persona humana asuma con éxito el combate a que es sometida su realidad existencial, y que los Evangelios resumen en aquel afrontado por Cristo en el desierto, y del que afirma Dovstoiescki: “En aquellas tres tentaciones está compendiada y descrita toda la historia ulterior de la humanidad, y en ellas se nos muestran las tres imágenes, a las cuales se reducen todas las indisolubles contradicciones históricas de la naturaleza humana sobre la tierra: sensualidad, voluntad de poder, y orgullo de superar la condición mortal. Los tres impulsos más fuertes de la multitud humana, las tres chispas que encienden continuamente la carne y el espíritu”.

          Los esfuerzos del diablo para impedir que Cristo asumiera desde la cruz el combate de las tentaciones del desierto, y las continuas imprecaciones para conseguir que se bajara de ella sin franquear la puerta del Paraíso, no tuvieron éxito. Sólo el diablo, envidioso testigo del drama del Edén, podía reconocer el “árbol de la vida”, trasplantado en el Gólgota desnudo de sus hojas y sus frutos. Cristo, extendiendo sus manos sobre él, comió de su invisible fruto y lo dio también al ladrón, en quien nos encontrábamos, la humanidad entera, claramente representados.

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[1] El “corazón” designa al entendimiento y la voluntad libre y consciente (alma-espíritu). Si llamamos “corazón” al entendimiento y la voluntad, la consciencia y la libertad, podemos atribuirlas al “espíritu”, mientras el “alma” sería la vida inteligente y volitiva, en la concepción tripartita del hombre: espíritu, alma, y cuerpo, que aparece en 1Ts 5, 23.

Segundo domingo de Cuaresma B

Domingo 2º de Cuaresma B (sábado 6)
(Ge 22, 1-2.9-13.15-18; Rm 8, 31-34; Mc 9, 2-10)

Queridos hermanos:

Hoy somos llamados a contemplar la gloria de Dios sobre el monte, como Abraham, como Isaac, como Moisés, como Elías, como el pueblo, y los discípulos, a través de nuestra fe. Todos ellos han sido llevados por Dios al monte para contemplar su gloria acogiendo su palabra. El Moria, el Horeb, el Tabor, y sobre todos el Gólgota, se disputan hoy la gloria del Señor y nos muestran la fe sobre la tierra, como abandono, como confianza en la voluntad de Dios y en su amor misericordioso. El monte, como elevación del hombre hacia Dios, es el lugar privilegiado para que el hombre muestre su fe, y Dios su gloria.
Abraham es elegido para la obra sobrenatural de la fe, y es llevado por Dios en etapas, de fe en fe (Rm 1, 17), hasta la anticipación del Gólgota en el Moria, en el que la obra de su fe quedaría terminada y probada: Amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, hasta entregarle a su propio hijo, a su único, al que amaba. Más que de la entrega de nuestras cosas o de nuestra propia vida, de lo que Dios se complace es de nuestro abandono en sus manos, porque él no quiere nuestro mal, sino nuestro bien eterno, aunque sea a través del propio mal de cada día (Mt 6, 34).
Así ha tenido que ser preparado Abraham durante más de 25 años, para llegar a ser capaz de entregarse totalmente en su voluntad “esperando contra toda esperanza”, y alcanzar a ver no sólo el nacimiento, sino después de unos cuarenta años más, la resurrección de Isaac; el día de Cristo, en el que la muerte sería definitivamente vencida por el amor de Dios, origen de nuestra fe. Creyó Abraham al principio en Dios el día de su llamada, y se apoyó después en él ante la muerte, completando la obra de su fidelidad. Dios se complace al ver la fe en el hombre y promete con juramento su bendición para todos los pueblos. Como dijo Jesús a Marta: Si crees verás la gloria de Dios (cf. Jn 11, 40).
El cumplimiento de las bendiciones hechas por Dios a Abraham es Cristo, el Hijo, el Amado, el Elegido, el Siervo en quien se complace su alma, que será entregado por nosotros, y en quien han sido bendecidas todas las naciones de la tierra. Esta manifestación suprema del amor de Dios que será realizada en Cristo, Dios la ha querido hacer nacer en el corazón del hombre mediante la fe en él. La fe da gloria a Dios, porque le permite mostrar su amor y su misericordia infinitos. Cristo dirá: ¡Padre, glorifica tu Nombre! Como glorificaste tu Nombre sacando a Israel de Egipto, y devolviendo vivo a Isaac a su padre, glorifícalo ahora resucitándome de la muerte, porque: En tus manos encomiendo mi espíritu.
Dios quiso que Cristo pasara por la muerte ocultándole un instante su rostro, pero no lo abandonó en el Seol ni permitió que experimentara la corrupción. Como dice San Pablo, si Dios nos entregó a su Hijo, cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas: la fe, la esperanza y la caridad; la salvación, la vida eterna. “Este es mi Hijo amado, escuchadle”.
Abraham fue preservado de la sangre de Isaac, pero no del sacrificio de su corazón, y Dios quedó complacido de su fe. Había de ser Cristo quien consumara “hasta el extremo” el sacrificio en su testimonio de la Verdad, del amor del Padre. Hoy, sobre el monte, el Padre testifica por él; nos presenta a su Palabra hecha “cordero” enviándole la consolación de las Escrituras: Moisés y Elías; la Ley y los Profetas, para ungirlo ante su “tránsito que debía cumplir en Jerusalén”.
También nosotros somos llamados a un testimonio que, perpetúe la bendición de Dios mediante la confesión de Cristo.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Primer domingo de Cuaresma B

Domingo 1º de Cuaresma B
(Ge 9, 8-15; 1P 3, 18-22; Mc 1, 12-15)

Queridos hermanos:

En este comienzo de la Cuaresma, la Palabra nos muestra a Jesús, siendo impulsado y conducido en el desierto, por el Espíritu, al encuentro con Dios y al combate con el diablo. Ciertamente es necesario el Espíritu para ir al desierto y sobre todo para permanecer en él. El desierto ayuda al hombre a entrar en sí mismo por el ayuno, y a no vivir para sí, buscando en primer lugar la caridad con la limosna, y vivir para Dios poniéndole a la escucha con la oración.
El desierto es, en efecto, el lugar bíblico de los desposorios con el Señor, que preparan a la consumación de su amor en la Pascua; a la mutua entrega y posesión: “Mi amado es para mi y yo soy para mi amado”. Es Dios quien llama a su pueblo a la unión amorosa con él y le conduce al desierto lo mismo que a Moisés, a Elías, a Juan Bautista, a los profetas y a cuantos va eligiendo, para mostrarles el Árbol de la Vida, hablarles al corazón, purificarlos de los ídolos y lavarlos de sus pecados. La mirada a la Pascua es la que da sentido a la Cuaresma que comenzamos: ¡La cuaresma ha llegado, la Pascua está cerca!
Después de la destrucción consecuencia del pecado, la alianza con Noé anuncia un nuevo principio en el que Dios se compromete a no destruir toda carne a causa del pecado. Se abre un tiempo de salvación que concluirá con el establecimiento definitivo de su realeza sobre el mundo, cuando sea definitivamente vencido el pecado y aniquilado el instigador del mal. Durante este tiempo, Dios asistirá al hombre haciéndolo retornar de sus desvaríos e infidelidades, hasta que con la llegada del Mesías sea establecida una alianza eterna, cuando la efusión de su Espíritu sobre toda carne, derrame en el corazón del hombre el amor de Dios. Entonces el tiempo se habrá cumplido y el Reino de Dios habrá sido implantado en el mundo.
Este es el testimonio de Cristo anunciado ya por Juan Bautista, que es una llamada para acoger la salvación esperada. Las palabras de Cristo son confirmadas por la acción del Espíritu Santo que testifica en su favor. Al hombre toca discernir y aceptar su testimonio con la conversión de su mente y la adhesión de su voluntad, mediante la penitencia de su vida, como fruto de haber creído la Buena Noticia del Evangelio.
Como el hombre por el pecado fue expulsado del Paraíso, ahora por la conversión el Señor le dice ¡Vuelve! Pero para poder valorar el tiempo, es necesario que la vida tenga una dirección y una meta que le den sentido. El Evangelio abre al hombre un horizonte de esperanza ante el Reino de Dios. El tiempo se hace historia que brota de la llamada, por la que el hombre se pone en marcha en seguimiento de la promesa. El tiempo concedido a la desobediencia y el tiempo mismo del pecado se han terminado.
            Después del pecado y sus consecuencias, Dios anuncia una alianza de salvación para el hombre, que alcanza a toda la creación y que se proclama incluso a los muertos, porque para Dios todos viven. Termina el tiempo del pecado que esclaviza al hombre al poder del diablo. Se anuncia la conversión por el Evangelio. Dios quiere la conversión, para el bien, y anuncia la buena noticia de su amor, que debe ser acogida por la fe, mediante los enviados que él llama.
            Esta vida nueva se nos comunica en la Eucaristía, por la que somos introducidos sacramentalmente en Dios.


Proclamemos juntos nuestra fe.          
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La limosna

La limosna

 


La palabra “limosna” aparece muy tardíamente en la Escritura, alrededor del siglo II a.C. en los libros de Tobías y Eclesiástico, aunque su concepto es bien conocido en la moral bíblica más como misericordia, en primer lugar de Dios con su pueblo, y después del hombre con sus semejantes.
Dios que es amor y conoce profundamente al hombre, sabe que su felicidad depende su unión con él, de forma que su amor anide en el corazón humano, que a consecuencia del pecado tiende constantemente a la idolatría, y es de hecho un compulsivo fabricante de ídolos.
Para purificar su corazón sacándolo de sí mismo y lanzándolo al amor, Dios prescribe al hombre el fármaco saludable de “la limosna”, como ejercicio constante y permanente que engendra en él la virtud de la largueza y lo ejercita en la caridad.
Pero hasta en las cosas más santas se insinúa el tentador, y cuando se pierde de vista el corazón de todas las prácticas religiosas que es el amor de Dios, se vacían de contenido y se introducen en ellas la falsedad, la apariencia y la hipocresía, y el hombre comienza a buscarse a sí mismo en todo aquello que debería llevarlo al amor, al otro, a Dios.

Leemos, en efecto:

-. «Haz limosna con tus bienes; y al hacerlo, que tu ojo no tenga rencilla. No vuelvas la cara ante ningún pobre y Dios no apartará de ti su cara. Regula tu limosna según la abundancia de tus bienes. Si tienes poco, da conforme a ese poco, pero nunca temas dar limosna, porque así te atesoras una buena reserva para el día de la necesidad. Porque la limosna libra de la muerte e impide caer en las tinieblas. Don valioso es la limosna para cuantos la practican en presencia del Altísimo. «Da de tu pan al hambriento y de tus vestidos al desnudo. Haz limosna de todo cuanto te sobra; y no recuerdes las rencillas cuando hagas limosna. (Tb 4, 7-11. 16).

-. «Buena es la oración con ayuno; y mejor es la limosna con justicia que la riqueza con iniquidad. Mejor es hacer limosna que atesorar oro. La limosna libra de la muerte y purifica de todo pecado. Los limosneros tendrán larga vida (Tb 12, 8-9).

-. Mandad a vuestros hijos que practiquen la justicia y la limosna, que se acuerden de Dios y bendigan su Nombre en todo tiempo, en verdad y con todas sus fuerzas. Por haber practicado la limosna se libró Ajicar de la trampa mortal que le había tendido Nadab. Fue Nadab quien cayó en la trampa de muerte para su perdición. Ved, pues, hijos, a dónde lleva la limosna y a dónde la injusticia: a la muerte. (Tb 14, 8.10-11).

-. Ningún beneficio para el que persiste en el mal,  ni para quien se niega a hacer limosna (Eclo 12, 3).

-. El Señor guarda la limosna del hombre como un sello, y su generosidad como la niña de sus ojos (Eclo 17, 22).

-. El pan de la limosna es la vida de los pobres, quien se lo quita es un criminal (Eclo 34, 21).
-. La caridad es como un paraíso de bendición, y la limosna permanece para siempre. Hermano y protector ayudan en la desgracia, pero todavía más salva la limosna (Eclo 40, 17.24).

-. Por tanto, majestad, acepta mi consejo: expía tus pecados con obras de justicia y tus delitos socorriendo a los pobres (limosna), para que tu felicidad sea duradera (Dn 4, 24).

-. Cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará (Mt 6, 2-4).

-. Dad más bien en limosna lo que tenéis y entonces todo será puro para vosotros (Lc 11, 41).

-. Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla corroe; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón (Lc 12, 33-34).

El significado de la limosna es doble. El primero podemos denominarlo medicinal, para la purificación de la relación del hombre con Dios, que constantemente se apoya en sí mismo y en las cosas, desplazando a Dios como fundamento y como centro de su existencia. El segundo consiste en la materialización concreta de la caridad con el prójimo.

La limosna es, por tanto, una exhortación al amor a Dios y al prójimo, del que pende toda la ley y los profetas. Se trata de tener la vida divina en nosotros, lo cual supone un cambio de mentalidad, más aún, de naturaleza. Encontrar el tesoro escondido es saber que la vida plena está en amar. Desgraciadamente somos pobres en amor y esclavos del propio bienestar.

Por la experiencia de muerte que todos tenemos a consecuencia del pecado, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia y a buscar seguridad en las cosas, y en consecuencia a atesorar bienes. El problema está, en que el atesorar implica inexorablemente el corazón y mueve sus potencias: entendimiento y voluntad de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que sólo Dios puede colmar. “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.

Lo que condena el Señor es el amor al dinero y a los bienes, darles el corazón, hacer depender de ellos la propia vida y acumular tesoros sólo para uno mismo (Lc 12, 13-21).

Los dones de Dios en un corazón idólatra se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados, porque tiene unas necesidades, pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural y eterna, mediante su incorporación al Reino de Dios, al cual está finalizada su existencia. Encontrar y alcanzar esta meta, requiere prioritariamente de nuestra intención y nuestra dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Por eso enriquecerse y atesorar, sólo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, y en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no sacaban ni roban. Por medio de la limosna, se cambia la maldición del amor al dinero, por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna como cruz purificadora. Al llamado “joven rico” de la parábola Dios le da la oportunidad de repartir, pero prefiere atesorar.

Como en el caso del “administrador injusto” del Evangelio, los bienes son medios que deben cumplir una función al servicio de un fin, pero no son fines en sí mismos. Si la vida del hombre tiene como orientación definitiva la bienaventuranza de la vida eterna, todos los medios de que dispone, deben estar en función de poder alcanzarla. Esa es la astucia que alaba el patrón de la parábola: saber sacrificar sus beneficios inmediatos, en función de su supervivencia. Cristo atribuye en mayor medida esta astucia a los hijos de este mundo que a los de la luz, para exhortar así a sus discípulos. La inmediatez de las riquezas tiene, de hecho, cierta ventaja al estimular los corazones humanos en el mundo, frente al estímulo que ejerce lo futuro de la bienaventuranza, debido a nuestra débil fe.

Jesús señala a los ricos una vía de salida de su peligrosa situación: «Acumulaos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan» (Mt 6, 20); «Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas» (Lc 16, 9). Sala tu dinero, como dicen los judíos. Hoy sería: blanquea tu dinero negro con la limosna.
Muchos –dice Agustín- se afanan en meter su propio dinero bajo tierra, privándose hasta del placer de verlo, a veces durante toda la vida, con tal de saberlo seguro. ¿Por qué no ponerlo nada menos que en el cielo, donde estaría mucho más seguro y donde se volverá a encontrar, un día, para siempre? ¿Cómo hacerlo? Es sencillo, prosigue San Agustín: Dios te ofrece, en los pobres, a los porteadores. Ellos van allí donde tú esperas ir un día. La necesidad de Dios está aquí, en el pobre, y te lo devolverá cuando vayas allí.

Pero está claro que la limosna de calderilla y la beneficencia ya no es hoy el único modo de emplear la riqueza para el bien común, ni probablemente el más recomendable. Existe también el de pagar honestamente los impuestos, crear nuevos puestos de trabajo, dar un salario más generoso a los trabajadores cuando la situación lo permita, poner en marcha empresas locales en los países en vías de desarrollo. En resumen, poner a rendir el dinero, hacerlo fluir. Ser canales que hacen circular el agua, no lagos artificiales que la retienen sólo para sí. Sobre todo, un cristiano sabe que su dinero, como su misma persona está al servicio del Evangelio; de la salvación del mundo.

Sólo en Dios, está la vida perdurable y de él depende cada instante de nuestra existencia. Sabiduría es saber vivir pendientes de su voluntad y abandonados a su providencia. Necedad, en cambio, es hacer de los bienes la seguridad de nuestra vida. Lo entregado a Dios permanece para siempre, y lo reservado para uno mismo, se corrompe. Lo que valoriza el don, es la parte de la persona involucrada. No tanto lo que uno da, sino lo que uno se da.

            El Señor, a través de “las riquezas injustas”, nos llama a ganar las verdaderas; ¿cómo puede subsistir la justicia de la caridad en la acumulación de bienes? La caridad purifica lo contaminado del corazón distribuyendo las riquezas. A través de “lo ajeno”, nos llama a amar “lo nuestro”, lo propio, lo que no nos será arrebatado; a través de lo pasajero, a valorar el Don eterno de su Espíritu.

La vida es un don de Dios que hay que valorar y agradecer viviendo con sabiduría, conscientes del don y del donador, y del carácter precario e inaferrable del devenir de la existencia. El don, la hace abierta a la generosidad. El donador, la purifica de aparentes desvalores y negatividades y la hace plena de significado trascendente.

San Juan de la Cruz llega a decir que, para alcanzar a Dios, se requiere un corazón desnudo no sólo de males, sino también de bienes; de los goces y los deleites que pueden sernos impedimento, ya sean temporales, sensuales o espirituales, porque ocupan el corazón que se aferra a ellos. Por eso dice: “No pondré mi corazón en las riquezas ni en los bienes que ofrece el mundo, ni en los deleites de la carne, ni en los gustos y consuelos del espíritu, que me detengan en la búsqueda del Amor a través de las virtudes y los trabajos, como dijo David en el salmo (61, 11): Aunque crezcan las riquezas no les deis el corazón. No sólo riquezas materiales sino incluso espirituales. Cuanto impida el caminar en la cruz del Esposo Cristo”.

Donde se da limosna no se atreve a penetrar el diablo, decía san Juan Crisóstomo, (Hom. sobre la Epístola a los Colosenses, 35).

Los biógrafos de santa Catalina narran multitud de gestos como éste. Una vez le pide limosna un mendigo en la iglesia y, como no tiene a mano otra cosa que darle, Catalina le entrega la cruz de plata que cuelga de su rosario. En la noche, Jesús se le presenta llevando en la mano la cruz, resplandeciente de pedrería, y le dice: "Estas piedras preciosas significan el amor con que me hiciste limosna esta mañana.  En el último día, cuando el Hijo del Hombre aparezca en el cielo, verás esta cruz como signo de tu salvación".

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La oración

La oración

Podemos considerar la oración cristiana como un estado de relación de amistad con Dios, que nace de la presencia del amor que el Espíritu Santo derrama en el corazón humano por la fe en Jesucristo, habiendo recibido el don de la conversión, por la acogida de la predicación del Kerigma. Orar es por tanto un permanecer perseverantes manteniéndonos en la gratuidad del amor de Dios, que cubre constantemente a todas sus criaturas, de forma que vivamos en la consciencia de su presencia íntima y amorosa cada instante de nuestra existencia. La oración es por tanto algo consustancial, constitutivo y esencial de la vida cristiana, de la vida divina en nosotros y, no una añadidura, una tarea a realizar o un compromiso en el que empeñar nuestra mente y nuestra voluntad.

Como dice Ladislao Boros: La base de toda oración concreta es la presencia del Espíritu Santo en el alma humana, que realiza la comunión con Dios. De ahí que la oración es algo esencial al ser cristiano.[1] A eso se refiere el Evangelio cuando enseña a orar siempre y sin desfallecer (cf. Lc 18,1), y que san Pablo traduce en: orad constantemente (1Ts 5, 17).

El Evangelio continúa invitándonos a entrar en el aposento de nuestro corazón, y cerrando la puerta, en una relación íntima, ininterrumpida, orar a nuestro Padre que está allí en lo secreto y recibir todo cuanto somos, poseemos y esperamos de él (cf. Mt 6, 5-6). Como dijo santo Tomás de Aquino, que:

Dios es venerado mediante el silencio. No porque no tengamos nada que saber o decir sobre él, sino porque sabemos que somos impotentes para comprenderlo»
 (Tomás de Aquino, De Trinitate 2, 1 ad 6).

Así pues, la oración no requiere del mucho hablar (cf. Mt 6, 7-8), dejando que sea el amor, el corazón, quien hable y presente a Dios nuestros deseos, intercesiones y peticiones, pero sobre todo nuestro agradecimiento, nuestro reconocimiento, nuestra alabanza, nuestra bendición, y nuestra exultación gozosa por su santidad, piedad, misericordia, bondad y amor.

También Dios, que es amor, habla poco y calla mucho, aunque en realidad habla constantemente y su voz puede escucharse en la oración. Dios calla, pero escucha siempre los latidos de nuestro amor, y actúa en consecuencia ponderando multitud de implicaciones que a nosotros nos sobrepasan, ordenándolas al bien de todos y dándoles prioridad a unas sobre otras según su amoroso discernimiento y sabiduría. La oración sintoniza nuestro pequeño discernimiento con el discernimiento inmenso de Dios, y la humildad aglutina en nuestro corazón la gratitud, la paciencia, la esperanza, la fe, el amor y las demás virtudes gobernadas por la prudencia.

Dios ha querido mostrar su amor y su misericordia a través de la oración. Por ella se eleva nuestro corazón a Dios para bendecirle por su santidad, agradecerle sus dones, suplicarle sus mercedes para nosotros y para el mundo entero, y su ayuda en el combate contra el maligno.

            Desde la oración de Abraham con sus seis intercesiones, sólo por los justos y que se detiene en el número diez, a la perfección del amor, que en Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, hay todo un camino que recorrer en la fe que hace perfecta la oración. A tanta misericordia no alcanzaron todavía la fe y la oración de Abraham para dar a Dios la gloria que le era debida, con la que Cristo glorificó su Nombre, y con la que el Padre fue complacido por el Hijo. En efecto, Sodoma no se salvó de la destrucción, mientras nosotros hemos sido salvados por la gracia de la intercesión de Cristo.
           
 La oración nace de la experiencia de la bondad de Dios y de su amor por todo lo que ha creado, y de forma especial por nosotros, a quienes ha abierto los ojos de nuestro corazón para conocerle, amarle y servirle, y que nos hace conscientes de su presencia en el Espíritu Santo que ha tenido a bien enviarnos desde el seno del Padre. Frente a la oración no podemos olvidar el poder del Señor, y la necesidad que nos envuelve, y nos une a él con nuestra alabanza nuestras peticiones, tal como él mismo nos ha enseñado.

En la oración es importante, en lo que depende de nosotros, su contenido; con qué profundidad e intensidad nos sumergimos en ella a la escucha de los gemidos del Espíritu intercediendo por nosotros ante el Padre. El Espíritu, es la “cosa buena” por excelencia; el don que Cristo nos ha ganado con su total entrega, pues aunque Dios provee a nuestras necesidades, nos ha creado para que alcancemos a participar en su propia vida, en la comunión definitiva con él, y no para que no nos falte de nada mientras alcanzamos la plenitud a que hemos sido llamados. Pedir algo tan importante como lo es la unción de su Espíritu, implica desearlo, amarlo, pero hay que pedirlo con todo el corazón y anteponerlo a todo. Él es el maestro de la oración y viene en ayuda de nuestra flaqueza porque nosotros, como dice san Pablo, no sabemos pedir como conviene.

Si es el amor lo que nos mueve como fruto del Espíritu, estaremos atentos a procurar el bien del otro que también nosotros deseamos, más que a esperar responder con la misma moneda con que se nos paga. Es el Espíritu, quien nos mueve a actuar por el bien como única razón sin dar cabida al mal. De una fuente dulce no brota agua amarga. De Dios no sale nunca el mal. El Evangelio está lleno del responder al mal con el bien, como Dios hace con nosotros. Por eso necesitamos pedir, buscar y llamar, para que se nos dé el Espíritu que Cristo nos ha ganado con su entrada en la muerte y su resurrección y el resto lo recibiremos por añadidura.

Con este espíritu de perfecta misericordia, los discípulos son aleccionados por Cristo a salvar a los pecadores por los que Él se entregó asumiendo su culpa. La oración y la escucha fecundas de perdón para nosotros y para los demás, enmarcan la vida en el amor de Dios. Necesitamos la oración para ser conscientes de nuestra necesidad de la Palabra, y para obtener el fruto de ser escuchados por Dios. La oración es circulación de amor entre los miembros del cuerpo de Cristo, abierto a las necesidades del mundo. Decía San Juan de la Cruz:

"Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejando aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración, aunque no hubiesen llegado a tan alta como ésta. Cierto, entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales para ella; porque de otra manera todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño.
Porque Dios os libre que se comience a envanecer la sal (Mt 5, 13), que, aunque más parezca se hace algo por de fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las obras buenas no se pueden hacer sino en virtud de Dios[2].

El Evangelio nos alecciona además acerca del combate que el mundo, y también cada persona individualmente debe sostener constantemente contra el maligno, nuestro adversario, hasta que las puertas del infierno sucumban ante la Iglesia que lo combate clamando al Señor día y noche, constantemente sin desfallecer.  San Juan de Ávila lo expresa con fuerza: 

"La causa de haber derramado Dios su enojo sobre su pueblo y habernos consumido enviándonos pestilencias, infieles que nos venzan, herejías que han nacido, y tanta abundancia de pecados como hay, y, finalmente, males de cuerpo y de ánima, ha sido porque buscó Dios varones de oración que se le pusiesen delante y no los halló. ¡Quién pensara que tanto importaba el ejercicio de la oración en la Iglesia! ¡Quién contara los daños que por falta de ella ha habido!        

Esta oración sólo es posible con la fortaleza del Espíritu. La “Iglesia triunfante” ciertamente ha prevalecido ya sobre el infierno derrotado por Cristo, “pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” La Iglesia sabe que cuando combate, los demonios retroceden, como en aquella lucha bíblica contra Amalec (Ex 17, 8-16), pero cuando la caridad de la mayoría se enfría (cf. Mt 24, 9-14), los demonios adquieren preponderancia, como vemos tristemente en estos “tiempos recios”, similares a aquellos de los que se lamentaba ya santa Teresa de Jesús.

La oración del “Padre nuestro”, habla a Dios de lo más profundo del hombre: su necesidad de ser saciado y liberado, y desde su condición de nueva creatura, recibida de su Espíritu. Busca a Dios en su Reino, y le pide un pan necesario para sustentar la vida nueva y defenderla del enemigo.

Dios nos perdona gratuitamente y nos da su Espíritu, para que nosotros podamos perdonar, y erradicar así el mal del mundo y para que así seamos escuchados al pedir el perdón cotidiano de nuestros pecados. Esta circulación de amor y perdón sólo puede ser rota, por el hombre que cierre su corazón al perdón de los hermanos. “pues si no perdonáis, tampoco mi Padre os perdonará”.

El mundo pide un sustento a las cosas, y a las creaturas. El que peca está pidiendo un pan, como lo hace el que atesora, el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia precariedad. Los discípulos pedimos al Padre de nuestro Señor Jesucristo y padre nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo. Aquel que nos trae el Reino; “pan vivo” que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; una carne que da vida eterna y resucita el último día. Alimento que sacia y no se corrompe; que alcanza el perdón.

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[1] Boros, Ladislao “Sobre la oración cristiana” Ed. Sígueme. Salamanca 1976.

[2]San Juan de la Cruz, “Cantico Espiritual”. canción 28, 3-b.p. 137. Ed. Monte Carmelo).

El ayuno

El ayuno

Como con tantas otras realidades, Cristo en el Evangelio parece relativizar el ayuno, o mejor centrarlo en su significado profundamente instrumental, alejado tantas veces del significado común. Ayunar puede ser un auxilio necesario a la fragilidad de la carne tan sujeta comúnmente a las concupiscencias, pero la Iglesia poco menos que lo proscribe durante los días de la cincuentena pascual junto con otras manifestaciones de penitencia, y lo reduce a pocos y señalados días. ¿Acaso en ese tiempo la carne deja de estar sujeta a su flaqueza característica ante las pasiones o nuestro yo necesita en menor grado ser humillado? Depende de la vivencia de la alegría pascual, que en los fieles debe ser intensa y preponderante sobre la ascesis como lo es la cincuentena pascual sobre la cuaresma.

Quizá la práctica del ayuno, como ocurre con otras realidades de la piedad, adquiere valor más por su influencia sobre el espíritu inevitablemente unido a la carne, que por el hecho en sí. Comer, o privarse de alimento puede ser axiológicamente significativo, en la medida en que contribuya a orientar el “corazón humano” hacia su fin último de comunión con Dios, y a protegerlo frente a la disipación de la intimidad de amor con el Señor. Por qué si no nuestros hermanos los santos, aún con su mayor afinidad con Cristo son los adalides de la ascesis. Sólo cuando se viva en la posesión no tendrá sentido la esperanza ni los medios necesarios para excitarla.

El profeta Isaías, como lo hace toda la Historia de la Salvación, llama a la interiorización del culto y de la relación con Dios, que deben implicar el corazón. Dios es Amor, y en el amor debe consistir nuestra relación con él, y también con los demás: Caridad y justicia. Sin esto, prácticas y ritos religiosos quedan vacíos de contenido y sin valor trascendente alguno. Como dice la Escritura: “Buena es la oración con ayuno; y mejor es la limosna con justicia que la riqueza con iniquidad” (Tb 12,  8). ¿No será éste el ayuno que yo quiero? (dice el Señor): deshacer los nudos de la maldad, soltar las coyundas del yugo, dejar libres a los maltratados, y arrancar todo yugo. ¿No será partir al hambriento tu pan, y a los pobres sin hogar recibir en casa? ¿Que cuando veas a un desnudo le cubras, y de tu semejante no te apartes? Entonces brotará tu luz como la aurora, y tu herida se curará rápidamente. Te precederá tu justicia, la gloria del Señor te seguirá. Entonces clamarás, y Yo, te responderá, pedirás socorro, y dirá: «Aquí estoy” (Is 58, 6-9). Parafraseando a Tácito y a san Agustín: “Ama y haz lo que quieras”; si ayunas, ayunarás por amor.

Como en el descanso sabático la suspensión del trabajo está finalizada a afianzar la relación personal con Dios y su providencia amorosa, por lo cual en el sábado se puede amar, así el ayuno debe buscar en el Señor la prioridad absoluta de la existencia. En el ayuno de Cristo, el Evangelio nos presenta redimida, la respuesta del hombre ante la voluntad de Dios en su historia.

Los escribas y fariseos deben comprender que su ayuno, al igual que el de los discípulos de Juan, de expectación del Reino, se ha desvanecido con la presencia de Cristo. El Reino de Dios ha llegado y ahora es el tiempo de arrebatarlo. La relación esponsal de Dios con su pueblo, es asumida por Cristo y el pueblo debe acoger la invitación a bodas del amado que llama a la puerta. Cuando el esposo está, no es necesario hacerlo presente por el ayuno, mientras la fuerza de la expectación del Reino, necesita de la constante renovación que trae la conversión. El que los santos sean los más esforzados en la penitencia, es debido a que su mayor cercanía a la luz y la santidad de Dios, les hace captar con más fuerza la mísera condición humana de la que se protegen con la ascesis.

La esposa, que escucha la voz de su amado, debe despabilarse  y abrirle la puerta antes que haya pasado. Abrir la puerta al amor es: Caminar hacia el otro saliendo de la propia complacencia; amar, es el móvil del verdadero ayuno que lleva a buscar al Esposo arrebatado hasta Dios y hasta su trono; salirle al encuentro en el otro. “Misericordia quiero y no sacrificios”, dice el Señor.

El ayuno cristiano, ante la inminente alegría de las bodas y la presencia del Señor, excita el deseo de su encuentro pascual. “No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios,” y cuando sea silenciada la Palabra, en aquellos días, los discípulos ayunarán.


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Sexto domingo del TO B

Domingo 6º del TO B (viernes 12º; dgo.28 C; 11 de enero; jueves 1º)
(Lv 13, 1-2.44-46; 1Co 10, 31-11, 1; Mc 1, 40-45)

Queridos hermanos:

La palabra de hoy es una invitación a dar gloria a Dios por todo, como dice la segunda lectura, pero sobre todo por Jesucristo, en quien hemos obtenido el perdón de los pecados. Con él todo es gracia para nosotros de parte de Dios, y como agraciados somos llamados a ser agradecidos.
La lepra, impureza que excluía de la vida del pueblo, es imagen del pecado, que aniquila en el hombre la vida de Dios, por la que los fieles se mantienen en comunión. El juicio y la murmuración separan de los hermanos, cono le ocurrió a María la hermana de Moisés, quedando leprosa y fuera del campamento.
El leproso que se acerca a Jesús de Nazaret, va a profesar su fe en Cristo, postrándose ante él y reconociendo su autoridad sobre la lepra y sobre la Ley, al atreverse a infringirla acercándose a Jesús siendo leproso.
Puede sorprendernos que Jesús toque al leproso, siendo así que él puede curar con sólo su palabra y decirle primeramente: queda limpio. Además, también, porque la ley prohibía tocar a un leproso. Pero nosotros sabemos que Jesús, no sólo no puede ser contaminado por la impureza, sino que puede limpiar toda impureza con sólo quererlo. Podemos decir que lo tocó ya curado, pues le dijo “quiero, queda limpio”. Es su voluntad lo que cura y lo que le hizo extender la mano sobre el leproso. Además quiso someterse a la ley en lugar de ignorarla, mandando después al “leproso” curado, para que la cumpliese igualmente, presentándose al sacerdote, siendo así que, como dice San Juan Crisóstomo[1]: Cristo no estaba bajo la Ley, sino sobre ella como Señor de la Ley, y así lo testifica la curación.
La curación, como dijo el Señor, fue para dar testimonio ante los sacerdotes que no creían, de manera que fueran inexcusables si persistían en su incredulidad. El leproso, en cambio, hizo la profesión de fe, que lo salva, como dice Cromacio de Aquilea[2]. El Señor cura y manda al leproso para evangelizar a los sacerdotes y para que viesen su fidelidad a la Ley, dice San Jerónimo[3], y no porque la felicidad del leproso dependiera de su salud, ni lo hizo tan solo para que cumpliera un precepto de la Ley.
Cuando la suegra de Pedro es curada, se pone a servir; cuando el endemoniado es curado, es enviado a testificar a los de su casa; ahora el leproso es enviado a evangelizar a los sacerdotes. También nosotros estamos siendo curados por el Señor y somos enviados a anunciar la Buena Noticia a todos los hombres.

Profesemos juntos nuestra fe.
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[1] Juan Crisostomo, Comment. in Matth., 25, 1
[2] Cromacio de Aquilea, In Matth. Tract., 38, 10
[3] Jerónimo, Comment. in Matth., 1, 8, 2-4