Domingo 3º de
Cuaresma B
(Ex 20,
1-17; 1Co 1, 22-25; Jn 2, 13-25)
Queridos
hermanos:
Dios que ha creado al hombre por amor,
quiere habitar en él, pero Dios es santo, y por eso la relación del hombre con
él debe tender a la santidad divina en
el amor. Para mostrarle su amor, Dios se hace presente en Egipto, rescata a los
descendientes de Abraham, Isaac y Jacob de la esclavitud y de la idolatría de
Egipto y después de constituirlo en su pueblo, comienza la purificación de su
corazón, dándole los mandamientos que lo vayan llevando a conocerlo cada vez
más profunda y espiritualmente, y a través del Templo los une a sí en una
relación vital, corrigiendo constantemente sus infidelidades, hasta que Cristo la
lleve a plenitud en la cruz, ofreciendo un culto perfecto a Dios en el templo
de su cuerpo, en la obediencia desinteresada del amor.
Después de la resurrección de Cristo, la
fe hará del corazón de los creyentes nuevos templos, miembros de Cristo;
templos en los que se ofrecerá a Dios un culto espiritual, pues el Espíritu
Santo derramará en ellos el amor de Dios. Culto con el que el Padre quiere ser
adorado.
Muchos toman los mandamientos por
prohibiciones arbitrarias de Dios; por límites puestos a su libertad, pero que son
una manifestación de su amor y de su solicitud paterna por el hombre. «Cuida de practicar lo que te hará feliz»
(Dt 6, 3; 30, 15 s). Jesús resumió todos los mandamientos, es más, toda la
Escritura, en un único mandamiento: el del amor: Amor a Dios y al prójimo. «De
estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40). Tenía
razón San Agustín al decir parafraseando a Tácito: «Ama y haz lo que quieras».
Porque si uno ama de verdad, todo lo que haga será para bien. Incluso si reprocha
y corrige, será por amor, por el bien de otro.
El Señor visita su templo como había
anunciado Malaquías (Ml 3,1-3): como un fuego de fundidor o una lejía de
lavandero que lo purifiquen a fondo. Si el templo es un mercado, el culto
quedará impregnado de su “olor”. Si el interés está en el aire de nuestro
corazón, se impregnará de él nuestra súplica y se empañará la misericordia.
Jesús purifica el antiguo templo,
expulsando del mismo, con un látigo de cuerdas, a vendedores y mercaderías;
pero Dios se ha construido un nuevo templo. Cristo, se presenta a sí mismo, a su
cuerpo visible, como el nuevo templo de Dios que los hombres destruirán, pero
que Dios hará resurgir en tres días. Templo visible habitado por Dios: “Pues
yo os digo que hay aquí algo mayor que el Templo” (Mt 12, 6). También el antiguo templo será
destruido por los hombres, pero no será reconstruido.
El hombre que se sirve a sí mismo
busca su interés y convierte su culto en mercadería y su corazón en cueva de
bandidos. Purificar nuestro corazón es limpiar nuestro templo de la idolatría
de nosotros mismos y de las creaturas, para servir a Dios y a los hermanos en
el amor. Pero precisamente por ser uno, los diez mandamientos hay que
observarlos en conjunto; no se pueden observar cinco y violar los demás, ni
siquiera uno solo de ellos. Ciertos criminales honran escrupulosamente a sus
padres; y si un hijo suyo blasfemia se lo reprochan ásperamente, pero matar,
codiciar los bienes, son tema aparte.
En esta Cuaresma deberíamos examinar
nuestra vida para ver si también nosotros hacemos algo parecido, esto es, si
observamos escrupulosamente algunos mandamientos mientras transgredimos
alegremente otros. De nada serviría eliminar algunos ídolos y dejar otros. “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón;
no tendrás otros dioses fuera de mí” (Ex 20, 3). “Los verdaderos
adoradores, adorarán al Padre en Espíritu y en la Verdad del amor, tal como
Dios ha querido revelarse.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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