La limosna

La limosna

 


La palabra “limosna” aparece muy tardíamente en la Escritura, alrededor del siglo II a.C. en los libros de Tobías y Eclesiástico, aunque su concepto es bien conocido en la moral bíblica más como misericordia, en primer lugar de Dios con su pueblo, y después del hombre con sus semejantes.
Dios que es amor y conoce profundamente al hombre, sabe que su felicidad depende su unión con él, de forma que su amor anide en el corazón humano, que a consecuencia del pecado tiende constantemente a la idolatría, y es de hecho un compulsivo fabricante de ídolos.
Para purificar su corazón sacándolo de sí mismo y lanzándolo al amor, Dios prescribe al hombre el fármaco saludable de “la limosna”, como ejercicio constante y permanente que engendra en él la virtud de la largueza y lo ejercita en la caridad.
Pero hasta en las cosas más santas se insinúa el tentador, y cuando se pierde de vista el corazón de todas las prácticas religiosas que es el amor de Dios, se vacían de contenido y se introducen en ellas la falsedad, la apariencia y la hipocresía, y el hombre comienza a buscarse a sí mismo en todo aquello que debería llevarlo al amor, al otro, a Dios.

Leemos, en efecto:

-. «Haz limosna con tus bienes; y al hacerlo, que tu ojo no tenga rencilla. No vuelvas la cara ante ningún pobre y Dios no apartará de ti su cara. Regula tu limosna según la abundancia de tus bienes. Si tienes poco, da conforme a ese poco, pero nunca temas dar limosna, porque así te atesoras una buena reserva para el día de la necesidad. Porque la limosna libra de la muerte e impide caer en las tinieblas. Don valioso es la limosna para cuantos la practican en presencia del Altísimo. «Da de tu pan al hambriento y de tus vestidos al desnudo. Haz limosna de todo cuanto te sobra; y no recuerdes las rencillas cuando hagas limosna. (Tb 4, 7-11. 16).

-. «Buena es la oración con ayuno; y mejor es la limosna con justicia que la riqueza con iniquidad. Mejor es hacer limosna que atesorar oro. La limosna libra de la muerte y purifica de todo pecado. Los limosneros tendrán larga vida (Tb 12, 8-9).

-. Mandad a vuestros hijos que practiquen la justicia y la limosna, que se acuerden de Dios y bendigan su Nombre en todo tiempo, en verdad y con todas sus fuerzas. Por haber practicado la limosna se libró Ajicar de la trampa mortal que le había tendido Nadab. Fue Nadab quien cayó en la trampa de muerte para su perdición. Ved, pues, hijos, a dónde lleva la limosna y a dónde la injusticia: a la muerte. (Tb 14, 8.10-11).

-. Ningún beneficio para el que persiste en el mal,  ni para quien se niega a hacer limosna (Eclo 12, 3).

-. El Señor guarda la limosna del hombre como un sello, y su generosidad como la niña de sus ojos (Eclo 17, 22).

-. El pan de la limosna es la vida de los pobres, quien se lo quita es un criminal (Eclo 34, 21).
-. La caridad es como un paraíso de bendición, y la limosna permanece para siempre. Hermano y protector ayudan en la desgracia, pero todavía más salva la limosna (Eclo 40, 17.24).

-. Por tanto, majestad, acepta mi consejo: expía tus pecados con obras de justicia y tus delitos socorriendo a los pobres (limosna), para que tu felicidad sea duradera (Dn 4, 24).

-. Cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará (Mt 6, 2-4).

-. Dad más bien en limosna lo que tenéis y entonces todo será puro para vosotros (Lc 11, 41).

-. Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla corroe; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón (Lc 12, 33-34).

El significado de la limosna es doble. El primero podemos denominarlo medicinal, para la purificación de la relación del hombre con Dios, que constantemente se apoya en sí mismo y en las cosas, desplazando a Dios como fundamento y como centro de su existencia. El segundo consiste en la materialización concreta de la caridad con el prójimo.

La limosna es, por tanto, una exhortación al amor a Dios y al prójimo, del que pende toda la ley y los profetas. Se trata de tener la vida divina en nosotros, lo cual supone un cambio de mentalidad, más aún, de naturaleza. Encontrar el tesoro escondido es saber que la vida plena está en amar. Desgraciadamente somos pobres en amor y esclavos del propio bienestar.

Por la experiencia de muerte que todos tenemos a consecuencia del pecado, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia y a buscar seguridad en las cosas, y en consecuencia a atesorar bienes. El problema está, en que el atesorar implica inexorablemente el corazón y mueve sus potencias: entendimiento y voluntad de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que sólo Dios puede colmar. “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.

Lo que condena el Señor es el amor al dinero y a los bienes, darles el corazón, hacer depender de ellos la propia vida y acumular tesoros sólo para uno mismo (Lc 12, 13-21).

Los dones de Dios en un corazón idólatra se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados, porque tiene unas necesidades, pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural y eterna, mediante su incorporación al Reino de Dios, al cual está finalizada su existencia. Encontrar y alcanzar esta meta, requiere prioritariamente de nuestra intención y nuestra dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Por eso enriquecerse y atesorar, sólo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, y en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no sacaban ni roban. Por medio de la limosna, se cambia la maldición del amor al dinero, por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna como cruz purificadora. Al llamado “joven rico” de la parábola Dios le da la oportunidad de repartir, pero prefiere atesorar.

Como en el caso del “administrador injusto” del Evangelio, los bienes son medios que deben cumplir una función al servicio de un fin, pero no son fines en sí mismos. Si la vida del hombre tiene como orientación definitiva la bienaventuranza de la vida eterna, todos los medios de que dispone, deben estar en función de poder alcanzarla. Esa es la astucia que alaba el patrón de la parábola: saber sacrificar sus beneficios inmediatos, en función de su supervivencia. Cristo atribuye en mayor medida esta astucia a los hijos de este mundo que a los de la luz, para exhortar así a sus discípulos. La inmediatez de las riquezas tiene, de hecho, cierta ventaja al estimular los corazones humanos en el mundo, frente al estímulo que ejerce lo futuro de la bienaventuranza, debido a nuestra débil fe.

Jesús señala a los ricos una vía de salida de su peligrosa situación: «Acumulaos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan» (Mt 6, 20); «Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas» (Lc 16, 9). Sala tu dinero, como dicen los judíos. Hoy sería: blanquea tu dinero negro con la limosna.
Muchos –dice Agustín- se afanan en meter su propio dinero bajo tierra, privándose hasta del placer de verlo, a veces durante toda la vida, con tal de saberlo seguro. ¿Por qué no ponerlo nada menos que en el cielo, donde estaría mucho más seguro y donde se volverá a encontrar, un día, para siempre? ¿Cómo hacerlo? Es sencillo, prosigue San Agustín: Dios te ofrece, en los pobres, a los porteadores. Ellos van allí donde tú esperas ir un día. La necesidad de Dios está aquí, en el pobre, y te lo devolverá cuando vayas allí.

Pero está claro que la limosna de calderilla y la beneficencia ya no es hoy el único modo de emplear la riqueza para el bien común, ni probablemente el más recomendable. Existe también el de pagar honestamente los impuestos, crear nuevos puestos de trabajo, dar un salario más generoso a los trabajadores cuando la situación lo permita, poner en marcha empresas locales en los países en vías de desarrollo. En resumen, poner a rendir el dinero, hacerlo fluir. Ser canales que hacen circular el agua, no lagos artificiales que la retienen sólo para sí. Sobre todo, un cristiano sabe que su dinero, como su misma persona está al servicio del Evangelio; de la salvación del mundo.

Sólo en Dios, está la vida perdurable y de él depende cada instante de nuestra existencia. Sabiduría es saber vivir pendientes de su voluntad y abandonados a su providencia. Necedad, en cambio, es hacer de los bienes la seguridad de nuestra vida. Lo entregado a Dios permanece para siempre, y lo reservado para uno mismo, se corrompe. Lo que valoriza el don, es la parte de la persona involucrada. No tanto lo que uno da, sino lo que uno se da.

            El Señor, a través de “las riquezas injustas”, nos llama a ganar las verdaderas; ¿cómo puede subsistir la justicia de la caridad en la acumulación de bienes? La caridad purifica lo contaminado del corazón distribuyendo las riquezas. A través de “lo ajeno”, nos llama a amar “lo nuestro”, lo propio, lo que no nos será arrebatado; a través de lo pasajero, a valorar el Don eterno de su Espíritu.

La vida es un don de Dios que hay que valorar y agradecer viviendo con sabiduría, conscientes del don y del donador, y del carácter precario e inaferrable del devenir de la existencia. El don, la hace abierta a la generosidad. El donador, la purifica de aparentes desvalores y negatividades y la hace plena de significado trascendente.

San Juan de la Cruz llega a decir que, para alcanzar a Dios, se requiere un corazón desnudo no sólo de males, sino también de bienes; de los goces y los deleites que pueden sernos impedimento, ya sean temporales, sensuales o espirituales, porque ocupan el corazón que se aferra a ellos. Por eso dice: “No pondré mi corazón en las riquezas ni en los bienes que ofrece el mundo, ni en los deleites de la carne, ni en los gustos y consuelos del espíritu, que me detengan en la búsqueda del Amor a través de las virtudes y los trabajos, como dijo David en el salmo (61, 11): Aunque crezcan las riquezas no les deis el corazón. No sólo riquezas materiales sino incluso espirituales. Cuanto impida el caminar en la cruz del Esposo Cristo”.

Donde se da limosna no se atreve a penetrar el diablo, decía san Juan Crisóstomo, (Hom. sobre la Epístola a los Colosenses, 35).

Los biógrafos de santa Catalina narran multitud de gestos como éste. Una vez le pide limosna un mendigo en la iglesia y, como no tiene a mano otra cosa que darle, Catalina le entrega la cruz de plata que cuelga de su rosario. En la noche, Jesús se le presenta llevando en la mano la cruz, resplandeciente de pedrería, y le dice: "Estas piedras preciosas significan el amor con que me hiciste limosna esta mañana.  En el último día, cuando el Hijo del Hombre aparezca en el cielo, verás esta cruz como signo de tu salvación".

                                                                        www.jesusbayarri.com


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