Espíritu, alma y cuerpo

  
Espíritu, alma y cuerpo


          El Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo (1Ts 5, 23).
         
         
          El ser humano es evidentemente “cuerpo”, y como tal, tiene unas necesidades físicas para subsistir, como todos los seres vivos que tienen un alma que los “anima”, haciéndolos crecer, moverse, reproducirse, etc. No es ciertamente igual el alma, o la vida de un vegetal, que la de un animal, o que la del ser humano. La vida, el alma de un vegetal, está dotada de un llamémosle “programa” relativamente simple, básico, mientras un alma animal, cuya vida es más compleja, gobernada por instintos, etc., necesita de un alma más rica.

          El alma humana se distingue de la de cualquier otra creatura, y se caracteriza por su realidad espiritual. La naturaleza física en el ser humano, está unida inseparablemente al espíritu, que lo hace un ser excepcional con “entendimiento y voluntad”, que la Escritura denomina con la palabra “corazón”[1], al que el espíritu dota además, de “libertad”, y por tanto de “responsabilidad”, por su capacidad de elegir el bien o el mal, y de relacionarse en el amor, completándose así, su ser “personal”. Este ser personal así preparado naturalmente, se realiza en plenitud, cuando pone en acto su capacidad de amar, como tendencia a la auto inmolación. En efecto, al acoger el don de la fe en Jesucristo, el Espíritu Santo desciende sobre la persona: cuerpo, alma y espíritu, “derramando en su corazón el amor de Dios”, como dice san Pablo en la Carta a los Romanos (cf. 5,5). Esta presencia del Espíritu Santo, de la naturaleza divina en la persona, le confiere la filiación adoptiva, cumpliéndose en ella la palabra del Evangelio: “El Padre le amará, y vendremos a él, y haremos en él nuestra morada” (cf. Jn 14, 23).

          Mientras por su corporeidad, le son inherentes a la persona humana unas “necesidades físicas” para mantener su vitalidad corporal, necesitando “constantemente” del aire para respirar, “frecuentemente” del alimento, e “ineludiblemente” del descanso, hasta el punto de tener que dedicarle una tercera parte de su vida aproximadamente. De estas necesidades y precariedades, en general, somos bastante conscientes, mientras olvidamos, o descuidamos con demasiada frecuencia, nuestro ser espiritual, nuestro espíritu, que también tiene unas necesidades, para sustentar su vitalidad, de manera que el desempeño del alma, no quede reducido a la condición animal e instintiva, por no ser debidamente gobernada por el espíritu, dando su predominio a la “carne”, cuyas tendencias, según san Pablo, son contrarias, antagónicas a las del espíritu: “Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí (Ga 5, 19-23).

          En el Nuevo Testamento, tanto en las epístolas como en los Evangelios, aparece una acepción de la “carne” no referida simplemente al cuerpo, sino a la realidad personal, que prescinde, o mejor, que es privada por las consecuencias del pecado, de la acción enaltecedora del espíritu, quedando a merced de la concupiscencia, que la convierte en sede de las pasiones y el pecado: la carne es débil (Mt 26, 41 y Mc 14, 38); la carne no sirve para nada (Jn 6, 63); nada bueno habita en mí, es decir en mi carne (Rm 7, 18); con la carne, sirvo a la ley del pecado (Rm 7, 25); las tendencias de la carne son muerte; llevan al odio a Dios (Rm 8, 6-7); si vivís según la carne, moriréis (Rm 8, 13).

          Por su espiritualidad, por tanto, el alma humana, “constantemente” necesita de su relación con Dios a través de la oración, como dice el Evangelio: “Les propuso una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer” (cf. Lc 18, 1); necesita frecuentemente” de la escucha de la Palabra y de la celebración de los sacramentos, con el auxilio del ayuno, e “ineludiblemente” del amor con la ayuda de la limosna: “Lo que os mando es que os améis los unos a los otros” (Cf. Jn 15, 17). Y cuando este amor acoge incluso a los enemigos, la persona humana alcanza en su filiación divina, el culmen de su predestinación eterna (cf. Ef 1, 3-5).

          Todo el combate cuaresmal y la ascesis cristiana en general, están en función de revitalizar la acción del espíritu frente a la insolencia de la carne, de forma que, la persona humana asuma con éxito el combate a que es sometida su realidad existencial, y que los Evangelios resumen en aquel afrontado por Cristo en el desierto, y del que afirma Dovstoiescki: “En aquellas tres tentaciones está compendiada y descrita toda la historia ulterior de la humanidad, y en ellas se nos muestran las tres imágenes, a las cuales se reducen todas las indisolubles contradicciones históricas de la naturaleza humana sobre la tierra: sensualidad, voluntad de poder, y orgullo de superar la condición mortal. Los tres impulsos más fuertes de la multitud humana, las tres chispas que encienden continuamente la carne y el espíritu”.

          Los esfuerzos del diablo para impedir que Cristo asumiera desde la cruz el combate de las tentaciones del desierto, y las continuas imprecaciones para conseguir que se bajara de ella sin franquear la puerta del Paraíso, no tuvieron éxito. Sólo el diablo, envidioso testigo del drama del Edén, podía reconocer el “árbol de la vida”, trasplantado en el Gólgota desnudo de sus hojas y sus frutos. Cristo, extendiendo sus manos sobre él, comió de su invisible fruto y lo dio también al ladrón, en quien nos encontrábamos, la humanidad entera, claramente representados.

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[1] El “corazón” designa al entendimiento y la voluntad libre y consciente (alma-espíritu). Si llamamos “corazón” al entendimiento y la voluntad, la consciencia y la libertad, podemos atribuirlas al “espíritu”, mientras el “alma” sería la vida inteligente y volitiva, en la concepción tripartita del hombre: espíritu, alma, y cuerpo, que aparece en 1Ts 5, 23.

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