Domingo de Pentecostés

Domingo de Pentecostés B (misa del día).

(Hch 2, 1-11; Ga 5, 16-25; Jn 15, 26-27. 16, 12-15)

Queridos hermanos:

          Conmemoramos la efusión del Espíritu Santo, que narra san Juan, cuando Cristo resucitado sopla sobre los apóstoles, y el que san Lucas presenta solemnemente en los Hechos de los Apóstoles, cuando nace la Iglesia al recibir su alma desde lo alto. Con la fuerza del Espíritu comienza el anuncio de la Buena Noticia a todas las gentes que se reúnen en un solo corazón, sobre el que es derramado el amor de Dios.

          En este domingo, la palabra está llena de contenido. Aparece la comunidad cristiana unida por el amor, como una consecuencia de la obra realizada en ellos por Cristo: Los discípulos incorporados a la comunión del Padre y el Hijo, reciben el Espíritu Santo, el don de la paz, y la alegría, y son investidos del “ministerio” de Cristo para perdonar los pecados, incorporando así a los hombres a la comunión con Dios. Esta será su misión: comunicar el amor de Dios que les ha alcanzado en Cristo.

          Guiada por el Espíritu la Iglesia es conducida al conocimiento profundo de su Misterio y a permanecer atenta a sus inspiraciones. Por él, los fieles claman a Dios: “¡Abba!, Padre, y proclaman a Cristo como Señor. Él adoctrina a los apóstoles, inspira a los profetas, fortalece a los mártires, instruye a los maestros, une a los esposos, sostiene a los célibes y a las vírgenes, consuela a las viudas, y educa a los jóvenes. De él proceden la caridad y todas las virtudes.

          Mediante el don del Espíritu el hombre tiene acceso al Reino de Dios y es constituido miembro de Cristo unido a su misión y fortalecido ante las adversidades.

          La obra de Cristo en nosotros, ha comenzado por suscitarnos la fe, y concluye con el don de su Espíritu. Él será quien guíe la existencia y la misión de los discípulos, unidos definitivamente a él.

          Cristo ha sido enviado por el padre para testificar su amor y para que a través del Espíritu, recibiéramos la vida nueva para nosotros y eterna en Dios, de la comunión de su amor: “Un solo corazón, una sola alma, y unidos en la esperanza de la fe, que obra por la caridad. Así, visibilizando el amor del Padre que derrama en nosotros el Espíritu Santo, testificamos la Verdad que se nos ha manifestado y el mundo es evangelizado para alcanzar la  salvación

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Vigilia de Pentecostés

Vigilia de Pentecostés

(Ge 11, 1-9; Ex 19, 3-8.16-20; Ez 37, 1-14; Jl 2, 28-32 (3, 1-5); Rm 8, 22-27; Jn 7, 37-39)

Queridos hermanos:

          Conmemoramos hoy el acontecimiento de la efusión del Espíritu, con el que nace la Iglesia como pueblo, cuerpo de Cristo, y Reino de Dios. Israel ha sido liberado de Egipto en la Pascua, y constituido pueblo en la alianza del Sinaí, que conmemoramos en Pentecostés. Así, la humanidad redimida en la Pascua de Cristo, por la recepción del Espíritu, es constituida en pueblo de Dios el día de Pentecostés.

          En los sequedales del desierto del corazón humano que se ha separado de Dios por el pecado, el Señor ha colocado la Roca, que es Cristo, de cuyo seno brotan los torrentes de agua viva del Espíritu, como del Templo que vio Ezequiel, porque es en Cristo, en quien habita toda la plenitud de la divinidad. Para beber de esta agua hay que creer en Cristo: “Beba, el que crea en mí”.

          El que bebe de esta agua del Espíritu, queda saciado por la fe en Cristo, que a su vez se convierte en él en fuente de aguas que brotan para vida eterna, para saciar a otros. De la misma manera que al recibir la luz del Espíritu, el discípulo se convierte en luz, también al recibir el agua viva, se convierte en fuente, de cuyo seno brotan torrentes de agua viva, como del seno del Salvador, al que permanece unido por su fidelidad.

          El hombre sumergido en la insatisfacción profunda de su corazón, y alejado de Dios a causa del pecado, es empujado a una incesante búsqueda de sí mismo, y de Dios, en una sed insaciable que le frustrará continuamente, hasta que el “agua viva” del Espíritu sea derramada en su corazón por la fe en Cristo. Su sed de escalar la gloria y la comunión humana, le lleva a la gran confusión de Babel, que narra el libro del Génesis. De esta ansia han brotado en medio de claridades y tinieblas: religiones, cultos, magias, y supersticiones, sin saber distinguir tantas veces entre dioses y demonios. Será Dios mismo acercándose al hombre, quien le conducirá a la comunión con él, al encuentro del hombre mismo, y al descubrimiento de su incapacidad de dar vida a sus huesos calcinados. Será Dios, quien vivifique con el rocío de su Espíritu los áridos despojos, de quien sediento, acuda a Cristo y crea en él.

          Sólo la revelación de Dios por su Palabra, será capaz de separar en el corazón humano la luz de las tinieblas, e ir purificándolo para hacerlo digno de la presencia del Espíritu, como fuente de aguas vivas y fuego devorador que lo fecunden en el amor, purificándolo siete veces. La efusión del Espíritu dará cumplimiento a la profecía de Joel: «Derramaré mi espíritu sobre toda carne y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, vuestros ancianos tendrán sueños, vuestros jóvenes verán visiones. Y hasta sobre siervos y siervas derramaré mi espíritu en aquellos días.»  

          Toda carne será empapada de vida, y bautizada de Espíritu. Esta es la profecía que ansía toda la creación con angustiosa espera: comunión con Dios y con todos los hombres.

          Como dice la Escritura: ¿Quién puede conocer tu voluntad, si tú (Señor) no le das la sabiduría y le envías tu espíritu santo desde el cielo?

          Efectivamente la acción del Espíritu Santo será siempre protagonista en la Nueva Creación como nos dice la Escritura:

          En la gestación de Cristo: María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Así se lo anunció el ángel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios.» Así se lo confirmó el ángel a su esposo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo.»

          Nosotros por nuestra parte, aguardamos la promesa del Bautista referida a Cristo: «Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.» Se lo había dicho el Señor: «Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo'.» Él mismo, fue anunciado a su madre por el ángel que le dijo: «será para ti gozo y alegría y muchos se gozarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor; estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre.» Así, cuando fue visitada por María: «Isabel quedó llena de Espíritu Santo y exclamó a gritos: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor?  Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!»

          En la presentación del Señor: Simeón. Era un hombre justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. El Espíritu Santo le había revelado que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor.

          En el bautismo del Señor: «Se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: «Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado. Después: Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán y era conducido por el Espíritu en el desierto.» Dios, a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder.

          También en su vida pública: «Se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito.»

          Del mismo modo que está en Cristo, el Espíritu estará en sus discípulos; él mismo se lo entregará: «El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho. Recibiréis la fuerza, del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. Después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue levantado a lo alto. Los discípulos,  se llenaban de gozo y del Espíritu Santo.»

          Desde entonces el Espíritu estará siempre en la Iglesia y acompañará a quienes predican el Evangelio: «Las iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; pues se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo. El Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la palabra.»

          El Espíritu asistirá y designará a los apóstoles: Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que éstas indispensables. Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio hijo.

          San Pablo aseguraba: El Espíritu Santo en cada ciudad me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones. La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. El Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. El Dios de la esperanza os colme  de todo gozo y paz en la fe, hasta rebosar  de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino movido por el Espíritu Santo.»

          Guiando la evangelización: «El Espíritu Santo les había impedido predicar la palabra en Asia.» De la misma manera había conducido a los profetas: «Nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres, movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios.»

          Podemos comprender ahora la diatriba de Jesús: «Al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro.»

          Por último, estará presente también en las persecuciones: «No seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo. Como dice el Espíritu Santo: Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones; el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» «Id pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.»

          Acudamos pues a la Fuente que brotó en Pentecostés y no deja de manar Agua aunque nosotros sigamos sedientos. Invoquemos al Viento impetuoso que sopla donde quiere, para poder discernir su camino y ser arrebatados por Él. Abracemos al hermano al amor de este Fuego que funde toda dureza y frialdad.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 7º de Pascua

Sábado 7º de Pascua

(Hch 28, 16-20. 30-31; Jn 21, 20-25)

Queridos hermanos:

          Con este final del Evangelio de Juan, la liturgia ha querido terminar las ferias de Pascua. Los evangelios no pretenden ser una narración de la vida de Cristo, sino un instrumento que nos ayude a creer.

          Hoy el Evangelio nos habla de que cada uno debe atender a su propia misión. La llamada es personal y también la misión. Hoy nos dice el Señor: Tú, sígueme. No toca a nosotros querer saber lo que corresponde sólo al Señor. Cada uno tiene su propia tarea de la que deberá rendir cuentas y su propia gracia para realizarla. Todo es gracia, pero toda gracia necesita nuestra aceptación para no ser estéril en nosotros como dice san Pablo.

          Es Dios quien discierne y llama a quien quiere, dándole su gracia, pero es el hombre quien libre y diligentemente debe responder acogiendo la gracia que se le ofrece, sin mirarse a sí mismo, sino al que lo llama, y situándolo con su respuesta en el lugar que le corresponde, por encima de sus intereses y prioridades humanas. La voluntad humana debe dar paso a la de Dios, y podemos acoger o rechazar la llamada, que es siempre iniciativa de Dios.

          Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío y misión, que se van perpetuando en el tiempo a través de los discípulos invitados a su seguimiento. Toda llamada a la fe, al amor y a la bienaventuranza, lleva consigo una misión de testimonio que tiene por raíces el amor recibido y el agradecimiento, pero hay también distintas funciones, como son distintos los miembros del cuerpo, que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino, y que son prioritarias en la vida del que es llamado.

El seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y en consecuencia al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las solas fuerzas. Sólo en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud de sentido de la existencia, que de por sí, constituye la primera explicitación de la llamada libre de Dios.

La carne y la sangre tienen también su propia solicitación a través de los afectos y de las demás fuerzas de la naturaleza, que es necesario distinguir de la llamada, ya que Dios y su llamada están en un plano sobrenatural, al cual es atraído el hombre elegido por Dios para una misión, en la que su existencia alcance su plena realización, contribuyendo a la edificación del Reino de Dios sobre la tierra. Todo proyecto humano debe supeditarse al plan de Dios, cuyo alcance trasciende nuestras limitaciones carnales, situándolo en una dimensión de eternidad.

Que así sea.

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Viernes 7º de Pascua

Viernes 7º de Pascua

(Hch 25, 13-21; Jn 21, 15-19)

Queridos hermanos:

          Hoy, el Evangelio nos habla del seguimiento de Cristo y del ministerio de servicio a los hermanos, que siempre van unidos, pero ambas cosas deben ser fruto del amor firmemente ratificado, como lo han sido también nuestras infidelidades, desobediencias y pecados. El amor, en el Evangelio de hoy, es más bien una oferta a Pedro que la confesión de una propia disposición que ya conoce el Señor, ya que lo precede la triple negación: Simón, ¿estás dispuesto a aceptar amarme más que estos, ya que te he perdonado más? Lo que quiero confiarte requiere de un amor mayor, que esté por encima del de los demás. Dímelo también por tres veces, como triple fue también tu negación.

          Después de su confesión le será especificado que, su amor consistirá en gastar su vida en cuidar las ovejas, en procurar su salvación, y por último seguirlo hasta recibir la corona de su amor con la efusión de su sangre. No hay amor más grande, ni gracia mayor, y la recibirán también los demás apóstoles, de una u otra forma. A mayor cercanía a Cristo, mayor semejanza con él en su entrega.

La palabra de hoy nos sitúa a nosotros que estamos aquí como respuesta a una llamada personal a seguir a Cristo. Dice el Señor a Pedro, sígueme, después de anunciarle que será llevado a la muerte por voluntad de otro, como fue llevado Cristo. Ambos en la libertad del amor que se entrega voluntariamente, pero bajo la decisión de otro. No pertenece a la voluntad del hombre decidir el momento y la forma de su renuncia a sí mismo y de su muerte, pero si, el aceptarlos de la mano de Dios por el medio que sea. Quien así pone su vida en las manos del Señor, puede recibir la misión de apacentar un pueblo, aunque sea de una sola oveja: ¿Me amas más que a tu padre, a tu madre, más que al afecto de una mujer y de unos hijos, más que a tu propia vida?, ¡pues sígueme!

          También hemos escuchado la misión que le es encomendada a Pedro de vivir para los demás, después de su profesión de amor a Cristo, que le lleva a someterse a su voluntad mediante la fe. Como le decía el Señor a la Madre Teresa: “Quiero esto, de ti; ¿me lo negarás?” 

Que la eucaristía nos una cada vez más firmemente a Cristo en su seguimiento y en la entrega a nuestros hermanos.

  Así sea.

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Jueves 7º de Pascua

Jueves 7º de Pascua

(Hch 22, 30. 23, 6-11; Jn 17, 20-26)

Queridos hermanos:

          El evangelio de hoy nos presenta el final de la oración sacerdotal de Cristo, y comienza pidiendo para la Iglesia (los discípulos que creerán por la palabra de los apóstoles), la unidad que hay entre el Padre y el Hijo: como tú Padre en mí, y yo en ti, y termina pidiendo para que esté en ella, el amor con el que el Padre lo ha amado desde siempre. Amor y unidad, que son la manifestación de la comunión entre las personas divinas.

          Recordemos que lo primero que Dios ha revelado a su pueblo es su unicidad, frente al politeísmo circundante de la idolatría: que él es único, y no hay otro dios fuera de él. Pero para llegar a alcanzar y a comprender su Unidad, deberemos esperar a Cristo, que nos revela a Dios como Padre, Hijo, y Espíritu, en comunión esencial de amor mutuo y de entrega. Todo lo que quiere el Padre, lo realiza el Hijo, en el Espíritu Santo. Siempre que pretendemos separar la acción de las distintas personas divinas, nos encontramos con serias dificultades: El Padre es el creador, pero todo fue hecho por Cristo, y es el Espíritu Santo quien realiza las obras, como dice la Escritura.

          Cuando la comunidad cristiana, la Iglesia, recibe estos dones, aparece realizada en el mundo la comunión divina, que lo evangeliza, mostrando que es posible al ser humano la vida eterna, por la fe en Cristo.

          Ayer contemplábamos nuestra relación con Dios y con el mundo, y hoy, nuestra relación con los hermanos, con la comunidad, pero siempre en función del mundo, para llevarlo al conocimiento de Dios y por tanto a la fe y a su salvación. No podemos separarnos de Cristo, ni de su ser “luz de las gentes”.

Cristo, que ha pedido al Padre para nosotros el amor, la unidad y la gloria del Espíritu; ruega para la Iglesia, la gracia de permanecer en él, y progresar en el conocimiento y el amor del Padre, por el que la comunión se hace patente en la unidad y evangeliza al mundo. Si los discípulos están en comunión de amor, su Señor será un Dios de amor. Para eso, Cristo, derrama sobre sus discípulos el Espíritu de amor que le une al Padre, su Gloria, el esplendor de su amor. Dios se ha cubierto de gloria, cuando ha manifestado su salvación gratuita, su amor, haciendo prodigios, en Egipto, en el mar rojo, en el desierto, y sobre todo enviando a su Hijo y resucitando a Cristo de la muerte.  

          El mundo que no cree, no puede conocer este amor del que los discípulos se hacen capaces por la fe, y por eso deben hacerlo visible en la unidad para que se convenza el mundo y pueda llegar a la fe y a la salvación. El amor y la unidad se corresponden y se implican mutuamente. Faltar contra la unidad, hace que se resienta el amor, y a la inversa, faltar al amor daña la unidad. Por eso el Señor manda “no juzgar”, y como consecuencia no criticar, ni hablar mal de nadie; y aunque en ocasiones sea necesaria, en casos graves, la corrección fraterna, mejor será excusar que juzgar; mejor perdonar, que condenar. El Señor insiste en un amor entre los hermanos que implica el perdón constante: “como yo os he amado”.         

La Iglesia y sus dones están en función de su misión, como lo está Cristo, en quien hemos sido “elegidos antes de la creación del mundo, para ser santos en el amor”. Así, los dones del amor y de la unidad al interno de la comunidad, su comunión, son una gracia para el mundo, al que muestran la comunión que hay en Dios, y que se hace presente  en la Iglesia, que la ofrece al mundo, para que tenga vida eterna. Por tanto, es también al mundo a quien dañamos con nuestras faltas contra la comunidad.

La Eucaristía viene en nuestra ayuda, fortaleciendo en nosotros la comunión en el Espíritu, y por tanto el amor y la unidad. Todos participamos de un mismo pan y todos hemos sido abrevados en un mismo Espíritu.

Que así sea.

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Miércoles 7º de Pascua

Miércoles 7º de Pascua 

(Hch 20, 28-38; Jn 17, 11-19)

Queridos hermanos:

          Hoy el señor, continuando con la palabra de ayer, ruega al Padre por sus discípulos presentes, a los que él ha cuidado hasta ahora, y por los futuros, y le pide para ellos, que después de haberlos agraciado con la comunión de la unidad, por el don del Espíritu de su amor, sean ahora preservados de la división, obra del maligno, y permanezcan fieles al mandamiento del mutuo amor, siendo perfeccionados, (santificados, consagrados) en la verdad de su entrega, recibida de Cristo, alcanzando la plenitud del gozo del Espíritu, en medio del odio del mundo, al que son enviados.

          El centro de esta palabra es la santificación, la consagración, el ser “separados para Dios,” con miras a una misión y por tanto a un envío. Cristo, es enviado al mundo sin ser del mundo, y él mismo se santifica, se consagra totalmente a su misión salvadora. Además, consagra a sus discípulos, que estando en el mundo, son rescatados de su influencia, y santificados en la verdad de Dios, para ser enviados por Cristo, como el Padre le envió a él.

          El tiempo de la Iglesia es tiempo de misión, que se va a caracterizar por el odio del mundo que el Maligno dirige contra los discípulos, y por la protección del Padre que les envía al Espíritu para mantenerlos en la unidad, en la alegría, y en la verdad de la palabra de Cristo separándolos para Dios, de manera que lo que mueva su vida en lo más profundo, no sea el mundo, sino la verdad de Dios: su amor, y su llamada; que la misión y la vida cristiana no sean una tarea más a realizar o un medio de realizarse ellos mismos, sino el motor y el centro de su existencia, a imagen de Cristo. El centro de la vida cristiana, se desplaza así, de la onda del mundo y se centra en Dios.

          La vida cristiana no es, pues, una forma pía de ocupar el tiempo que sobra, una vez satisfechas las exigencias del mundo, sino al revés, un “estar en el mundo sin ser del mundo,” para llevarlo a Cristo. Habrá que dar su tiempo a las cosas del mundo, pero no el corazón; usar el dinero pero no amarlo; trabajar, pero no darle nuestra vida al trabajo; descansar, pero no hacer del “estado de bienestar” la meta de la existencia. Vivir como dice el salmo: "Siendo el Señor nuestra delicia, y él satisfará las ansias de nuestro corazón."  El cristiano que ha conocido el amor de Dios y recibido su Espíritu, hace de su vida una liturgia de santidad, que le lleva a la inmolación amorosa de su existencia en favor del mundo, según la voluntad de Dios, porque “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que el mundo se salve por él.

          Que así sea.

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San Matías, apóstol

San Matías, apóstol

(Hch 1, 15-17.20-26; Jn 15, 9-17)

Queridos hermanos:

          La palabra de hoy está centrada en la Caridad de Dios; el amor del Padre y del Hijo que está a la raíz de todo dándole consistencia. En primer lugar lo revela a través de su Hijo hecho hombre, entregándose a sí mismo en su cruz, para el perdón de los pecados. Cristo mismo se entrega por amor al Padre y a nosotros, con el mismo amor del Padre que está en él. Este es el secreto de su amor al Padre, hacer siempre lo que a él le agrada, y sabemos que le agrada nuestro bien, porque es amor. El que ama, piensa más en el bien de la persona amada que en sí mismo y eso, a veces, implica renunciar al propio bienestar. Por eso el Padre entrega al Hijo por nosotros, y por eso el Hijo obedece al Padre hasta la muerte. Así le ama, le obedece, y lleno del gozo de su amor se entrega y sufre por nosotros.

          Cristo hace suya la iniciativa del Padre y se entrega totalmente para que su amor esté en nosotros, a quienes llama a ser sus hijos de adopción y discípulos de su Hijo, para que nosotros lo testifiquemos ante el mundo, como han hecho en primer lugar sus apóstoles. En este amor hemos sido introducidos por su gracia, y en él, somos invitados a permanecer, adhiriéndonos a su mandamiento, en el amor mutuo.

          El Señor desea para nosotros la plenitud de su gozo, en el amor que él nos ha traído de parte del Padre gratuitamente. Así lo ha querido el Padre porque nos ama y así lo ha realizado el Hijo por amor al Padre y a nosotros. Este amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo, cuyo fruto en nosotros es el amor mutuo y también el gozo. El Señor nos ha dicho que quiere para nosotros su gozo, el gozo de su amor, y por eso nos da su mandamiento de entregarnos, sin límites, y sin temer al sufrimiento. Para eso, el Señor nos ha permitido escuchar el Evangelio, nos ha permitido creer, y nos ha dado su Espíritu gratuitamente. Nos ha introducido en su amor, para que permanezcamos en él. Todo es gracia.

          Dándonos el Espíritu Santo, su gozo en nosotros se hace pleno y testifica en nosotros el amor del Padre y del Hijo. La consecuencia es pues, el mandamiento del Señor: “Que os améis los unos a los otros”, sin reservarnos la vida que se nos ha dado. Para este fruto hemos sido elegidos y destinados: “No me habéis elegido vosotros  a mi, sino que yo os he elegido.” El amor entre los hermanos es signo para el mundo del amor que Dios derrama sobre él. Lo llama a la fe. Es apremiante para la vida del mundo y se hace mandato ineludible para nosotros. Este amor debe ser como el de Cristo por nosotros: “como yo os he amado”, que le ha llevado hasta el don de la vida. Este amor va acompañado de la amistad de Cristo y de la total confianza en Dios, de modo que recibamos del Padre cuanto necesitemos y permanezca después de la muerte para vida eterna.

          Que así sea.

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Lunes 7º de Pascua

Lunes 7º de Pascua

(Hch 19, 1-8; Jn 16, 29-33)

Queridos hermanos:

          Se acerca el momento en que los discípulos tienen que enfrentarse con la cruz de Cristo, y sólo la fe puede sostenerlos ante la prueba que los va a dispersar cuando llegue la tribulación. Jesús les previene y les anima a apoyarse en él, victorioso ante el mundo y unido al Padre. Este combate les adiestra para aquel que todo hombre debe enfrentar ante el sufrimiento y ante la propia cruz, que lo relativiza todo.

Para vencer la muerte hay que enfrentarla, pero debido a la experiencia de muerte consecuencia del pecado, el hombre está sometido a su poder, sin solución, ni respuesta ante ella, condenado a rehuirla, hasta ser devorado irremisiblemente por ella. Sólo Cristo, vencedor del pecado y de la muerte, puede entrar en ella para destruirla definitivamente.

“Os he dicho esto, para que tengáis paz en mí, mientras que en el mundo tendréis tribulaciones”. La paz que busca el mundo, es una huida impotente de la muerte y del sufrimiento y no una victoria, y por tanto, una ilusión pasajera que se desvanece antes o después: “¿Ahora creéis? Mirad que llega la hora en que os dispersaréis y me dejaréis solo”. Los discípulos, apoyados en Cristo, van a enfrentar la muerte y gustar la victoria sobre ella, de la que van a ser testigos ante el mundo.

          Los discípulos, han creído, pero su fe debe ser completada, purificada y cimentada sobre la roca de la cruz, iluminada por la resurrección, y sobre todo, fortalecida por el Espíritu, antes de ser probada. Su permanencia en el mundo y en la tribulación necesitará de su adhesión a Cristo para tener paz en él. Dice la profecía de Zacarías: “Meteré en el fuego este tercio (resto): lo purgaré como se purga la plata, lo refinaré como se refina el oro.” Si nos resistimos a entrar en la muerte desconfiando del Señor, jamás experimentaremos la victoria de la que el Señor quiere hacernos testigos. Dice san Pablo: “Sufro, lo que falta en mi carne a la pasión de Cristo,” porque en su carne, como en la nuestra, debe realizarse la Pascua de Cristo, a la que nos une nuestro bautismo. En la carne de todo cristiano debe completarse místicamente la pasión con Cristo, ya que: “si morimos con él, viviremos también con él.

          Todo pastor debe conducir su propia oveja y su rebaño por un camino conocido por él. Por eso fue perfeccionado Cristo en el sufrimiento, pues debía llevarnos a la salvación, como dice la Carta a los Hebreos, y enviarnos el Espíritu para fortalecernos en la misión.

          Nuestra adhesión a Cristo se afianza a través de la Eucaristía, por su gracia y mediante nuestro amén, y nuestra obediencia a Cristo en la historia, que hace más profunda nuestra unión con él. Por eso el Concilio la llama, de hecho: “fuente y culmen” de la vida en Cristo.

          Que así sea. 

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La Ascensión del Señor B

Ascensión del Señor B

(Hch 1, 1-11; Ef 1,17-27; Mc 16, 15-20)

Queridos hermanos:

          La Ascensión del Señor se celebró hasta el siglo IV unida a Pentecostés, festividad en la que por la tarde, los fieles de Jerusalén acudían al Monte de los Olivos, donde se proclamaban los textos de la Ascensión. Después comenzó a celebrarse separadamente, 40 días después de Pascua.

          Esta fiesta está en función nuestra, para avivar en nosotros la esperanza de la promesa de nuestra exaltación a la comunión celeste con Dios. El que “bajó” por nosotros, “asciende” con nosotros a la gloria: “suba con él nuestro corazón”. Las figuras de Enoc y Elías, encendieron nuestro deseo de plenitud, que Cristo ha colmado con su regreso al seno del Padre.

          Ascender o descender, subir o bajar, sentarse o estar en pie, no son, sino expresiones comprensibles para nosotros, de una realidad, que supera nuestras categorías humanas; podríamos hablar también de exaltar o de glorificar, para expresar el paso del Señor, de nuestra dimensión terrena a la celeste. En Cristo hablamos de Ascensión, lo que en la Virgen María denominamos Asunción.

          Terminada su obra de salvación, Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, “asciende” al cielo y se “sienta” “a la derecha” del Padre. Su encarnación ha hecho posible su entrega, que ahora se hace presencia interior, y no externa; ya no estará entre nosotros, sino en nosotros a través de su Espíritu, y en el seno del Padre.

          Cristo está junto al Padre presentándole nuestra humanidad redimida y glorificada para interceder por nosotros, y está dentro de nosotros intercediendo por el mundo. La fuerza que mueve a los discípulos ya no es la del ejemplo, sino la del amor que ha sido derramado en su corazón por el Espíritu.

          Un hombre entra en el cielo, y como dice san Pablo: En Cristo se nos da a conocer la riqueza de la gloria otorgada por Dios en herencia a los santos: “a nosotros que estábamos muertos en nuestros delitos, por el grande amor con que nos amó, nos vivificó, nos resucitó, y nos hizo sentar en él, en los cielos, para mostrar la sobreabundante riqueza de su gracia por su bondad para con nosotros.”

          No es sólo nuestra carne la que entra en el cielo, sino nuestra cabeza, a la que debe seguir todo el Cuerpo de Cristo, del que nosotros somos miembros. Esta, es pues, nuestra esperanza: seguir unidos a él para siempre en la gloria. Por eso debemos siempre “buscar las cosas de arriba, donde está Cristo”, nuestra cabeza, en espera de su venida, sin que nada ni nadie nos desvíe de nuestra meta.

          Cuando vino a nosotros no dejó al Padre, y ahora que vuelve a él, no nos abandona, enviándonos su Espíritu, que de simples creaturas nos hace hijos.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 6º de Pascua

Sábado 6º de Pascua

(Hch 18, 23-28; Jn 16, 23-28)

Queridos hermanos:

          Dios se complace en la oración hecha en el nombre del Hijo, que le hace presente nuestra adhesión a su voluntad salvadora, por la que nos envió a Cristo, y nos llamó a la fe, y al conocimiento de su amor, que hemos recibido escuchando a su Hijo. Por esta fe somos acreditados como hijos suyos en el Espíritu. La oración de los hijos, reconoce ante el Padre el valor de las llagas gloriosas del Hijo, testimonio de su amor a nosotros, por el que nos lo envió, y por el que nos ofrecemos a su voluntad salvadora del mundo. Si decimos en nuestra oración: ¡Padre nuestro!, hacemos presente nuestra unidad con su Hijo, por la que Él, ora en nosotros, y nosotros en Él. Oramos como miembros suyos, y por tanto en su Nombre.

          Si el Padre escucha nuestra oración, hecha en nombre de su Hijo, nuestras angustias e inquietudes se cambiarán en el gozo de sabernos amados por Dios, mientras a través del Espíritu, también nosotros le iremos conociendo y amando, cada vez con mayor plenitud, y amaremos también a nuestros hermanos.

          La santidad del amor, que acoge a todos los hombres se cumplirá en nosotros, si nos entregamos con su Hijo a su misión salvadora. Esto es mi cuerpo que se entrega. ¡Amén! Esta es mi sangre derramada. ¡Amén! Hágase en mí, tu voluntad que es santa. Por encima de mis proyectos y anhelos, hágase tu voluntad.

          Que así sea.

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Bienaventurada Virgen María, Madre de los Desamparados

Bienaventurada Virgen María Madre de los Desamparados

Ap 21, 1-5a; Rm 12, 9-13; Jn 19, 25-27

Queridos hermanos:

          Si pretendemos contemplar a María, como Madre de los Desamparados, no hay mejor lugar donde podamos hacerlo, que junto a la cruz de su hijo, donde él ha sido traspasado en su cuerpo por la lanza del soldado, mientras ella lo ha sido en su alma, según las palabras del anciano Simeón. Unida siempre a su hijo en el amor, la vemos también ahora unida a él en el dolor del martirio sobre el que Cristo reina, y a la madre del Rey, bien podemos llamarla también Reina.

          En su propio desamparo, Cristo contempla el de su madre y el de sus discípulos, que unidos a él en el amor, lo están ahora en el dolor, y en ambos: amor y dolor, quedan consagrados y unidos por él, para siempre, en su desamparo. La que es ya, madre de los discípulos, lo es también de los Desamparados al pie de la cruz, y la que es madre de la Cabeza, lo es también del Cuerpo: Madre de Jesús y Madre nuestra. Madre, y Reina de la Iglesia. A ella nos acogemos, y por ella somos acogidos y recibidos en su casa, que ahora es también la nuestra, la de su Hijo y Nuestro Señor, Dios bendito por los siglos.

          Contemplamos pues, a María, hija del Padre, madre del Hijo y de los discípulos, esposa fiel del Espíritu Santo y “Morada de Dios con los hombres”. Virgen fecunda, privilegiada ya en su concepción y constantemente unida al Señor, que recibió al Hijo, y tomó de ella cuanto tiene de nosotros, excluido el pecado, que tampoco halló en ella, redimida ya en su concepción. Tomó cuanto quería salvar en nosotros, ofreciéndose puro al Padre en el altar de la cruz, purificándonos a nosotros y haciéndonos hijos por su Espíritu, hermanos suyos, y a María, madre nuestra y privilegio nuestro.

          María, corredentora en cuanto a su unión constante al “único Redentor”, aceptó sobre sí, la espada que atravesó su alma, para que fuéramos nosotros preservados, mientras su hijo era entregado. Su dolor maternal la asociaba al martirio del Hijo, sin necesidad de compartir sus clavos, aunque sí su lanza, que aunque sólo alcanzó el cuerpo de su hijo, alcanzó, no obstante, su alma de madre, como canta san Bernardo; y por eso podemos llamarla: Reina y Madre de los Mártires, siendo madre de su Rey. Su corazón maternal rebosando serenidad y mansedumbre, refleja el de su manso y humilde hijo, que desde la cruz sólo suplicó para sus verdugos, perdón, mostrando piedad.

          No hay amor más grande ni más fecundo, que el que ella quiso aceptar de su Hijo, haciéndose así Mediadora de su gracia, con la que nosotros fuimos salvados y constituidos hijos suyos al pie de la Cruz. Por eso, si hacemos presente a María, es para suplicar de su piedad, que nos alcance su fortaleza en el amor a Cristo y su sometimiento a la voluntad del Padre que nos lo dio.

          Concluyamos, pues, con san Bernardo, resumiendo nuestra breve contemplación de María, la Madre de los Desamparados: “Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola no te desesperarás. Y guiado por Ella llegarás seguramente al Puerto Celestial.”

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 6º de Pascua

Viernes 6º de Pascua

(Hch 18, 9-18; Jn 16, 20-23)

Queridos hermanos:

Continúa en el Evangelio la catequesis con la que el Señor prepara a los apóstoles para la crisis de su pasión y muerte. “Un poco”, un instante, un pestañear de ojos sumergidos en el torrente doloroso de la voluntad salvadora del amor de Dios, para resurgir a la comunión definitiva del amor, que nos abreva en el “torrente de sus delicias.”

Al igual que en la naturaleza, una vida nueva se engendra en el gozo y se da a luz en el dolor, así es también en el espíritu, por el Evangelio: al gran don de la vida eterna corresponde un efímero dolor.

Hay dos cosas efímeras e insignificantes de las que se habla en el Evangelio: la alegría del mundo, y la tristeza, el llanto y los lamentos de los discípulos, que se desvanecen “al tercer día”; como dice el salmo: “por la tarde nos visita el llanto y a la mañana el júbilo,” (el Espíritu entra en resonancia con el corazón humano; el acento divino, en sintonía con nuestra carne). Realidades incomparables por su entidad y su consistencia: lo temporal fugaz y superficial, y lo eterno, profundo y definitivo. Días que deben asumirse y pasan veloces, mientras el gozo consecuente de cuantos confían en el Señor no pasará jamás, porque la victoria y la promesa de Cristo son definitivas. A este discernimiento son instruidos los discípulos, y con ellos todos nosotros, sabiendo que en conclusión, es el amor el que provee los criterios para distinguir lo pasajero de lo definitivo, lo accesorio de lo importante; lo falso de lo verdadero.

El diseño amoroso de Dios para el hombre, es su destino glorioso y eterno que lo sitúa en la libertad, y por tanto en la responsabilidad de su adhesión al plan de salvación divino, frente a la precaria situación de esclavitud y muerte que lo atenaza.

Cuando el sufrimiento va unido al amor, tiene plenitud de sentido, porque es fecundo en vida y abundante en fruto: Qué triste alegría la que dan las cosas; qué alegre tristeza la que da el amor. Qué triste alegría la que dan los otros, que alegre tristeza la que da el Señor. Si, dar a luz una nueva vida lleva consigo un trabajo doloroso; Cristo tiene que beber del cáliz preparado para los impíos; pisar el lagar de la cólera de Dios; sufrir los dolores del alumbramiento del Reino; y los apóstoles, primicias de los discípulos, serán también sumergidos en el torrente de los sufrimientos del que debe beber el Mesías, para levantar la cabeza con él, en el gozo eterno de la resurrección, sumergidos en el “torrente de tus delicias; porque en ti está la fuente de la vida y en tu luz vemos la luz.”

También en nuestra vida, como en el camino de la Iglesia hasta la casa del Padre, que son cuatro días, “un poco”, la cruz se ilumina, en la medida en que la sumergimos en el amor de la entrega, y lo definitivo hace insignificante lo transitorio. La vanidad se esfuma, y en la medida en que abandonamos el hombre viejo de nuestro yo, crece en nosotros el Yo de Dios, y nos acercamos a nuestro Origen (alfa) y a nuestro Fin (omega) al interno de la creación, como dice Lawrence Kushner.

La palabra nos invita a la paciencia en el sufrimiento y a la obediencia en el amor, sabiendo que no quedaremos confundidos, sino que levantaremos la cabeza con el Señor, a quien nos unimos por el Bautismo y en quien perseveramos por la Eucaristía.

             Que así sea.

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Jueves 6º de Pascua

Jueves 6º de Pascua

(Hch 18, 1-8; Jn 16, 16-20)

Queridos hermanos:

          El Señor previene una vez más a los discípulos, de su partida al Padre, por lo que su cruz tendrá de escándalo, de fracaso y de angustia, para que se den cuenta de que todo estaba previsto en los amorosos designios divinos y no se dejen arrastrar por el dolor, a la desesperanza, ni decaiga su fe ante la oscuridad de lo que aparece a nuestra razón como inaceptable, y más aún, como irreparable y sin solución. ¿Acaso hay solución para una muerte ignominiosa o puede haber algo que la provea de sentido para seguir creyendo? El Señor les anuncia llanto, lamento y tristeza, agudizados por el escarnio de los adversarios, y con la misma firmeza les promete el gozo ante la acción de Dios que seguirá. Por una breve ausencia y aflicción, recibirán consolación y posesión eternas.

          Si el dar a luz una nueva vida debe pasar por el aprieto del dolor, como preludio de gozos y esperanzas que se abren al caudal inagotable de la existencia, cuánto más el alumbramiento de una nueva creación, y un cosmos imperecedero, tendrá que sumergir en la vorágine del torrente del sacrificio voluntario a quien la va a engendrar.

          El lapso de la crisis es minimizado por Cristo, como “un poco”, como lo es también esta vida que da paso a lo “mucho” y definitivo de la vida eterna. Ciertamente serán tres días en el torrente del sufrimiento y la tristeza, pero conducirán al gozo de los gozos “del torrente de tus delicias” que no podrá ser suprimido jamás; como dice san Pablo:los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros.” 

          Hay un sufrimiento en la inmolación libre y obediente, que hunde sus raíces en el amor y que tiene plenitud de sentido, porque es fecundo. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino, y después los apóstoles, primicias de los discípulos, atravesarán el valle del llanto y serán sumergidos con él, en el torrente del que debe beber el Mesías, para levantar con él la cabeza, en el gozo eterno de la resurrección.

          Lo que aparecerá como absurdo, estará cargado de sentido; lo yermo, pletórico de vida. Esa es la confianza de la fe, la fortaleza de la esperanza, y la generosidad de la caridad. Esos son los renglones torcidos de Dios para nuestra visión distorsionada; la distancia entre los caminos de Dios y nuestras veredas, pues: “Cuanto aventajan los cielos a la tierra, así mis caminos a los vuestros”, dice el Señor.

          La pascua de Cristo hace dar un salto de cualidad a nuestras pobres expectativas de vida, sumergiéndolas en el torrente del amor divino mediante la oblación de la propia existencia a su voluntad. Sólo con la fe es posible superar la crisis, cuando los acontecimientos superan nuestra capacidad de comprensión y de respuesta. Dios está presente y controla la historia; ni una hoja cae del árbol sin su permiso; no estamos a merced del sino, ni el “Misterio de la Iniquidad” actúa más allá de los límites que le fija la providencia divina. “Para los que aman a Dios, todo contribuye al bien.” ¡Vengo pronto!, dice el Señor.

          Que así sea.

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Miércoles 6º de Pascua

Miércoles 6ª de pascua

(Hch 17, 15.22-18,1; Jn 16, 12-15)

Queridos hermanos:

          El Señor que ha revelado ya a los discípulos muchas cosas acerca del Misterio del Padre, deja al Espíritu el completar la revelación del Misterio del Hijo, que todavía los discípulos no podían asimilar y que los llevaría hasta la Verdad plena de Dios.

          El testimonio del Espíritu glorificará a Cristo, anunciando lo que oiga en el seno de la Trinidad, comunicándolo interiormente al corazón de los discípulos, como lo hizo antes públicamente a través de las obras que realizó en Cristo. Ahora el testimonio será pleno: Cristo no es solo el Mesías y el Profeta, sino el Señor, el Hijo del Padre, y Dios, con él, en el Amor del Espíritu de la Verdad. Solo el Espíritu podía dar este testimonio de la divinidad de Cristo, que los discípulos nunca hubieran podido alcanzar, ni mucho menos testificar con su vida, por sí mismos.

          El Espíritu vendrá en ayuda de los discípulos, y será su guía en el desarrollo de la doctrina y de la vida de la Iglesia, ante el mundo, con las obras de ellos, y a través de ellos, porque el Espíritu los acompaña y actúa con ellos.

          La presencia de Cristo en nosotros a través del Espíritu, irá ampliando nuestra capacidad de conocer a Dios y de recibir de él sus dones. Nuestro recipiente se irá ensanchando y mejorará en su capacidad de recibir y retener las gracias que constantemente hace llover sobre nosotros el Señor de las misericordias, y concentrará nuestro corazón: mente y voluntad, en la adhesión a Cristo, como dice el salmo: “concentra toda mi voluntad en la adhesión a tu nombre” (Sal 86, 11), y en la comunión fraterna.

          Dios es inabarcable y lo que de él conocemos porque ha querido revelarse a nosotros, es poco en comparación de lo que de él seguimos ignorando, y nos es imposible conocer hasta el presente. Incluso en la bienaventuranza del cielo y en la comunión que tendrán con él los que hayan sido hallados dignos de la Resurrección, será más lo que les falte, que lo ya alcanzado, y este conocimiento y posesión se irán acrecentando constantemente por toda la eternidad, aunque le podremos ver tal cual es.

          Si Cristo se ha denominado a sí mismo testigo de la Verdad del amor de Dios que nos ha mostrado en la cruz, frente a la mentira diabólica, al decir que el Espíritu nos conducirá a la plenitud de la Verdad, nos revela que seremos conducidos por él, a la plenitud del amor de Dios. También la plenitud en la comunión fraterna, y en el amor a los enemigos, Cristo la ha traído a nosotros y el Espíritu nos introduce en ella.

          En la Bienaventuranza, todos seremos colmados como dice san Agustín, pero no todos conoceremos a Dios en la misma medida, como tampoco en este mundo lo conocemos todos igualmente, sea porque no respondemos de la misma manera a sus dones, o porque no se deja conocer por igual de unos que de otros. Si entre los mismos ángeles hay distintos coros, podemos pensar que así será también entre los santos: coro de apóstoles, de mártires, de vírgenes, y otros.

          Ya desde el nacimiento de la Iglesia con la efusión del Espíritu, la fe y el conocimiento de Dios, han ido progresando en este irnos introduciendo en la Verdad de Dios que realiza el Espíritu. De la fe en Dios a la fe en la Trinidad, de la que Cristo forma parte, hay todo un camino que la Iglesia ha recorrido guiada por el Espíritu. Este ir tomando de lo de Cristo, de lo de Dios, para enriquecerse, es una experiencia continua en la Iglesia, que se opera de forma eminente ahora, en la Eucaristía, cuando en nuestra unión con Cristo, se nos comunica vida eterna, a cada cual según la voluntad de Dios, y según nuestra capacidad.

 

          Que así sea.

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Martes 6º de Pascua

Martes 6º de Pascua

(Hch 16, 22-34; Jn 16, 5-11)

Queridos hermanos:

Como nos decía la palabra estos días, la obra de Cristo continúa en sus discípulos, que han sido asociados a su misión y han recibido la fuerza y el testimonio del Espíritu. A las despedidas se une la promesa del Paráclito (Defensor-Consolador). Hasta ahora Cristo estaba junto a sus discípulos (Dios con nosotros) para instruirlos, sostenerlos, consolarlos y guardarlos, pero ahora vivirá dentro de ellos (Dios en nosotros) cuando reciban su Espíritu Santo. El que esa separación se vaya a realizar en medio de un sufrimiento enorme, les escandalizaría aún más si llegasen a comprenderlo.     

También los discípulos unidos a Cristo y a su misión, por la fe, beberán en su día de este mismo cáliz, pero al presente son incapaces siquiera de oírlo mencionar. Cristo les anuncia al que hará posible en ellos lo que él mismo realiza. Recibirán el Espíritu Santo. Los discípulos viven todavía su relación con Cristo, en la carne más que en la fe, y sólo el pensamiento de separarse de él, los entristece, y no están en grado de comprender los grandes motivos ni los enormes frutos que de ese acontecimiento se desprenderán.

 Con todo, ellos mismos beberán un día de ese cáliz del que ahora son incapaces tan siquiera de oírlo mencionar. Cristo, les habla de quien lo hará posible en ellos, como lo hace en él, y les promete el Defensor, el Consolador. Por él, recibirán la gracia de que Cristo viva en ellos con una presencia más personal, íntima y eficaz, y con una relación más profunda de filiación con el Padre y de hermandad con el Hijo. Cristo entra al cielo, y el cielo penetra en los discípulos con el Espíritu; enorme ganancia y conveniencia para la que era necesario primero limpiar del infierno su corazón. Era necesaria la muerte de Cristo, para que sus pecados fueran disueltos, y que resucitara el Señor, para que recibieran vida eterna.

          Por el sacrificio de Cristo, en el mundo sumergido ahora bajo el pecado de su incredulidad, aparece la justicia por la fe en Cristo, obra del Espíritu, y el príncipe de este mundo, mentiroso y asesino, queda convicto de pecado, juzgado y condenado, mientras el pecado del hombre queda perdonado. Ahora, el mundo se divide: entre quienes creen en Cristo y quienes se resisten a acogerlo por la fe. Los discípulos que habían creído que Jesús, su Maestro, era el Cristo; ahora comienzan a creer que Jesús es el Señor, es Dios; se apoyarán en él, esperarán en él y lo amarán, dice San Agustín.

Acoger a Cristo en sus enviados, es un salir del pecado y entrar en la justicia, condenando al demonio. Rechazar a Cristo, es frustrar en sí mismos la misericordia de Dios. El pecado de la incredulidad es nefasto, porque con él, todos los pecados permanecen.

Cuando me vaya, (viene a decir Jesús), el mundo será enfrentado a la fe en mí, a través de vosotros, y quedará de manifiesto el pecado de su incredulidad. Pero será el Espíritu que recibiréis quien realizará la obra, y por eso digo que convencerá al mundo de pecado por su incredulidad, y de la justicia propia de la fe, porque yo estaré en el Padre, y en consecuencia será manifiesta la condena del príncipe de este mundo, padre de la mentira, que negó la verdad del amor de Dios que es Cristo.

Los fieles, en cambio, habiendo aceptado el juicio de perdón y misericordia de Dios, que Cristo ha hecho patente sobre sus pecados, con su cruz, no serán juzgados, habiendo pasado de la muerte a la vida. Cristo se prepara para beber el cáliz preparado para los pecadores, bebiendo del “torrente” del sufrimiento del que debe beber el Mesías en su camino, para después ser abrevado en el “torrente” de tus delicias, y levantar la cabeza.

             Que así sea.

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Lunes 6º de Pascua

Lunes 6º de Pascua

(Hch 16, 11-15; Jn 15, 26-16,4)

Queridos hermanos:

          Dios ha querido salvarnos mediante la redención de Cristo, que nos   testifica el amor del Padre. La redención es gratuita y precede a nuestra respuesta, pero el testimonio de su amor debe ser acogido por la fe. Mas ¿cómo creerán sin que se les predique, y cómo predicarán si no son enviados?

          El testimonio de Cristo, con sus palabras y con la entrega de su vida, lo confirma el Padre con sus obras a través del Espíritu Santo. Así también nuestro testimonio, es acompañado por el testimonio del Espíritu, en nuestro interior y ante el mundo. Cristo es el testigo fiel y veraz enviado por el Padre, y quien constituye en testigos a sus discípulos. Si por esta redención y este testimonio, Cristo ha entregado su vida, sus discípulos también serán perseguidos. No hay amor más grande, ni grandeza semejante a la de este amor. Quien lo recibe, se incorpora al testimonio de Cristo y como él, debe asumir sin acobardarse el escándalo de su cruz.

          Solo a través de la purificación del sufrimiento y la persecución, se acrisolan nuestra fe y nuestro amor de su carga de interés, y del buscarnos a nosotros mismos aun en las cosas más santas, para poder aquilatarse en la gratuidad del servicio, y del don desinteresado de sí, fruto del Espíritu. Ante el escándalo de la cruz, Cristo previene a sus discípulos, revelándoles los caminos inescrutables de Dios, y sosteniéndolos con la fuerza del Espíritu Santo, que llena de gozo el corazón de los fieles. Sufrirán, pero no perecerán.  

          Como hemos escuchado: “El Espíritu dará testimonio de mí, y también vosotros daréis testimonio”. Algunos exégetas hablan del Cristo histórico y del Cristo de la fe, atribuyendo a la fe de la comunidad cristiana la divinización de Cristo. Con todo, deberán explicarnos, cómo aquel grupo de discípulos “insensatos y tardos de corazón”, a los que el estrepitoso fracaso humano de su maestro, dispersó, e hizo encerrarse por miedo a los judíos, fueron capaces, y tuvieron la osadía, de afrontar las consecuencias del acontecimiento, ofreciendo su vida por el testimonio de aquel crucificado, realizar toda clase de prodigios y señales en su nombre, y propagar su fe hasta los últimos confines de la tierra, en lugar de disolverse y esconderse, como ratas, si no contaron con la veracidad del testimonio del Espíritu, acerca de la divinidad de Cristo, y con su fortaleza. No son ellos quienes han pergeñado y orquestado la divinización de Cristo, sino quienes han sido alcanzados por ella, gracias al testimonio interior del Espíritu, y a las obras que lo acompañan y acreditan.

          Hay un sufrimiento unido al amor, que tiene plenitud de sentido y que es fecundo, y da fruto en abundancia por los méritos infinitos del Verbo de Dios encarnado. Amar es negarse, y negarse es siempre sufrir. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino que son siempre amor, y sus discípulos, pasando tras el Señor por el valle del llanto, van a ser sumergidos en el torrente del sufrimiento, del que debe beber el Mesías, para levantar con él la cabeza, en el gozo eterno de la Resurrección.

          Aquí, el Espíritu, es llamado Espíritu de la Verdad, para suscitar la aceptación de su testimonio, que ni se engaña, ni puede engañar. Es Dios quien apoya con sus obras la palabra de sus mensajeros declarándolos veraces. El Hijo ha recibido un cuerpo en Jesús de Nazaret, y el Espíritu, en nosotros, en la Iglesia, para testificar ante el mundo el amor que Dios le tiene, y su voluntad de salvarlo mediante la fe en Jesucristo.

          Con esta palabra se nos propone la misión, con persecución, y se nos promete el Espíritu; la suavidad de su consuelo y la fortaleza de su defensa para vencer la muerte. La Iglesia comparte con Cristo la misión de subir a Jerusalén, para dar la vida por el testimonio del amor de Dios que ha conocido en Cristo, y que ha recibido del Espíritu Santo.

          La Eucaristía, con nuestro amén, nos introduce en el testimonio de Cristo. ¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven Señor!

          Que así sea.

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