San Matías, apóstol
(Hch 1, 15-17.20-26; Jn 15, 9-17)
Queridos hermanos:
La palabra de hoy está centrada en la Caridad de Dios; el amor del Padre y del Hijo que está a la raíz de todo dándole consistencia. En primer lugar lo revela a través de su Hijo hecho hombre, entregándose a sí mismo en su cruz, para el perdón de los pecados. Cristo mismo se entrega por amor al Padre y a nosotros, con el mismo amor del Padre que está en él. Este es el secreto de su amor al Padre, hacer siempre lo que a él le agrada, y sabemos que le agrada nuestro bien, porque es amor. El que ama, piensa más en el bien de la persona amada que en sí mismo y eso, a veces, implica renunciar al propio bienestar. Por eso el Padre entrega al Hijo por nosotros, y por eso el Hijo obedece al Padre hasta la muerte. Así le ama, le obedece, y lleno del gozo de su amor se entrega y sufre por nosotros.
Cristo hace suya la iniciativa del
Padre y se entrega totalmente para que su amor esté en nosotros, a quienes
llama a ser sus hijos de adopción y discípulos de su Hijo, para que nosotros lo
testifiquemos ante el mundo, como han hecho en primer lugar sus apóstoles. En
este amor hemos sido introducidos por su gracia, y en él, somos invitados a
permanecer, adhiriéndonos a su mandamiento, en el amor mutuo.
El Señor desea para nosotros la
plenitud de su gozo, en el amor que él nos ha traído de parte del Padre
gratuitamente. Así lo ha querido el Padre porque nos ama y así lo ha realizado
el Hijo por amor al Padre y a nosotros. Este amor del Padre y del Hijo es el
Espíritu Santo, cuyo fruto en nosotros es el amor mutuo y también el gozo. El
Señor nos ha dicho que quiere para nosotros su gozo, el gozo de su amor, y por
eso nos da su mandamiento de entregarnos, sin límites, y sin temer al
sufrimiento. Para eso, el Señor nos ha permitido escuchar el Evangelio, nos ha
permitido creer, y nos ha dado su Espíritu gratuitamente. Nos ha introducido en
su amor, para que permanezcamos en él. Todo es gracia.
Dándonos el Espíritu Santo, su gozo en
nosotros se hace pleno y testifica en nosotros el amor del Padre y del Hijo. La
consecuencia es pues, el mandamiento del Señor: “Que os améis los unos a los
otros”, sin reservarnos la vida que se nos ha dado. Para este fruto hemos
sido elegidos y destinados: “No me habéis elegido vosotros a mi, sino que yo os he elegido.” El amor
entre los hermanos es signo para el mundo del amor que Dios derrama sobre él.
Lo llama a la fe. Es apremiante para la vida del mundo y se hace mandato
ineludible para nosotros. Este amor debe ser como el de Cristo por nosotros: “como
yo os he amado”, que le ha llevado hasta el don de la vida. Este amor va
acompañado de la amistad de Cristo y de la total confianza en Dios, de modo que
recibamos del Padre cuanto necesitemos y permanezca después de la muerte para
vida eterna.
Que así sea.
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