Sábado 8º del TO
Mc 11, 27-33
Queridos hermanos:
Los sumos
sacerdotes y los ancianos que no han creído en Juan Bautista mientras el pueblo
lo tenía por profeta, no se atreven a decir que no venía de Dios. Ahora dudan
de Jesús, no creen de hecho en él, pero se creen con autoridad para
cuestionarle, sin tener en cuenta lo que enseña y realiza con signos y
curaciones. Jesús va a arrancar de su boca la respuesta que los
desautoriza a ellos, porque temen perder
la estima de la gente, y no les ha importado tener que discernir la presencia
de Dios en Juan, a quien han rechazado. Si no son capaces de afrontar su propio
discernimiento sobre Juan, han perdido toda la autoridad que pretenden ejercer
sobre Jesús al preguntarle. Jesús viene a decirles: ¿Y vosotros, con qué
autoridad me preguntáis a mí? Manifestando ignorancia sobre Juan, se acusan a
sí mismos de incumplimiento de su deber de discernir ante Dios respecto de los
que se presentan como sus enviados. ¿Qué autoridad pueden, pues, esgrimir ante
Jesús, si no la han ejercido respecto a Juan por miedo al rechazo del pueblo?
Jesús, por tanto, ignora su pregunta, y
deja que sea su Padre, a través del Espíritu quien hable a su favor.
Rechazando
a Juan han frustrado el plan de Dios sobre ellos, porque de hecho es
a Dios a quien han rechazado en su enviado. Si su autoridad les venía de Dios,
la han perdido, y Jesús no se la reconocerá en ningún momento, y en
consecuencia no responderá a su pregunta. Como en el caso de Juan, deben
discernir a través de las palabras y de los hechos de Cristo, que lo acreditan
como enviado de Dios, y más aún, como su Cristo, el Hijo de Dios vivo. En
efecto, él habla y actúa con la autoridad que respalda el Espíritu Santo a
través de sus obras: “Yo tengo un testimonio mayor que el de Juan; porque
las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que
realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado” (Jn 5,36). “Si no hago las obras de mi Padre, no me
creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras y así
sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10, 37-38).
Si no creen en las señales que
Dios hace en Cristo, cómo van a creer en sus palabras.
Conocer la
voluntad de Dios implica discernimiento, sometimiento y obediencia a las
señales y a los enviados que la anuncian. Ellos, están obligados a discernir la
autoridad de Cristo y la de Juan, por las obras, y al no hacerlo, se declaran
autosuficientes y se sitúan fuera de la voluntad de Dios. Un corazón recto que
ama al Señor discierne fácilmente su presencia. Como dice la Escritura, Dios se
manifiesta “al humilde y al afligido que se estremece ante mis palabras”,
pero “al soberbio lo mira desde lejos”. ”Dios, resiste a los soberbios, pero
da su gracia a los humildes.”
Cómo
podemos pretender que Dios nos hable si nuestro corazón está lejos de él, y
nuestros ojos y oídos están cerrados. También nosotros hemos de discernir la
voluntad de Dios a través de sus enviados, de la Iglesia y de los signos que
los acreditan, de que es Dios quien nos los envía. Nos guste o no, el que hace
el bien es de Dios, y el que obra el mal, del diablo. El que obedece nunca se
equivoca, mientras no se le incite a pecar. Hoy tenemos su palabra y este
sacramento, que nos llama a entregarnos juntamente con Cristo diciéndole ¡Amen!
Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario