DOMUND A

 Domingo Mundial de la Propagación de la Fe A
Is 56, 1.6-7; 1Tm 2, 1-8; Mt 28, 16-20

Queridos hermanos:

Celebramos hoy el domingo dedicado a conmemorar la evangelización de los pueblos.
Contemplamos la misión universal con la que la Iglesia prolonga la de Cristo, que nos hace presente el amor del Padre, porque: “Tanto amó Dios al mundo, que le envió a su Hijo, para que el mundo se salve por él.”
Esta misión salvadora que Cristo ha proclamado con los hechos de su entrega y con las palabras de su predicación, nos ha obtenido el perdón de los pecados y nos ha suscitado la fe que nos justifica y nos alcanza el Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra.
Esta misión, Cristo la entregó a sus discípulos para que alcanzara a todos los hombres de generación en generación: “Como el Padre me envió yo os envío”; “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.” Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda la creación”. La creación, como dice san Pablo “gime hasta el presente y sufre dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios”, que proclamen la victoria de Cristo, para que todo el que crea en él, tenga vida eterna y llegue al conocimiento de la verdad del amor de Dios. Hacer discípulos, bautizar y enseñar, tres etapas de la iniciación cristiana.
A través del anuncio del Evangelio, Jesucristo ha puesto un cimiento nuevo, sobre el que edificar el verdadero templo, en el que se ofrezca a Dios un culto espiritual que brota de la fe; por la fe, el Espíritu Santo, derrama en el corazón del creyente el amor de Dios que lo salva y lo lanza a la salvación del mundo entero como hijo de Dios. En efecto, la predicación del Evangelio de Cristo suscita la fe y obtiene el don del Espíritu Santo.
Es urgente por tanto la predicación creída en el corazón y confesada con la boca para alcanzar la salvación como dice san Pablo. Pero “¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Id pues, y anunciad el Evangelio a toda la creación.”
          No hay, por tanto, belleza comparable a la de los mensajeros del Evangelio, que traen la regeneración de todas las cosas en Cristo: La enfermedad, la muerte, la descomunión entre los hombres y todas las consecuencias del pecado, se desvanecen ante el anuncio. Irrumpe la gracia y el Reino de Dios se propaga. Cristo en sus discípulos se dispersa por toda creación suscitando la fe.
Este es el envío que la Iglesia ha recibido de Cristo, que nos ha alcanzado a nosotros y que se perpetúa hasta la Parusía. Esto es lo que hacemos hoy presente en la Eucaristía y a lo que nos unimos comiendo el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo: “Pues cada vez que comáis de este pan y bebáis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga.

          Proclamemos juntos nuestra fe.
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Salmo 131

SALMO 131
(130)

Con espíritu de infancia


Oh, Señor,
mi corazón ya no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas,
que superan mi capacidad;
aquietada y acallada  está mi alma,
como un niño en brazos de su madre.
(Como un niño amamantado está mi espíritu,
como un niño dentro de mí.)
¡Espere Israel en el Señor:
ahora y siempre!


          Sería impensable que con esta breve invocación, el salmista pretendiera ufanarse ante el Señor de sus cualidades de quietud, abandono y mansedumbre, al estilo de aquel fariseo de la parábola, como si fueran ignoradas por quien ha sido su auxilio y su liberador en la consecución de las mismas. Podemos, por tanto, intuir que, tras esta, llamémosla breve oración, el salmista, como vemos en el último versículo, reconoce y agradece la obra realizada en él por el Señor, que le ha sacado de una actitud ante la vida, ambiciosa, y soberbia. Ahora, pues, se abre veladamente a sus hermanos, la entera comunidad de Israel, inmersos aún, como el común de los mortales en las angustiosas situaciones del que se debate con la soberbia de la vida y las pretenciosas exigencias de los ídolos, exhortándolos a hacerse pequeños, e intercediendo por ellos ante el Padre de las misericordias: “Hermanos, el Señor que ha tenido piedad de mí, abra sus brazos y os rodee con su ternura, atrayéndoos a él con todo vuestro corazón.”

Habiendo finalizado un primer combate, exhibe los trofeos obtenidos ante sus hermanos para instarlos a combatir y ser ellos mismos colmados: Humildad, sencillez y alabanza serán sus aliados en el combate de la vida y al cabo, sus consuelos. Se trata ciertamente de una catarsis de la que el Señor con su llamada, anuncia ya el fruto, que el salmista proclama remitiéndolo a la gratuidad bondadosa del Señor.

Nos parece escuchar en este salmo un eco profético, inspirado por el Espíritu al salmista, que resonará con fuerza en las palabras de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera. (Mt 11, 28-30). «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos (Mt 18, 3).

          Así, el pueblo y el discípulo, aprenden del Espíritu de Cristo a vivir sin inquietud ni ambición en el abandono filial, y a: “Caminar humildemente con su Dios en la lealtad y el derecho, que es lo que quiere de ellos el Señor” (cf. Mi 6,8). Había dicho Isaías: «Por la conversión y calma seréis liberados; en el sosiego y seguridad estará vuestra fuerza.» (Is 30, 15). Sin pretender alcanzar cuanto me supera, como canta el salmo (139, 6). En esta actitud ha buscado siempre el Señor a su pueblo, como canta Oseas: “Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor; yo era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer (Os 11, 4). En brazos seréis llevados, y sobre las rodillas seréis acariciados.  Como aquel a quien su madre consuela, así os consolaré yo (Is 66, 12-13). Así dice el Señor Yahvé, el Santo de Israel.

Tomar sobre sí, otro yugo que el de Cristo, no conduce más que a la fatiga inútil de quien en el vivir cotidiano pretende asumir el papel de dios de su existencia. Concede, pues, Señor, a tu pueblo este don que has tenido a bien concederme gratuitamente después de tanta vanidad de vida; de tantas angustias desasosiegos, pretensiones y fatigas de mi alma insatisfecha por los ídolos, y saciada ahora por tu gracia, yo que me alzaba, mientras tú te abajabas hasta mí, lleno de mansedumbre y de misericordia.
                                                          

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