La Sagrada Familia

 La Sagrada Familia

(Eclo 3, 3-7.14-17; Col 3, 12-21; o bien, 1S 1, 20-22.24-28; 1Jn 3, 1-2.21-24;

A: Mt 2, 13-15.19-23; B: Lc 2, 22-40; C: Lc 2, 41-52). 

Queridos hermanos: 

Celebramos la fiesta de La Sagrada Familia, que en el trasfondo de la alegría anunciada por los ángeles, propia de la Navidad, y que lo será para todo el pueblo, destaca la cruz de la misión a la que es llamada en el Hijo que guarda en su seno.

La Sagrada Familia, que ha sido constituida por Dios, vive en castidad perfecta la unión virginal de María y José, está sujeta incondicionalmente a la voluntad de Dios, llevando a cabo su plan de salvación, haciendo crecer en su seno a Cristo, Palabra y Gracia de Dios, hasta la estatura adulta de su entrega en la cruz para la redención de los hombres, y permanece unida en medio de las dificultades de la vida, muchas y graves, que Dios ha permitido para ella. Dios ha querido realizar en ella un modelo teológico, no demográfico, de la familia, en cuanto a la entrega fecunda y a la renuncia personal de los esposos en favor del Hijo, que vivirá sujeto a ellos. Modelo, por tanto, de amor esponsal en perfecta castidad, llevado a su plenitud por la presencia en cada uno de ellos del Espíritu Santo, en una vida de “humildad, sencillez y alabanza”.

Dios ha querido que nuestro Redentor fuera verdadero hombre y en consecuencia tuviera una verdadera familia y una historia humana en la que fuera preparada y realizada su misión de salvación. Esto debe cuestionarnos en nuestras expectativas respecto de nuestra familia y de nuestra vida, en la que tantas veces nos escandaliza la aparición de acontecimientos que se nos antojan adversos, precisamente porque no los contemplamos bajo el prisma de la fe, que ilumina su sentido último y trascendente en relación a la llamada de Dios. Si la misión de Cristo implicaba su oblación total, tendremos luz para comprender el sentido del sufrimiento, que lo acompañará siempre y con el que será preparado junto con su familia: “Experta en el sufrir” como la llama un himno litúrgico. 

Si bien, Dios, preserva la misión de su Hijo, no le evita los trabajos y sufrimientos que implica su auténtica redención, por la que se hizo hombre verdadero. “Era necesario que el Cristo padeciera”. Todo lo que implicaba la auténtica encarnación de Cristo, requería que fuera tal su familia. Las gracias necesarias que se les concedieron, no disminuyeron en nada su condición de familia humana. Su santidad, ilumina aquella a la que somos llamados como familia en Cristo.

La santidad de Dios, fue el motivo y la causa de la llamada a la santidad que hizo Dios a su pueblo: “Sed, pues, santos porque yo soy santo.” San Pablo dirá que para eso hemos sido elegidos en Cristo antes de la creación del mundo: “Para ser santos e inmaculados en el amor.” Por eso la santidad no es algo abstracto, sino en relación al amor: Sed santos con los demás como yo soy santo con vosotros.

La palabra nos ilumina la disposición total de la Sagrada Familia a la misión y sus consecuencias, y por tanto a la voluntad de Dios. Al interno, esto se traduce en relaciones de amor entre sus miembros: cónyuges, padres e hijos, que no se miran a sí mismos, sino al bien del otro, como vemos en las lecturas. José, el menor en dignidad, será cabeza, y Jesús, el mayor, estará sujeto a ellos. San Pablo habla de que el marido es cabeza de la mujer, y vemos que en el Evangelio, Dios dice a José y no a María lo que debe hacer la familia de su Hijo. Mientras su pueblo ignora y persigue a Cristo, será Egipto quien lo acoja y lo guarde de sus enemigos como ocurrió con José. Sólo entonces: “De Egipto llamé a mi Hijo”, el nuevo y verdadero Israel. : “Familia en misión, Trinidad en misión”.                                                                                                                                (San Juan Pablo II, en 1988). 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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5ª Feria mayor de Adviento "Oh Sol"

 5ª Feria mayor de Adviento “Oh Sol”

(Ct 2, 8-14; So 3, 14-18; Lc 1, 39-45) 

Queridos hermanos: 

          La palabra de este día está envuelta en manifestaciones celestes de ángeles y del Espíritu Santo, como corresponde al misterio de los hijos que guardan sus madres al encontrarse. Unidos en la estirpe y en la gracia. El mayor entre los nacidos de mujer y el Primogénito de toda la creación. La voz y la Palabra. El Amor y la Esposa se encuentran y el poder y la fecundidad de Dios hace fructificar a la virgen y a la estéril en medio del gozo y la exultación.

          “María se puso en camino y se fue con prontitud”. María es movida por el Espíritu hacia Isabel, porque Cristo va al encuentro de Juan. El gozo de María es el de Cristo que vive en ella, Juan lo percibe junto con Isabel y hace exultar y profetizar a la madre, quedando ambos llenos del Espíritu: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” El Espíritu Santo por boca de Isabel, exalta la fe de María en las promesas que le han sido comunicadas de parte de Dios. La fe de la Iglesia es la de María, y la que se nos ofrece hoy a nosotros juntamente con la promesa del Espíritu, que dará fecundidad al desierto de nuestra vida.

          Dios se fija en la humildad de María, a la que ha santificado desde su concepción: “el Señor no renuncia jamás a su misericordia, no deja que sus palabras se pierdan, ni que se borre la descendencia de su elegido, ni que desaparezca el linaje de quien le ha amado” (Eclo 47, 22).

          María se apoyó en Dios en su pequeñez, y nosotros debemos hacerlo en nuestra debilidad, para poder alcanzar la dicha de ella por nuestra fe, pues también a nosotros nos ha sido anunciada la salvación en Cristo.

          Juan ha sido lleno del Espíritu y de gozo con la cercanía de Cristo. Nosotros en la Eucaristía somos llamados no sólo a su cercanía, sino a hacernos un espíritu con él, de manera que el “Dios con nosotros” llegue a ser Dios en nosotros. Recibámoslo con fe y que su gozo llene nuestro corazón y le bendiga nuestra boca. 

          Que así sea.

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Domingo 4º de Adviento C

 4º Domingo de Adviento C 

(Mi 5, 2-5a; Hb 10, 5-10; Lc 1, 39-45. 

Queridos hermanos: 

La palabra de este día está envuelta en manifestaciones celestes del Espíritu Santo, como corresponde al misterio de los hijos que guardan las madres en su seno, y al encuentro entre el mayor de los nacidos de mujer y el primogénito de toda la creación; la voz y la Palabra.

La palabra nos presenta: impotencia, incapacidad y humildad, que adquieren valor, para quienes encuentran la grandeza de Dios, que no consiste tan sólo en su poder, sino eminentemente en su amor y su misericordia. Sólo así es posible al hombre reconocerse profundamente pequeño, y acogerse humildemente a su auxilio. El conocimiento de Dios, nos redimensiona y nos sitúa, dando esperanza al débil y humildad al soberbio. Belén puede alegrarse de su pequeñez y María de su insignificancia, porque les ha valorado el don del Señor.

Dios que es grande y se complace en los pequeños, para actuar la salvación elige la impotencia humana para que nadie quede excluido de la gratuidad de su amor, ni se pueda dudar de su misericordia. Para realizar grandes obras elige a las estériles y para engendrar al salvador, a una virgen que no conoce barón.

Contemplamos hoy a Cristo encarnado en el seno de María, derramando el Espíritu Santo, y somos testigos de que las promesas del Señor llegan a su cumplimiento. La voluntad de Dios se hace accesible a nuestra incapacidad, porque el Verbo de Dios ha recibido un cuerpo para alcanzarnos esa voluntad gratuitamente.

El Espíritu Santo hace profetizar a Isabel, para exaltar la fe de María en las promesas que le han sido comunicadas de parte de Dios. María es “bendita entre las mujeres” como Yael y como Judit que pisaron la cabeza del enemigo, figura del Adversario por antonomasia, cuya cabeza será aplastada por Cristo, la descendencia de María.

Dios se fija en la pequeñez de María, y en la de Belén Efratá, en memoria de su siervo David, pues “el Señor no renuncia jamás a su misericordia, no deja que sus palabras se pierdan,  ni que se borre la descendencia de su elegido,  ni que desaparezca el linaje de quien le ha amado” (Eclo 47, 22).

María se apoya en Dios en su pequeñez, y nosotros debemos hacerlo en nuestra debilidad, para poder alcanzar la dicha de ella por nuestra fe, pues también en Cristo nos ha sido anunciada la salvación. 

El Señor se ha dignado visitarnos como salvador y a nosotros se nos invita a creer en su palabra, exultar de gozo en el seno de la Iglesia, concebir a Cristo por la fe y darlo a luz por el amor. 

Profesemos juntos nuestra fe.

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Miércoles 3º de Adviento

 Miércoles 3º de Adviento 

Is 45, 6-8.18.21-25; Lc 7, 19-23 

Queridos hermanos: 

Cristo define su misión como el anuncio de la Buena Noticia y la proclamación del “año de gracia” del Señor. Viene a encarnar lo más profundo de la esencia divina; las entrañas de su misericordia. Juan, en cambio, debe preparar su acogida llamando a la conversión y a la penitencia en la severidad de la ley, y su impaciencia lo desconcierta por la mansedumbre de Cristo, hasta el punto de enviar discípulos a preguntarle si es él el “esperado”. Cristo le invita a discernir constatando, si sus obras responden con las expectativas mesiánicas de las Escrituras, que no son sólo la justicia, el juicio y la venganza de los enemigos de Dios, como el pueblo las espera, sino también el “año de gracia del Señor” y el tiempo de la misericordia.

Es normal que nosotros nos formemos proyecciones sobre Dios, de acuerdo con nuestra experiencia y nuestros conocimientos; concepciones personalizadas de lo que nos sobrepasa, y de forma inconsciente pretendemos que Dios responda a nuestras expectativas ajustándose a nuestros conceptos. En consecuencia, Dios nos sorprende siempre y nos llama a convertirnos a él y a seguir sus caminos que aventajan a los nuestros como el cielo a la tierra, aunque a veces no nos gusten. En ocasiones pensamos que le seguimos a él, cuando en realidad seguimos nuestras propias ideas y proyecciones, y no estamos dispuestos a cambiar nuestra mente. Jesús dirá: “Dichoso el que no se escandalice de mí.” “Yo quiero amor, conocimiento de Dios.”

Feuerbach tenía algo de razón al hablar de un dios proyección humana, pues ese debía ser su desconocimiento del Dios revelado en Jesucristo y que ha querido hacerse concreto, desconocimiento que compartían muchos de sus contemporáneos, más llenos de ideas que del verdadero conocimiento de su palabra, y de la fe. 

Sólo en la cruz de Cristo brillará la justicia de Dios sobre el pecado, su venganza sobre el Enemigo y el juicio de misericordia sobre los pecadores, que se nos entrega en el sacramento de la fe, comunicándonos vida eterna. 

Que así sea

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Domingo 3º de Adviento C Gaudete

 Domingo 3º de Adviento C “Gaudete”.

(So 3, 14-18; Flp 4, 4-7; Lc 3, 10-18) 

Queridos hermanos: 

          El Señor está cerca. El amor se alegra al amar; se goza, como dice Sofonías en la primera lectura; y alegra también el corazón del hombre como el buen vino; como el vino nuevo dejado para el final. El Señor viene a salvar y se alegra, enmudeciendo ante los tormentos a los que su amor será sometido (cf. Is 53, 7), pero las aguas torrenciales no pueden apagar el amor ni anegarlo los ríos. Lo sabe también san Pablo encarcelado por amor a Cristo: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna.”

          Se acerca el fuego de este amor, con el que el Espíritu Santo viene a bautizarnos. Se anuncia a Cristo y hay que acogerlo con la conversión del corazón, escuchando a su profeta. Viene el fuego que consume y purifica, que acrisola y fecunda llenando el mundo de paz. Viene el amor que hace posible al hombre lo que sólo es posible para Dios. Viene el amor del Padre en su Hijo encarnado y visible y se hace Don en el Espíritu Santo.

          Para recibir lo inalcanzable de Dios, el hombre debe disponerse, ampliando al máximo su capacidad, y reduciendo al mínimo sus ansias de posesión. Llenarse de la justicia y vaciarse de la impiedad. Abajar su vanidad y su orgullo, y rellenar ante el Señor la escabrosidad socavada por las pasiones.

          El señor está a las puertas y deja oír la voz del mensajero que clama, para que se le abran francas las puertas de los corazones y pueda entrar él a cenar volviendo la noche en fiesta, la oscuridad en luz, la tristeza en gozo y la soledad en amor. La esterilidad del alma se hará fecunda, los entendimientos se iluminarán, se sublimarán los sentimientos, y la esperanza quedará fortalecida para que podamos caminar a su luz, guiados por sus preceptos.

          ¡Ven Señor y no tardes más en venir! Arrástranos tras de ti y te seguiremos de todo corazón; danos vida para que invoquemos tu nombre. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de ti. A ti, Señor, nos acogemos, y no quedaremos defraudados.

            Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 2º de Adviento C

 Domingo 2º de Adviento.  C

(Ba 5, 1-9; Flp 1, 4-6.8-11; Lc 3, 1-6) 

Queridos hermanos: 

          La profecía de Isaías sitúa esta Palabra, en el contexto de que Dios quiere consolar a su pueblo, porque ya ha pagado por sus pecados (Is 40, 1ss). La consolación le vendrá por la acogida de la gracia de la conversión, que le llegará mediante el anuncio del “mensajero” del Señor, que viene delante del Salvador preparando su camino. Después vendrá el Señor a perdonar sus pecados y a bautizar en el fuego del Espíritu.

          Dios proclama su Palabra de vida, a oídos de aquel que ha elegido para llevarla a cumplimiento, y escucharla es ya recibir la misión y el poder de que se realice. Los evangelistas, identifican a este mensajero con Juan el Bautista, que prepara el camino de Cristo invitando a la conversión, mediante la confesión de los pecados, la penitencia, y el bautismo de agua en el Jordán.

          El camino del Señor debe prepararse en el desierto, por el que como en un nuevo Éxodo, Dios va a caminar para conducir a su pueblo de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. El desierto será siempre para Israel referencia insustituible. La añoranza de su primer amor. Ha sido en el desierto donde Israel ha visto realizado, que los caminos de Dios han sido sus caminos. Dios caminaba en medio de ellos. Él era su luz, su protección y su guía. Él, era su pastor. 

          El camino del Señor, queda preparado en aquel que acoge a su mensajero, en este caso a Juan Bautista, sometiéndose a su bautismo, aceptando la conversión. La gracia que lleva en sí esta Palabra, le abre los ojos, los oídos y el corazón a Cristo. En cambio para quien rechaza al mensajero, esta gracia permanece inaccesible: Mirará y no verá; oirá y no escuchará; no comprenderá, y su corazón no se convertirá, y no será curado. (cf. Is 6, 9-10). En el Evangelio de  Lucas, esta es la causa de que ni saduceos, ni fariseos ni legistas pudieran acoger a Cristo: “al no aceptar el bautismo de él (Juan el Bautista), frustraron el plan de Dios sobre ellos”. (Lc 7, 30) mientras hasta los publicanos y las prostitutas creyeron en él.

          Es por tanto el Señor, quien como el buen samaritano, ansía venir al encuentro del hombre, que se ha separado de él por el pecado: Ha dejado Jerusalén, lugar de su presencia, y se ha encaminado a Jericó, imagen del mundo, cayendo en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se han ido dejándole medio muerto. Los profetas serán los encargados de anunciar con insistencia estos ardientes deseos de la voluntad amorosa de Dios. Juan, será el designado para  precederle con el espíritu y el poder de Elías a preparar su camino, y Cristo, el elegido para encarnar su venida.

          Dios es espíritu, y aun a través de Jesucristo, el encuentro del hombre con Dios, ha de realizarse en el espíritu, y por tanto en su libertad. Los obstáculos que encontrará el Señor en su camino al corazón del hombre serán por tanto espirituales. Ningún obstáculo puede oponerse al Señor sino el espíritu del hombre, al cual dotó Dios de libertad, para que pudiera amar: Los “montes” de la soberbia y el orgullo, levantan el yo del hombre, impidiendo el acceso al Señor, que viene manso y humilde de corazón. Estos montes deberán ser demolidos, y rellenados estos “valles”, abismos de la hipocresía y simas insaciables de las pasiones.  Carencias socavadas en el espíritu del hombre que ha abandonado a su Dios.

          Sólo el Señor mediante la fe, puede arrancar estos montes y plantarlos en el mar de la muerte, para desecar su poder, y convertir el corazón del hombre, en un vergel en el que florezca la justicia, camino llano para el Señor. 

          En quién acoge la gracia de la conversión aparecen los frutos de la humildad y del perdón, que obtienen de Dios la salvación, la comunión con el Amor. El bautismo de Espíritu y fuego, que purifica el fruto y quema la paja.

Por tanto: “¡Preparad el camino al Señor!” “Y todos verán la salvación de Dios”. Israel, por la fidelidad de Dios a sus promesas, y los gentiles por su misericordia. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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