4º Domingo de Adviento C
(Mi 5, 2-5a; Hb 10, 5-10; Lc 1, 39-45.
Queridos hermanos:
La palabra de este día está envuelta en
manifestaciones celestes del Espíritu Santo, como corresponde al misterio de
los hijos que guardan las madres en su seno, y al encuentro entre el mayor de
los nacidos de mujer y el primogénito de toda la creación; la voz y la Palabra.
La palabra nos presenta: impotencia,
incapacidad y humildad, que adquieren valor, para quienes encuentran la
grandeza de Dios, que no consiste tan sólo en su poder, sino eminentemente en
su amor y su misericordia. Sólo así es posible al hombre reconocerse
profundamente pequeño, y acogerse humildemente a su auxilio. El conocimiento de
Dios, nos redimensiona y nos sitúa, dando esperanza al débil y humildad al
soberbio. Belén puede alegrarse de su pequeñez y María de su insignificancia,
porque les ha valorado el don del Señor.
Dios que es grande y se complace en los
pequeños, para actuar la salvación elige la impotencia humana para que nadie quede
excluido de la gratuidad de su amor, ni se pueda dudar de su misericordia. Para
realizar grandes obras elige a las estériles y para engendrar al salvador, a
una virgen que no conoce barón.
Contemplamos hoy a Cristo encarnado en
el seno de María, derramando el Espíritu Santo, y somos testigos de que las
promesas del Señor llegan a su cumplimiento. La voluntad de Dios se hace
accesible a nuestra incapacidad, porque el Verbo de Dios ha recibido un cuerpo
para alcanzarnos esa voluntad gratuitamente.
El Espíritu Santo hace profetizar a
Isabel, para exaltar la fe de María en las promesas que le han sido comunicadas
de parte de Dios. María es “bendita entre las mujeres” como Yael y como
Judit que pisaron la cabeza del enemigo, figura del Adversario por antonomasia,
cuya cabeza será aplastada por Cristo, la descendencia de María.
Dios se
fija en la pequeñez de María, y en la de Belén Efratá, en memoria de su siervo
David, pues
“el
Señor no renuncia jamás a su misericordia, no deja que sus palabras se pierdan,
ni que se borre la descendencia de su
elegido, ni que desaparezca el linaje de
quien le ha amado” (Eclo 47, 22).
María se apoya en Dios en su pequeñez, y nosotros debemos
hacerlo en nuestra debilidad, para poder alcanzar la dicha de ella por nuestra
fe, pues también en Cristo nos ha sido anunciada la salvación.
El Señor se ha dignado visitarnos como salvador y a nosotros se nos invita a creer en su palabra, exultar de gozo en el seno de la Iglesia, concebir a Cristo por la fe y darlo a luz por el amor.
Profesemos juntos nuestra fe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario