Lunes 1º de Cuaresma

 Lunes 1º de Cuaresma  

(Lv 19, 1-2. 11-19; Mt. 25, 31-46) 

Queridos hermanos: 

            En el Evangelio encontramos dos pasajes en los que Cristo acoge, alimenta y sacia a las gentes que lo siguen, a través de sus discípulos; el primero en referencia a Israel, y el segundo a las naciones. Encontramos también dos pasajes en los que Cristo envía a sus discípulos a predicar, y también uno está referido a Israel: el envío de los doce, y el otro hace referencia a las naciones: el envío de los setenta y dos. En estos, es Cristo quien es acogido o rechazado, en las personas de sus “hermanos más pequeños, que son sus discípulos, porque quien os acoge a vosotros me acoge a mí, y quien a vosotros escucha, me escucha a mí, y a aquel que me ha enviado. Cuando en el evangelio de hoy el Señor habla de que las naciones lo han acogido o rechazado a él, se está refiriendo a la acogida o el rechazo a sus enviados: a su predicación del Reino, y a la paz y la salvación que encarnan.

          La relación con Dios de su pueblo, pide de él una conducta consecuente con el don recibido de amistad, bondad, generosidad, verdad y en una palabra santidad. La experiencia de los atributos de Dios en su vida debe repercutir en su relación con los demás. La santidad que Dios pide a su pueblo es concretamente la que él ha usado con ellos. Aquello de: “Sed santos, porque yo soy santo”, vendría a ser: Sed santos con los demás, porque yo lo soy con vosotros. Pórtate con tus semejantes como yo me porto contigo. Jesucristo dirá: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Porque él hace salir su sol sobre buenos y malos y manda la lluvia también sobre los pecadores”. Esta es la perfección del amor de Dios, que no hace acepción de personas; que ama a sus enemigos.

          La santidad cristiana, por tanto, es superior a la de Israel, o como dirá Jesús, superior a la de los escribas y fariseos, y por eso, “el más pequeño en el Reino, es mayor que Juan”; porque es superior el espíritu de amor al enemigo con el que Cristo nos ha amado, y que mediante la fe, ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo: “Amaos como yo os he amado”. “Amad a vuestros enemigos y seréis hijos de vuestro Padre celeste”; y “mis hermanos más pequeños”.

          Esta es también nuestra misión de encarnar a Cristo en el mundo para que el mundo se encuentre con él, pueda acogerlo, y se salve:  «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado.»

          Con mucha frecuencia este texto del Evangelio es usado incluso por el Magisterio, como apoyo de la incuestionable tesis, según la cual, en las obras de misericordia realizadas en los necesitados, se encuentra al Señor. Pero la validez de esta actualización y de otras similares, impide en ocasiones al texto expresar la riqueza propia de su significado e incluso exponer tesis más específicas.

          Este texto tiene la virtud de presentar a los discípulos y por tanto a la Iglesia, como analogía del Verbo encarnado en su misión salvadora, y como norma de juicio ante las naciones, a través de la filiación divina que los constituye en “pequeños hermanos de Cristo”, y miembros de su cuerpo místico.   

          El apelativo de “pequeños”, está suficientemente aplicado en el Evangelio a los discípulos y a los enviado a asumir la acogida o el rechazo de las naciones  en nombre de Jesús: “Todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa” (Mt 10, 42), cf. (Mc 9, 41 y 42;  Mt 18, 4 – 6. 10. 14; Lc 10, 21).

           “Mas si son sus hermanos, ¿por qué los llama pequeñitos? Por lo mismo que son humildes, pobres y abyectos. Y no entiende por éstos tan sólo a los monjes que se retiraron a los montes, sino que también a cada fiel aunque fuere secular; y, si tuviere hambre, u otra cosa de esta índole, quiere que goce de los cuidados de la misericordia: porque el bautismo y la comunicación de los misterios le hacen hermano.”  (San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 79,1).

           Por muy somera que quiera hacerse la lectura de la expresión: “estos” hermanos míos más pequeños, ésta, no es aplicable sin más a cualquier tipo de pobres y necesitados de la tierra, a quienes su indigencia no redime sin más, de su posible precariedad espiritual: pasiones, perversiones e idolatrías. Este apelativo implica una pertenencia a Cristo: “Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, os aseguro que no perderá su recompensa” (Mc 9, 41); cf.(Mt 10, 42). Además, el adjetivo “estos”, sitúa en el discurso al grupo de los “hermanos más pequeños”, separadamente al grupo de la derecha y al de la izquierda, frente a las naciones y fuera de ellas , porque constituyen un sujeto distinto a aquellos a quienes se aplica la bendición o la maldición. El calificativo de  “hermanos míos”, corresponde más bien, al de “hijos del Padre celeste”, a los cuales Cristo pone la premisa del amor a sus enemigos para merecerlo, (Mt 5, 44).  Implica además la posesión del espíritu del Hijo, y no sólo la condición de meros menesterosos y desheredados.

           “Libremente podíamos entender que Jesucristo hambriento sería alimentado en todo pobre, y sediento saciado, y de la misma manera respecto de lo otro. Pero por esto que sigue: "En cuanto lo hicisteis a uno de mis hermanos", etc., no me parece que lo dijo generalmente refiriéndose a los pobres, sino a los que son pobres de espíritu, a quienes había dicho alargando su mano: "Son hermanos míos, los que hacen la voluntad de mi Padre" (Mt 12,50).  San Jerónimo.

           A sus “hermanos más pequeños”, Cristo ha dicho: “Quien a vosotros recibe a mí me recibe” (Mt 10, 40). “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha” (Lc 10, 16). Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian; a todo el que te pida, da y al que te robe lo que es tuyo, no se lo reclames”, (cf. Lc 6, 27 – 35). Es a “las naciones” a quienes dice: “Tuve hambre –en la persona de mis hermanos más pequeños- y no me distéis de comer, tuve sed y no me distéis de beber”, y lo que sigue. Sois benditos, o malditos, porque en “estos”, mis enviados, me recibisteis o me rechazasteis a mí. 

          “Se escribió a los fieles: "Vosotros sois cuerpo de Cristo" (1Cor 12,27) Luego así como el alma que habita en el cuerpo, aun cuando no tenga hambre respecto a su naturaleza espiritual, tiene necesidad, sin embargo, de tomar el alimento del cuerpo, porque está unida a su cuerpo, así también el Salvador, siendo El mismo impasible, padece todo lo que padece su cuerpo, que es la Iglesia.  (Orígenes, in Matthaeum, 34).

           También el Israel fiel a la primera Alianza, es un pueblo de hermanos de Jesús distinto de las naciones, pero distinto también hasta el presente de “sus hermanos más pequeños” por quienes será juzgado: “Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel”. (Mt 19, 28). 

          Con el nombre de ángeles designó también a los hombres, que juzgarán con Cristo, pues siendo los ángeles nuncios, como a tales consideramos también a todos los que predicaron a los hombres su salvación. (San Agustín, sermones, 351,8).

           La interpretación de la expresión: “mis hermanos más pequeños” referida únicamente a los pobres y menesterosos, implica una concepción secularista, por la que la Iglesia pierde su carácter “sacramental de salvación”, y a la vez relativiza su misión evangelizadora, que como dice Cristo en el Evangelio, aporta una verdadera “regeneración” al mundo, que ha perdido la Vida como consecuencia del pecado. En caso contrario, bastarían las obras asistenciales de filantropía que cualquier hombre puede realizar sin necesitar de Jesucristo, para ayudar al mundo. El envío que Cristo resucitado hace a sus discípulos a todas las naciones, de modo que “el que crea se salvará y el que se resista a creer se condenará”, queda sin sentido por la interpretación secularizante que elimina toda componente trascendente y escatológica de la predicación cristiana. 

          Si es suficiente el ejercicio de las obras asistenciales, ¿dónde quedan la fe, el perdón de los pecados y el testimonio? (Mt 10, 32s); ¿dónde la redención de Cristo, el don del Espíritu y la vida nueva? ¿Para qué el “vosotros sois la sal de la tierra, la luz del mundo y el fermento? La misión de la Iglesia se reduciría a una función asistencial, a la que tristemente es reducida la pastoral de muchas de nuestras asociaciones clericales olvidando de hecho su misión fundamental.

          Frente a esta Palabra, los creyentes, no sólo deben tomar conciencia de su realidad ontológica de ”hijos del Padre” y de “hermanos de Cristo”, sino también de su misión de “pequeños”, mediadora de la salvación de Cristo a las naciones: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe”. Misión de destruir la muerte del mundo en sus propios cuerpos, constituidos en miembros de Cristo, pues “mientras nosotros morimos, el mundo recibe la vida”, (cf. 2Co 4, 12).

          Esta palabra hace presente la misión salvadora de la Iglesia y exhorta a los fieles a permanecer unidos al grupo de los hermanos más pequeños de Jesucristo, que la han encarnado en el mundo, siendo por tanto objeto del rechazo o de la acogida de los hombres, como lo ha sido Cristo mismo.

          Los cristianos, con el espíritu de Cristo, han hecho presente en sus cuerpos la escatología. Sobre ellos se ha anticipado el juicio de la misericordia divina (Jn 3, 18). Son conscientes de haber acogido al Señor, y ahora triunfantes por haber permanecido unidos a la vid, son norma de juicio para las gentes y paradigma de salvación o de condenación, frente al que serán medidas “todas las naciones” (Mt 25, 35 y 36. 42 y 43).

          Cuando un cristiano o una comunidad cristiana escucha la proclamación de esta Palabra, debe saberse situar en el grupo de los “pequeños hermanos del Señor”. Debe ser consciente de la salvación que gratuitamente ha recibido y de la cual vive. Debe recordar perfectamente los padecimientos sufridos por el testimonio de Jesús y sobre todo las consolaciones de haber visto su mensaje acogido por tanta gente, sobre la que ha visto irrumpir el reino de Dios y el gozo del Espíritu Santo, cuando como “siervo inútil”, ha encarnado al mensajero de la Buena Noticia.

          Por eso, al escuchar esta Palabra y ver que aún es tiempo de salvación y de misericordia, su celo se robustece pensando en aquellos que aún no la han conocido. Su vigilancia se renueva, pues por nada quisieran abandonar el lugar privilegiado cercano a su Señor en el día del juicio y por toda la eternidad; ni dejar su puesto en la Iglesia o ser despojados de él por el enemigo que constantemente “ronda buscando a quien devorar”. Contemplan también las obras santas que les concede realizar Aquel que los conforta, por el cual están crucificados para el mundo, y no viven ya para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos.

          Son ellos, los hambrientos por Cristo, los desnudos, los presos, los enfermos, en los que Cristo es acogido o rechazado. No es ya su vida la que viven, sino que Cristo vive en ellos. Pero si al escuchar esta Palabra, caen en la cuenta de que ya el Maligno les ha desposeído de su puesto junto a los “hermanos más pequeños”, si ya se ven grandes y opresores, e hijos de otro padre, esta Palabra les llama nuevamente, porque cuando nosotros somos infieles, Él, permanece fiel. 

          Que así sea.

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Domingo 1º de Cuaresma A

 Domingo 1º de Cuaresma A:

(Ge 2, 7-9; 3, 1-7; Rm 5, 12-19; Mt 4, 1-11.) 

Queridos hermanos: 

          En este primer domingo al comienzo de la Cuaresma, la liturgia nos lleva a contemplar la creación del hombre, que Dios sitúa en la felicidad del paraíso en el que él mismo está presente junto al hombre, y siendo amor, llama al hombre al amor, para lo cual necesita hacerlo libre, y para eso, en el centro del paraíso sitúa el árbol de la vida, y el árbol de la ciencia del bien y del mal, que simbolizan su libertad. Ante él se abrían así los dos caminos: el camino de la vida sin fin y el de la muerte sin remedio. Para permanecer en el paraíso, el hombre deberá ejercer su libertad obedeciendo a Dios, amando y eligiendo la vida, al ser tentado por el diablo, so pena de perder su comunión bienaventurada con el Señor, su creador, y convertir así el paraíso en un desierto morada de demonios, separado del Señor.

          El desierto será así campo de batalla y palestra espiritual, frente al Paraíso, meta de nuestra vocación y objeto de nuestra esperanza, en el que Dios quiere manifestarse para mudar de nuevo el desierto en Paraíso; muerte en vida, Moria y Gólgota en Edén, según su plan amoroso de comunión eterna.

Contemplamos, hoy, por tanto, a Jesús, siendo impulsado y conducido, en el desierto, por el Espíritu, al combate con el diablo y al encuentro con Dios. Ciertamente es necesaria la moción del Espíritu para ir al desierto y para permanecer en él. El Espíritu, en el desierto, moverá al hombre a entrar en sí mismo, como al hijo pródigo, y encontrar en su corazón el amor en el que fue creado, y no vivir ya para sí, sino para Dios, poniéndose a la escucha.

Es Dios quien llama a su pueblo a la unión amorosa con él y le conduce al desierto lo mismo que a Moisés, a Elías, a Juan Bautista, a los profetas y a cuantos va eligiendo, para mostrarles el Árbol de la Vida, hablarles al corazón, purificar su idolatría, lavarlos de sus pecados y curar su rebelión.  

Solicitado por el mal, sucumbe ante la mentira y es desterrado lejos del alcance de la vida, y en su albedrío, privado de la libertad (Hb 2, 15). Se abre así para él un desierto de esclavitud y de muerte.

Así lo encuentra Dios en Egipto, y tras formarle un cuerpo, sopla sobre él un aliento de vida en el Sinaí, y lo conduce por el desierto para introducirlo de nuevo en el Paraíso. Pero sucumbe prueba tras prueba, y sólo después de cuarenta años, una nueva generación alcanza la tierra que se abre a la esperanza del definitivo retorno.

Sólo en Cristo, el hombre estará preparado para recibir de Dios y para siempre, la puerta franca del Paraíso. Para eso, y una vez recibido el Espíritu, Cristo deberá vencer en el desierto “al que tenía el dominio sobre la muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud” (Hb 2, 14s.). La presencia de los ángeles en la que fue morada de los demonios, y la comunión con los animales del campo (cf. Mc 1, 13), anuncian ya la irrupción del Paraíso entre los hombres.

“En aquellas tres tentaciones está compendiada y descrita toda la historia ulterior de la humanidad, y muestran las tres imágenes a las cuales se reducen todas las indisolubles contradicciones históricas de la naturaleza humana sobre la tierra: sensualidad, voluntad de poder y orgullo de superar la condición mortal. Los tres impulsos más fuertes de la multitud humana; las tres chispas que encienden continuamente la carne y el espíritu”, como dijo Dostoievski.

El marxismo, elucubrando salvar al hombre sólo con el pan, reduciéndolo a puro materialismo, ha fracasado, porque: “no sólo de pan vive el hombre”. Las tentaciones de Marx, Nietzsche y Freud, maestros de la sospecha como se les ha llamado, son las ofrecidas a toda la humanidad, como a Cristo: “yo te daré toda esta gloria”; una vez más, Satán, repropone las mismas tentaciones perennes, por las que: “se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”.

¿Y cuál es la respuesta de la Iglesia?: Seguir a Cristo. Amarle con todo el corazón: mente y voluntad; con todo el alma: tomando la cruz; y con todas las fuerzas: apoyándose sólo en él. Todas las estructuras, toda dialéctica, y toda represión, están totalmente superadas en el Maestro que lava los pies a sus discípulos, y a todo aquel que lo sigue en pobreza, obediencia y castidad.  

La fracasada historia humana, es conducida por fin, al éxito de la victoria que se consumará en la Cruz: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”. En esta esperanza nos conduce la Cuaresma al encuentro con Cristo en la Pascua. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves después de Ceniza

 Jueves después de Ceniza  

(Dt 30, 15-20; Lc 9, 22-25) 

Queridos hermanos:         

          Detrás de esta palabra está la invitación al seguimiento de Cristo, al amor, que no puede ser objeto de constricción sino de aceptación libre y responsable, como corresponde a la condición del ser persona humana. El amor es siempre una entrega, que cuando se refiere a Dios implica la fe y no admite términos medios: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Cristo se encamina a la Resurrección pasando por la cruz, como puerta gloriosa de la vida eterna, que implica la negación de sí mismo en el sufrimiento propio del amor. Resistirse al amor es frustrar la propia vida, porque sólo el amor que se une a Cristo en su inmolación por el mundo, trasciende esta vida para alcanzar la eternidad divina.

          Igual que Adán y Eva, que puestos en el Paraíso tuvieron que elegir entre el camino de la vida y el de la muerte sin remedio, porque habían sido creados para el amor, libres, así el pueblo en el desierto, y también nosotros, creados por amor y para amar.

          Elige la vida, decía la primera lectura (Dt 30, 15-20), pero la vida perdurable es Dios, que se nos ha manifestado accesible en Cristo resucitado, y por eso Jesús dice: “el que pierda su vida por mí, la salvará para una vida eterna”. Cristo es el Camino y la Verdad y la Vida, por eso, seguirle a él es elegir la Vida, y dejarlo por guardar la propia vida, es elegir la muerte inherente a la naturaleza humana caída. Al hombre viejo, sus concupiscencias y pecados lo llevan a la muerte. El hombre nuevo se recibe en el seguimiento de Cristo, con lo que tiene de auto negación, de cruz, y de auto inmolación, como consecuencia o fruto del Espíritu derramado sobre el discípulo, y es causa de salvación y testimonio de vida eterna. El que sigue a Cristo hasta el fin, perseverando y permaneciendo en su amor, lo alcanza. Querer guardarse a sí mismo, en cambio, es cerrarse a la vida nueva que trae el Evangelio, persistiendo en la muerte por la incredulidad.

          Cristo tiene un camino que recorrer en este mundo, que lo lleva al Padre a través de la cruz, entregando su vida no por sí mismo, sino por nuestra salvación, según la voluntad de Dios, para recobrarla gloriosa y llevarnos con él a la vida eterna y a la comunión con Dios. A esta meta y a este camino  ha venido Cristo a invitarnos. Él ha venido hasta nosotros tomando sobre sí el yugo de nuestra carne para realizar su misión, y nos llama a uncirnos con él, como semejantes (2Co 6, 14; Dt 22, 10), bajo su yugo suave y su carga ligera, para trabajar juntos en la regeneración de los hombres. También como él, nosotros hemos recibido una cruz que llevar, de manera que negándonos a nosotros mismos en la donación de nuestra vida, encontremos una eterna.

          Nosotros somos llamados en este itinerario cuaresmal a la fe y al  seguimiento de Cristo, que va delante de nosotros señalándonos el camino y mostrándonos la meta; el camino pasa por la cruz, pero la meta es la resurrección y la vida eterna, como ha dicho la primera lectura. La fe reputa la justicia y engendra obras de vida eterna y de salvación en nosotros: “El que come mi carne tiene vida eterna”. A esa vida nos introduce la Eucaristía, si nuestro amén se hace vida nuestra. 

          Que así sea.

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Martes 7º del TO

 Martes 7º del TO

Mc 9, 30-37 

 Queridos hermanos: 

          La palabra de hoy es una exhortación al amor como la de ayer lo fue a la fe. Se trata de tener la vida divina en nosotros, lo cual supone un cambio de mentalidad, más aún, de naturaleza. Encontrar el tesoro escondido es descubrir que la vida plena está en amar a Cristo y a los demás. Desgraciadamente somos pobres en amor y esclavos del propio bienestar.

          Toda la vida de Cristo ha sido un servicio de amor y entrega a la voluntad del Padre, que ha alcanzado su plenitud en la cruz. Recibir a Cristo es recibir su espíritu; acoger el amor del Padre que nos ha entregado a su Hijo, como verdad y vida nuestra. La experiencia de este amor libera de la esclavitud que nos obliga a buscarnos en todo a nosotros mismos por el miedo a no ser, consecuencia del pecado. Lo vemos claramente en Nietzsche, cuando en su obra “Así hablaba Zaratustra”, opone a los valores evangélicos, la «voluntad de poder», encarnada por el superhombre, el hombre de la «gran salud», que quiere alzarse, no abajarse. Este pobre “obseso”, se sintió en el deber de combatir ferozmente el cristianismo, reo en su opinión, de haber introducido en el mundo el «cáncer» de la humildad y de la renuncia.

          Cristo, al contrario que la soberbia del diablo, ha querido ser manifestado en los pequeños y él mismo se ha hecho el último y el servidor de todos, de manera que un discípulo que se hace pequeño, hace posible a quien le acoge en nombre de Cristo, acoger a Dios mismo que lo ha enviado. Si uno actúa con poder y prepotencia no hace presente a Cristo, sino al diablo. Por eso, los discípulos que van a ser enviados, deben hacerse pequeños, como niños, en bien de quienes los acojan en nombre de Cristo. Los discípulos, como también nosotros, deben ser amaestrados frente al escándalo de la cruz y capacitados para acoger el amor que derramará sobre ellos el Espíritu, haciendo posible en ellos el desprecio del mundo y sus concupiscencias.

          El primero en el Reino, el más importante, será aquel que aquí servirá más perfectamente; el que más se asemejará al Hijo del hombre que dará su vida. En el Reino, la primacía es el amor y por tanto el que más sirve en este mundo poniéndose a los pies de todos, tendrá allí más importancia y preeminencia.

          A través de la Eucaristía podemos entrar en comunión de servicio y de amor con el Señor. 

          Que así sea.

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Lunes 7º del TO

 Lunes 7º del TO

Mc 9, 14-29 

Queridos hermanos: 

Hoy la palabra es muy existencial y nos pone frente a la fe y a la oración, y en el paralelo de Lucas, además ante el ayuno. Lo que cree la fe, lo alcanza la oración con el ayuno.

Todo es posible para Dios y alcanzable para quien se apoya en él de todo corazón. La fe como don de Dios y la Palabra, lo pueden todo, pero el problema está en descubrir qué hay en nuestro corazón que es impedimento para que nuestra fe progrese, se desarrolle y de fruto, o qué carencia hace infecundas las semillas depositadas en nosotros por Dios. Dice el Señor: ”Yo quiero misericordia; gustad y ved qué bueno es el Señor; nadie puede venir a mí si el Padre no lo atrae.

El Padre nos atrae a Cristo con sus palabras y sus mandamientos, pero si las dejamos pasar sin acogerlas entrañablemente, quedan infecundas, y nosotros ignorantes de la bondad de Dios y sin amor. Además debemos descubrir si el Señor es nuestra delicia, o nuestro corazón sigue deleitándose con las cosas y las personas, pretendiendo compartir nuestro amor a Dios con los ídolos. Reconocemos que el Señor es Dios, pero, no es aún nuestro único Señor, y el Señor ha dicho: “No tendrás otros dioses junto a mí”

Si falta la fe, la relación con Dios es perversa y sólo busca instrumentalizar la religión en provecho propio. Es pues, un problema de la actitud profunda de nuestro corazón. Los signos y la predicación de Cristo no alcanzaron el corazón del Israel, que no estaba en Dios sino en su propia complacencia. Ni amaba, ni servía a Dios. Este es el caso del padre del endemoniado epiléptico, al que Cristo quiere sacar de la incredulidad y llevarlo a la fe que puede salvarlo.

También la fe de los apóstoles es débil e imperfecta y no puede con ciertos demonios. Recordemos que el Señor los ha llamado y los lleva consigo para formarlos, y hacer de ellos verdaderos discípulos. Para eso deberán madurar en su relación con Dios a través de la oración a semejanza del Maestro; deberán profundizar en su abandono a Cristo. Las palabras, las obras y las actitudes de Cristo irán suavizando su rudeza, hasta que el Espíritu Santo al venir sobre ellos las grave a fuego en sus corazones por el amor.

Cristo experimenta su impotencia frente a la incredulidad de los judíos una vez más, y lanza una exclamación que es más un gemido: “¡Generación incrédula!, ¡y perversa!, añadirá Lucas. ¿Hasta cuándo estaré con vosotros y habré de soportaros?”

Nosotros podemos aplicarnos perfectamente esta palabra. Hemos creído, pero nuestro creer debe madurar y perseverar hasta la prueba y la fidelidad; ahora es quizá todavía inoperante, como la de aquellos judíos “que habían creído”, y a los que Jesús llama hijos del diablo (Jn 8, 48). Quizá también nuestro corazón está todavía lleno de nosotros mismos y ajeno al Señor. Nuestra fe, como la de Abrahán, tendrá que recorrer un largo camino de maduración para ser probada y poder dar frutos de vida eterna.

Dios es amor y el amor se queja cuando es desdeñado por un corazón incrédulo, pero no puede forzar su libertad, que lo hará posible cuando la fe madure, y haga que el hombre se niegue a sí mismo y viva para Dios y para el prójimo.

¡Misericordia quiero, yo quiero amor, conocimiento de Dios! Que la Eucaristía nos vaya introduciendo en el corazón de Cristo, a través de la fe. 

Que así sea.

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Domingo 7º del TO A

 Domingo 7º del TO A

Lv 19, 1-2.17-18; 1Co 3, 16-23; Mt 5, 38-48 

Queridos hermanos: 

Hoy el Evangelio nos presenta dentro del Sermón de la Montaña, las actitudes del “hombre nuevo”, que hacen presente ante todo a Cristo. Efectivamente, él es esta fuente de la que mana siempre agua dulce y que al mal, responde con bien, como dice san Pablo en la Carta a los Romanos: “No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence al mal con el bien.”

          Si la Ley ponía límite a la venganza con “el talión”, Cristo anula totalmente la venganza con el amor a los enemigos y la confianza en la justicia de Dios, que en él pasa por la misericordia del “año de gracia”, como fruto del Espíritu del Señor que está sobre él. Así será también en sus discípulos, cuando el amor de Dios sea derramado en sus corazones por el Espíritu que les será dado. Por eso la moral cristiana, más que sublime, es celeste; más que exigente, es radicalmente un don gratuito que viene del cielo.

          Si bien es verdad que la justicia antigua distinguía entre “enemigos” a quienes había que socorrer: “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber”; como dice la Escritura (Pr 25, 21), y “malvados” a quienes había que negar todo socorro: “no des nada al malvado; niégale el pan”, como se lee en el libro del Eclesiástico (12, 5). Cristo, diciendo: “Mas yo os digo”, abre un “kairós” de misericordia y proclama una justicia nueva, por la cual, la bondad del Padre celestial hacia buenos y malos, que da sus dones también a los pecadores (Mt 5, 45), es ofrecida a quienes acogen el “Año de gracia del Señor”, que es tiempo favorable de conversión, antes que al pecador le alcance el tiempo de la justicia que inaugurará el juicio.

          En efecto, como dice la Escritura (Eclo 12, 6): “Dios odia a los pecadores, y dará a los malvados el castigo que merecen”, pero en espera del juicio, usa con ellos de bondad y misericordia, dándoles la oportunidad de convertirse a su amor (Mt 5, 45). También Santiago (cf. 2, 13), afirma que “habrá un juicio sin misericordia, para quien no se adhirió a ella”, en el tiempo de la misericordia.

Escuchar a Cristo decir: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos», es algo que se puede entender, aunque no sea tan sencillo vivirlo, pero Jesús dice mucho más: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío.»  No se trata, por tanto, de una sublimación del amor, ni de una generalización del objeto de nuestro amor, que alcance incluso a los enemigos. Se trata de un cambio copernicano en las relaciones de amor y odio; y en las categorías de prójimo y enemigo. No es cuestión de progreso, sino de algo distinto: De una nueva naturaleza de amor, no centrado en sí mismo, puro don gratuito que se nos ofrece en Cristo, en orden a la salvación del mundo.

          Dios ha dicho en el levítico: «Sed santos, porque yo soy Yahvé, vuestro Dios.» (Lv 11, 44; 19, 2; 20, 7), ahora, en cambio, Cristo dice: “amad a vuestros enemigos”, sed perfectos, pero no, porque yo soy vuestro Dios, sino porque Dios es vuestro Padre: “para que seáis hijos de vuestro Padre celestial”. Por tanto, no se trata solamente de obedecer a su palabra porque es Dios, sino de tener su naturaleza, de participar de su santidad; de ser sus hijos.

          Pero ¿cuál es la naturaleza de Dios?: Que el Padre, viendo a su Hijo amado en quien se complace, y viéndonos a nosotros sus enemigos (cf. Rm 5, 10), ha enviado a su Hijo a la muerte, para ganarnos a nosotros. Se ha negado a sí mismo, ha “odiado” a su prójimo, y ha amado a su enemigo. Y el Hijo, ha odiado su propia vida, por amor a nosotros. Por tanto, “sed perfectos” en vuestro amor de hijos, con la perfección del amor de vuestro Padre. Sed santos con los demás, como Dios es santo con vosotros, dándoos su mismo amor. No se trata de subir escalones en el amor, sino de recibir la naturaleza divina del amor. Esta palabra es Dios mismo, su amor, su naturaleza, que se nos ofrece en Cristo. No para ser solamente discípulos, sino hijos.

          Cada cual en el punto en que lo encuentra hoy la Eucaristía, es invitado a elevar al Padre de nuestro Señor Jesucristo, el canto de nuestra acción de gracias por su Hijo, que se da por nosotros para que recibamos la filiación adoptiva y la Vida eterna. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 6º del TO

 Sábado 6º del TO

Mc 9, 1-12 

Queridos hermanos: 

          En esta palabra vemos cumplida la promesa hecha ayer a los apóstoles, de ver el reino de Dios con poder. Sólo es posible ver en este tiempo a Cristo transfigurado, antes de su venida gloriosa, en la escucha de “Moisés y Elías”, como cumplimiento de las Escrituras, desde el alfa a la omega que lo anunciaban preparando su venida. Son garantes de la gloria, y de la señoría de Cristo, superando la pura historicidad, y transportándonos a la fe en el Hijo de Dios vivo al que hay que escuchar.

          La vida de Cristo está tan unida a su misión, que aún en los momentos de mayor gloria se hace presente su Pascua. Por eso en este pasaje de la transfiguración, dice el paralelo de Lucas, que hablaban de su partida que iba a cumplir en Jerusalén. Lo primero que hace Cristo cuando termina la visión es hablarles de su pasión. En efecto, hay otra forma de contemplar la gloria del reino de Cristo, viéndolo subir a la cruz y dar la vida por los pecadores, por todos nosotros.

          Respecto a las expectativas de que primero vendría Elías a restaurarlo todo, eran tan terrenales como la misma concepción que tenían del Mesías liberador; por eso el Señor les hace interrogarse acerca de cómo se compagina todo eso, con el que el Hijo del hombre sea rechazado, como anuncia Isaías (53). La restauración de Elías y la salvación mesiánica, no serán cosas externas de realización terrena, automática y unilateral por parte de Dios, sino acontecimientos que atañen al corazón de la persona y por tanto a su libertad, y a su responsabilidad ante la conversión, que la bondad y la misericordia divinas ofrecen al hombre en Cristo. El deseo perverso de Jezabel contra Elías, lo llevará a cabo la perversa Herodías en la persona de Juan.

          El día del Señor que esperan no será terrible sólo para los enemigos y para los ídolos: ¡Día de tinieblas y de oscuridad, día de nubarrones y densa niebla! Día de Yahvé y muy terrible: ¿quién podrá soportarlo? El día que yo visite a Israel por sus rebeldías. ¿No es tinieblas el Día de Yahvé, y no luz, lóbrego y sin claridad? 

          Que así sea.

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Viernes 6º del TO

 Viernes 6º del TO

Mc 8, 34-9,1 

Queridos hermanos: 

          Una cosa es el hombre viejo con sus concupiscencias al que el pecado ha dejado vacío y encerrado en sí mismo sumergiéndolo en la muerte, y otra es el hombre nuevo que se recibe en el seguimiento de Cristo, por el don del Espíritu; amor que implica negación propia y cruz de inmolación, derramada en su corazón de discípulo; testimonio de vida eterna, y causa de salvación, por el obsequio de sí mismo a la voluntad de Dios, como fruto de la fe.

          Las cosas y las criaturas son incapaces de saciar la interioridad del corazón, evitando la frustración existencial de quien aliena su vocación y su predestinación al amor, que sólo Dios puede llevar a su plenitud.

          Pero negarse y entregarse plenamente, sólo es posible a quien se posee a sí mismo, habiendo sido colmado en él, el vacío mortal que ha dejado el pecado en su corazón,  y que sólo el amor de Dios puede colmar. Querer guardarse a sí mismo, en cambio, es propio de quien carece de la fuente que brota del corazón redimido en el que habita Dios mismo; vida nueva que trae el Evangelio, como remedio de la incredulidad.

          Nosotros somos llamados a la fe y a gustar la potencia del Reino que como dice la carta de Santiago, produce obras de vida eterna: “el que crea en mi, hará las obras que yo hago y mayores aun”, dice Cristo. La fe reputa la justicia y engendra obras de vida eterna y de salvación.

          Hemos escuchado la promesa de experimentar la resurrección de Cristo que alcanzó en los apóstoles y se nos promete a nosotros.

          La Eucaristía nos une a Cristo en su misterio pascual de muerte, en la esperanza de su resurrección. 

          Que así sea.

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Jueves 6º del TO

 Jueves 6º del TO

Mc 8, 27-33 

Queridos hermanos: 

          En este evangelio, Marcos une la profesión de fe de Pedro y su escándalo de la cruz sin solución de continuidad, quizá para mostrar por un lado que es Dios quien elige, y que su elección es gratuita, y también que la respuesta de Pedro es pura inspiración divina y no fruto de su discernimiento personal, ya que acto seguido también Satanás logra influenciarlo para que responda carnalmente ante el escándalo de la cruz.

          Pedro, como los demás apóstoles, no ha comprendido aún el misterio de la persona y la misión de Cristo, a la cual se opone furibundamente Satanás, en un vano intento de que no llegue a realizarse la redención de la humanidad, que pasa por la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

          El anuncio de Cristo, previene en sus discípulos el escándalo de la cruz que los zarandeará tremendamente, y que sólo su encuentro con la resurrección y el don del Espíritu Santo iluminarán definitivamente.

          Una vez más se nos plantea el problema del discernimiento, ya que tanto Dios como Satanás, pueden influir en nuestro ánimo con acontecimientos y con mociones contradictorias, de cuya discreción depende nuestro bien o nuestra ruina.

          Será Cristo, quien dirá a Pedro lo que proviene de Dios y lo que viene del maligno, hasta que reciba su Espíritu Santo. Nosotros necesitamos también de su Espíritu que haga madurar nuestro amor, y acreciente en nosotros el discernimiento, que ilumine nuestra mente frente a las engañosas sugestiones de la carne, del mundo, y del diablo.

          La eucaristía viene en nuestra ayuda, haciéndonos un espíritu con Cristo mediante la comunión de su cuerpo y de su sangre. 

          Que así sea.

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Miércoles 6º del TO

 Miércoles 6º  del TO

Mc 8, 22-26 

Queridos hermanos: 

¡Ay de ti Betsaida! Parece que Cristo ya no quiere hacer más señales en este lugar, que forma parte del triángulo de lugares en el extremo norte del lago, agraciados por su presencia y sus signos, anatematizados por Jesús, por su dureza para convertirse: “¡Ay de ti Corazín, Ay de ti Betsaida, y tú Cafarnaúm!”, pero se compadece del ciego y lo cura sacándolo fuera del pueblo incrédulo, mandándole además que no regrese a él. Nos sorprende también la curación progresiva en esta ocasión, distinta de la de otros ciegos como el de Siloé o el de Jericó, cuya curación es más rápida, quizá por la mayor fe del ciego, que además es el único de quien conocemos su nombre.

Jesús toma de la mano al ciego y camina con él, conduciéndolo hacia su curación por etapas, una unción y dos imposiciones de manos. Toda una imagen de la iniciación cristiana, que conduce al hombre en tinieblas, de la mano de Cristo, a quien desconoce, hasta la visión plena; de las tinieblas a la luz de forma progresiva, tal como hace la Iglesia con los catecúmenos apartándolos en una comunidad. Ella los presenta a Cristo, y él los toma a su cuidado, conduciéndolos entre tinieblas, fuera de la influencia de la masa incrédula, y allí dialoga con ellos, los unge y les impone las manos y los envía.

Cafarnaúm se hundirá en el lago como signo de la humillación de su soberbia y Carazín desaparecerá del mapa. Las señales realizadas en ellas, reclaman su conversión, como a nosotros los dones recibidos de la misericordia del Señor. La grandeza de nuestra llamada a la comunión con Dios en el Espíritu, es también nuestra responsabilidad de responder con nuestra conversión y nuestro agradecimiento, a su misericordia. 

Que así sea.

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Santos Cirilo y Metodio

 Santos Cirilo y Metodio

Hch 13, 46-49; Lc 10, 1-9 

Queridos hermanos: 

          Hoy celebramos la fiesta de los santos Cirilo y Metodio, evangelizadores de los países eslavos, testigos del Evangelio y de la acción de Dios. No hay mejor forma de hacerlos presentes que, con el Evangelio de la misión de los setenta y dos discípulos, en el que el Señor mismo los envía como pequeños y con la urgencia del anuncio del Reino, a llevar la Paz y a comunicar la Vida Nueva.

          Si ciertamente es importante su obra, más importante es el testimonio de su vida, entregada al servicio del Señor en la evangelización, contribuyendo a la propagación de la fe, haciendo de su vida un culto espiritual a Dios por la predicación del Evangelio, verdadera liturgia de santidad. Ciertamente es una gracia haber sido llamados a encarnar la misión del enviado del Señor, pero su gloria es haberla aceptado, y gastando su vida siguiendo en la Regeneración del mundo, a aquel que murió y resucitó para salvarnos. Cuanta gente malgasta su vida en sobrevivir, sin más fruto que tratar de satisfacer su propia carne, a riesgo de frustrarse a sí mismo en su vocación al amor.

Los discípulos son enviados de dos en dos, como encarnación de la cruz de Cristo y testigos de su amor en el anuncio del Reino. En efecto son necesarios dos para testificar, y para hacer visible la caridad de Aquel, de quien son enviados a dar testimonio de amor, como dice san Gregorio Magno (Hom., 17, 1-4.7s). Decía san Pablo: ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo! Nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús. Esa es la razón por la cual, siendo grande “la mies” de los que necesitan escuchar, sean pocos los “obreros” dispuestos a trabajar en ella.

Los misterios del sufrimiento y de la cruz acompañan la vida del testigo, como han acompañado la de Cristo. Dar la vida por amor es perderla, negarse a sí mismo en este mundo, en una inmolación que lleva fruto y recompensa para la vida eterna. Pero el amor no se impone y debe ser acogido en la libertad y en la humildad de quienes lo presentan sin poder, como “pequeños” que anuncian al que viene con ellos con la omnipotencia del amor.

También nosotros, llamados a la fe, estamos siendo constituidos en testigos del amor del Señor que nos salva, nos llama y nos envía, incorporándonos a Cristo y a la obra de la regeneración por el Evangelio, como lo fueron  Cirilo y Metodio, y todos los demás discípulos, cuyos nombres están unidos a la historia de la Iglesia, y cuyos hechos contemplamos como acciones del Dios vivo, que sigue, llamando y salvando a la humanidad.

          En cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe, e ir incorporando a sus nuevos hijos en el Cuerpo de Cristo, hasta que se complete el número de los hijos de Dios; la muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de la que habla el Apocalipsis (7, 9).

          A esto nos invita y nos apremia hoy esta palabra, y esta festividad mediante la fortaleza que brota de la Eucaristía en la que nos unimos a Cristo y a su entrega por la vida del mundo, para testificar el amor del Padre. 

          Que así sea.

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Domingo 6º del TO A

 Domingo 6º del Tiempo Ordinario A

Eclo 15, 16-21; 1Co 2, 6-10; Mt 5, 17-37 

Queridos hermanos: 

          Dios que es la Vida y el bien del hombre, ha querido reconducirlo a él, indicándole el camino hacia su conocimiento a través de la Ley, que es buena y santa, como dice la Escritura, porque tiene como raíz profunda, hoy diríamos su ADN, en el amor de Dios y conduce al amor al prójimo. Toda la ley, por tanto, está finalizada a Cristo, en quien Dios se une al hombre para la salvación de todo el género humano. Cristo ha venido a cumplir con nuestra naturaleza, la ley en plenitud, y darnos a nosotros la capacidad de cumplirla, mediante el don del Espíritu.

Esta misma tensión de la Ley hacia Cristo, implica una tendencia a la plenitud en el conocimiento de Dios, que se revela progresivamente en la historia, hasta la manifestación de Cristo, y en él, del amor del Padre: “Como el Padre me amó, yo os he amado a vosotros.” Estar en Cristo, recibir su Espíritu, por tanto, significa haber alcanzado la plenitud de la Ley y del amor; haber coronado la última cima del camino hacia Dios; estar en Dios; haber alcanzado el cumplimiento de la Ley; como dice san Pablo: “Amar, es cumplir la ley entera; todos los preceptos de la ley, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.”

La justicia del que está en Cristo supera la de los escribas y fariseos, no en la escrupulosidad del cumplimiento de los preceptos, sino en la interiorización de la ley, y en el amor, que el Espíritu Santo derrama en el corazón del creyente en Cristo. Pero quien se separa de la gracia de Cristo desertando del ámbito del perdón, deberá enfrentarse al rigor de la ley, “hasta que haya pagado el último céntimo”. Si este amor se desprecia, se lesionan todas nuestras relaciones con Dios, quedan estériles, porque Dios es amor. La fe queda vacía y nuestra reconciliación con Dios rota; se rompe nuestra conexión con Dios, sólo posible a través de Cristo; volvemos a la enemistad con Dios; y nuestra deuda con el hermano clama a la justicia de Dios, como la sangre de Abel.

El Reino de los Cielos es Cristo, y entrar en el Reino es recibir su Espíritu, por la fe, que es incomparablemente superior a la Ley y a su justicia, porque está fundamentado en el amor cristiano, que lo impulsa y lo gobierna. La primacía en el Reino es el amor, que es también el corazón de la ley. Por tanto, una puerta cerrada al amor lo está también al Reino. El amor, implica el corazón (mente y voluntad) y es ajeno a toda justicia externa de mero cumplimiento de preceptos. La plenitud del amor humano no es comparable a la del amor de Dios, que el Espíritu Santo derrama en el corazón del que cree en Cristo, haciéndolo hijo: “En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él (Mt 11, 11).  

De ahí la urgencia de las palabras de Jesús en el Evangelio: “Ponte a buenas con tu adversario“, expulsa el mal de tu corazón mientras puedes convertirte, porque de lo contrario la sentencia de nuestras culpas pesa sobre nosotros. El que se aparta de la misericordia, se sitúa bajo la ira. El que se aparta de la gracia se sitúa bajo la justicia sin los méritos de la redención de Cristo.

          Qué otra cosa puede importar si no se instaura la vida de Dios en nosotros, y pretendemos vivir la nuestra a un nivel carnal contristando el Espíritu que se nos ha dado.

          Tanto la ley como el hombre tienen un corazón que les da consistencia y los hace verdaderos, que es el amor. Los preceptos son el corolario del amor, que en el cristiano, es derramado por el Espíritu Santo que se recibe por la fe en Cristo Jesús, Señor nuestro. Cumplir los mandamientos es captar el amor que los engendra y hacerlo vida nuestra. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 5º del TO A

 Domingo 5º A del T.O.

(Is 58, 7–10; 1Co 2, 1– 5; Mt 5, 13–16) 

Queridos hermanos: 

          Hablar de sal y de luz es hablar de amor. Salar, e iluminar, están en relación, hacen referencia a servir, a darse, a gastarse, a amar. Tener amor hace feliz, porque el amor está en la raíces de nuestra naturaleza recibida de Dios, pero al hablar de Dios, no decimos que tiene amor, sino que “es” amor, porque el tener amor queda en uno mismo, mientras que el ser amor implica irradiar amor, amar. Es lo que decían ya los latinos: El amor es difusivo. Si el amor hace feliz al que lo tiene, el amar, el ser amor, hace feliz a aquel que es amado. A falta de ese amor los hombres buscan inútilmente su felicidad en tener cosas: afecto, dinero fama etc.

          Cristo es la irradiación del amor de Dios, que ha brillado en la cruz, y que hace felices a quienes lo reciben, pero su obra no ha sido sólo amarnos, no ha sido sólo darnos amor, sino hacernos amor, y amor difusivo que ame a los demás: “Vosotros sois la sal; vosotros sois la luz”. Nosotros hemos recibido del Espíritu Santo la naturaleza divina del amor, para amar, salar e iluminar al mundo, para que recibiendo también ellos el amor de Dios, puedan a su vez transmitirlo, perpetuando así la salvación de Cristo hasta el fin de los tiempos.

El Señor que había dicho a unos galileos: “seguidme y os haré pescadores de hombres”, después de haberlos amaestrado con su palabra y con su misma vida, caminando con ellos, sufriendo y rezando con ellos, les dice ahora y también a nosotros: “vosotros sois la sal de la tierra y la luz del mundo, indicándoles no solamente lo que tienen que hacer, y cómo tienen que vivir, sino lo que ahora son, y lo que tienen que ser en medio del mundo, hasta los confines de la tierra. Condición de la que no les será lícito desertar, como dice la Carta a Diogneto.

La nueva condición de ser “sal” y de ser “luz” a la que el Señor se refiere, implica la misión que nos da y el servicio que nos encomienda, pero no como tarea a realizar o compromiso del que tomar conciencia, sino como consecuencia de la nueva naturaleza recibida del Espíritu Santo que nos ha sido dado, y la transformación ontológica consecuente, que se opera en nosotros por la fe en Jesucristo.

Al tratarse de una misión universal confiada a los discípulos, será el Espíritu mismo quien los diseminará hasta los confines de la tierra, e incluso aunque permanezcan en medio de sus más allegados, serán como extranjeros en su propia patria. Ya duerman o se levanten, su luz brillará en medio de las tinieblas de un mundo a oscuras guiado por ciegos, y estará levantada sobre el candelero de la cruz.

Su vida sazonada con lo propio de la sal que es morder y escocer sin dejar que se corrompa su voluntad, será signo de estabilidad, de durabilidad, de fidelidad, y de incorruptibilidad, cualidades que se buscan siempre en cualquier pacto (Nm 18, 19).

Así quiere Dios que se presente siempre el hombre ante él (Lv 2, 13): con la sal, signo de su alianza de amor por el que ha sido convocado a su presencia: “Permaneced en mi amor; el que persevere hasta el fin se salvará, ya que: separados de mi no podéis hacer nada”. Como dice la Escritura: Todos han de ser salados con el fuego (Mc 9, 49). Pero frente al ardor que debe enfrentar toda alteridad, esta sal será refrigerio de paz (Mc 9, 50), con dominio en las palabras (Col 4, 6), y con capacidad de soportar las injurias y el despojo (1Co 6, 7), asumiendo el mal (Mt 5, 39).

El amor de Dios, en Cristo, ha encendido una luz en el mundo y ha dado un sabor a la historia, que nosotros debemos mantener con nuestra incorrupción, ya que Él nos ha devuelto a la Vida para que el mundo sea sacado de la oscuridad y el sinsentido de la muerte. Por tanto, somos sal para nosotros mismos que debemos conservar el sabor y el buen olor de Cristo, y luz para el mundo que debe ser iluminado por Él.

La luz de nuestras buenas obras debe brillar delante de los hombres, para que Dios, nuestro Padre, sea glorificado, y sean ellos benditos, y mientras nosotros morimos, el mundo reciba la vida, como dice san Juan Crisóstomo (Matt. hom 15, 6).

Primero se debe vivir y luego se puede enseñar (Pseudo Crisóstomo, Matt. hom 10). Cuánta importancia tiene, por tanto, la fidelidad de los discípulos a una misión que se identifica con su propio ser. Por eso: si la sal se desvirtúa no sirve para nada más que para ser pisada por los hombres, que se verían así privados del conocimiento de Dios. La sal se desvirtúa cuando por amor a la abundancia o por miedo a la escasez, los discípulos van tras los bienes temporales y abandonan los eternos, dice San Agustín (sermo Domini 1,6) .

 

Proclamemos juntos nuestra fe.                                                                                                    www.jesusbayarri.com

 

Viernes 4º del TO

 Viernes 4º del TO

Hb  13, 1-8; Mc 6, 14-29 

Queridos hermanos: 

          La palabra de hoy nos presenta la muerte de un profeta, y como dirá Cristo, más que un profeta, y si queréis aceptarlo, él era Elías. Es notorio el paralelismo entre la figura de Elías y la de Juan el Bautista. Ambos vivieron bajo reyes inicuos con mujeres perversas que los odiaron y persiguieron; ambos purificaron la religión del pueblo y ellos mismos se retiraron al desierto, como lugar de encuentro con el Señor.

          Cristo había dicho que “no cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén”, y así, en Juan el bautista, fue coronado Elías con una muerte digna de tan gran profeta, dando su vida por su fidelidad al Señor. Juan bautizó a Cristo y recibió por él el bautismo de sangre. Reconoció a Cristo y se humilló ante él, testificándolo ante sus discípulos. El amigo del esposo, le presentaba a la novia.

          Juan, el más grande entre los nacidos de mujer, recibió el Espíritu desde el seno materno, lo vio posarse sobre Cristo y quedarse sobre él, y anunció su efusión sobre el pueblo, pero tuvo que esperar su resurrección, para que se abrieran ante él las puertas del Reino y alcanzar con Abrahán, Isaac, Jacob y todos los justos, el Paraíso.

          Hijo de Zacarías, “recuerdo del Señor” y de Isabel, “descanso”, nace Juan: “Dios es favorable”; ese será su nombre, llamado a encarnar el kairós por excelencia de la historia. Nace entre el gozo y la maravilla de sus paisanos y muere en la alegría de haber podido escuchar la voz del esposo que viene a tomar posesión de la novia. Anunció a todos el Reino, pero quienes rechazaron su bautismo: fariseos y legistas, frustraron el plan de Dios sobre ellos (Lc 7, 30).

          Brilló un instante como el relámpago en la noche y su luz se eclipsó ante el Sol de justicia que lleva la salud en sus rayos. Clamó en el desierto, pero el eco de su voz, se desvaneció ante la Palabra.

          Nosotros que nos gozamos en su nacimiento, nos congratulamos hoy con toda la Iglesia en su martirio y somos edificados por su humildad y fortalecidos con su consagración total a Dios, su sumisión, y su parresía para llamar a conversión.

          Ahora viene a unirse a nosotros, gratuitamente invitados al banquete del Reino que él anunció y en el que nos ha precedido con Abrahán, Isaac y Jacob, los ángeles y los santos para gloria de Dios.

          Bendigamos a Dios en la Eucaristía y pidámosle la misma sumisión a su voluntad que tuvo su precursor. 

          Que así sea.

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