Lunes 7º del TO
Mc 9, 14-29
Queridos hermanos:
Hoy la palabra es muy existencial y nos
pone frente a la fe y a la oración, y en el paralelo de Lucas, además ante el
ayuno. Lo que cree la fe, lo alcanza la oración con el ayuno.
Todo es posible para Dios y alcanzable
para quien se apoya en él de todo corazón. La fe como don de Dios y la Palabra,
lo pueden todo, pero el problema está en descubrir qué hay en nuestro corazón
que es impedimento para que nuestra fe progrese, se desarrolle y de fruto, o qué
carencia hace infecundas las semillas depositadas en nosotros por Dios. Dice el
Señor: ”Yo quiero misericordia; gustad y ved qué bueno es el Señor; nadie puede
venir a mí si el Padre no lo atrae.
El Padre nos atrae a Cristo con sus
palabras y sus mandamientos, pero si las dejamos pasar sin acogerlas
entrañablemente, quedan infecundas, y nosotros ignorantes de la bondad de Dios
y sin amor. Además debemos descubrir si el Señor es nuestra delicia, o nuestro
corazón sigue deleitándose con las cosas y las personas, pretendiendo compartir
nuestro amor a Dios con los ídolos. Reconocemos que el Señor es Dios, pero, no
es aún nuestro único Señor, y el Señor ha dicho: “No tendrás otros dioses junto
a mí”
Si falta la fe, la relación con Dios es
perversa y sólo busca instrumentalizar la religión en provecho propio. Es pues,
un problema de la actitud profunda de nuestro corazón. Los signos y la
predicación de Cristo no alcanzaron el corazón del Israel, que no estaba en
Dios sino en su propia complacencia. Ni amaba, ni servía a Dios. Este es el
caso del padre del endemoniado epiléptico, al que Cristo quiere sacar de la
incredulidad y llevarlo a la fe que puede salvarlo.
También la fe de los apóstoles es débil
e imperfecta y no puede con ciertos demonios. Recordemos que el Señor los ha
llamado y los lleva consigo para formarlos, y hacer de ellos verdaderos
discípulos. Para eso deberán madurar en su relación con Dios a través de la
oración a semejanza del Maestro; deberán profundizar en su abandono a Cristo.
Las palabras, las obras y las actitudes de Cristo irán suavizando su rudeza,
hasta que el Espíritu Santo al venir sobre ellos las grave a fuego en sus
corazones por el amor.
Cristo experimenta su impotencia frente
a la incredulidad de los judíos una vez más, y lanza una exclamación que es más
un gemido: “¡Generación incrédula!, ¡y perversa!, añadirá Lucas. ¿Hasta cuándo estaré con
vosotros y habré de soportaros?”
Nosotros podemos aplicarnos
perfectamente esta palabra. Hemos creído, pero nuestro creer debe madurar y
perseverar hasta la prueba y la fidelidad; ahora es quizá todavía inoperante,
como la de aquellos judíos “que habían creído”, y a los que Jesús llama
hijos del diablo (Jn 8, 48). Quizá también nuestro corazón está todavía lleno
de nosotros mismos y ajeno al Señor. Nuestra fe, como la de Abrahán, tendrá que
recorrer un largo camino de maduración para ser probada y poder dar frutos de
vida eterna.
Dios es amor y el amor se queja cuando
es desdeñado por un corazón incrédulo, pero no puede forzar su libertad, que lo
hará posible cuando la fe madure, y haga que el hombre se niegue a sí mismo y
viva para Dios y para el prójimo.
¡Misericordia quiero, yo quiero amor, conocimiento de Dios! Que la Eucaristía nos vaya introduciendo en el corazón de Cristo, a través de la fe.
Que así sea.
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