Domingo 5º del TO A

 Domingo 5º A del T.O.

(Is 58, 7–10; 1Co 2, 1– 5; Mt 5, 13–16) 

Queridos hermanos: 

          Hablar de sal y de luz es hablar de amor. Salar, e iluminar, están en relación, hacen referencia a servir, a darse, a gastarse, a amar. Tener amor hace feliz, porque el amor está en la raíces de nuestra naturaleza recibida de Dios, pero al hablar de Dios, no decimos que tiene amor, sino que “es” amor, porque el tener amor queda en uno mismo, mientras que el ser amor implica irradiar amor, amar. Es lo que decían ya los latinos: El amor es difusivo. Si el amor hace feliz al que lo tiene, el amar, el ser amor, hace feliz a aquel que es amado. A falta de ese amor los hombres buscan inútilmente su felicidad en tener cosas: afecto, dinero fama etc.

          Cristo es la irradiación del amor de Dios, que ha brillado en la cruz, y que hace felices a quienes lo reciben, pero su obra no ha sido sólo amarnos, no ha sido sólo darnos amor, sino hacernos amor, y amor difusivo que ame a los demás: “Vosotros sois la sal; vosotros sois la luz”. Nosotros hemos recibido del Espíritu Santo la naturaleza divina del amor, para amar, salar e iluminar al mundo, para que recibiendo también ellos el amor de Dios, puedan a su vez transmitirlo, perpetuando así la salvación de Cristo hasta el fin de los tiempos.

El Señor que había dicho a unos galileos: “seguidme y os haré pescadores de hombres”, después de haberlos amaestrado con su palabra y con su misma vida, caminando con ellos, sufriendo y rezando con ellos, les dice ahora y también a nosotros: “vosotros sois la sal de la tierra y la luz del mundo, indicándoles no solamente lo que tienen que hacer, y cómo tienen que vivir, sino lo que ahora son, y lo que tienen que ser en medio del mundo, hasta los confines de la tierra. Condición de la que no les será lícito desertar, como dice la Carta a Diogneto.

La nueva condición de ser “sal” y de ser “luz” a la que el Señor se refiere, implica la misión que nos da y el servicio que nos encomienda, pero no como tarea a realizar o compromiso del que tomar conciencia, sino como consecuencia de la nueva naturaleza recibida del Espíritu Santo que nos ha sido dado, y la transformación ontológica consecuente, que se opera en nosotros por la fe en Jesucristo.

Al tratarse de una misión universal confiada a los discípulos, será el Espíritu mismo quien los diseminará hasta los confines de la tierra, e incluso aunque permanezcan en medio de sus más allegados, serán como extranjeros en su propia patria. Ya duerman o se levanten, su luz brillará en medio de las tinieblas de un mundo a oscuras guiado por ciegos, y estará levantada sobre el candelero de la cruz.

Su vida sazonada con lo propio de la sal que es morder y escocer sin dejar que se corrompa su voluntad, será signo de estabilidad, de durabilidad, de fidelidad, y de incorruptibilidad, cualidades que se buscan siempre en cualquier pacto (Nm 18, 19).

Así quiere Dios que se presente siempre el hombre ante él (Lv 2, 13): con la sal, signo de su alianza de amor por el que ha sido convocado a su presencia: “Permaneced en mi amor; el que persevere hasta el fin se salvará, ya que: separados de mi no podéis hacer nada”. Como dice la Escritura: Todos han de ser salados con el fuego (Mc 9, 49). Pero frente al ardor que debe enfrentar toda alteridad, esta sal será refrigerio de paz (Mc 9, 50), con dominio en las palabras (Col 4, 6), y con capacidad de soportar las injurias y el despojo (1Co 6, 7), asumiendo el mal (Mt 5, 39).

El amor de Dios, en Cristo, ha encendido una luz en el mundo y ha dado un sabor a la historia, que nosotros debemos mantener con nuestra incorrupción, ya que Él nos ha devuelto a la Vida para que el mundo sea sacado de la oscuridad y el sinsentido de la muerte. Por tanto, somos sal para nosotros mismos que debemos conservar el sabor y el buen olor de Cristo, y luz para el mundo que debe ser iluminado por Él.

La luz de nuestras buenas obras debe brillar delante de los hombres, para que Dios, nuestro Padre, sea glorificado, y sean ellos benditos, y mientras nosotros morimos, el mundo reciba la vida, como dice san Juan Crisóstomo (Matt. hom 15, 6).

Primero se debe vivir y luego se puede enseñar (Pseudo Crisóstomo, Matt. hom 10). Cuánta importancia tiene, por tanto, la fidelidad de los discípulos a una misión que se identifica con su propio ser. Por eso: si la sal se desvirtúa no sirve para nada más que para ser pisada por los hombres, que se verían así privados del conocimiento de Dios. La sal se desvirtúa cuando por amor a la abundancia o por miedo a la escasez, los discípulos van tras los bienes temporales y abandonan los eternos, dice San Agustín (sermo Domini 1,6) .

 

Proclamemos juntos nuestra fe.                                                                                                    www.jesusbayarri.com

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario