Domingo 4º del TO A
(So 2, 3.3, 12-13; 1Co 1, 26-31; Mt 5, 1-12)
Queridos hermanos:
Dios ha creado al hombre para que
comparta con él su vida beata, y ha puesto en su corazón una tendencia
insaciable a la bienaventuranza que llamamos felicidad. Si tal es nuestra
vocación, inscrita en lo más profundo de nuestro ser: la comunión con Dios, podemos
comprender el estado constante de frustración que experimenta el hombre, en la
medida de su alejamiento del objeto de su bien. Precisamente para hacer posible
al hombre alcanzar su bienaventuranza de la que se había apartado por el
pecado, nos fue enviado Cristo, “vida nuestra”, en quien Dios, su vida
beata, y nuestra bienaventuranza, se han encarnado y se nos dan por gracia en
lo que llamamos el Reino de Dios.
Todas las bienaventuranzas se cumplen
en Cristo, que ha asumido la realidad de los pequeños de este mundo y se hace
camino que los lleva a la vida, a través de la puerta estrecha de la cruz,
abandonando la ancha que sigue el mundo y que conduce a la perdición. Seguir a
Cristo supone el enfrentarse al mundo rechazando sus criterios y el asumir la
persecución del diablo y de los que le sirven.
Ante Jesús están la muchedumbre y los
discípulos que han creído en él y que en el evangelio vemos acercarse junto a
él, y que han acogido el Reino de los Cielos, mientras la muchedumbre es
llamada a entrar en él, acogiendo la predicación; por eso hay dos bienaventuranzas
que se refieren al presente del discípulo y el resto al futuro de la
muchedumbre llamada a creer. Las bienaventuranzas referidas a los discípulos,
situadas al principio y al final del discurso, abrazan a las demás y con ellas
a la muchedumbre, invitándola a entrar. Los discípulos, son pues, los pobres de
espíritu, hambrientos de justicia, y saciados de miserias, prontos a acoger la
buena noticia de la misericordia divina, y cuya esperanza los convierte en perseguidos
por abrazar la justicia que viene de Dios, y los introduce en el Reino. Ambas:
pobreza y persecución, les acompañarán hasta el final del camino a la meta,
siguiendo al que ha sido constituido “señal de contradicción”.
Esta pertenencia al Reino, del
discípulo, se caracteriza ahora por la humildad (pobreza espiritual,
mansedumbre, paciencia en el sufrimiento), habiendo sido curado de la soberbia,
y el orgullo de la rebeldía, a que lo llevó el rechazo de su condición de
creatura. Por eso no puede gloriarse ante el Señor, sino por el Señor, como nos
ha dicho san Pablo. El Señor viene a decirnos: Quienes poseéis estos dones por
causa mía, gracias a mí, ¡alegraos! ¡gozaos! Que vuestra recompensa es grande
en los cielos, y de ella gozaréis con los profetas, perseguidos antes que vosotros.
La primera lectura nos llama a la confianza en el Señor, que viene a restaurar su reinado en nosotros, situándonos en la verdad de nuestra condición. Acojamos a Cristo en la Eucaristía, que nos une a su entrega para enriquecernos con su pobreza, y con nuestro amén comunicarnos la vida eterna de los bienaventurados.
Proclamemos
juntos nuestra fe.
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