El Bautismo del Señor A
Is 42, 1-4.6-7; Hch 10, 34-38; Mt 3, 13-17
Porque Dios quiere gloriarse en su siervo,
Jesús ante su pasión dirá: “Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir?
¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! ¡Padre,
glorifica tu nombre! Efectivamente,
el Padre es glorificado porque por amor a nosotros entrega a su Hijo. El Padre
se complace en su siervo, que es su Hijo amado, porque en sintonía total con su
voluntad acepta entregarse por la salvación de los hombres. Porque Dios
quiere que su luz alcance a todas las naciones, Cristo dirá a sus discípulos:
“Vosotros sois la luz del mundo. Brille así vuestra luz delante de los hombres,
para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en
los cielos.” La luz de nuestras
buenas obras que hemos recibido de Cristo, glorifican por él al Padre.
La justicia ha alcanzado su plenitud en
el hombre a través de Cristo, que se somete a la purificación del bautismo de
Juan como enviado de Dios, y recibe el Espíritu. Ahora el hombre está preparado
para acoger la gracia que viene con Cristo: la efusión del Espíritu Santo. El
bautismo de agua en el nombre de Cristo, da paso a la efusión del Espíritu, de
manera que sobre el bautizado recaen también la filiación adoptiva y la
complacencia del Padre, de modo que pueda decir: “Este es también hijo mío, en
cuya fe me complazco”.
La misión de Juan como profeta y “más
que un profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de identificar a este
Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita
el pecado del mundo.» Juan quiere ser bautizado por Cristo, pero el Señor
le reserva el bautismo más glorioso del testimonio de su sangre. Para el
desempeño de su misión, Dios mismo va a revelar a Juan quien es su Elegido en
medio de las aguas del Jordán: «He visto al Espíritu que bajaba como una
paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu
Santo; ése es el Elegido de Dios.»
Después del Diluvio, la muerte reinaba
sobre la tierra sumergida bajo las aguas para ser purificada, y Noé soltó una
paloma para comprobar si era posible habitar en ella, pero al no tener donde
posarse, regresó donde Noé. En esta palabra, Juan da testimonio de la Buena
Noticia, porque del cielo fue enviado el Espíritu Santo “en forma de paloma”, y
al encarnarse Cristo, en medio de la humanidad sumergida en la muerte, pudo
encontrar uno en quien posarse y se escuchó la voz del Padre dando testimonio
de Jesús, diciendo: “Este es mi Hijo amado, mi Elegido, en quien mi alma se
complace.
Para san Pablo, este bautismo en el Espíritu
que marca la diferencia entre el bautismo de Juan y el de Cristo, consiste en
un camino que conduce a los creyentes de fe en fe (Rm 1, 17), desde la
justificación, a la fidelidad y la santidad de cuantos lo invocan: “A los
santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier
lugar invocan el nombre de Jesucristo” (1Co 1,2).
Si la misión de Cristo es la glorificación de Dios, salvando e iluminando a la humanidad, hasta los confines de la tierra, mediante su entrega en la cruz, la nuestra es invocar su nombre en favor de nuestros hermanos, desde esos mismos confines en los que hemos sido iluminados, por su salvación. Eso es lo que hacemos en la exultación eucarística junto al Espíritu y la Esposa diciendo: ¡Ven Señor Jesús!
Proclamemos juntos nuestra fe.
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