Reconciliación y vida cristiana

 

 

 

“Reconciliación y vida cristiana” 

          Dado lo oportuno del título que se nos propone para esta breve reflexión, nos ceñiremos a él tanto como nos sea posible, sin intentar estudiar o comentar ninguno de los documentos emanados del magisterio eclesial acerca del sacramento en sí, ya de hecho tan relevantes y abundantes actualmente.         

          No podemos poner en duda la afirmación de que la vida cristiana es un combate, del que nos hablan las Escrituras en incontables ocasiones, y del que tenemos experiencia por la existencia de los enemigos, que nos enfrentan constantemente en nuestro caminar, y sin menospreciar nuestra lucha con la concupiscencia de nuestra carne y con las seducciones del mundo, nuestra atención se centra preferentemente en aquel “adversario” que, “como león rugiente, ronda buscando a quien devorar”. Recordemos también con la “Carta a los hebreos” aquello de: “No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado.” 

          Nuestra breve reflexión acerca de la actualidad de este Sacramento, que reúne tan gran número de denominaciones: Penitencia, conversión, confesión, perdón, reconciliación etc., la centraremos, por tanto, en la vivencia propia de quienes pretendemos vivir en “santidad”, nuestra existencia cristiana, de acuerdo, por supuesto, con los postulados de los maestros de espiritualidad, cuando afirman que, “lo primero que hace el justo es acusarse a sí mismo”. 

          Si tenemos también en cuenta que la Escritura misma, afirma que, “el justo peca siete veces”, aunque también nos amaestra diciendo que, “quien ha nacido de Dios no peca”, no puede pecar, porque su “germen” permanece en él, comprenderemos ciertamente que hay una profundización, y una evolución en el concepto mismo de pecado en la Escritura, sin ignorar un efecto curioso de la Caridad en nosotros, que consiste en engrandecer los propios pecados, mientras disimula los ajenos: “La Caridad todo lo excusa”, según afirma san Pablo. 

          Cuando la luz de Dios, su Caridad, ilumina profundamente el alma, como vemos en los santos, la percepción de los propios pecados se hace ineludible, y no nos referimos a una falsa humildad, sino a aquel “andar en verdad” del que habla santa Teresa. Pero tener la luz de Dios, su Caridad y vivir en su Verdad, no son algo innato en nosotros, sino el resultado del Don de Dios que Cristo nos ha adquirido, gratuitamente, con su muerte y resurrección. No se trata de algo que nosotros hemos conquistado, sino de algo recibido gratuitamente, y por lo que debemos luchar, para defenderlo y mantenerlo, como nos ha dicho el Señor: “Permaneced en mi amor”. “El que persevere hasta el fin se salvará”. Nada más peligroso en la vida cristiana que el pensar que ya estamos convertidos del todo y debilitar así nuestras defensas en la lucha contra el pecado. 

          Cuando apareció Juan bautista predicando su bautismo de conversión “para el perdón de los pecados”, acudió a él el pueblo “confesando sus pecados”, pero la gente debió esperar a Cristo, para ser bautizada en el Espíritu Santo, que derramaría en sus corazones el Amor de Dios, y el amor a los hermanos, como garantía de haber pasado de la muerte a la vida, y prueba fehaciente de la necesidad de la conversión y del perdón cotidianos, en el camino de la santidad.         

          No es comparable el impacto del Sacramento, en aquellos alejados de la vida cristiana en quienes los demonios han hecho morada en su corazón, y que el sacramento debe desalojar, que en aquellos cuyos corazones han sido sanados por la predicación y la acción de la Iglesia, y cuyo combate se centra ahora, en defender la plaza, para impedir que sea tomada al asalto de nuevo, por los diablos, que trayendo consigo a otros siete de sus congéneres, peores que ellos, reduzcan el final de aquel alma, a una situación peor que la que tenía en principio. 

          Es evidente la relación existente entre reconciliación y pecado, pero no lo es tanto en la que existe entre vida cristiana y pecado, o podríamos decir entre santidad y pecado, teniendo en cuenta que, santidad no se corresponde con ausencia de pecado, sino con vivencia amorosa en su doble acepción de amor a Dios y amor al prójimo. No podemos considerar verdaderamente cristiano a quien no peca, sino a quien ama con un amor semejante al de Cristo, infundido en su corazón por el Espíritu Santo que se recibe por la fe en Jesucristo. Es de esta iluminación, de la que nace la consciencia de pecado en el alma fiel, y de la que brota, constantemente, la vigilancia, la conversión, y el combate cotidiano, contra la debilidad de la “carne” que nos envuelve, nos acecha y frecuentemente nos somete. 

                                                 www.jesusbayarri.com

 

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