Domingo 31º del TO C

 Domingo 31º del TO C 

(Sb 11, 23-12,2; 2Ts 1,11-2,2; Lc 19, 1-10)

Queridos hermanos: 

          El Evangelio nos habla hoy de Jericó como figura del mundo, en el que se encuentra el hombre necesitado de salvación, mientras Jerusalén es figura del cielo, donde se encuentra la presencia de Dios. El Señor, como buen samaritano, baja de Jerusalén a Jericó en busca del hombre herido en el camino, para usar con él de misericordia, y a la entrada de Jericó, se detiene para curar a Bartimeo, y mostrar a todos los que le siguen su fe; hoy se adentra en Jericó, al encuentro de un publicano rico y descarriado en el mundo, llamado Zaqueo, para entrar en su casa, llenarla de luz y hacerle heredar las promesas hechas a Abrahán y a sus hijos, porque el amor no desconfía nunca de la salvación de nadie.

          Vimos a un pobre ciego, encontrar el tesoro escondido del Reino de Dios, y hoy, a un rico de pequeña estatura acoger la salvación en su casa; hemos visto a un camello pasar por el ojo de una aguja y a un pecador alegrar a los ángeles de Dios. Mientras Natanael, el “judío en quien no hay engaño”, es visto debajo de la higuera como fruto maduro. Zaqueo, como fruto verde, se encuentra aún sobre el árbol, pero ambos, al igual que Bartimeo, en Cristo, son amados y conocidos, por su nombre de vivos, mientras que aquel “rico epulón” de la parábola, permanece en el abismo de la muerte y su nombre es ignorado. Sólo nos queda recuerdo de sus vicios.

          Como el ciego Bartimeo, también Zaqueo ha oído hablar de Jesús de Nazaret; conoce su propia pequeñez y lo que le impide seguirle, pero la gracia que está actuando en él, le hace correr y subirse al sicómoro, para salirle al encuentro llenándole de la alegría propia del Espíritu Santo, al sentirse llamado, conocido, amado por Dios en Cristo. Al sicómoro, higuera sin fruto, la gracia lo ha hecho fructificar en Zaqueo; también la cruz del Salvador de la que los incrédulos se burlan llamándola estéril, alimenta, como la higuera, a los que creen en Él, como dice San Beda.  

          También como Bartimeo, Zaqueo hará solemnemente (puesto en pie) profesión de su fe, mostrándola con sus obras como dice Santiago (St 2, 18): “Daré -dice- la mitad de mis bienes a los pobres y restituiré cuatro veces lo defraudado”. Al dios de este mundo le ha sido arrebatado un hijo de Abrahán. La salvación de Zaqueo, ha entrado en su casa. Ambos, Bartimeo y Zaqueo, para acercarse a Jesús, se separan de la muchedumbre incrédula que les dificulta el acudir a él; uno gritando y el otro corriendo y subiéndose al árbol. La masa que no cree, en un caso murmura de Cristo y en el otro trata de hacer callar al ciego.

El pecador es buscado con compasión y paciencia, y encontrado por la misericordia de Dios, para la que no son obstáculo ni la ceguera y la pobreza de Bartimeo, ni la pequeñez y la riqueza de Zaqueo.

La primera lectura decía que Dios es amor y quiere nuestro bien; que tiene paciencia con el pecador y espera que vuelva a él para que viva, pero el Evangelio de hoy nos muestra que el Señor no se contenta con esperar que volvamos a él, sino que él mismo sale a nuestro encuentro y se adentra en nuestra realidad de muerte para llamarnos a él con vocación santa, como dice la segunda lectura, para salvarnos y enviarnos a proclamar la Buena Noticia de su amor.

Así nos busca hoy a nosotros el Señor, porque conviene que entre en nuestra noche para iluminarla. Ojalá podamos reconocer así nuestra miseria y nuestra corta estatura en el amor; ojalá nos sintamos conocidos por el Señor y nos salve. Entonces podremos ponernos en pie y proclamar su misericordia con nosotros; exultar y celebrar Pascua con él. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves 30º del TO

 Jueves 30º del TO

Lc 13, 31-35 

Queridos hermanos: 

          A un mundo que vive bajo el influjo de los ídolos y se precipita a su destrucción, Dios le suscita un pueblo santo que lo haga retornar a él y lo salve. Pero Israel se deja seducir por el diablo; le gusta vivir como el mundo y se enreda con los ídolos, olvidando su elección y su misión, apartando su corazón de Dios. Entonces Dios le envía a su Hijo, para buscar a las ovejas perdidas y hacer de nuevo a su pueblo “luz de las gentes”, pero si también su Hijo es rechazado, el pueblo sufrirá las consecuencias de su extravío. El templo de su presencia en medio de ellos será arrasado y Dios suscitará otro pueblo que le rinda sus frutos. Un pueblo que acoja su misericordia en Cristo y permanezca fiel a la Alianza eterna sellada en su sangre para la vida del mundo.

          Cristo sabe que en el cumplimiento de su misión nada lo puede detener. Sabe también que debe llegar su hora, porque esa es la voluntad salvadora de su Padre que él debe llevar a cumplimiento. El Hijo del hombre debe ser entregado, pero ¡ay de aquel que lo entrega! ¡Ay de ti Jerusalén, porque tendrás que beber un cáliz amargo preparado para los impíos! ¡Ay de aquel que  endurece su corazón en el tiempo de la misericordia, porque deberá pagar hasta el último céntimo de su deuda!

          Al igual que los porqueros de Gerasa, los fariseos del Evangelio, prefieren la ganancia impura de su hipocresía, y piden a Jesús que se vaya, para que no les estorbe su negocio; ponen como pretexto a Herodes, cuando son ellos los astutos que usan de engaños y ponen asechanzas. Son ellos los que van a escuchar de la boca del Señor y no Herodes, que nadie podrá apartarle de su misión, hasta que la concluya al tercer día con el triunfo de su resurrección.

          Seguirá curando y expulsando demonios, y cuando llegue el momento de su inmolación, su muerte será un triunfo de la voluntad amorosa del Padre, y un fracaso, del “astuto” y falso diablo; y por eso, su muerte no tendrá lugar en la Galilea de los gentiles a manos de Herodes, sino en la ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados.

          Sólo Jerusalén, en la persona de sus sacerdotes, escribas y fariseos, lo entregará a los paganos; pero cuando haya rechazado los cuidados amorosos del Señor, y Jerusalén quede privada de sus alas protectoras, por su incredulidad, su nido será saqueado, por el águila romana. Su “casa”, la niña de sus ojos, quedará desierta, cuando la presencia de Dios abandone el Templo, y el velo del Santuario sea rasgado en dos, de arriba abajo con la muerte de Cristo.  Los judíos, como polluelos incapaces de saber y de valerse por sí mismos, serán masacrados: «¡Jerusalén, Jerusalén! ¡Si conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita».

          También nosotros somos llamados a la fidelidad a la misión, a la que hemos sido llamados en Cristo para la vida del mundo, so pena de ser también excluidos de su Cuerpo Santo. 

          Que así sea. 

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Miércoles 30º del TO

 Miércoles 30º del TO 

Lc 13, 22-30 

Queridos hermanos: 

          A la pregunta sobre la cantidad de los que se salvan, la respuesta del Señor viene a ser: Depende de vosotros; se salvan los que quieren; aquellos que acogen la salvación gratuita de Dios con una vida conforme a su voluntad; aquellos que permanecen en el amor que han recibido gratuitamente del que los ha redimido con su sangre y perseveran hasta el fin en su gracia; aquellos que con la fuerza de su Espíritu combaten, se hacen violencia y convierten su fe en fidelidad.

          Leemos en la profecía de Habacuc (2,4): “el justo vivirá por su fidelidad.” La justificación que se alcanza por la fe, si se hace vida deviene en fidelidad, que consiste en perseverar en el don recibido.

Decía San Juan de la Cruz que al final seremos examinados en el amor. La puerta estrecha tiene la forma y la incomodidad de la cruz, en la que se nos ha mostrado verdaderamente el Amor. Amar al que nos ama, y al que goza de nuestra simpatía, es un amor fácil y natural, carnal, que no necesita ser valorado. El amor del que penden la ley y los profetas es revelado: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo. Pero el amor de Dios por nosotros ingratos y pecadores es tan insólito, que ha necesitado ser anunciado, revelado en  Jesucristo, y recibido por el don del Espíritu. De este sumo Bien bebe la creación entera. Adherirse a Él en la libertad, es participar de su bondad, o como solemos decir: ser bueno, hacer el bien.

          Hacer el mal, ser malo, por el contrario, implica siempre un rechazo del Bien en sí, y de la bondad que hay en las creaturas. Es a través de sus obras, como conseguimos captar la verdad de la persona: su bondad o su maldad, por otro lado tan llenas de intenciones, deseos y propósitos. “Apartaos de mi agentes de iniquidad”. Nuestras acciones deben estar en correspondencia con nuestros buenos deseos y proyectos de bondad, para considerarnos en el camino del bien. De lo contrario nuestra pretendida bondad no sería más que una vana ilusión, que podría llevarnos al más fatídico desengaño.

          “Hechos son amores” dice la sabiduría popular. “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando.” O sea, que por la obediencia, el siervo llega a ser amigo. “El que guarda mis mandamientos, ese me ama”.

          Por la Eucaristía somos introducidos en la entrega de Cristo y nos adherimos a ella con nuestro amén, para hacerla vida nuestra en la espera de su venida. 

          Que así sea.

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Lunes 30º del TO

 Lunes 30º del TO 

Lc 13, 10-17 

Queridos hermanos: 

          El centro de esta palabra no es, la mujer enferma de la que el Señor se apiada, ni tan siquiera la falta de discernimiento que muestra el legalismo de los judíos respecto al sábado, sino la cerrazón del jefe de la sinagoga y de los judíos que despreciando a Dios se resisten a acoger su iniciativa de misericordia para volverse a él.

          La voluntad amorosa de Dios es la salvación de su pueblo, que se extiende a todos los hombres y que se hace carne primero en la elección de su pueblo, después en la ley, y por último en Cristo, que viene a perdonar el pecado y a dar a los hombres su naturaleza de amor con el Espíritu Santo.

          La predicación de Cristo, los milagros y en fin la entrega de su vida, hará posible el cumplimiento del plan de salvación de Dios, pero sólo en quien lo acoja. En cambio los judíos han hecho de su relación con Dios un legalismo de auto justificación y cumplimiento de normas externas que no llevan a Dios, porque el amor a Dios y al prójimo ha quedado sustituido por ritos anquilosados en su materialidad sin relación alguna con la verdad de su corazón. Cristo insistirá constantemente en aquello de: “Misericordia quiero; Yo quiero amor, conocimiento de Dios”. Entramos de nuevo en el tema del amor como corazón de la ley y, de la superficialidad inmisericorde de quien está alejado de Dios.  

          También nosotros necesitamos poner nuestro corazón en Dios, de forma que sea el amor el que dirija nuestra vida, el culto y nuestra relación con Dios y con los hermanos. Si el origen, el medio y la finalidad de nuestra relación con Dios no es el amor, nuestra religión es falsa, y vacía.

          Como premisa, podemos tomar conciencia de lo despiadado de la tiranía del demonio: Dieciocho años de opresión imperturbable sobre una persona, que sin la redención de Cristo podría ser interminable. Es interesante la interpretación de Cristo respecto a una enfermedad como acción de Satanás: Con él entró el pecado y la muerte, de la cual el mal y la enfermedad no son más que sus manifestaciones progresivas sobre la naturaleza humana. Si la maldad de una creatura puede ser tal, cuál no será la misericordia de Dios su creador, viendo la vejación de su creatura bajo la tiranía del mal: “Las aguas torrenciales (de la muerte) no pueden apagar el amor”.

          A la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad tienen un valor curativo y de salvación, incuestionable, sin dejar de ser paradójicos. El sufrimiento como misterio, relativiza toda soberbia ilusión de realización puramente mundana, y mediante la humildad, abre el camino del corazón humano a la trascendencia. Con todo, nos encontramos una vez más ante el tema del por qué Dios permite el sufrimiento. ¿Acaso el sufrimiento puede ser un medio pasajero, muchas veces insustituible, para obtener un bien definitivo? ¿No es posible que la mujer del Evangelio, en el caso de haber gozado siempre de buena salud se hubiese perdido para siempre, mientras que el encuentro con Cristo después de su enfermedad la haya salvado definitivamente?, sin duda, pero subsiste además el sufrimiento como consecuencia de la libertad humana y del pecado.

          En el Evangelio podemos descubrir, cómo sólo el Espíritu Santo hace ver la realidad con su óptica de misericordia: “misericordia quiero”; pero si falta, no puede captarse más que la materialidad de la apariencia; mientras la letra de la Ley mata, su corazón es el amor, y la caridad edifica. Jesús tendrá siempre gran dificultad en introducir a sacerdotes, escribas y fariseos en la óptica de la misericordia, porque su corazón, cerrado a Dios, se cierra a la caridad. Quien no se conmueve ante el sufrimiento y la perdición ajena, tampoco lo hará ante la misericordia. Sólo un amor que madura, es capaz de discernir entre la letra y el Espíritu. Parafraseando a Pascal podemos decir: “El “amor” tiene razones que la razón no comprende” El tercer mandamiento, acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del precepto del amor a Dios y al prójimo. La Escritura expresa claramente que, “quien ama, cumple la Ley”.

          La respuesta de Jesús viene a ser: ¡En sábado se puede amar!

          Precisamente para eso ha sido instituido el sábado. Dios descansa del trabajo de crear pero no suspende nunca la actividad de su amor: “mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo” dirá Jesús. El Padre descansó de crear, y ahora no deja de amar, gobernar y renovar cada día la creación. El trabajo del amor, nunca se detiene. En una oración sinagogal que precede a la proclamación del Shemá, los judíos dicen: “haces la paz y todo (lo) creas. Tú que iluminas la tierra y (a) todos sus habitantes; que renuevas cada día la obra de la creación”. También en nosotros la “creación” puede ser renovada cada mañana, si como el salmo: “por la mañana proclamamos, Señor tu misericordia” testificándola con nuestra vida.

          Pidamos al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a que se refiere su promesa. Una cosa es trabajar para sostener el cuerpo y otra, para inmolarlo por amor y para amar. 

          Que así sea.

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Domingo 30º del TO C DOMUND

 Domingo 30 del TO C DOMUND

(Eclo 35, 12-22; 2Tm 4, 6-8.16-18; Lc 18, 9-14) 

Queridos hermanos: 

          El pasado domingo la palabra nos hablaba de la oración constante y sin desfallecer; hoy nos presenta otras de sus cualidades necesarias: La humildad y la misericordia. Acudir a la misericordia de Dios con nuestra misericordia y con humildad, son condiciones necesarias para ser escuchados nosotros, a quienes él ha mostrado su amor.

          Al publicano y a cualquier pecador que acude al Señor creyendo en su misericordia, les basta la humildad de reconocerse pecadores, para ser justificados por el Señor, porque: “El que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado”.

          La justicia verdadera está en el corazón, y Dios la conoce porque procede de él. Es él quien justifica al hombre concebido en la culpa; al pecador que lo invoca con el corazón contrito y humillado. El justo no desprecia a nadie, porque sabe que su justicia viene de Dios, y la humildad es su compañera. Lo primero que hace el justo es acusarse a sí mismo. Siendo un don gratuito del amor de Dios al que cree, produce en el justificado amor a Dios, misericordia y esperanza en el cumplimiento de su promesa; siente la necesidad de la unión con Dios y lo busca a través de la oración.

          El fariseo de la parábola tiene ciertas virtudes por las que dar gracias a Dios, pero olvidando su condición pecadora y el origen de sus gracias, se glorifica a sí mismo robando su gloria a Dios. “Será humillado”. Además, el valor de sus virtudes queda reducido a su componente carnal por su falta de misericordia. En efecto, al proceder de la misericordia gratuita de Dios, nuestra justicia se acompaña de la humildad y de la misericordia recibida. De ahí que justicia, humildad y misericordia, vayan siempre unidas, de tal forma que al faltar una, las otras desaparezcan. Dejar de recordar los propios pecados y el “Egipto” del que fue liberado, lleva consigo al hombre a alejarse del amor y de la gratitud y a precipitarse en la ciénaga del juicio, que se vuelve contra quien juzga.

          Para san Pablo, la justicia es fruto de la fe que procede de Dios y no de los propios méritos. Ser justo consiste en mantenerse en el don recibido por la fe que obra por la caridad y deviene en fidelidad. “El justo vivirá por su fidelidad”. (Ha 2,4) “Permaneced en mi amor”. Por eso el humilde, que es además justo y misericordioso, glorifica a Dios por los dones recibidos sin despreciar a los pecadores, e intercediendo por ellos.

          Para que un publicano vaya al templo y rece a Dios, le son necesarias dos gracias: la primera le permite el creer en la misericordia divina que justifica al malvado, y la segunda el humillarse. Como dice la Escritura: “Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia”. “El que se humille será ensalzado”.

          Reconozcámonos, pues, humildemente agraciados, y unámonos a la misericordia de Dios, que se hace don para nosotros en el cuerpo y la sangre de Cristo, y en nosotros, don para los demás, aún en sus pecados. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 29º del TO

 Sábado 29º del TO 

Lc 13, 1-9 

Queridos hermanos:

           El Señor aprovecha la ocasión para deshacer una antigua concepción que sostenía la exclusiva retribución del bien y el mal en esta vida, y que ya el libro de Job comienza a relativizar. Ante la pregunta acerca de quien pecó para que aquel hombre hubiera nacido ciego, el Señor responde que ni él, ni sus padres pecaron. La apertura del pensamiento ante la revelación progresiva de una vida trascendente a este mundo, lleva implícita como consecuencia, la apertura a la concepción de una retribución de ultratumba a las acciones humanas. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, pero no unos años más o menos, sino eternamente.

          Tanto la catástrofe de los galileos como el desplome de la torre de Siloé, son tan imprevisibles como el momento de nuestra muerte, que según dice el Señor, no dependen del pecado de quienes la padecen. Si Dios castigara nuestros pecados con desastres, o con la muerte, el mundo, hace mucho que ya no existiría. Nuestro verdadero problema no son los avatares de esta vida, sino todo aquello que ponga en riesgo nuestro destino eterno: la conversión, o el empecinamiento en nuestros pecados.

          La higuera de la parábola se juega su supervivencia con el fruto. En nuestro caso, aprovechar la acción de la gracia con la conversión, nos alcanza el fruto para la vida eterna. En eso si debe intervenir nuestra voluntad. Por tanto, esta palabra es una llamada a la sabiduría y a la vigilancia.

          En el libro del Éxodo encontramos tres situaciones en las que Dios “ha visto” la opresión de su pueblo, “ha oído” sus quejas, “se ha fijado” en sus sufrimientos: Tres momentos de aproximación a la triste realidad de su pueblo, como las tres veces que el dueño de la viña visitará la higuera en busca de fruto. Dios quiere salvar a su pueblo a través de un enviado al que revela su nombre, y al que confía su poder. El enviado será Cristo, y Moisés fue figura suya. Si el pueblo en Egipto no cree la palabra de Dios que Moisés, su enviado, le anuncia, y no se apoya en Yo Soy, y en su promesa, permanecerá en la esclavitud de Egipto para siempre, o se arrastrará murmurando por el desierto y allí perecerá.

          Cuando los judíos acuden a Jesús, horrorizados por la tragedia sufrida por algunos galileos cuya sangre mezcló Pilatos con la de sus sacrificios, Jesús les hará caer en la cuenta de que sobre ellos pesa una amenaza de consecuencias más temibles, si no acogen a quien viene para librarlos de sus pecados. Son sus pecados, los que sitúan sobre sus cabezas la terrible amenaza que los asemeja a aquellos galileos o a los dieciocho desgraciados sobre los que se desplomó la torre de Siloé. Hay una desgracia peor, de la que hay que cuidarse mediante la conversión, que es la muerte del pecado. Cristo viene a perdonarlo a aquellos que le acogen creyendo en él: “Porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8, 24). Si la salvación que Dios ha provisto en su infinito amor enviando a su propio Hijo, es rechazada, que otra posibilidad queda de escapar a la “muerte sin remedio” (cf. Ge 2, 17).

          San Pablo dirá que “estas cosas sucedieron en figura para nosotros que hemos llegado a la plenitud de los tiempos”. Para nosotros, que nos encontramos en el tiempo oportuno y en el día de salvación, que es el “Año de gracia del Señor”. Para nosotros proclama hoy la Iglesia estas cosas, con la esperanza de que produzcan frutos de conversión en nosotros y no tenga que ser cortada nuestra higuera, cuando terminado el “tiempo de higos” venga sobre nosotros el “tiempo de juicio”  con la visita del Señor.

          Que nuestro ¡amen!, a Cristo que se nos ofrece hoy en la Eucaristía, nos reafirme en la acogida de la misericordia de Dios, y nos abra a las necesidades de nuestros semejantes. 

          Que así sea.

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Domingo 29º del TO C

 Domingo 29 del TO C 

(Ex 17, 8-13; 2Tm 3, 14-4,2; Lc 18, 1-8) 

Queridos hermanos. 

Hoy la palabra nos habla de la oración a dos niveles, como suele hacer el Señor, uno inmediato y otro global, y nos dice que debe ser constante y sin desfallecer, porque la vida cristiana es un combate a muerte que debe durar hasta el fin de los tiempos, cuando será definitivamente atado el Adversario, con la venida gloriosa del Hijo del hombre, haga nuestra, su victoria, y se termine el tiempo de vigilancia y de combate, y la esperanza se transforme en el gozo de la posesión.  

La viuda de la parábola es evidentemente la Iglesia que tiene su esposo en el cielo, y sufre en su combate contra el diablo, mientras ora, “día y noche” el auxilio del Señor, que le hará justicia “pronto”, (si pensamos en la eternidad) y definitivamente, en su segunda venida, mientras espera. Pero cuando venga el Señor, ¿encontrará la fe, la oración, sobre la tierra?

En la primera lectura, la figura del adversario era Amalec, y en el Evangelio, el enemigo de la viuda. La viuda como figura de la Iglesia, no tiene más arma para vencer a su adversario, que la súplica insistente, que nace de la convicción de la propia impotencia y del poder de Dios. En ambos casos, el adversario es invencible con las solas fuerzas, por lo que se requiere el auxilio de la intercesión.

Cristo, al hablar de la necesidad de orar siempre sin desfallecer, nos pone sobre aviso acerca de que el combate nos acompañará toda la vida. Sólo al final se alcanzará la victoria definitiva, como fruto de la perseverancia: “El que persevere hasta el fin se salvará”. También en el combate de cada día, y en cualquier lucha: “El que invoque el nombre del Señor se salvará.”

          En la oración no son necesarias muchas palabras, pero debe ser constante, lo cual nos hace comprender que se necesita, sobre todo, de una actitud del corazón, que busca la cercanía, la unión con el amor que es Dios, y descubriendo la propia precariedad confía plenamente en él. Más importante que lo que pedimos, es que lo pidamos; que nuestro corazón se mantenga en constante relación de amor, de bendición y de agradecimiento con Dios, haciéndole presentes también nuestras preocupaciones y necesidades y sobre todo las de nuestros semejantes. Ya decía san Agustín, que la oración es el encuentro de la sed de Dios, que es su amor, con la sed del hombre, que es su necesidad de amor y de amar. Como dice el salmo: “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.

Una tal oración, necesita de una fe en consonancia con ella que la haga posible. Cristo lo manifiesta así, uniendo oración y fe: “Pero cuando el Hijo del hombre venga ¿encontrará la fe sobre la tierra? La fe, que hace que sus elegidos estén clamando a Él día y noche mientras esperan el auxilio que viene del Señor; su victoria frente a su adversario. La oración garantiza la victoria, y la fe hace posible la oración.

Elevemos, por tanto, nuestro corazón al Señor en este “sacramento de nuestra fe”. Unámonos al Señor: “El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado”, (Hb 5, 7) y resucitado de la muerte. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Santa Teresa de Jesús

 Santa Teresa de Jesús

Eclo 15, 1-6; Mt 11, 25-30 

Queridos hermanos: 

Hacemos presente a esta gran santa, que no necesita presentación, porque ocupa un lugar en el corazón de todos nosotros. Basta recordar sus fundaciones, la reforma del Carmelo, sus escritos, y en definitiva los frutos de santidad que adornan su obra.

Hemos escuchado en el evangelio: Los misterios del Reino se revelan a los pequeños, que a través de la misericordia del Padre son conducidos al conocimiento del amor de Dios, en Cristo Jesús. Nosotros, “cansados y agobiados” hemos encontrado en el corazón manso y humilde de Cristo el alivio a nuestras fatigas. Toda la creación, toda la Historia de la Salvación y la Redención realizada por Cristo, nos muestran el amor por el que Dios se nos revela. Amor de entrega en la cruz de Cristo.  

Estas son palabras de amor en la boca de Cristo: humildad y mansedumbre, que adquieren toda su consistencia, tratándose de la persona de Cristo de incomparable grandeza y majestad. Como decía san Juan de Ávila: Si el que es grande se abaja, cuanto más nosotros tan pequeños. Si queremos que nuestra construcción sea sólida, hay que comenzarla enterrando profundamente los cimientos de la humildad. Sólo así se elevará hasta los cielos. Si el fuego del amor de Dios ha prendido en nosotros, cubrámoslo con la ceniza de la humildad para que ningún viento lo apague.

El Señor dice en el Evangelio: “Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz cada día, y sígame.”  Seguir al Señor quiere decir, que además de cargar con nuestra cruz, tenemos que tomar sobre nosotros el yugo de Cristo. Unirnos a él bajo su yugo como iguales (cf. Dt 22,10), porque él ha asumido un cuerpo como el nuestro; un yugo para rescatarnos de la tiranía del diablo, de forma que podamos sacudirnos su yugo y hacernos así llevadero nuestro trabajo junto a él en la regeneración del mundo. Qué suave el yugo y qué ligera la carga, si el Señor la comparte con nosotros.

          Mientras Cristo, siendo Dios, se ha hecho hombre sometiéndose a la voluntad del Padre y tomando sobre sí nuestra carne para arar, arrastrando el arado de la cruz con humildad y mansedumbre, nosotros que somos hombres, nos hacemos dioses, rebelándonos contra Dios, llenos de orgullo y violencia, y ponemos sobre nuestro cuello el yugo del diablo que nos agobia y nos fatiga. Por eso dice el Señor: “Aprended de mí”. No a crear el mundo, sino a ser mansos y humildes de corazón, como dijo san Agustín. No a crear el mundo, sino a salvarlo; no a ser dioses, sino a someternos humilde y mansamente al Padre, trabajando con Cristo, el redentor del mundo. 

          Que así sea.

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Nuestra Señora de Zapopan

  Nuestra Señora de Zapopan

(Za 2, 14-17; Ef 2, 4-10; Lc 1, 39-47) 

Queridos hermanos: 

          En esta fiesta, la Iglesia nos presenta la verdadera dicha de María, habiendo acogido el anuncio del Señor creyendo en su palabra. La fe, pone a María en camino al encuentro del Ungido y su profeta impulsada por el Espíritu. María que ha sido la primera evangelizada por Gabriel, es también la primera evangelizadora, que parte movida por el Espíritu, y será siempre en la historia, auxiliadora de la evangelización, como en Zapopan, y en un gran número de advocaciones.  

          La palabra de este día está envuelta en manifestaciones celestes del Espíritu Santo, como corresponde al misterio de los hijos que guardan las madres en su encuentro. Encuentro de las madres y de sus hijos: El mayor entre los nacidos de mujer y el Primogénito de toda la creación. La voz y la Palabra. El Evangelio nos llama dichosos, por la llamada a escuchar la Palabra del Señor, y hacer de ella nuestra vida, como lo hizo su madre y ahora madre nuestra, y también sus hermanos, de los que ahora formamos parte todos nosotros. Dichosos, por haber creído como María, y haber sido llamados como ella, a dar a luz a su hijo con nuestras obras, fruto de su Espíritu Santo. Como ella hemos recibido el anuncio de Jesucristo; como ella se ha gestado en nosotros por el Espíritu Santo que se nos ha dado y como ella podremos manifestarlo al mundo con nuestras obras.

          La profecía de Zacarías proclama: “Grita de gozo y alborozo, hija de Sión, pues vengo a morar dentro de ti, dice Yahveh. Sión se goza en su hija predilecta, que ha acogido en su corazón y en su seno a Dios en su Palabra.

          María se puso en camino y se fue con prontitud. La Verdad y la Vida se muestran Camino en María, que movida por el Espíritu va hacia Isabel, para que Cristo encuentre a Juan y lo constituya su precursor. El gozo de Cristo está en María, y el de Juan hace exultar a su madre Isabel: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor! El Espíritu Santo profetiza en Isabel para exaltar la fe de María en las promesas que le han sido comunicadas de parte de Dios.

          Dios se fija en la humildad de María, pues “el Señor no renuncia jamás a su misericordia, ni deja que sus palabras se pierdan,  ni que se borre la descendencia de su elegido, ni que desaparezca el linaje de quien le ha amado” (Eclo 47, 22).

          María se apoyó en Dios en su humildad y nosotros debemos hacerlo en nuestra debilidad, para poder alcanzar la dicha de ella por nuestra fe, pues también a nosotros nos ha sido anunciada la salvación en Cristo y se nos ha dado su Espíritu, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos, como dice san Pablo.

 Juan ha sido lleno del Espíritu con la cercanía de Cristo. Nosotros en la Eucaristía somos llamados a hacernos un espíritu con él, que nos haga exultar de gozo en el seno de nuestra madre la Iglesia, de la que es figura la madre del Señor, su miembro más excelso.

          Elevemos por tanto nuestra exultación a Dios Padre todopoderoso, que nos ha enviado a su Hijo amado, en quien se complace su alma, y unámonos a la entrega del cuerpo del Señor; y a su sangre derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Martes 28º del TO

 Martes 28º del TO

Lc 11, 37-41 

Queridos hermanos 

          El Señor vuelve a hablarnos del corazón. Como dice en otro lugar, es el corazón lo que puede hacer impuro al hombre y no las manos. Por encima de la pureza legal, para Cristo, purificar al hombre es purificar su corazón. El Señor podía haber dicho al fariseo: purificad vuestro corazón y todo será puro para vosotros, pero es más concreto, porque conoce su corazón y le dice: dad limosna (lo que tenéis, lo que atesoráis, lo que amáis, lo que está en vuestro corazón), y todo será puro en vosotros, y para vosotros. No es posible la comunión con Dios en un corazón contaminado con el dinero, el ídolo por antonomasia que desplaza de él a Dios y a los hermanos, porque “donde esté tu tesoro allí estará también tu corazón”. Mete en tu corazón la caridad con la limosna y quedará puro. Puro tu corazón y puros tus ojos, para ver al hermano a través de la misericordia. Meter la caridad en el corazón supone acoger la Palabra: “Vosotros estáis ya limpios gracias a la palabra que os he anunciado” (Jn 15, 3). Acoger la Palabra que es Cristo, suscita en nosotros la fe; la fe nos obtiene el Espíritu, y el Espíritu derrama en nuestro corazón el amor de Dios. El amor de Dios ensancha el corazón para acoger a los hermanos y ofrecerse a ellos como don.

          Alcanzar a la persona es alcanzar su corazón, donde residen los actos humanos (voluntarios según la Escritura). En el corazón se encuentra la verdad del hombre: su bondad o su maldad. La realidad del corazón condiciona el criterio de su entendimiento y el impulso de su voluntad que se unifican en el amor. Ya decía san Agustín que no hay quien no ame, pero la cuestión está en cuál sea el objeto de su amor. Si su objeto es Dios, el corazón se abre al don de sí; si por el contrario es un ídolo, el corazón se cierra sobre sí mismo y se frustra la persona. Para arrancar el ídolo, del amor del corazón, hay que odiarlo, en el sentido que dice el Señor en el Evangelio: “Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío”.

          La caridad todo lo escusa y no toma cuentas del mal cuando somos ofendidos, pero como hace Jesús en el Evangelio, corrige al que vive engañado para salvarlo de la muerte y perdonarlo en el día del juicio. La limosna despega el alma de la tierra y la introduce en el cielo del amor; cubre multitud de pecados; simultáneamente remedia la precariedad ajena y sana la multitud de las propias heridas. La limosna es portadora de misericordia y enriquece al que la ejerce. Como dice san Agustín: el que da limosna tiene primeramente caridad con su propia alma, que anda mendigando los dones del amor de Dios, de los se ve tan necesitada.

          Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón. Que la Eucaristía nos una al don de Cristo haciéndonos un espíritu con él. 

          Que así sea.

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Lunes 28º del TO Santo Tomás de Villanueva

 Lunes 28º del TO 

Lc 11, 29-32

(Santo Tomás de Villanueva: 2Tm 4, 1-5; Jn 10, 11-16) 

Queridos hermanos: 

          En este tiempo de gracia, la liturgia nos presenta a Dios rico en misericordia, y a través del Evangelio nos hace presente nuestra responsabilidad ante su ofrecimiento, porque: “no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva”.

          Los ninivitas se convirtieron por la predicación de Jonás,  signo para ellos de la voluntad misericordiosa de Dios, que quería salvarlos de la destrucción merecida por sus pecados. El que Jonás haya salido del seno del mar (figura de la muerte), como nos cuenta la Escritura, Lucas ni lo menciona, porque es un signo que, de hecho, no vieron los ninivitas, como tampoco los judíos vieron a Cristo salir del sepulcro. Será por tanto un signo que no les será permitido ver. Cuando el rico que llamamos epulón pide a Abrahán, el signo de que un muerto resucite para la conversión de sus hermanos, éste le responde que no hay más signo que la escucha de Moisés y los Profetas, a través de la predicación; es curioso que no diga de la lectura, sino de la escucha. Como dice san Pablo, la fe viene por el oído. Los judíos que no han acogido la predicación ni los signos de Jesús, tendrán que acoger la de sus discípulos; el testimonio de la Iglesia. Es Dios quien elige la predicación como único signo; el modo y el tiempo favorable para otorgar la gracia de la conversión, y el hombre debe acogerla como una gracia que pasa. Como dice el Evangelio de Lucas, el que los escribas y fariseos rechazaran a Juan Bautista, les supuso que no pudieron convertirse cuando llegó Cristo, frustrando así el plan de Dios sobre ellos (Lc 7,30).

          La predicación del Evangelio hace presente el primer juicio de la misericordia, que puede evitar en quien lo acoge, un segundo juicio en el que no habrá misericordia para quien no tuvo misericordia, según las palabras de Santiago (St 2,13), siendo así que le fue ofrecida gratuitamente por la predicación.

          Para quien acoge la predicación todo se ilumina, mientras quien se resiste a creer permanece en las tinieblas. Dios se complace en un corazón que confía en él contra toda esperanza y lo glorifica entregándole la vida de su propio Hijo: “Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará.”

          Dios suscita la fe para enriquecer al hombre mediante el amor, y darle a gustar la vida eterna, y por su amor, dispone las gracias necesarias para la conversión de cada hombre y de cada generación. Los ninivitas, la reina de Sabá, los judíos del tiempo de Jesús y nosotros mismos, recibimos el don de la predicación como testimonio de su palabra, que siembra la vida en quien la escucha.

          Como ocurría desde la salida de Egipto, en la marcha por el desierto, Israel sigue pidiendo signos a Dios, pero ni así se convierte. Las señales que realiza Cristo en la tierra no las deben ver, porque no tienen ojos para ver ni oídos para oír, (cf. Is 6, 10) y piden una señal del cielo. No habrá señal para esta generación, que puedan ver sin la fe; un signo que se les imponga, por encima de los que Cristo efectivamente realiza. Cristo gime de impotencia ante la cerrazón de su incredulidad. La señal por excelencia de su victoria sobre la muerte, será oculta para ellos (no habrá señal) y sólo podrán “verla” en la predicación de los testigos, como en el caso de Jonás. Este tiempo no es de señales, sino de fe, de combate, de entrar en el seno de la muerte y resucitar, como Jonás, que en el vientre de la ballena pasó tres días. Solo al “final” verán venir la señal del Hijo del hombre sobre las nubes del cielo.

          Jonás realizó dos señales en la Escritura: La predicación, que sirvió a los ninivitas para que se convirtieran, y la de salir del seno de la muerte a los tres días, que nadie pudo conocer. El significado de las “señales” sólo puede comprenderse con la sumisión de la mente y la voluntad que lleva a la fe y que implica la conversión. Dios no puede negarse a sí mismo anulando nuestra libertad para imponerse a nosotros, por eso, todas las gracias tendrán que ser purificadas en la prueba.

          Nosotros hemos creído en Cristo, pero hoy somos invitados a creer en la predicación, sin tentar a Dios pidiéndole signos, sino suplicándole la fe, y el discernimiento, que él da generosamente al que lo pide con humildad. De la misma manera que sabemos discernir sobre lo material, debemos pedir el discernimiento espiritual de los acontecimientos.

          También a nosotros se nos propone hoy la conversión y la misericordia a través de la predicación de la Iglesia. 

          Que así sea.

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Dedicación de la Catedral

 

Dedicación de las Catedrales

(Ez 47, 1-2.8-9.12; ó 1Co 3, 9-11.16-17; ó Is 56, 1.6-7; Ef 2, 19-22; Jn 2, 13-22). 

Queridos hermanos: 

          Celebramos la dedicación de la Basílica de Letrán, Catedral de Roma, consagrada el 324. La fiesta se celebra desde el siglo XI, el 9 de noviembre por toda la Iglesia; (en Valencia desde1238, en Guadalajara-Méjico, desde 1716).

          La catedral es el lugar de la cátedra del obispo, (en Roma, el Papa) cabeza de la Iglesia, desde donde ejerce simbólicamente, su magisterio. En la antigüedad, el maestro se sentaba para enseñar, como hacía Cristo mismo. Se trata, pues, de la iglesia madre (templo). Cuando alguien habla “pontificando”, decimos que habla “ex cátedra”.

          La Iglesia, aun sabiendo que el verdadero nuevo templo es la comunidad cristiana, consagra los edificios en los que la comunidad se congrega, dedicándolos especialmente a la liturgia, a la oración y los sacramentos, en un culto comunitario a Dios, y al servicio de su pueblo. Con todo, la comunidad cristiana es el verdadero edificio espiritual formado por piedras vivas, como dice san Pedro (1P 2, 5), y también san Pablo: “Santo es el templo de Dios que sois vosotros” (1Co 3, 16). Cuerpo de Cristo, en el que Dios habita en el Hijo, y en el que se realiza un verdadero culto a Dios en Espíritu y Verdad, en el amor, y en la comunión en gente de toda raza, lengua, pueblo  nación, constituida en miembros suyos.

          Dice la Escritura que “los discípulos estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios”. La presencia del Espíritu en ellos, los congregaba en el Templo, donde todos podían constatar el amor que los unía en un solo espíritu, pues es a ellos a quienes se dirigía la obra realizada en los discípulos. La comunión creada por el Espíritu, era un signo para el pueblo, llamándolo a la fe. Como dirán los gentiles: ¡Mirad como se aman! Así ocurre en los domingos de Pascua, la gente ve en los hermanos algo que ellos no tienen y que les ha dado el Camino: un solo corazón y una sola alma. La unidad, la comunión, fruto del Espíritu, muestra en ellos la presencia viva de Dios, que es Uno.

           Dios no necesita casa, ni oraciones; somos nosotros los que las necesitamos, y por eso, Dios nos construye un templo en la comunidad donde él quiere habitar para iluminar el mundo. El cuerpo de Cristo es el verdadero y definitivo templo de Dios, de cuyo costado brota el agua purificadora del Bautismo, y de cuyo seno nos fue enviado el Espíritu, por cuya inhabitación en nosotros, somos también constituidos templo, cuando lo acogemos por la fe.

          Este verdadero templo, se fundamenta por la acogida del Kerigma: anuncio de Jesucristo, se edifica por la caridad y los sacramentos, y se destruye por el pecado. Cuando este templo se profana con la idolatría, se enciende la ira del Señor que viene a purificarlo, porque “le devora el celo por su casa.”

          Jesús visitó muchas veces el templo, pero en este Evangelio nos sorprende con una actitud inusual que no se repetirá más y que sólo puede entenderse a la luz de la profecía de Malaquías: “He aquí que envío a mi mensajero delante de ti y enseguida vendrá a su templo el Señor. Será como fuego de fundidor y como lejía de lavandero. ¿Quién resistirá el día de su visita?” En esta entrada de Jesús en el templo, es, pues, “el Señor” quien visita su templo para purificarlo, y no sólo el judío piadoso, el profeta, el maestro o el predicador carismático y taumaturgo.

          Esa es la autoridad que perciben los judíos en el gesto de Jesús y que no están dispuestos a aceptar: Es el Señor, el que viene a la casa de su Padre, a su casa, con autoridad; es “el tiempo de la visita”; se hace presente el juicio empezando desde la casa de Dios; es el tiempo de pedir cuentas, el tiempo de rendir los frutos, del “verano escatológico”. Por eso la higuera del pasaje siguiente en los Evangelios de Mateo y Marcos, debe rendir sus frutos. Se ha agotado el tiempo cíclico, o el tiempo cartesiano y ha sobrevenido el “Éschaton”. Ya no es “tiempo de higos”: tiempo de la dulzura del estío, de sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás. Ahora es el tiempo del juicio (cf. Ml 3, 5) que Jesús anticipa proféticamente con un signo, al Templo y a la higuera, como anticipó el tiempo de su “hora” en Caná de Galilea. Lo que sucede con la higuera, ocurrirá con el Templo en el que el Señor no encuentra fruto, sino idolatría del dinero: negocio e interés: El Templo será arrasado; se secará como la higuera, “porque no ha conocido el tiempo de su visita”; ya no podrá nunca más dar fruto; ningún ídolo comerá fruto de él.

          Honrar el templo para nosotros, es ofrecer el verdadero culto, al Padre, en Espíritu y Verdad, en la Eucaristía; amar a Dios, y vivir en la oración de nuestro corazón limpio de idolatrías, y en comunión con los hermanos. 

          Que así sea.

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Domingo 28º del TO C

 Dgo. 28º del TO C 

(2R 5, 14-17; 2Tm 2, 8-13; Lc 17, 11-19) 

Queridos hermanos: 

La palabra de hoy es una invitación a dar gloria a Dios por todos sus dones, pero sobre todo por Jesucristo, como dice la segunda lectura, en quien hemos obtenido el perdón de los pecados, cambiando los derroteros mortales de nuestra existencia en senderos de vida. Con él, todo es gracia para nosotros de parte de Dios, y como agraciados, somos llamados a ser agradecidos, dando gratis lo que gratis hemos recibido.

Un samaritano y un sirio, figura de los gentiles curados de la lepra, vuelven a dar gracias por la curación, que como en otros casos del Evangelio, son gracias instrumentales en función de suscitar la fe que engendra amor y salvación, visibles en el agradecimiento y la alabanza a la gratuidad del amor de Dios.

La lepra, impureza física que excluía de la comunidad, es imagen del pecado, que aniquila en el hombre la vida de Dios, por la cual los fieles se mantienen en comunión. El juicio y la murmuración separan de los hermanos, como la lepra, como le ocurrió a María, la hermana de Moisés, (Nm 12, 11-15), que quedando leprosa, permaneció siete días fuera del campamento.

Quizá Israel, como quien se considera justo y se apropia de la predilección divina, tiene el peligro de creerse merecedor de los dones de Dios, en lugar de reconocerse gratuitamente agraciado, y en consecuencia su amor y su agradecimiento, si existen, dejan mucho que desear: “Cuando el Señor te haya introducido en la tierra: ciudades grandes y hermosas que tú no has edificado, casas llenas de toda clase de bienes, que tú no has llenado, cisternas excavadas que tú no has excavado, viñedos y olivares que tú no has plantado, cuídate de no olvidarte de Yahvé que te sacó del país de Egipto, de la casa de servidumbre. Dios encerró a todos bajo el pecado para usar con todos de misericordia.” Recordemos la parábola del siervo sin entrañas, bueno en la súplica pero duro en la misericordia. Así, los nueve leprosos del Evangelio, obtuvieron la curación pero frustraron la salvación que viene de la fe, por el reconocimiento del amor gratuito de Dios y que engendra amor para vida eterna.

Al igual que la fe que salva, la curación busca la salvación suscitando la fe que engendra amor. Cuando la suegra de Pedro fue curada, se puso a servir; cuando el endemoniado fue curado, fue enviado a testificar a los de su casa; un leproso curado fue enviado a evangelizar a los sacerdotes.

También nosotros que estamos siendo curados de nuestra lepra por el Señor, somos invitados a pasar de una relación utilitaria e interesada propia de la religiosidad, al obsequio de la fe, por el reconocimiento de la gratuidad de su amor, que se hace exultación agradecida en la Eucaristía, y a dar gratuitamente lo que tomamos de esta mesa, testificando la Buena Noticia del amor gratuito recibido de Dios, a todos los hombres. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves 27º del TO

 Jueves 27º del TO

Lc 11, 5-13 

Queridos hermanos: 

          Frente a la insistente exhortación del Señor a la oración, son oportunos varios cuestionamientos que vienen a interpelarnos: ¿Por qué, insiste tanto el Señor en que oremos? ¿Por qué, es tan importante que lo hagamos? ¿Por qué, tiene tanto poder nuestra oración?

          Las respuestas estar todas relacionadas con el amor con el que Dios nos ama y desea nuestro bien, que consiste en estar unidos a él: Sumo bien, y fuente de aguas vivas, reconociendo su bondad con nuestro agradecimiento. Él, respetando nuestra libertad, quiere que le manifestemos nuestra voluntad y confianza, al solicitar su ayuda. Suplicando, apelamos a su amor, como un niño lo hace con su padre, con humildad, insistencia, confianza y reconocimiento. Al suplicar, amamos, tanto a Dios como a muestro prójimo. Él nos ama, y nosotros le amamos a él y a los hermanos. Dios es amor y nuestro amor se hace uno con él y con su poder, sintonizando con su voluntad: Todo lo mío es vuestro, como todo lo de mi Padre es mío.

          La palabra de hoy resalta la importunidad de la oración, que nos impulsa a un clamor de petición, como recurso ante una urgente necesidad que interpela al amor como compasión, de forma similar a la insistencia, que no se somete al tiempo oportuno, ni admite dilación alguna. La importunidad de la oración no solamente pide lo necesario, sino lo impostergable y vital que sólo Dios puede proveer. Ante una insuperable precariedad se disipan los respetos humanos y los miramientos. Ante un accidentado, un incendio o un náufrago que se ahoga, la situación misma clama nuestro socorro, independientemente de la benevolencia personal, la simpatía, o los lazos de amistad o de afecto.

          Cuánto más una oración con estas características será atendida, tratándose de Dios nuestro Padre, cuya bondad y omnipotencia reconocemos, y a las que recurrimos con nuestra oración. Ya el hecho de recurrir, de pedir a Dios, es en sí un acto de fe, y por tanto de culto, que lo glorifica, y no sólo una necesidad, sobre la que imploramos su auxilio, con el don de su Espíritu. Toda necesidad puede relativizarse menos la gracia de su misericordia y de su amor, que busca nuestra salvación eterna, o la de nuestros semejantes, y a la que somos exhortados por el Señor en forma superlativa: Pedid, buscad, llamad, para que recibáis, encontréis, y se os abran las compuertas de la Bienaventuranza. 

          Que así sea.

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