Sábado 29º del TO
Lc 13, 1-9
Queridos hermanos:
Tanto
la catástrofe de los galileos como el desplome de la torre de Siloé, son tan imprevisibles
como el momento de nuestra muerte, que según dice el Señor, no dependen del
pecado de quienes la padecen. Si Dios castigara nuestros pecados con desastres,
o con la muerte, el mundo, hace mucho que ya no existiría. Nuestro verdadero
problema no son los avatares de esta vida, sino todo aquello que ponga en
riesgo nuestro destino eterno: la conversión, o el empecinamiento en nuestros
pecados.
La
higuera de la parábola se juega su supervivencia con el fruto. En nuestro caso,
aprovechar la acción de la gracia con la conversión, nos alcanza el fruto para la
vida eterna. En eso si debe intervenir nuestra voluntad. Por tanto, esta
palabra es una llamada a la sabiduría y a la vigilancia.
En
el libro del Éxodo encontramos tres situaciones en las que Dios “ha visto” la opresión de su pueblo, “ha oído” sus quejas, “se ha fijado” en sus sufrimientos: Tres
momentos de aproximación a la triste realidad de su pueblo, como las tres veces
que el dueño de la viña visitará la higuera en busca de fruto. Dios quiere
salvar a su pueblo a través de un enviado al que revela su nombre, y al que
confía su poder. El enviado será Cristo, y Moisés fue figura suya. Si el pueblo
en Egipto no cree la palabra de Dios que Moisés, su enviado, le anuncia, y no
se apoya en Yo Soy, y en su promesa,
permanecerá en la esclavitud de Egipto para siempre, o se arrastrará murmurando
por el desierto y allí perecerá.
Cuando
los judíos acuden a Jesús, horrorizados por la tragedia sufrida por algunos
galileos cuya sangre mezcló Pilatos con la de sus sacrificios, Jesús les hará
caer en la cuenta de que sobre ellos pesa una amenaza de consecuencias más
temibles, si no acogen a quien viene para librarlos de sus pecados. Son sus
pecados, los que sitúan sobre sus cabezas la terrible amenaza que los asemeja a
aquellos galileos o a los dieciocho desgraciados sobre los que se desplomó la
torre de Siloé. Hay una desgracia peor, de la que hay que cuidarse mediante la
conversión, que es la muerte del pecado. Cristo viene a perdonarlo a aquellos
que le acogen creyendo en él: “Porque si
no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8, 24). Si la
salvación que Dios ha provisto en su infinito amor enviando a su propio Hijo,
es rechazada, que otra posibilidad queda de escapar a la “muerte sin remedio” (cf. Ge 2, 17).
San
Pablo dirá que “estas cosas sucedieron en
figura para nosotros que hemos llegado a la plenitud de los tiempos”. Para
nosotros, que nos encontramos en el tiempo oportuno y en el día de salvación,
que es el “Año de gracia del Señor”.
Para nosotros proclama hoy la Iglesia estas cosas, con la esperanza de que
produzcan frutos de conversión en nosotros y no tenga que ser cortada nuestra
higuera, cuando terminado el “tiempo de
higos” venga sobre nosotros el “tiempo de juicio” con la visita del Señor.
Que nuestro ¡amen!, a Cristo que se nos ofrece hoy en la Eucaristía, nos reafirme en la acogida de la misericordia de Dios, y nos abra a las necesidades de nuestros semejantes.
Que
así sea.
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