Dedicación de las Catedrales
(Ez 47, 1-2.8-9.12; ó 1Co 3, 9-11.16-17; ó Is 56, 1.6-7; Ef 2, 19-22; Jn 2, 13-22).
Queridos hermanos:
Celebramos la dedicación de la
Basílica de Letrán, Catedral de Roma, consagrada el 324. La fiesta se celebra desde
el siglo XI, el 9 de noviembre por toda la Iglesia; (en Valencia desde1238, en
Guadalajara-Méjico, desde 1716).
La catedral es el lugar de la cátedra
del obispo, (en Roma, el Papa) cabeza de la Iglesia, desde donde ejerce
simbólicamente, su magisterio. En la antigüedad, el maestro se sentaba para
enseñar, como hacía Cristo mismo. Se trata, pues, de la iglesia madre (templo).
Cuando alguien habla “pontificando”, decimos que habla “ex cátedra”.
La Iglesia, aun sabiendo que el
verdadero nuevo templo es la comunidad cristiana, consagra los edificios en los
que la comunidad se congrega, dedicándolos especialmente a la liturgia, a la
oración y los sacramentos, en un culto comunitario a Dios, y al servicio de su
pueblo. Con todo, la comunidad cristiana es el verdadero edificio espiritual
formado por piedras vivas, como dice san Pedro (1P 2, 5), y también san Pablo: “Santo es el templo de Dios que sois
vosotros” (1Co 3, 16). Cuerpo de Cristo, en el que Dios habita en el Hijo, y
en el que se realiza un verdadero culto a Dios en Espíritu y Verdad, en el
amor, y en la comunión en gente de toda raza, lengua, pueblo nación, constituida en miembros suyos.
Dice la Escritura que “los discípulos
estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios”. La presencia del Espíritu en
ellos, los congregaba en el Templo, donde todos podían constatar el amor que
los unía en un solo espíritu, pues es a ellos a quienes se dirigía la obra
realizada en los discípulos. La comunión creada por el Espíritu, era un signo
para el pueblo, llamándolo a la fe. Como dirán los gentiles: ¡Mirad como se aman! Así ocurre en los
domingos de Pascua, la gente ve en los hermanos algo que ellos no tienen y que
les ha dado el Camino: un solo corazón y una sola alma. La unidad, la comunión,
fruto del Espíritu, muestra en ellos la presencia viva de Dios, que es Uno.
Dios no necesita casa, ni oraciones; somos
nosotros los que las necesitamos, y por eso, Dios nos construye un templo en la
comunidad donde él quiere habitar para iluminar el mundo. El cuerpo de Cristo
es el verdadero y definitivo templo de Dios, de cuyo costado brota el agua
purificadora del Bautismo, y de cuyo seno nos fue enviado el Espíritu, por cuya
inhabitación en nosotros, somos también constituidos templo, cuando lo acogemos
por la fe.
Este verdadero templo, se fundamenta
por la acogida del Kerigma: anuncio de Jesucristo, se edifica por la caridad y
los sacramentos, y se destruye por el pecado. Cuando este templo se profana con
la idolatría, se enciende la ira del Señor que viene a purificarlo, porque “le
devora el celo por su casa.”
Jesús visitó muchas veces el templo,
pero en este Evangelio nos sorprende con una actitud inusual que no se repetirá
más y que sólo puede entenderse a la luz de la profecía de Malaquías: “He
aquí que envío a mi mensajero delante de ti y enseguida vendrá a su templo
el Señor. Será como fuego de fundidor y como lejía de lavandero. ¿Quién
resistirá el día de su visita?” En
esta entrada de Jesús en el templo, es, pues, “el Señor” quien visita su templo
para purificarlo, y no sólo el judío piadoso, el profeta, el maestro o el
predicador carismático y taumaturgo.
Esa es la autoridad que perciben los
judíos en el gesto de Jesús y que no están dispuestos a aceptar: Es el Señor,
el que viene a la casa de su Padre, a su casa, con autoridad; es “el tiempo de
la visita”; se hace presente el
juicio empezando desde la casa de Dios; es el tiempo de pedir cuentas, el
tiempo de rendir los frutos, del “verano escatológico”. Por eso la higuera del
pasaje siguiente en los Evangelios de Mateo y Marcos, debe rendir sus frutos.
Se ha agotado el tiempo cíclico, o el tiempo cartesiano y ha sobrevenido el
“Éschaton”. Ya no es “tiempo de higos”: tiempo de la dulzura del estío, de
sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás. Ahora es el
tiempo del juicio (cf. Ml 3, 5) que Jesús anticipa proféticamente con un signo,
al Templo y a la higuera, como anticipó el tiempo de su “hora” en Caná de
Galilea. Lo que sucede con la higuera, ocurrirá con el Templo en el que el
Señor no encuentra fruto, sino idolatría del dinero: negocio e interés: El
Templo será arrasado; se secará como la higuera, “porque no ha conocido el tiempo
de su visita”; ya no podrá nunca más dar fruto; ningún ídolo comerá fruto
de él.
Honrar el templo para nosotros, es ofrecer el verdadero culto, al Padre, en Espíritu y Verdad, en la Eucaristía; amar a Dios, y vivir en la oración de nuestro corazón limpio de idolatrías, y en comunión con los hermanos.
Que así sea.
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