Martes 6º de Pascua

Martes 6º de Pascua

(Hch 16, 22-34; Jn 16, 5-11)

Queridos hermanos:

Como nos decía la palabra estos días, la obra de Cristo continúa en sus discípulos, que han sido asociados a su misión y han recibido la fuerza y el testimonio del Espíritu. A las despedidas se une la promesa del Paráclito (Defensor-Consolador). Hasta ahora Cristo estaba junto a sus discípulos (Dios con nosotros) para instruirlos, sostenerlos, consolarlos y guardarlos, pero ahora vivirá dentro de ellos (Dios en nosotros) cuando reciban su Espíritu Santo. El que esa separación se vaya a realizar en medio de un sufrimiento enorme, les escandalizaría aún más si llegasen a comprenderlo.     

También los discípulos unidos a Cristo y a su misión, por la fe, beberán en su día de este mismo cáliz, pero al presente son incapaces siquiera de oírlo mencionar. Cristo les anuncia al que hará posible en ellos lo que él mismo realiza. Recibirán el Espíritu Santo. Los discípulos viven todavía su relación con Cristo, en la carne más que en la fe, y sólo el pensamiento de separarse de él, los entristece, y no están en grado de comprender los grandes motivos ni los enormes frutos que de ese acontecimiento se desprenderán.

 Con todo, ellos mismos beberán un día de ese cáliz del que ahora son incapaces tan siquiera de oírlo mencionar. Cristo, les habla de quien lo hará posible en ellos, como lo hace en él, y les promete el Defensor, el Consolador. Por él, recibirán la gracia de que Cristo viva en ellos con una presencia más personal, íntima y eficaz, y con una relación más profunda de filiación con el Padre y de hermandad con el Hijo. Cristo entra al cielo, y el cielo penetra en los discípulos con el Espíritu; enorme ganancia y conveniencia para la que era necesario primero limpiar del infierno su corazón. Era necesaria la muerte de Cristo, para que sus pecados fueran disueltos, y que resucitara el Señor, para que recibieran vida eterna.

          Por el sacrificio de Cristo, en el mundo sumergido ahora bajo el pecado de su incredulidad, aparece la justicia por la fe en Cristo, obra del Espíritu, y el príncipe de este mundo, mentiroso y asesino, queda convicto de pecado, juzgado y condenado, mientras el pecado del hombre queda perdonado. Ahora, el mundo se divide: entre quienes creen en Cristo y quienes se resisten a acogerlo por la fe. Los discípulos que habían creído que Jesús, su Maestro, era el Cristo; ahora comienzan a creer que Jesús es el Señor, es Dios; se apoyarán en él, esperarán en él y lo amarán, dice San Agustín.

Acoger a Cristo en sus enviados, es un salir del pecado y entrar en la justicia, condenando al demonio. Rechazar a Cristo, es frustrar en sí mismos la misericordia de Dios. El pecado de la incredulidad es nefasto, porque con él, todos los pecados permanecen.

Cuando me vaya, (viene a decir Jesús), el mundo será enfrentado a la fe en mí, a través de vosotros, y quedará de manifiesto el pecado de su incredulidad. Pero será el Espíritu que recibiréis quien realizará la obra, y por eso digo que convencerá al mundo de pecado por su incredulidad, y de la justicia propia de la fe, porque yo estaré en el Padre, y en consecuencia será manifiesta la condena del príncipe de este mundo, padre de la mentira, que negó la verdad del amor de Dios que es Cristo.

Los fieles, en cambio, habiendo aceptado el juicio de perdón y misericordia de Dios, que Cristo ha hecho patente sobre sus pecados, con su cruz, no serán juzgados, habiendo pasado de la muerte a la vida. Cristo se prepara para beber el cáliz preparado para los pecadores, bebiendo del “torrente” del sufrimiento del que debe beber el Mesías en su camino, para después ser abrevado en el “torrente” de tus delicias, y levantar la cabeza.

             Que así sea.

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Lunes 6º de Pascua

Lunes 6º de Pascua

(Hch 16, 11-15; Jn 15, 26-16,4)

Queridos hermanos:

          Dios ha querido salvarnos mediante la redención de Cristo, que nos   testifica el amor del Padre. La redención es gratuita y precede a nuestra respuesta, pero el testimonio de su amor debe ser acogido por la fe. Mas ¿cómo creerán sin que se les predique, y cómo predicarán si no son enviados?

          El testimonio de Cristo, con sus palabras y con la entrega de su vida, lo confirma el Padre con sus obras a través del Espíritu Santo. Así también nuestro testimonio, es acompañado por el testimonio del Espíritu, en nuestro interior y ante el mundo. Cristo es el testigo fiel y veraz enviado por el Padre, y quien constituye en testigos a sus discípulos. Si por esta redención y este testimonio, Cristo ha entregado su vida, sus discípulos también serán perseguidos. No hay amor más grande, ni grandeza semejante a la de este amor. Quien lo recibe, se incorpora al testimonio de Cristo y como él, debe asumir sin acobardarse el escándalo de su cruz.

          Solo a través de la purificación del sufrimiento y la persecución, se acrisolan nuestra fe y nuestro amor de su carga de interés, y del buscarnos a nosotros mismos aun en las cosas más santas, para poder aquilatarse en la gratuidad del servicio, y del don desinteresado de sí, fruto del Espíritu. Ante el escándalo de la cruz, Cristo previene a sus discípulos, revelándoles los caminos inescrutables de Dios, y sosteniéndolos con la fuerza del Espíritu Santo, que llena de gozo el corazón de los fieles. Sufrirán, pero no perecerán.  

          Como hemos escuchado: “El Espíritu dará testimonio de mí, y también vosotros daréis testimonio”. Algunos exégetas hablan del Cristo histórico y del Cristo de la fe, atribuyendo a la fe de la comunidad cristiana la divinización de Cristo. Con todo, deberán explicarnos, cómo aquel grupo de discípulos “insensatos y tardos de corazón”, a los que el estrepitoso fracaso humano de su maestro, dispersó, e hizo encerrarse por miedo a los judíos, fueron capaces, y tuvieron la osadía, de afrontar las consecuencias del acontecimiento, ofreciendo su vida por el testimonio de aquel crucificado, realizar toda clase de prodigios y señales en su nombre, y propagar su fe hasta los últimos confines de la tierra, en lugar de disolverse y esconderse, como ratas, si no contaron con la veracidad del testimonio del Espíritu, acerca de la divinidad de Cristo, y con su fortaleza. No son ellos quienes han pergeñado y orquestado la divinización de Cristo, sino quienes han sido alcanzados por ella, gracias al testimonio interior del Espíritu, y a las obras que lo acompañan y acreditan.

          Hay un sufrimiento unido al amor, que tiene plenitud de sentido y que es fecundo, y da fruto en abundancia por los méritos infinitos del Verbo de Dios encarnado. Amar es negarse, y negarse es siempre sufrir. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino que son siempre amor, y sus discípulos, pasando tras el Señor por el valle del llanto, van a ser sumergidos en el torrente del sufrimiento, del que debe beber el Mesías, para levantar con él la cabeza, en el gozo eterno de la Resurrección.

          Aquí, el Espíritu, es llamado Espíritu de la Verdad, para suscitar la aceptación de su testimonio, que ni se engaña, ni puede engañar. Es Dios quien apoya con sus obras la palabra de sus mensajeros declarándolos veraces. El Hijo ha recibido un cuerpo en Jesús de Nazaret, y el Espíritu, en nosotros, en la Iglesia, para testificar ante el mundo el amor que Dios le tiene, y su voluntad de salvarlo mediante la fe en Jesucristo.

          Con esta palabra se nos propone la misión, con persecución, y se nos promete el Espíritu; la suavidad de su consuelo y la fortaleza de su defensa para vencer la muerte. La Iglesia comparte con Cristo la misión de subir a Jerusalén, para dar la vida por el testimonio del amor de Dios que ha conocido en Cristo, y que ha recibido del Espíritu Santo.

          La Eucaristía, con nuestro amén, nos introduce en el testimonio de Cristo. ¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven Señor!

          Que así sea.

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Domingo 6º de Pascua B

Domingo 6º de Pascua B 

(Hch 10, 25-26.34-35.44-48; 1Jn 4, 7-10; Jn 15, 9-17)

Queridos hermanos:

          La palabra de hoy está centrada en la Caridad de Dios que está a la raíz de todo, dando consistencia a todas las cosas. Como hemos escuchado en la primera lectura, el amor de Dios alcanza a todos y quiere que todos lo conozcan y puedan recibirlo. En primer lugar lo revela a través de su Hijo hecho hombre, entregándolo en la cruz para el perdón de los pecados, y Cristo mismo, se entrega por amor al Padre y a nosotros, con el mismo amor del Padre que está en él.

Cristo, hace suya la iniciativa del Padre, porque está en sintonía total de voluntad y de amor con él: lo que el Padre quiere, lo quiere igualmente el Hijo. Su entrega, es la del Padre realizada en el Hijo, para que su amor esté en nosotros, a quienes llama a ser sus discípulos, para que nosotros lo testifiquemos ante el mundo. En este amor hemos sido introducidos por su gracia y en él somos invitados a permanecer, adhiriéndonos a sus mandamientos, que se unifican en el amor mutuo.

El Señor desea para nosotros plenitud de gozo dándonos el suyo, que proviene de permanecer en el amor del Padre cumpliendo sus mandamientos. Su gozo estará en nosotros si también cumplimos sus mandamientos, que son en realidad uno solo: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado.” Así lo ha querido el Padre porque nos ama y así lo ha realizado el Hijo por amor a su Padre y a nosotros. Este amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo, cuyo fruto en nosotros es el amor mutuo y también el gozo. Para este fruto y misión eligió a sus discípulos, y a nosotros, como a la familia de Cornelio, haciendo descender sobre nosotros su Espíritu. Ahora podemos llamarnos y ser realmente sus amigos si cumpliendo sus mandamientos permanecemos en su amor.

Como al niño se le manda comer y estudiar, a nosotros el Señor nos manda amar; lo que está detrás de este mandato es el amor y no el despotismo o la arbitrariedad del autoritarismo. Se nos invita a amar, no sólo con nuestro afecto, sino sobre todo, con nuestra entrega, que puede llegar a ser extrema, como la de Cristo, para que nuestro gozo sea pleno. Amar, en efecto, es un negarse a sí mismo; un morir cotidiano a nosotros mismos en bien de alguien. El amor de Cristo nos apremia; es solícito del bien del otro, siendo Dios el sumo Bien que se nos ha dado en su Hijo. Su voluntad se identifica con nuestro bien, y se hace mandamiento en el amor cristiano.

Dándonos el Espíritu Santo, y su gozo, su amor en nosotros se hace pleno y testifica el amor del Padre y del Hijo, si es plena nuestra entrega. La consecuencia es pues, el cumplimiento del mandamiento del Señor: “Que os améis los unos a los otros” sin reservaros la vida que yo mismo os he dado. Para este fruto hemos sido elegidos y destinados: “No me habéis elegido vosotros  a mí, sino que yo os he elegido.” El amor entre los hermanos es signo para el mundo del amor que Dios derrama sobre él, llamándolo a la fe; es apremiante para la vida del mundo y se hace mandato ineludible para nosotros. Este amor debe ser como el de Cristo por nosotros, que le ha llevado hasta el don de la vida, no solo como un ejemplo a imitar, sino como un don a compartir. Este amor va acompañado de la amistad de Cristo, de la total confianza en Dios, y de su gozo, que no se diluye en medio de los sufrimientos del amor, de modo que recibamos del Padre cuanto necesitemos, y que permanezca después de la muerte para la vida eterna que se nos da en la Eucaristía.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 5º de Pascua

Sábado 5ª de Pascua

(Hch 16, 1-10; Jn 15, 18-21)

Queridos hermanos:

          La primera lectura de los Hechos, nos presenta el momento clave en el que la fe cristiana va a entrar en lo que hoy llamamos occidente a través de Macedonia, lo cual va a provocar el encuentro con el pensamiento griego que será decisivo en el futuro desarrollo de la Iglesia y de la futura Europa.

          El Evangelio nos habla del mundo en su acepción negativa, que engloba todo el entorno sujeto consciente o inconscientemente a la influencia, a la dependencia, e incluso a la esclavitud del diablo. El mundo y la Iglesia, son realidades completamente opuestas, antagónicas, como lo son Cristo y Beliar (2Co 6, 15). Como dice Santiago: “Cualquiera, pues, que desee ser amigo de “este” mundo, se constituye en enemigo de Dios.” 

          El Evangelio nos habla del odio del mundo a Cristo y por tanto a la Iglesia, que en estos momentos es cada vez más evidente, y no debe sorprendernos, ya que el príncipe de este mundo es el diablo que aborrece a Dios y por tanto a Cristo. El otro día leíamos la carta a Diogneto en la que se hablaba de este odio que nadie sabe explicarse, pero que viene de la sujeción al diablo propia del “mundo.”

          La obra de Cristo y de la Iglesia: es precisamente, arrebatar al diablo sus hijos, y arrancar del corazón del hombre las raíces amargas del pecado. Llevar a los hombres al conocimiento de Dios y de su amor, perseverando hasta el fin:

          “Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará; No os extrañéis, hermanos, si el mundo os aborrece; Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo; En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que lo envía; Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos! ”

          Que así sea.

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Santos Felipe y Santiago Apóstoles

Santos Felipe y Santiago Apóstoles

(1Co 15, 1-8; Jn 14, 6-14)

Queridos hermanos:

El sentido de nuestra vida es alcanzar al Padre, que hemos conocido gracias a Cristo, que ha venido a revelárnoslo con sus palabras, que proceden del Padre, con sus obras, que el Padre realiza por el Espíritu Santo, con su amor, con el que el Padre le amó desde toda la eternidad, y con su misma vida que hemos recibido de él por el envío del Espíritu Santo, y así podamos decir lo que de él nos ha enseñado, amar como él nos ha amado, y dar vida a quienes no lo conocen llevándolos a la fe.

Cristo viene del Padre, está en él, vive por él, habla por él, y ama con su mismo amor. Nosotros estamos en Cristo, hablamos sus palabras, y amamos con el amor que nos ha dado, haciéndolo presente con nuestra vida. Así, el mundo puede ver en nosotros a Cristo, y en Cristo al Padre, porque estamos en comunión con ellos para que el mundo crea.

 En esta fiesta de los apóstoles: Felipe el de Betsaida, llamado y elegido por el Señor; intermediario al que el Señor probó en la multiplicación de los panes; y Santiago el menor, o de Alfeo, o hermano del Señor, el evangelio nos remite al Padre, origen y meta de toda la Revelación.

San Pablo en la primera lectura, nos presenta a los apóstoles como testigos de la resurrección del Señor. Para esa especial misión fueron llamados por el Señor, y tuvieron la gracia de convivir con él.

Jesús vuelve a hacernos presente a Dios, su Padre, a quien él mismo nos ha revelado con sus palabras, sus obras y su propia persona, para que a través de él, lo alcancemos también nosotros. A él está unido Cristo, con él, es uno, y a él, quiere unirnos a nosotros por la fe y las obras. Por eso él, es el único camino hacia el Padre; la verdad del Padre y única posibilidad de conocerlo en este mundo; vida del Padre que se nos ha acercado en Cristo, y que la muerte no puede destruir.

Como a los apóstoles, también a nosotros nos cuesta mucho comprender la igualdad, unidad, pero no identidad de Cristo con el Padre, que sería tanto como querer comprender el misterio de la Santísima Trinidad. Nos resulta más fácil seguir llamando Dios, a quien Cristo nos ha enseñado llamar Padre nuestro, pero cuyo amor, misericordia, bondad, palabra, etc. nos han sido reveladas por Cristo y en Cristo: Quien me ve a mí ve al Padre; el Padre está en mí y yo en el Padre; como el Padre me amó os he amado yo; yo y el Padre somos uno;  Con todo, la unidad entre el Padre y el Hijo no es identidad, aunque el Hijo sea igual al Padre, porque: “El Padre es más grande que yo (Jn 14, 28)”; mi alimento es hacer su voluntad; yo hago siempre lo que a él le agrada.

Cristo, con sus obras y sus palabras nos hace presente al Padre, presente en él. Por la fe, los discípulos nos unimos a Cristo y por tanto al Padre, y recibimos la misión de hacerlos presentes ante el mundo, realizando las obras de Cristo, por las que el Espíritu Santo da testimonio de ellos. Lo que los fieles piden a Cristo, él, lo realiza, junto con el Padre, por medio del Espíritu.

          En este recuerdo de los apóstoles, bendigamos al Señor con toda la Iglesia. Las obras de Cristo, son señales que nos muestran que el Padre está en él, y con él nos unen de forma excelente en la Eucaristía.

           Que así sea.

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Jueves 5º de Pascua

Jueves 5º de Pascua

(Hch 15, 7-21; Jn 15, 9-11)

Queridos hermanos:

          Hoy el Evangelio nos habla del amor del Padre que hemos conocido a través del amor de Cristo. Lo que Cristo ha recibido del Padre nos lo da, para que lo que nosotros recibimos de él lo demos también a los hombres. El deseo de Cristo, es llenarnos de su gozo. Sabemos que el gozo es un fruto del Espíritu Santo, o sea del amor que une al Padre y al Hijo. Por eso el deseo de Cristo se hará realidad si permanecemos unidos a su amor, porque se permanece en el amor, amando. Pero como para nosotros este amor era inalcanzable, Cristo mismo lo ha traído hasta nosotros, y con su entrega en la cruz, nos ha alcanzado poder ser introducidos en él. No tenemos que conquistarlo, sino que él lo ha conquistado para nosotros. El Señor nos invita por tanto a permanecer en este don que él ha hecho posible para nosotros; a no alejarnos de él, a no apartarlo de nosotros, a no contristarlo, a no contradecir sus deseos de paz y misericordia, sino a guardar su palabra, y sus mandamientos. La permanencia en el amor implica obediencia y combate contra pasiones y sugestiones, con las que nuestro yo se resiste a ser relativizado frente al bien del otro.

          El secreto del amor de Cristo al Padre, es hacer siempre lo que a él le agrada. Sabemos que a Dios le complace siempre nuestro bien, porque es amor, y el que ama, piensa más en el bien de la persona amada que en sí mismo, y eso, a veces, implica renunciar al propio bienestar. Por eso el Padre entrega al Hijo por nosotros; por eso el Hijo obedece al Padre hasta la muerte. Así le ama, le obedece, y lleno del gozo de este amor se entrega y padece por nosotros. Descubrimos en Cristo la paradoja del “gozo en el dolor” que acompaña al amor. La alegría y el dolor no se excluyen mutuamente en presencia del amor: Qué triste alegría la que dan las cosas, que alegre tristeza la que da el amor. Qué triste alegría la que dan los otros, qué alegre tristeza la que da el Señor.

          El Señor nos ha dicho que quiere para nosotros su gozo, y por eso nos da su amor, y su mandamiento de entregarnos, sin temer al dolor que conlleva. La primera lectura nos recuerda que el Señor nos ha permitido escuchar el Evangelio, ha hecho posible para nosotros la fe, y nos ha dado su Espíritu gratuitamente. Todo es gracia. Nos ha introducido en su amor, que es el amor del Padre, para que permanezcamos en él, y su gozo alcance plenitud en nosotros.

          Hay un dolor en la inmolación amorosa que tiene plenitud de sentido, porque es fecundo, y produce mucho fruto. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino, y los apóstoles, pasando detrás de él por el valle del llanto, van a ser sumergidos en el torrente del que debe beber el Mesías, para levantar con él la cabeza, en el gozo eterno de la resurrección. 

          Que así sea.

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Miércoles 5º de Pascua

Miércoles 5º de Pascua 

(Hch 15, 1-6; Jn 15, 1-8)

Queridos hermanos:

          Nueva imagen eucarística por la que la vida del Señor pasa a sus discípulos como a los sarmientos de la vid, llamados en Cristo, a la fecundidad generosa del amor. Esta abundancia de fruto, de amor, en su discípulo, es la que glorifica al dueño de la viña, porque: “Yo quiero amor,” dice Dios, por boca del profeta Oseas. El amor de Dios, su celo por la salvación del mundo, es el que le hace podar, limpiar su viña, y cortar los sarmientos que no dan fruto. Este es el mismo celo que Cristo manifiesta al decir: “Lo que os mando es, que os améis los unos a los otros.” Y la primera forma de cumplir este precepto es, no aplicárselo al hermano. 

          La comparación de la vid que nos presenta la palabra de hoy, es fácil de entender a primera vista, pero presenta además algunas cuestiones sobre las que debemos reflexionar. Dios tiene una vid con sus sarmientos, que deben dar fruto, ya que no se trata de una planta ornamental, como ocurre también con la higuera, en el Evangelio. Como buen viñador, el Padre quiere que su vid produzca mucho fruto y por eso, el Padre cultiva su vid, arrancando los sarmientos que no dan fruto, sino solo hojas, y desperdician la savia en balde, en perjuicio del fruto. Cuando los sarmientos producen poco fruto, tienen, igualmente, exceso de hojas que es necesario podar, para aprovechar toda la savia en beneficio del fruto. Es, evidente, por tanto, que la vid está en función del fruto, y que este solo es posible cuando los sarmientos permanecen unidos a la vid. Pero, ¿de qué fruto estamos hablando?, ¿quién es el destinatario de este fruto, a quien se ordena tanta dedicación, tanto amor?

          Lo mismo que Cristo nos ha hablado del pan de su cuerpo que sacia, para dar al mundo la vida divina, hoy el Señor nos habla de la vid como la madre, o la fuente, de la que brota el vino nuevo del amor divino, como abundante fruto en su sangre. Es el Padre quien lo ha engendrado en los discípulos amándolos hasta el extremo en Cristo su Hijo. No son, por tanto, nuestras alabanzas las que lo glorifican, sino su don gratuito para nuestra salvación; no lo que podamos decir, sino lo que alcancemos a amar como fruto de su amor. La Gloria del Padre es su Espíritu, dado a Cristo, y que él nos comunica a nosotros para que seamos uno en el amor, como el Padre y el Hijo son uno. Amando lo hacemos visible y testificamos su misericordia: Dios es tal, que a unos miserables pecadores como nosotros, nos ha concedido gratuitamente el poder amar, negarnos a nosotros mismos, y llegar a ser hijos suyos, dándonos su Espíritu Santo. Cristo es quien ha dado mayor gloria a Dios entregándose por sus enemigos: “¡Padre, glorifica tu Nombre!”  

          Cumplir este precepto es, preocuparnos de amar nosotros, y no tanto de que los demás amen: “Si amáis a los que os aman que hacéis de particular”. El amor nos justifica, y quien ama, justifica a la persona amada. El que se “ama” a sí mismo, necesita justificarse, porque no tiene amor que lo justifique. Quien ama, se inmola en alguna medida y recibe de Cristo la plenitud de su gozo.

          Hoy la palabra nos habla del gran amor de Dios por el mundo de los pecadores y de la importancia de testificarlo con la propia vida, a quienes viven sometidos y en la tristeza de la muerte. Dios quiere llenarnos del celo que nos purifique y nos haga inocentes, porque: “la caridad, cubre la multitud de los pecados.”

          El Verbo ha sido enviado por el Padre, hecho hombre como nosotros, para traernos el vino nuevo del amor de Dios a nuestro corazón, que lo había perdido por el pecado, y así introducirnos en la fiesta de las bodas con el Señor.

          Por la pasión y muerte de Cristo, Dios perdona nuestro pecado, y a través del Evangelio nos llama a ser injertados en él, la vid verdadera, para que pasando a nosotros su vida divina, por la fe en él, y mediante el Espíritu Santo, demos el fruto abundante de su amor para la vida del mundo.

          La obra de Dios en Cristo, nos ha rodeado gratuitamente de su amor, y nos toca a nosotros defender el don que se nos ha dado, permaneciendo en él, al amor de su “fuego”. Unidos a Cristo por su gracia, el fruto de su amor está asegurado y lo obtiene todo de Dios. Así, los hombres alcanzados por el amor de Dios que está en nosotros, glorificarán al Padre por su salvación en Cristo, en cuya mano Dios lo ha colocado todo.

          Bendigamos al Señor que se nos da en la Eucaristía para avivar nuestro amor, y nuestro celo por los que no le conocen.

           Que así sea.

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