Jueves 22º del TO (Bienaventurada Virgen María de los Ángeles del Puig.)

 Jueves 22º del TO

Lc 5, 1-11 

Queridos hermanos: 

          Al igual que los panes y los peces, también los pescados se multiplican trascendiendo su limitación espacio-temporal ante la palabra creadora del Señor, cuando la eternidad irrumpe en el tiempo, el Ser, en la vaciedad de la nada, y el amor, en la sordidez de la rebeldía.

          El sustento y el trabajo quedan liberados de la maldición que los tenía atados a la aridez de la frustración, fruto de la ruptura unilateral de la libertad humana con la providencia del creador. Donde se dijo: ”Comerás el pan con el sudor de tu frente”, se proclama: “Desde ahora serás pescador de hombres”. Alguien se introduce ahora en la muerte para destruir su poder y rescatar a los sometidos a su influjo, invitando a los hombres a seguirlo en la regeneración universal.

          La predicación del Evangelio es la misión por excelencia de la Iglesia, que lo ha hecho llegar hasta nosotros a través de los apóstoles. Jesús había dicho a sus primeros discípulos: “seréis pescadores de hombres”. Los hombres, somos en efecto, como peces que se sacan del mar de la muerte en la que fuimos sumergidos por el pecado, con el anzuelo de la cruz de Cristo. San Agustín dice que con los hombres, y en nuestro caso ha ocurrido así, sucede al revés que con los peces. Mientras ellos al ser pescados, mueren, nosotros, al ser sacados del mar, que en la Escritura es figura de la muerte, somos devueltos a la vida. Lo que mejor nos dispone a este ser pescados por la fe, es el anzuelo de nuestras miserias y sufrimientos, que Cristo en el Evangelio nos invita a tomar cada día y que la Escritura y la Iglesia designan como la cruz; ella nos hace agarrarnos fuertemente al anuncio de la salvación, que Dios nos presenta a través de los apóstoles.

          La llamada a los primeros discípulos, resalta la iniciativa de Dios que es quien llama, y la respuesta inaplazable e inexcusable del discípulo, que debe anteponerla a todo. San Pablo dice: “todo el que invoque el nombre del Señor se salvará”, porque la salvación viene por acoger la palabra de Cristo, que nos anuncia el amor gratuito de Dios. Si el discípulo acoge la llamada y acepta la misión, parte como anunciador de la Buena Nueva y suscita la salvación en quien acoge el mensaje de la fe.

          La fe, surge del testimonio que el Espíritu Santo da a nuestro espíritu, de la Verdad, del amor de Dios, en lo profundo de nuestro corazón. Si Dios comienza a ser, en nosotros, nosotros somos, en él, y nuestro corazón se abre y abraza a todos los hombres, de manera que ya no vivimos para nosotros mismos, sino para aquel que se entregó, murió, y resucito por nosotros. Nuestra vida se hace testimonio del Don recibido.

          La Eucaristía, nos invita a entrar en comunión con la salvación de Cristo invocando su Nombre; con la fe en la predicación de los apóstoles; con la Palabra, y con la entrega de Cristo. 

          Que así sea.

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Lunes 22º del TO Martirio de san Juan Bautista

 El martirio de san Juan Bautista

1Co 1, 26-31; Mc 6, 17-29 

Queridos hermanos: 

          Recordamos hoy al mayor entre los nacidos de mujer; a Elías; al último mártir del A.T; al último profeta; al testigo de la luz, lámpara ardiente y luminosa (Jn 5,35); al amigo del novio; a la voz de la Palabra; al Precursor del Señor; al nacido lleno del Espíritu Santo, y único santo del que la Iglesia celebra el nacimiento, pero del que había añadido Cristo en su testimonio, que el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.   

Juan inaugura el Evangelio con su predicación. Confiesa humildemente a Cristo, de quien no se siente digno de desatar las correas de sus sandalias,  anuncia un tiempo de gracia, en el que “Dios es favorable” para volver a Él, proclama la conversión,  que es siempre una gracia de la misericordia divina que acoge al pecador, para que la fidelidad a Dios de los “padres”, pueda llegar al corazón de los hijos. Es tiempo reconciliación de los padres con los hijos y de todos con Dios. Es tiempo de alegrarse con la cercanía de Dios y volver a él con gozo. En eso consiste la justicia ante Dios, de la que se privan los escribas y fariseos rechazándolo (cf. Lc 7,30). No la justicia de los jueces sino la justicia de los justos, como acogida del don gratuito de Dios.

          «Vino para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él» (Jn 1,7s). La misión de Juan como profeta y “más que un profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de identificar al Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.»  

También nosotros hemos sido llamados a un testimonio, y también el Señor nos acompaña, confirmando nuestras palabras como precursores, y más que precursores suyos en esta generación, con los signos de su presencia, sosteniéndonos con su cuerpo y con su sangre. 

          Que así sea.

 

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Domingo 22º del TO C

 Domingo 22º del TO C:

Sir 3, 19-21.30-31; Hb 12, 18-19.22-24a; Lc 14, 1.7-14. 

Queridos hermanos: 

          El motor que impulsa toda la existencia y que llamamos felicidad, es la realización de nuestra ineludible tendencia al Bien absoluto, a ser en plenitud, desde cualquier situación personal en la que la vida nos ha situado: social, cultural, física, afectiva, económica o moralmente, y desde la que tendemos paralelamente a nuestros semejantes, hacia una meta que nos trasciende y se nos presenta siempre inalcanzable, hasta que nos es revelada como posible en el Amor, que es Dios, y se nos comunica como Don por Jesucristo en el Espíritu Santo.

          Con el don de la Caridad, nuestra tendencia centrípeta al Bien, se hace transversal, altruista y desinteresada, superando cualquier precariedad, complejo o frustración vital, que aqueja a todo ser humano sobre la tierra. La equidad y la igualdad, no son un logro de nuestra justicia, sino fruto de la misericordiosa fecundidad divina.

          La primera enseñanza de esta palabra es la “humildad”. Dice la primera lectura que Dios revela sus secretos a los humildes. Dice también la Escritura que: “Dios da su gracia a los humildes”; que “el que se humille será ensalzado”. Así pues, la humildad no es una meta, sino la aceptación de que sea Dios mismo quién provea y quién colme las necesidades de nuestro ser. Naturalmente esto no es posible sin el obsequio de la mente y de la voluntad a Dios, que se nos revela, por la fe. Es necesario haber tomado conciencia del encuentro que Dios mismo ha propiciado a través de Cristo en nuestra existencia como dice la segunda lectura.

          Nuestra conducta manifiesta hasta qué punto se ha realizado en nosotros el encuentro con Cristo, de manera que podamos abajarnos, vaciarnos, someternos como él se anonadó a sí mismo. A quién ha encontrado a Cristo, le basta ser en Cristo. Su deseo de ser queda satisfecho porque han sido plantadas en él las raíces de la plenitud que hacen posible la humildad. El mundo deja de ser el proveedor de sustento para su espíritu, porque Cristo ha empezado ha vivir en él.

          El hombre tiene una dimensión y una vocación de realización, que Dios, desde su “Hagamos”, espacio-temporal, ha querido con una grandeza muy distinta a la que aspira la caída naturaleza humana, cuyas aspiraciones no son otra cosa que vana hinchazón, incapacitado para los esplendores de la oblación de sí, que sólo Cristo revela y comunica por la participación del Espíritu. Como dice el Concilio en su Constitución pastoral Gaudium et Spes: Sólo el Verbo encarnado revela al hombre su auténtica dimensión, cuyo conocimiento aceptado llamamos humildad en el más teresiano de sus significados.

          Dios se complace en la humildad del hombre, porque en ella contempla los rasgos de su Hijo predilecto, el Siervo obediente que se humilló a sí mismo, y los imprime en quienes lo aman. Ella será la vestidura que lo coronará de gloria y honor en el Reino, el día de la resurrección de los justos.

En breves versículos, Jesús anuncia a este fariseo, el Reino de los Cielos que se opone a la mentalidad carnal siempre en busca de la recompensa caduca; que ama lo que le construye carnalmente. Jesús le muestra otra realidad, que es la del amor gratuito de Dios que busca el bien ajeno y llama a los pecadores, pobres, cojos, y ciegos y los invita a su banquete. Cristo le invita a recibir este amor mediante la fe en él, con quien se hace presente el Reino de Dios, porque este fariseo y también todos nosotros, somos los pecadores, cojos, ciegos y pobres a quienes Dios invita: “Si conocieras el don de Dios”. Cristo se hace el encontradizo con este fariseo como con Zaqueo, Bartimeo, los ciegos, los leprosos y con nosotros ahora, dándonos a comer su carne y a beber su sangre. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Mártes 21º del TO Santa Rosa de Lima

 Martes 21º del TO

Mt 23, 23-26

Queridos hermanos: 

          Purificar al hombre es purificar su corazón. El Señor podía haber dicho al fariseo: purificad vuestro corazón y todo será puro para vosotros, pero es más concreto, porque conoce su corazón y le dice: dad limosna (lo que tenéis, lo que atesoráis, lo que amáis, lo que está en vuestro corazón), y todo será puro en vosotros, y para vosotros. No es posible la comunión con Dios en un corazón contaminado con el amor al dinero, el ídolo por antonomasia, que desplaza de él a Dios y a los hermanos, porque “donde esté tu tesoro allí estará también tu corazón”. Mete en tu corazón la caridad con la limosna y quedará puro. Puro tu corazón y puros tus ojos, para ver al hermano a través de la misericordia. Meter la caridad en el corazón supone acoger la Palabra: “Vosotros estáis ya limpios gracias a la palabra que os he anunciado” (Jn 15, 3). Acoger la Palabra que es Cristo, suscita en nosotros la fe; la fe nos obtiene el Espíritu, y el Espíritu derrama en nuestro corazón el amor de Dios. El amor de Dios ensancha el corazón para acoger a los hermanos y ofrecerse a ellos como don.

          Tocar a la persona es tocar su corazón, donde residen los actos humanos (voluntarios) según la Escritura. En el corazón se encuentra la verdad del hombre: su bondad o su maldad. La realidad del corazón condiciona el criterio de su entendimiento y el impulso de su voluntad que se unifican en el amor. Ya decía san Agustín que no hay quien no ame, pero la cuestión está en cuál sea el objeto de su amor. Si su objeto es Dios, el corazón se abre al don de sí; si por el contrario es un ídolo, el corazón se cierra sobre sí mismo y se frustra la persona. Para arrancar el ídolo, del amor del corazón, hay que odiarlo, en el sentido que dice el Señor en el Evangelio: “Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío”.

          La caridad todo lo escusa y no toma en cuenta el mal cuando somos ofendidos, pero como hace Jesús en el Evangelio, corrige al que vive engañado para salvarlo de la muerte y perdonarlo en el día del juicio. La limosna despega el alma de la tierra y la introduce en el cielo del amor; cubre multitud de pecados; simultáneamente remedia la precariedad ajena y sana la multitud de las propias heridas. La limosna es portadora de misericordia y enriquece al que la ejerce. Como dice san Agustín: el que da limosna tiene primeramente caridad con su propia alma, que anda mendigando los dones del amor de Dios, de los que se ve tan necesitada.

          Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón. Que la Eucaristía nos una al don de Cristo haciéndonos un espíritu con él.

          Dios es amor, y misericordia que busca siempre el bien del pecador atrayéndolo a sí; amar es la sintonía de nuestro espíritu con la voluntad amorosa de Dios. Este conocimiento de Dios, que se traduce en amor que obedece a sus palabras, se hace don de sí, y es vida para nosotros, pero a consecuencia del pecado, la concupiscencia inclina nuestro corazón al mal, por lo que la vida cristiana, con las armas del Espíritu, no deja nunca de ser el combate, del que san Pablo nos habla con frecuencia. 

          La ley tiene un cometido de signo y de cumplimiento mínimo, que debe corresponder a una sintonía del corazón humano con la voluntad amorosa de Dios. La justicia y el amor son el corazón de la ley y a ellos hacen referencia los preceptos. El corazón que ama, se adhiere rectamente a los preceptos, mientras una adhesión legalista en la que falta el amor, sólo los alcanza superficial e infructuosamente. El cumplimiento legalista de ciertos preceptos, enajenados del amor, carece de valor en sí mismo: “Misericordia quiero; yo quiero amor”. “Esto había que practicar, sin olvidar aquello”. “Cuelan el mosquito y se tragan el camello”.

          Pobres de nosotros, ¡ay!, si a semejanza de los escribas, fariseos y legistas del Evangelio, ponemos nuestra confianza en algo que no sea el amor del Señor y la caridad con nuestros semejantes, y pretendemos justificar nuestra perversión con la vaciedad de un cumplimiento externo extraño al corazón de la ley, mientras nuestro corazón va tras los ídolos y las pasiones mundanas. 

          Que así sea.

 

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Domingo 21º del TO C

 Domingo 21º del TO C 

(Is 66, 18-21; Hb 12, 5-7.11-13; Lc 13, 22-30) 

Queridos hermanos: 

          En la primera lectura, Dios anuncia sus planes de salvación que el Evangelio lamenta sean rechazados por el pueblo.

A la pregunta sobre la escasez de los que se salvan, la respuesta del Señor viene a ser: Depende de vosotros; se salvan los que quieren; aquellos que responden a la salvación gratuita de Dios con una vida conforme a su voluntad mediante el arrepentimiento y la conversión; aquellos que permanecen en el amor que han recibido gratuitamente de quien los ha redimido con su sangre y perseveran hasta el fin en su gracia; aquellos que con la fuerza de su Espíritu combaten, se hacen violencia y convierten su fe en fidelidad.

          Leemos en la profecía de Habacuc (2,4): “el justo vivirá por su fidelidad.” La justificación que se alcanza por la fe, se hace vida mediante la fidelidad que consiste en perseverar en el don recibido.

Decía San Juan de la Cruz que al final seremos examinados en el amor. La puerta estrecha tiene toda la incomodidad de la cruz, en la que se nos ha mostrado verdaderamente el Amor de Dios a través de su Verbo encarnado. Amar al que nos ama, y al que goza de nuestra simpatía, es un amor fácil y natural, carnal, que no necesita ser valorado. El amor del que penden la ley y los profetas es revelado: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo. Pero el amor de Dios por nosotros ingratos y pecadores es tan insólito, que ha tenido que ser anunciado y revelado en  Jesucristo, y recibido por el don de su Espíritu. De este sumo Bien bebe la creación entera. Como dice uno de los postulados universales de la moral: “Hay que hacer el bien y evitar el mal”. Adherirse al Señor en la libertad es participar de su bondad, o como solemos decir: ser bueno, hacer el bien. Hacer el mal, ser malo, por el contrario, implica siempre un rechazo del Bien y de la bondad que hay en las creaturas.

Es a través de sus obras, como conseguimos captar la verdad de las personas: su bondad o su maldad, por otro lado tan llenas de intenciones, deseos y propósitos. “Apartaos de mi agentes de iniquidad” Nuestras acciones deben estar en correspondencia con nuestros buenos deseos y proyectos de bondad, para considerarnos en el camino del bien. De lo contrario nuestra pretendida bondad no sería más que una vana ilusión, que podría llevarnos al más fatídico desengaño. “Hechos son amores” dice el refrán popular. “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando.” O sea, que por la obediencia, el siervo llega a ser amigo. “El que guarda mis mandamientos, ese me ama”. El amor de Dios por nosotros son hechos. También en nosotros, los hechos, muestran la calidad de nuestro amor, acerca del cual seremos examinados al final de la jornada, como dice san Juan de la Cruz.

Cristo no ha venido a decirnos lo que tenemos que hacer, sino a darnos su Espíritu, para que podamos amar, por eso dice: “Esto es lo que os mando: que os améis los unos a los otros como yo os he amado”; sed santos como yo lo soy con vosotros: gratuitamente, constantemente, totalmente. La santidad es lo contrario del minimalismo moral: no robo, no mato, y cumplo. Una cosa falta: ¡amar! ¿Cuáles son, si existen, los secretos de nuestro amor que sólo Dios conoce; hechos en los que nos negamos a nosotros mismos por Dios y por los hermanos?

Por la Eucaristía somos introducidos en la entrega de Cristo y nos adherimos a ella con nuestro amén, para hacerla vida nuestra en la espera de su venida. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 20º del TO

 Viernes 20º del TO 

Mt 22, 34-40 

Queridos hermanos: 

Dios es amor y lo es también el camino que ha revelado. El hombre está llamado a conocerlo, amarlo, servirlo y gozarlo, y sólo el amor nos encamina, nos acerca y nos introduce en él; ser cristiano, no es solamente no pecar, sino amar, y no hay amor más grande que dar la vida, ni mayor realización de nuestro ser en este mundo. Todo en la creación se realiza dándose; ha sido hecha para inmolarse y mientras no lo hace queda frustrada y sin sentido en su existencia, porque tendemos por naturaleza a asimilarnos a Cristo haciéndonos un espíritu con él, en la glorificación de nuestra carne.

Toda la Ley y los profetas penden del amor, que desde el Deuteronomio ha mostrado al pueblo el camino de la vida hacia Dios, como desde el Levítico, el de la perfección humana, en el amar al prójimo como a sí mismo (Lv 19, 18). El Señor, une al precepto del amor a Dios, el del amor al prójimo, porque como dice san Juan: “Quien no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.” El amor a Dios y al prójimo se corresponden y se implican el uno al otro; no pueden darse por separado con exclusividad.

          El Levítico partiendo de esta realidad, nos muestra al prójimo, como el camino para salir de nosotros mismos e ir en busca del amor, y así Cristo, como hemos visto en el Evangelio, unirá este precepto al del amor a Dios: “el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. He aquí el camino de la vida feliz indicado por la Ley y los profetas, que puede llevar al hombre hasta las puertas del Reino.

Cristo ha superado en el amor con el que él nos ha amado, la ley y los profetas (Jn 13, 34), y amplía nuestra capacidad de amar, infinitamente, derramando en nuestros corazones el amor de Dios por obra del Espíritu Santo. Él, nos amó primero. A eso ha venido Cristo: A librarnos del yugo de las pasiones y darnos el Espíritu Santo, para que podamos amar con todo el corazón (mente y voluntad), con toda la vida, y con todas las fuerzas. En efecto, sólo en Cristo se abrirán las puertas del Reino, a un amor nuevo dado al hombre, no en virtud de la creación, sino de la Redención; de la “nueva creación”, por la que es regenerado el amor en el corazón del hombre.

Cristo nos ha amado con un amor que perdona el pecado y salva, y este amor que antes de Cristo sólo podía ser para el hombre objeto de deseo, ahora se hace realidad por la fe en él. Si el amor cristiano es el de Cristo, recordemos las palabras de Cristo: “Como el Padre me amó, os he amado yo a vosotros”. Así, el amor cristiano, no es otro ni diferente del amor del Padre, con el que amó a Cristo, y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano, en Cristo, es por tanto signo y testimonio del amor de Dios en este mundo; testimonio al que somos llamados por la fe en Cristo.

          Se leía en el oráculo de Delfos: ”conócete a ti mismo” y con toda razón, porque sólo quien se conoce puede darse en plenitud. No obstante, para conocerse hay primero que encontrarse. Es necesario que el hombre responda a la pregunta que Dios le formula en el Paraíso: “¿Dónde estás?”. El hombre que está escondido a sí mismo por el miedo, consecuencia del pecado, porque de Dios es imposible esconderse, debe encontrarse, como dice san Agustín: “Tú estabas delante de mí, pero yo me había retirado de mí mismo y no me podía encontrar” (Confesiones, libro 5-cap. II). Con su pregunta, Dios le invita por tanto, a encontrarse; a reconocerse lejos del amor y a convertirse, pues como dice san Juan: “el amor pleno expulsa el temor; no hay temor en el amor” (1Jn 4,18). Además, para darse, hay que poseerse, ser dueño de sí y no esclavo de las pasiones o de los demonios.

          A Dios se le debe amar con lo que se es, con lo que se tiene, y siempre. El mandamiento del amor a Dios, especifica “con qué” se debe amar, mientras que el del amor al prójimo indica el “cómo”, de qué manera. El amor a Dios debe ser holístico, implicar la totalidad del ser y del tener; sin admitir división ni parcialidad, porque el Señor es Uno, y con nadie se puede compartir idolátricamente el amor que le es debido al único Dios. En cambio el amor al prójimo, siendo un sujeto plural, especifica la forma del amor, unificándola en el amor de sí mismo. Un amor con la misma dedicación, intensidad, espontaneidad, y prioridad, con que nos nace amarnos a nosotros mismos. El amor a sí mismo no necesita ser enseñado; es inmediato y espontáneo y mueve la totalidad de nuestra capacidad de amar, en provecho propio. Ya decía san Agustín que no hay nadie que no ame. El problema está en cuál sea el objeto y la calidad de ese amor. El objeto carnal de nuestro amor somos nosotros mismos; el objeto espiritual, es el amor a Dios y al prójimo como a nosotros mismos; y el objeto sobrenatural, cristiano, es el amor a los enemigos.

“Si la luz de Dios está en nuestras manos, nuestra luz estará en las manos de Dios. Si Dios está en nuestra boca, todo nos sabrá a Dios. Si nos reconocemos hijos bajo la mirada del Padre, todos nos convertimos en hermanos. 

Que así sea.

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Jueves 20º del TO

 Jueves 20º del TO 

Mt 22, 1-14 

Queridos hermanos: 

El sentido de la existencia para quienes hemos conocido al Señor, es alcanzar la bienaventuranza del banquete de bodas, al cual se nos invita mediante el anuncio de los enviados. Pero se puede alienar nuestra llamada reduciéndola a lo inmediato, achatando nuestra vida y despreciando la que se nos ha ofrecido y dado con el Espíritu, haciéndonos indignos de ella como aquellos primeros invitados, entre los que se encuentran los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo a quienes el Señor dirige en primer lugar la parábola.

El centro de atención de la parábola se desplaza después al traje de boda necesario para acudir a la fiesta, y sorprende una tal exigencia después de una invitación indiscriminada y gratuita. En esa sorpresa radica precisamente quid de la parábola, que ahora se dirige a nosotros, invitados de la segunda y la tercera hora: ¿Si se acepta a buenos y malos, y a gente de toda condición, cómo puede entenderse una tal exigencia? La explicación se encuentra en que dicha vestidura es ofrecida a los invitados gratuitamente al ingreso a la fiesta.

Aceptar la invitación gratuita es figura de la fe, que siendo un don de Dios, implica la respuesta libre del hombre. Por esta fe se recibe la entrada al banquete mediante el bautismo, pero se recibe además el Espíritu Santo, que según san Pablo (Rm 5,5), derrama en el corazón del creyente el amor de Dios, que nos reviste para el banquete de bodas. Por eso dice san Gregorio Magno (Hom. 38, 3.5-7.9.11-14) que el traje de boda es la Caridad. Sin la Caridad, el invitado al que el Señor llama “amigo” puede encontrarse dentro, pero indignamente para pretender participar de la Caridad que ha perdido, y que es la fiesta misma.

Sólo el pecado, que implica nuestra libertad, puede despojarnos del amor de Dios, cuya amistad rechazamos al pecar, haciéndonos indignos de su invitación, como aquellos primeros invitados, o como aquel despojado del traje festivo.

Saulo ha encontrado a Cristo y lo ha puesto al centro de su vida; su vivir y su fortaleza es Cristo y el resto lo considera pura añadidura. Revisemos por tanto las vestiduras de nuestro corazón, ahora que nos acercamos a las bodas con el Señor en la Eucaristía, porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos. 

Que así sea.

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Martes 20º del TO

 Martes 20º del TO

Mt 19, 23-30 

Queridos hermanos: 

Una observación preliminar es necesaria para despejar el terreno de posibles equívocos al leer lo que el Evangelio dice acerca de la riqueza, esto es, la dificultad que supone a quienes la poseen para entrar en el Reino de los Cielos. Jesús habla del Reino de los Cielos, y los Apóstoles entienden salvación, porque el Reino de los Cielos es la salvación experimentable ya aquí mediante el encuentro con Cristo por la fe. La vida eterna es salvación, y por eso Jesús siguiendo el Antiguo Testamento (Lv 18, 5), dice a uno de los principales (Lc 18, 18), “cumple los mandamientos; haz esto y vivirás” (Lc 10, 28).

Pero el Reino de los Cielos es además de salvación, misión salvadora, y por eso, el Señor dice al “joven rico” (Mt 19, 21): “cuanto tienes dáselo a los pobres, luego ven y sígueme, porque la vida eterna es: Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado Jesucristo (Jn 17, 3).

Entrar en el Reino de Dios implica el “seguimiento de Cristo”, y seguir a Cristo, dejar casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos y hacienda, renunciando hasta a la propia vida, y recibir en el mundo venidero, vida eterna.

Seguir a Cristo, se contrapone a buscar en este mundo la propia vida, porque: “El que busca en este mundo su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la guardará para una vida eterna.

          Jesús parece decirle al rico: La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme”; cree, hazte discípulo del “maestro bueno”, llegarás a amar a tus enemigos, “serás hijo de tu padre celeste”, y tendrás derecho a la herencia de los hijos que es la vida eterna.

 El Señor le invita a seguirle en su misión salvadora, pero sabemos que se marchó triste porque tenía muchos bienes; su tristeza procedía, de que su presunto amor a Dios, era incapaz de superar el que sentía por sus bienes, y que le impidió creer que en aquel Jesús estaba realmente su Señor y su Dios, para seguirle. Le fue imposible encontrar el tesoro, escondido en el campo de la carne de Cristo. Le fue imposible discernir el valor de la perla que tenía ante sus ojos, pues de haberlo descubierto, ciertamente habría vendido todo y le habría seguido. Como le dijo Jesús, una cosa le faltaba, pero no como añadidura, sino como fundamento de su religión: el amar a Dios más que a sus bienes, y al prójimo como a sí mismo. 

Que así sea.

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La Asunción de la Virgen María en Éfeso

LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA EN ÉFESO

 

 

          En el siglo pasado, el Señor reveló a la beata: Ana Catalina Emmerik, muchos episodios de la vida de Cristo y de la vida de la Virgen María, que están recogidos en algunos libros. El Señor le mostró el lugar donde estaba la casa en la que la Virgen María pasó los últimos nueve años de su vida, pero nadie la creía, hasta que unos arqueólogos investigaron el asunto y, efectivamente, encontraron las ruinas donde estaba la casa de la Virgen María en Éfeso, con signos muy evidentes.

          Después de la Ascensión de Jesús al cielo, la Virgen María vivió en Jerusalén durante un tiempo, y cada día hacía el recorrido de la Pasión de Cristo, el Vía Crucis, recordando los sufrimientos de su Hijo por amor nuestro. Cuando la dispersión de los cristianos tras la muerte de Esteban, san Juan, a quien el Señor confió el cuidado de su Madre, la llevó a una casa de su propiedad en Éfeso, y allí vivió, sus últimos nueve años en este mundo, en una colina bellísima llamada de los Ruiseñores, donde hacía un recorrido hasta la cima, señalando con piedras las estaciones del Vía Crucis, y pasaba los días con una gran nostalgia del cielo, deseando unirse al Hijo que había llevado en su seno, y que había sufrido y muerto por nosotros. Deseaba irse al cielo, pero aceptaba la voluntad del Padre, que en sus últimos años, le confiaba la misión de sostener a los apóstoles. San Juan la visitaba frecuentemente y también los otros apóstoles que le contaban cómo iba la evangelización, con sus dificultades, y ella les consolaba y animaba. Todo esto está recogido en una narración de san Juan Damasceno, del año 700.

          Ante esta tradición, uno se puede preguntar: ¿Por qué entonces está en Jerusalén la Basílica de la Dormición? ¿Dónde se habría dormido realmente en el Señor la Virgen María?

          La explicación está en una historia que cuenta que durante estos nueve años, la Virgen María sufría nostalgia por Jerusalén, y quiso volver allí. En Jerusalén enfermó gravemente, hasta tal punto que los cristianos viendo que estaba muriendo, le prepararon un sepulcro, que está ahora en la Basílica de la Dormición, en Jerusalén. Pero después de un tiempo, la Virgen María recobró las fuerzas y volvió a Éfeso, hasta que el Señor la llamó. Entonces se reunieron los apóstoles y la enterraron en un sepulcro que estaba encima de la colina de los Ruiseñores.

          San Juan Damasceno hace una descripción del funeral de la Virgen María diciendo:

 

          «... no hubo un cristiano que no viniera a llorar junto a su cadáver, como si de la muerte de su propia madre se tratara.

          Su entierro parecía más una procesión pascual que un funeral. Todos cantaban el Aleluya con la más firme esperanza, de que ahora tenían una poderosísima Protectora en el cielo para interceder por cada uno de los discípulos de Jesús.

          En el aire se percibía el olor de suavísimos aromas, y a cada uno le parecía estar escuchando el sonido de una música armoniosa.

          Pero el Apóstol Tomás no había conseguido llegar a tiempo, y cuando llegó, los hermanos ya habían regresado de sepultar a la Santísima Madre del Señor.

          “Entonces Tomás dijo a Pedro, no me puedes negar el gran favor de ir al sepulcro de mi amadísima Madre, para dar un último beso a esas santas manos que tantas veces me bendijeron”.

          Pedro aceptó, y se fueron todos hacia el “Sepulcro”, y cuando ya estaban cerca volvieron a sentir en el ambiente el perfume de suavísimos aromas y un sonido armonioso de música en el aire.

          Abrieron entonces el sepulcro, y en lugar del cuerpo de la Virgen, encontraron solamente una gran cantidad de hermosas flores. Jesucristo había venido, había resucitado a su Madre Santísima y la había llevado al cielo.

                    Esto es lo que llamamos la Asunción de la Virgen.

          ¿Y quién de nosotros, si tuviera el poder del Hijo de Dios, no hubiera hecho lo mismo con su propia Madre?».

 

(Esta narración está basada en las revelaciones hechas a la beata Ana Catalina Emmerik, descritas en el libro de DONALD CARROLL: “La casa di Maria”. Editrice Paoline, 2008).

 


Domingo 20º del TO C

 Domingo 20º del TO C 

(Jer 38, 4-6.8-10; Hb 12, 1-4; Lc 12, 49-53) 

Queridos hermanos: 

El tiempo de salvación lo es también de conversión. Abandonar los propios caminos para seguir los de Dios, lleva consigo no poca resistencia por parte del hombre, que precisamente por su alejamiento de Dios, tiene el corazón endurecido y lleno de orgullo, que lo hace incapaz de humillar su mente y doblegar su voluntad. Esta distancia o alejamiento del corazón humano respecto a Dios, es lo que la Escritura llama “el mundo”, no refiriéndose al conjunto de los pecadores a quienes Dios ama y quiere salvar, sino en referencia a la influencia diabólica que impregna y domina sobre la mente y la vida de la humanidad, oponiéndose a Dios y corrompiendo al hombre. Satanás deberá caer del cielo como un rayo, pero lo hará en medio de un combate entre la luz y las tinieblas anunciado por Cristo en el Evangelio, como el fuego que debe ser encendido en nuestras lámparas y mantenido hasta la llegada del Señor ardiendo en nuestro corazón, como ardía en el de los discípulos de Emaús cuando Cristo resucitado les hablaba en el camino y les explicaba las Escrituras; fuego purificador, bautismo en el amor del Espíritu Santo, antagonismo entre la justicia y la impiedad.

También Jeremías en la primera lectura tendrá que sufrir la contradicción de su pueblo, por anunciar las terribles consecuencias que deberán sufrir sus hermanos, por su rebeldía a la palabra del Señor proclamada por su enviado, en cuyas entrañas era como el fuego ardiente con el que Cristo iba a incendiar el mundo consumiendo su propia vida en él.

Así lo profetizó también de Cristo el anciano Simeón en el Templo, tomando al niño Jesús en sus manos: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel. Señal de contradicción”, Siendo al mismo tiempo: “Luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel” (cf. Lc 2, 32-33). Las palabras de Cristo son luz y gloria, pero al ser rechazadas por el diablo y por aquellos que le escuchan, se cambian en división y enemistad.

La obra de Cristo consistirá en sumergir a la humanidad entera en su amor misericordioso y en su gracia, mediante el don de su Espíritu, en un verdadero “bautismo”, con el que él, como primogénito que inicia y completa nuestra fe, como dice la Carta a los Hebreos en la segunda lectura, va a ser sumergido en el torrente de los sufrimientos; bautismo que va a asumir en su cruz sin miedo a la ignominia.

También nosotros que hemos sido sumergidos en la cruz de Cristo mediante el bautismo, alcanzando misericordia, somos invitados en la segunda lectura a mantenernos firmes en medio de la persecución, resistiendo con la gracia del cuerpo y la sangre de Cristo en el combate contra el mundo, hasta el derramamiento de nuestra sangre si esa fuera la voluntad de Dios para la salvación de los pecadores y el bien de todos los hombres. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Santa Teresa B. de la Cruz

 Santa Teresa B. de la Cruz

Os 2, 16-17.21-22; Mt 25, 1-13 

Queridos hermanos: 

Hoy la palabra, nos llama a la vigilancia, a estar en vela porque el Señor está cerca, y su llegada a nuestra vida es tan imprevisible como segura. Vendrá el Señor y no tardará.

Como vemos en la parábola de las vírgenes, no se trata tanto de una vigilia física, por cuanto todas las vírgenes se durmieron, sino de la espera previsora de un corazón que ama, como el de la esposa del Cantar de los cantares: “dormía pero mi corazón velaba, (y entonces pude escuchar) la voz de mi amado que llama”. Efectivamente, es el amor, el que hace posible la espera contra toda desesperanza y la esperanza se hace vigilancia. Es el amor, el que en la demora del bien que se ama, sostiene la fe en la promesa.

Dichosos los que esperan con amor, porque se acerca la unión definitiva con el Señor. Él transfigurará nuestros pobres cuerpos, nos unirá a él y estaremos siempre con él.

El objeto de nuestra vigilancia, está personalizado en la Sabiduría, que san Pablo aplica a Cristo, constituido “sabiduría de Dios” para nosotros. Pero, aunque el corazón esté pronto, la carne es débil y es atraída por todo bien inmediato, rechazando todo sufrimiento, y así, se requiere el discernimiento del corazón que da la Sabiduría al que ama.

 La vigilancia implica por tanto una tensión entre la carne y el espíritu, entre lo inmediato y lo definitivo, entre el amor y el olvido, que debe ser regida por el amor previsor, que ilumina el corazón, aviva la esperanza y se sostiene en la sobriedad.

Como decimos en el Adviento: Vigila el que espera, y espera el que ama. El amor es la carta de ciudadanía que abre las puertas del Reino; el único conocimiento del Señor que hace posible el ser reconocidos por Él. En nuestra vida hemos recibido una invitación a bodas y dependerá de lo que la apreciemos, la forma en que nos dispongamos a acogerla, la deseemos y la defendamos con nuestra vida.

Presentando la alianza de amor que significan las bodas, la celebración de hoy está en gran sintonía con la Eucaristía, en la que nuestra relación con el Esposo, la Esposa, y los invitados, nos introduce en la expectativa del banquete, en medio de un clima de alegría, amistad y amor, del que surge espontáneamente la tensión gozosa de la vigilancia.

¡Ven Señor, que pase este mundo y que venga tu gloria! ¡Anatema quien no ame a Cristo! 

Que así sea.

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Lunes 19º del TO

 Lunes 19º del TO

Mt 17, 21-26

Queridos hermanos:

Las Escrituras como contenido de la Revelación del amor Dios y de la Historia de la Salvación, necesitan del Espíritu Santo que las unifique en el corazón del creyente, proveyendo los criterios de discernimiento de los acontecimientos pasados presentes y futuros. En efecto, el discernimiento fruto del amor que está a la raíz de todo, sólo el Espíritu Santo lo derrama en el corazón del creyente, abriendo sus ojos a la comprensión de las Escrituras.

A la venida del Mesías sobre las nubes del cielo, glorioso y restaurador de la soberanía de su pueblo, que esperaba Israel, y también los discípulos, debía preceder el “año de gracia del Señor”, que Israel no sabe discernir separadamente a su manifestación gloriosa y sobre todo a su encarnación del Siervo de Yahvé anunciado por Isaías, de cuya vida el libro de la Sabiduría, hace una descripción interpretando su rechazo. En el Evangelio, vemos a Cristo  instruyendo a sus discípulos en este discernimiento que será el fruto de su maduración en el amor. A través de la Palabra, también a nosotros el Señor nos abre las Escrituras, haciéndonos crecer en el conocimiento que es la experiencia de su amor.

La causa de la falta de discernimiento del pueblo, sobre este aspecto fundamental de la misión del Mesías, lo atribuirá Jesús, a la ignorancia de los judíos, sobre aquello de: “Misericordia quiero; yo quiero amor”. Se trata de una falta de sintonía con el corazón de las Escrituras que es el amor, y que Cristo encarnará hasta el extremo, haciéndose el último, mediante el servicio a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, abrazando la cruz y en ella a la humanidad entera.

De la misma manera que Cristo se entrega por los pecadores siendo justo, paga el impuesto en atención a los débiles siendo Hijo, y rey de reyes. Así también Pablo, por caridad con los débiles se privará de lo que su libertad en Cristo le permitía experimentar.

Los escritos de Nietzsche tal como los conocemos, combaten ferozmente el cristianismo, reo, en su opinión, de haber introducido en el mundo el «cáncer» de la humildad y de la renuncia, a las que en su obra Así hablaba Zaratustra, opone la «voluntad de poder» encarnada por el superhombre, el hombre de la «gran salud», que quiere alzarse, no abajarse, en oposición a los valores evangélicos.

Nosotros necesitamos hoy que esta palabra nos amoneste, no tanto para aceptarla intelectualmente, cuanto para hacerla viva y operante en nuestra vida. Nuestro discernimiento irá siendo completado por la obra del Espíritu, pero la fe hay que vivirla cada día en la libertad, para que sea amor en el servicio de los hermanos. 

Que así sea.                                                                                                                                                                    www.jesusbayarri.com

Domingo 19º del TO C

 Domingo 19º del TO C

Sb 18, 6-9; Hb 11, 1-2.8-19; Lc 12, 32-48 

Queridos hermanos: 

          La palabra nos invita a vivir esta vida, como es en realidad, un tiempo de expectación ante la inminencia del paso del Señor, que nos arrastrará consigo a la vida plena de su reino, donde las figuras desaparecerán y la realidad definitiva se nos manifestará, cuando el Señor sea todo en todos.

          La primera lectura nos muestra al pueblo en la expectación del cumplimiento de la promesa de liberación, en la que Dios vencería a sus enemigos rompiendo el poder de la tiranía egipcia, cosa humanamente impensable, como puede parecernos a nosotros hoy la gracia de la bienaventuranza celeste que ni siquiera somos capaces de imaginar. Ese destino glorioso les unía a ellos y estrechaba sus lazos tanto en sus padecimientos como en el disfrute de sus bienes.

          La carta a los hebreos en la segunda lectura, nos habla de la fe de los antepasados, que les mantuvo en la esperanza de la promesa que se cumplía cada vez más plenamente, de fe en fe, abriendo su corazón y ensanchando su capacidad de recibir: lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre, y que Dios ha preparado para los que le aman.

          A nosotros que se nos ha manifestado el misterio escondido, revelado en Jesucristo. El Evangelio nos invita a vigilar en estos tiempos que son los últimos, a nosotros que poseemos las primicias del Espíritu y de la vida nueva. Que nuestro corazón se despegue de este mundo y de sus vanidades, y por la limosna se vaya enriqueciendo para la vida eterna. El Señor, en efecto, viene para sellar su alianza de amor, viene de la boda, para introducirnos a su gran mansión, en la que no faltan un administrador y numerosa servidumbre. Nuestra esperanza se apoya en una gran promesa y no en simples exigencias, leyes y preceptos. Que nuestra alma y nuestro cuerpo no se contaminen, pues, en la impiedad, ni la torpeza de los vicios los aten.

          Entonces vendrá el Señor para la consumación de las bodas y se hará acompañar al reino de la luz, de cuantos tengan luz, y le sigan ligeros de equipaje al banquete de vida eterna preparado a los que tienen vida eterna, por haber comido su carne y bebido su sangre. Allí poseerán en seguro, su tesoro inagotable amasado por la caridad de su limosna, servidos por el inagotable amor de su Señor, inmutable y eterno, y acompañados de los ángeles y los santos.

          Hoy su reino se acerca a nosotros llamándonos y avivando nuestra esperanza, mientras caminamos a la escucha de su voz, reuniendo a cuantos la desconocen o la han olvidado; a cuantos heridos, permanecen junto al camino y necesitan de nuestra asistencia. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves 18º del TO

 Jueves 18º del TO

Mt 16, 13-23 

Queridos hermanos: 

          Dios se hace presente en este mundo, en Cristo, para librarlo de la esclavitud al diablo y sellar con los hombres una alianza nueva y eterna, pero primeramente se presenta a sus discípulos, como el Siervo que debe entrar en la muerte y resucitar. Ambas cosas difícilmente comprensibles a la mentalidad carnal del momento. Sólo con la venida del Espíritu Santo, se iluminará a los discípulos la cruz, como misterio de salvación envuelto en el sufrimiento del sacrificio redentor de amor, de la misericordia divina: ¿Quién decís vosotros que soy yo? El Espíritu de Dios da la respuesta por boca de Pedro: “Tu eres el Cristo”, que Mateo completa: “El Hijo de Dios vivo.” Entonces Jesús, después de anunciarles su pasión, muerte y resurrección, añade: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame.”

          El Padre revela a través de Pedro la fe que fundamentará y sostendrá a la Iglesia, Y a Cristo, en su misión de Siervo, en cuya entrega se complace el Padre: “Era necesario que el Cristo padeciera…El Hijo del hombre “debe sufrir mucho”…

          Pedro es pues investido por Cristo, de las prerrogativas de Mayordomo de la Casa de Dios cuyo distintivo son las llaves, como Eliaquín en el palacio de David, (Is 22, 20-22); de las del Sumo sacerdote Simón hijo de Onías, (cf. Simón hijo de Jonás, Mt 16, 17, o Simón hijo de Juan, Jn 1, 42), que puso los cimientos del templo (Eclo 50,1); y de las del Sumo sacerdote Caifás, Kefa, (Cefas), de pronunciar el nombre de Dios el día del Yom Kippur: “Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.”

          Esta designación de Pedro, parte de la elección divina gratuita que lo impulsa a proclamar el nombre de Dios, que sólo era lícito al Sumo Sacerdote, y a que revele la filiación divina de Cristo, fundamento de la nueva fe, que será el cimiento de la Iglesia, como comunidad mesiánica, escatológica, que comienza a existir.

          Por eso, “Cefas”, sustituye a Caifás, cuya función queda tan obsoleta, como su culto en el templo de Jerusalén, una vez que la Presencia de Dios lo abandona, rasgándose el velo del Templo de arriba abajo. Desde aquel año en el que el hilo rojo de las puertas del Templo no fue blanqueado. (F. Manns. Introducción al judaísmo, cap. V p.73: En la fiesta de Kîppûr, amarraban un hilo rojo a las puertas del Templo y otro hilo rojo a los cuernos del cabrito, que era echado al desierto. Si la oración del sumo sacerdote, la confesión, era sincera, el hilo rojo que estaba en la puerta del Templo cambiaba de color y se transformaba en blanco. Por eso Isaías dice que aunque tus pecados sean rojos como escarlata serán blancos como la lana (cf. Is 1,18). El talmud nos dice que cuarenta años antes de la destrucción del Templo, el hilo rojo no se volvió blanco (en Yom Kippur). Si hacemos los cálculos nos llevamos una sorpresa. El Templo fue destruido en el 70. Entonces, cuarenta años antes significa que nos encontramos justamente en la época de la crucifixión (Pascua) de Jesucristo. Es el talmud quien lo dice). Precisamente, el nuevo sacerdocio se inicia fuera del templo y de Jerusalén, en el lugar “profano” de Cesarea de Filipo, y ajeno a la casta sacerdotal de los levitas. La “unción” realizada por Cristo, viene de lo alto, mediante la revelación hecha a Pedro de la nueva fe: “Jesús de Nazaret es el Cristo, el Hijo del Dios vivo”.

          Pedro por inspiración de Dios va a recibir el "primado" en la proclamación de la fe en Jesús de Nazaret: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, fe sobre la que se va a cimentar la Iglesia, y va a recibir de Cristo la promesa también del primado en el gobierno de la Iglesia misma. La confirmación de este primado la recibirá, cuando haya profesado por tres veces su amor a Cristo (Jn 21, 15-19).

          Dios desvela a los discípulos la persona del Cristo, que viene a salvar lavando los pecados, que Zacarías anuncia como, fuente que brota de la casa de David, en Jerusalén, en medio de un sufrimiento profundo, en el que será traspasado el “hijo único”, que en el Evangelio se revela como: “Hijo del Dios vivo”. De su costado abierto, manarán como de una fuente, agua y sangre. Se derramará “un espíritu de gracia y de clemencia”, en el que la Iglesia ve anunciado el Bautismo que nos salva, y que lava el pecado.

          La dialéctica entre muerte y vida, introducida en la historia por el pecado del hombre, alcanza a la redención que Dios mismo asume en su propio Hijo, para dar al hombre vida eterna, cuando la historia sea recreada por la misericordia divina, mediante la aniquilación de la muerte, en la cruz de Cristo Jesús. Esta fuente abierta está en la Iglesia, y sus aguas saludables brotan sin cesar de su seno bautismal, como del corazón de Cristo crucificado, para comunicar vida eterna, a cuantos se incorporan a él mediante la fe revelada a Pedro, que obra por la Caridad, como dice Santiago. 

          Que así sea.

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Miércoles 18º del TO

 Miércoles 18º del TO

Mt 15, 21-28 

Queridos hermanos: 

Aparece la fe como protagonista de esta palabra, pero la fe de los gentiles, que contrasta con la incredulidad de los “hijos”, que rechazan el “pan” tirándolo al suelo, donde lo comen los “perritos”. Las profecías de la llamada universal a todos los hombres al conocimiento de Dios, se cumplen con la llegada de Cristo. Él, es la casa que Dios se ha construido en el corazón del hombre “para todos los pueblos”.

Para san Pablo, el endurecimiento de Israel no es sino un paso intermedio por el cual los gentiles tendrán acceso al Santuario de Dios por la fe en Cristo. Es la fe lo que les sienta a la mesa y les hace partícipes del “pan de los hijos”: “Os digo que los sentaré a mi mesa y yendo del uno al otro les serviré.” “Por eso os digo que vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, mientras vosotros os quedaréis fuera”. En el camino de búsqueda de las ovejas perdidas, Cristo se apiada de los “perritos”.

La fe no hace acepción de personas, naciones ni lenguas, y aunque ha sido enviado “a las ovejas perdidas de la casa de Israel”, hoy Cristo va a la región de Tiro y Sidón para encontrar la fe de una mujer, como lo hace también en Sicar para encontrarnos en la samaritana y plantar la semilla del Reino allende las fronteras de Israel. En efecto, san Agustín ve en ella a la gentilidad llamada a ser la Iglesia, esposa de Cristo.

          Las sobras de los niños sacian a los “perritos” que las saben apreciar, hasta hacer de ellos “hijos”. La fe de la madre obtiene para la hija que ni siquiera conoce a Cristo, la garantía de la curación, como testimonio de la salvación en Cristo, que conduce al conocimiento de Dios.

          Nos es desconocida la llamada con la que Dios ha motivado a la mujer a la súplica y ha propiciado su encuentro con Cristo y su consecuente profesión de fe que expulsa al diablo. La iniciación cristiana de la niña seguirá el proceso inverso al de la madre, como suele suceder con los hijos de padres cristianos: De la curación gratuita deberá pasar a la acogida del testimonio de la madre. La gratuidad del amor de Dios tiene sus propios caminos, pero todos concurren en la salvación de quien los acoge.

          Si hoy nosotros estamos sentados a la mesa del Reino y comemos del Pan que nos sacia y da la Vida Eterna, es por acoger el don gratuito de la fe de nuestra madre la Iglesia, que nos hace hijos, y como en el caso de la samaritana y de la sirofenicia, también nosotros somos invitados a proclamar nuestra fe en Cristo a quienes el Señor ponga junto a nosotros. 

          Que así sea.

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