Domingo 19º del TO C
Sb 18, 6-9; Hb 11, 1-2.8-19; Lc 12, 32-48
Queridos hermanos:
La
palabra nos invita a vivir esta vida, como es en realidad, un tiempo de
expectación ante la inminencia del paso del Señor, que nos arrastrará consigo a
la vida plena de su reino, donde las figuras desaparecerán y la realidad
definitiva se nos manifestará, cuando el Señor sea todo en todos.
La
primera lectura nos muestra al pueblo en la expectación del cumplimiento de la
promesa de liberación, en la que Dios vencería a sus enemigos rompiendo el
poder de la tiranía egipcia, cosa humanamente impensable, como puede parecernos
a nosotros hoy la gracia de la bienaventuranza celeste que ni siquiera somos
capaces de imaginar. Ese destino glorioso les unía a ellos y estrechaba sus
lazos tanto en sus padecimientos como en el disfrute de sus bienes.
La
carta a los hebreos en la segunda lectura, nos habla de la fe de los
antepasados, que les mantuvo en la esperanza de la promesa que se cumplía cada
vez más plenamente, de fe en fe, abriendo su corazón y ensanchando su capacidad
de recibir: lo que ni el ojo vio, ni el
oído oyó, ni vino a la mente del hombre, y que Dios ha preparado para los que
le aman.
A
nosotros que se nos ha manifestado el misterio escondido, revelado en
Jesucristo. El Evangelio nos invita a vigilar en estos tiempos que son los
últimos, a nosotros que poseemos las primicias del Espíritu y de la vida nueva.
Que nuestro corazón se despegue de este mundo y de sus vanidades, y por la
limosna se vaya enriqueciendo para la vida eterna. El Señor, en efecto, viene
para sellar su alianza de amor, viene de la boda, para introducirnos a su gran
mansión, en la que no faltan un administrador y numerosa servidumbre. Nuestra
esperanza se apoya en una gran promesa y no en simples exigencias, leyes y
preceptos. Que nuestra alma y nuestro cuerpo no se contaminen, pues, en la
impiedad, ni la torpeza de los vicios los aten.
Entonces
vendrá el Señor para la consumación de las bodas y se hará acompañar al reino
de la luz, de cuantos tengan luz, y le sigan ligeros de equipaje al banquete de
vida eterna preparado a los que tienen vida eterna, por haber comido su carne y
bebido su sangre. Allí poseerán en seguro, su tesoro inagotable amasado por la
caridad de su limosna, servidos por el inagotable amor de su Señor, inmutable y
eterno, y acompañados de los ángeles y los santos.
Hoy su reino se acerca a nosotros llamándonos y avivando nuestra esperanza, mientras caminamos a la escucha de su voz, reuniendo a cuantos la desconocen o la han olvidado; a cuantos heridos, permanecen junto al camino y necesitan de nuestra asistencia.
Proclamemos
juntos nuestra fe.
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