El martirio de san Juan Bautista
1Co 1, 26-31; Mc 6, 17-29
Queridos hermanos:
Recordamos hoy al mayor entre los nacidos de mujer; a
Elías; al último mártir del A.T; al último profeta; al testigo de la luz, lámpara ardiente y luminosa (Jn 5,35); al amigo del
novio; a la voz de la Palabra; al Precursor del Señor; al nacido lleno del
Espíritu Santo, y único santo del que la Iglesia celebra el nacimiento, pero del que había añadido Cristo en su testimonio, que el
más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.
Juan inaugura el Evangelio con su predicación. Confiesa humildemente a
Cristo, de quien no se siente digno de desatar las correas de sus sandalias, anuncia un tiempo de gracia, en el que “Dios es favorable” para volver a Él,
proclama la conversión, que es siempre
una gracia de la misericordia divina que acoge al pecador, para que la
fidelidad a Dios de los “padres”, pueda llegar al corazón de los hijos. Es
tiempo reconciliación de los padres con los hijos y de todos con Dios. Es tiempo
de alegrarse con la cercanía de Dios y volver a él con gozo. En eso consiste la
justicia ante Dios, de la que se privan los escribas y fariseos rechazándolo
(cf. Lc 7,30). No la justicia de los jueces sino la justicia de los justos, como
acogida del don gratuito de Dios.
«Vino para dar testimonio de la
luz, a fin de que todos creyesen por él» (Jn 1,7s). La misión de Juan
como profeta y “más que un profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la
de identificar al Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero
de Dios, que quita el pecado del mundo.»
También nosotros hemos sido llamados a un testimonio, y también el Señor nos acompaña, confirmando nuestras palabras como precursores, y más que precursores suyos en esta generación, con los signos de su presencia, sosteniéndonos con su cuerpo y con su sangre.
Que así sea.
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