Quinto domingo de Cuaresma A

Domingo 5 de Cuaresma A:
(Ez 37, 12-14; Rm 8, 8-11; Jn 11, 1– 45)

Queridos hermanos:

Esta palabra habla de muerte y resurrección, y es por eso que ante la cercanía de la Pascua, se nos propone como anuncio de los misterios que nos preparamos a celebrar. En ella encontramos la catequesis bautismal elaborada sobre el acontecimiento de la resurrección de Lázaro. Jesús comienza diciendo: «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». En consecuencia, Jesús debe esperar dos días a que se produzca la muerte de Lázaro. Como dice San Jerónimo: dos días han de pasar antes de que la resurrección sea manifestada: el del Antiguo y el del Nuevo Testamento, que será sellado con la muerte de Cristo, ya que todo testamento necesita para ser válido, de la muerte del testador. Por eso la resurrección de Lázaro será sólo un signo y un anuncio de la Pascua de Cristo, y del bautismo, por el que nosotros somos incorporados a ella.
Se habla de la muerte de Jesús: «Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?»  (Jn 11, 8). Jesús sabe que se juega la vida volviendo a Judea, y lo saben también los apóstoles. Por eso, cuando Jesús dice: “vayamos donde Lázaro”, responde Tomás: “vayamos también nosotros a morir con él”. Jesús arriesga su vida, pero no por Lázaro, sino por la fe de sus discípulos, y por eso dice: “me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis”. Jesús está enseñando a sus discípulos a creer, de fe en fe, y a arriesgar la vida junto con él, para que después puedan perderla como él, cuando reciban la fuerza del Espíritu Santo.
          Jesús puede ir al encuentro de la muerte, porque tiene una respuesta a la muerte. No necesita evitarla ni en él, ni en Lázaro. “Si uno camina de noche tropieza, porque le falta la luz”, pero él, es la luz del mundo: “quién me sigue no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.
          La finalidad de la muerte de Lázaro y de la de Jesús, es la fe: “para que creáis”; “para que crean que tú me has enviado”. Y esta fe, es para la gloria de Dios. Por ella será glorificado el Hijo de Dios y el Padre que lo resucitará para nuestra salvación. “Si crees, verás la gloria de Dios”. Por tres veces se habla de la gloria de Dios en esta palabra.
          La condición para ver la gloria y para glorificar a Dios es la fe. Al igual que la Samaritana y que el Ciego de nacimiento de los domingos anteriores, Marta es invitada a profesar la fe, antes de que se le manifieste la resurrección. La experiencia de Lázaro de ser resucitado en medio de las ataduras y del hedor de su propia muerte, es la de quienes hemos experimentado el amor de Dios y el perdón gratuito de nuestros pecados. La experiencia de la gratuidad de la fe.
          Por la fe, podemos participar de la muerte de Cristo y de su resurrección. Por la fe, podemos contemplar su gloria en la Pascua y en la Eucaristía, junto con sus ángeles y sus santos en compañía de la Virgen María, y elevar al Padre nuestra bendición y acción de gracias.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Segundo domingo de Cuaresma A

Domingo 2º de Cuaresma A
Ge 12, 1-4a; 2Tm 1, 8b-10; Mt 17, 1-9.

Queridos hermanos:

En este segundo domingo de la Cuaresma, segunda etapa de camino hacia la Pascua, la liturgia de la palabra nos hace presente la vida como camino, que con la aparición y la llamada de Dios adquiere una meta y por tanto una dirección y un sentido en pos de la consecución de una promesa, que es también misión iluminada por la fe. Ambas, fe y vida, se amalgaman y se potencian mutuamente en un camino que es catarsis de la existencia. Como dice la Escritura, cuando el hombre abandonando su vocación peregrinante en esta vida, se instala, dejando de tender a la meta de su predestinación gloriosa, se corrompe.
Llamado por Dios, Abraham se encamina al cumplimiento de la Promesa que culminará en la bendición de todos los pueblos de la tierra. En pos de su llamada, debe cortar las amarras del clan, dejando casa, familia, patria, trabajo y religión, para iniciar la aventura de la fe.
También Israel en Egipto va a recibir la llamada de Dios que lo pone en camino en obediencia a su palabra, y retomando la promesa hecha a Abraham, lo lanza a la conquista de una tierra, presagio del cumplimiento de las ansias de trascendencia que anidan en el corazón humano. Es por eso, que el caminar por el desierto a la escucha del Señor, habitando en tiendas y dependiendo de su providencia, mientras sus caminos coinciden con los de Dios, será siempre para Israel un tiempo idílico, añorado, entrañable e idealizado, que cristalizará en la fiesta de las tiendas: “Sucot”[1], en la que todo judío piadoso debe pernoctar en una cabaña, haciendo presente así, su caminar por el desierto a su salida de Egipto, cuando recibió la Alianza y prometió escuchar la palabra del Señor.
Esto es lo que hace exclamar a Pedro: “Hagamos tres tiendas”, “sin saber lo que decía”, como señala Lucas. Antes, en efecto, de que la visión beatífica sea permanente hay que descender del monte y subir a Jerusalén; antes de levantar la cabeza, hay que beber del torrente; antes de que la cruz sea gloriosa, hay que cargar con su ignominia. La fiesta se celebra coincidiendo con la vendimia en medio de una desbordante alegría por los frutos de la tierra, y sobre todo, por la gracia de la conversión y del perdón, recibidos la semana anterior en el Yom Kippur.
Pero tanto Abraham como Israel, han experimentado que, aun en su cumplimiento, todas las promesas de Dios quedan abiertas a una plenitud mayor, trascendente, universal y definitiva, que sólo se alcanzará con la llegada del Mesías, el Profeta revelado a Moisés en el monte[2] a quien hay que escuchar, el Elegido, el Predilecto, el Siervo, el Hijo amado de Dios, en quien su alma se complace.
En pos del cumplimiento definitivo de las promesas, Cristo se encamina a Jerusalén a consumar su misión como especifica Lucas (9, 31), y como dice el Evangelio de hoy: “Toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto”. Allí Dios va a manifestar a su Hijo como Palabra que debe ser “escuchada” para tener vida. Así llevó también Moisés al pueblo a través del desierto al monte Sinaí al encuentro con Dios, para recibir su Palabra. Por eso todas las figuras del pasaje hacen presente el desierto y la Alianza: El monte, desde el que Dios ha manifestado su palabra a Moisés; Elías, que a través del desierto es llamado como Moisés al encuentro con Dios en el monte; la nube, que era luminosa de noche y sombra protectora de día; el rostro luminoso de Cristo como el de Moisés; y la voz de Dios. Todo evoca también al Mesías: al nuevo Moisés, y al Profeta que todos deberán escuchar para mantener su pertenencia al Pueblo de Dios[3]
El camino de acercamiento progresivo al hombre, iniciado con Abraham atrayéndole con la promesa de su bendición universal, llegará a su pleno cumplimiento en Cristo, en quién Dios se deja conocer plenamente; en quién a puesto su tienda en medio de nosotros y para siempre, y en quién ha bendecido a “todos los linajes de la tierra”, destruyendo la muerte para siempre y para todos.
En Cristo, la bendición y la promesa hechas a Abraham alcanzan su plenitud. Éste es: “mi Hijo amado, en quien me complazco; mi Elegido[4]; mi Siervo a quien yo sostengo[5]: escuchadle”. Dios había inspirado a Isaías, que el Siervo era el Elegido; ahora el Padre, revela que su Siervo, el Elegido, es su Hijo amado; el Profeta prometido al que hay que escuchar para vivir.
El camino de Abraham, el del pueblo por el desierto, y el de Cristo, nos guían en el camino de nuestra Cuaresma, en el cual, a través de la consolación de las Escrituras (Moisés y Elías), escuchamos la voz del Padre, acogemos su Palabra escuchando a Cristo, y con él somos fortalecidos para vivir la Pascua; su paso al Padre; “su partida, que iba a cumplir en Jerusalén”[6], a la que también nosotros somos llamados en la Eucaristía con “vocación santa” asumiendo los “sufrimientos del Evangelio”, como dice san Pablo en la segunda lectura. 
¡Que así sea!        

Proclamemos juntos nuestra fe.
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[1] Sucot, o fiesta de las Tiendas (“palmas”, con que se hacían las tiendas o las cabañas en las que durante esos días debe pernoctar todo judío adulto), consistía en la celebración de la alegría fruto de la conversión y del perdón que han recibido en el día de la expiación, en la semana precedente. Evocaban el tiempo del desierto, en el cual los caminos de Dios y del pueblo coincidían; tiempo de la comunión y de la cercanía con Dios; recuerdo entrañable idealizado y añorado, que se unía a la alegría de la recolección, de la vendimia. La celebración alegre de los bienes recibidos. El Templo se iluminaba grandemente cada noche y en el atrio de las mujeres se organizaban músicas, cantos y danzas. Se organizaban procesiones desde la piscina de Siloé con cántaros de agua que derramaban sobre el altar, evocando las aguas que manaban del Templo fecundando la tierra. Así ponían ante Dios sus esperanzas de fecundidad ante la nueva sementera.
[2] Dt 18, 15.19.
[3] Hch 3, 22-23.
[4] Lc 9, 35.
[5] Is 42, 1, llama Elegido al Siervo, como Lc al Hijo.
[6] Lc 9, 31