Domingo 26º del TO A

Domingo 26º del TO A 

Ez 18, 25-28; Flp 2, 1-11; Mt 21, 28-32

 Queridos hermanos:

           Como veíamos el domingo pasado, la sintonía con Dios no es algo externo sino algo que debe tocar el corazón: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto (Is 29, 13). San Efrén comentando este Evangelio, hace notar esta falta de sintonía con el padre, del hijo segundo, a quien el padre ha llamado “hijo” pero él le ha respondido diciendo “Señor”. A una relación de amor por parte del padre, el hijo responde con una dependencia servil.

          Así pues, Dios busca siempre el corazón. Pero el corazón es mente y es voluntad, potencias que mueven la persona. Por eso dice la Escritura que hay que amar con todo el corazón. No basta con sentir amor o con comprender que debemos amar, el amor debe tocar también la voluntad. Amar es por tanto el resultado de dos operaciones: una toca a la mente que siente y la otra a la voluntad que actúa. Se trata como dice Jesús, de “poner en práctica y de hacer su voluntad” San Pablo en la epístola distingue entre sentir y amar, y propone el amor concretamente: Nada hagáis por ambición, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando a los demás como superiores a uno mismo, sin buscar el propio interés sino el de los demás”. La Escritura está llena de sentencias como esta: “Amar, es cumplir la Ley entera” dice el Señor: “el que cumple mis mandamientos, ese es el que me ama; y también: vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando”; ¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que digo?

          La primera respuesta del corazón, es decir, del amor a Dios, es por tanto acoger la llamada a la conversión que nos propone, como dice la primera lectura: el que recapacita y se convierte, vivirá. En el Evangelio esta misión la encarna Juan el Bautista y por eso hemos escuchado lo que dice Jesús a los sumos sacerdotes y ancianos: “vino Juan y no le creísteis, cosa que hicieron los publicanos y las prostitutas”.

          San Jerónimo comentando este paso, dice que para algunos, estos dos hijos son: los gentiles y los judíos que han dicho: “haremos todo lo que ha dicho el Señor” (Ex 24,3), pero para otros se trata de los pecadores y los justos. Los primeros se arrepienten y los segundos se niegan a convertirse

          Los pecadores son los que han dicho un no a Dios como el primer hijo de la parábola, pero se han convertido, mientras los judíos no han escuchado la voz del Señor. Dice San Lucas (7, 30) que rechazando a Juan, “han frustrado el plan de Dios sobre ellos”.

          Nosotros somos pecadores, y somos llamados a amar mediante la conversión, a Cristo; pero también somos el segundo hijo, por las gracias que hemos recibido, sobre todo la Iglesia, y también somos llamados a unirnos a él de corazón en la Eucaristía, en la que nos dice: “Hijo, ve hoy a trabajar a mi viña”.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 25º del TO

Sábado 25º del TO 

Lc 9, 43b-45

 Queridos hermanos:

           Las Escrituras como contenido de la Revelación del amor de Dios y de la Historia de la Salvación, necesitan la acción del Espíritu Santo que las unifica en el corazón del creyente, proveyendo los criterios de discernimiento de los acontecimientos pasados presentes y futuros. En efecto, el discernimiento fruto del amor que está a la raíz de todo, sólo el Espíritu Santo lo derrama en el corazón del creyente, abriendo sus ojos a la comprensión de las Escrituras.

          A la venida del Mesías sobre las nubes del cielo, glorioso y restaurador de la soberanía de su pueblo, que esperaba Israel, y también los discípulos, debía preceder el “año de gracia del Señor”, que Israel no sabe discernir separadamente a su manifestación gloriosa y sobre todo a su encarnación en el Siervo de Yahvé anunciado por Isaías, de cuya vida el libro de la Sabiduría, hace una descripción interpretando su rechazo. En el Evangelio, vemos a Cristo  instruyendo a sus discípulos en este discernimiento que será el fruto de su maduración en el amor. A través de la Palabra, también a nosotros el Señor nos abre las Escrituras, haciéndonos crecer en su conocimiento como experiencia de su amor.

          La causa de la falta de discernimiento del pueblo sobre este aspecto fundamental de la misión del Mesías, la atribuirá Jesús, a la ignorancia de los judíos, sobre aquello de: “Misericordia quiero; yo quiero amor”. Se trata de una falta de sintonía con el corazón de las Escrituras que es el amor, y que Cristo encarnará hasta el extremo, haciéndose el último, mediante el servicio a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, abrazando la cruz y en ella a la humanidad entera.

          Nietzsche, según los escritos que nos han llegado de su pensamiento, se sintió impulsado a combatir ferozmente el cristianismo, reo, en su opinión, de haber introducido en el mundo el «cáncer» de la humildad y de la renuncia, a las que en: "Así hablaba Zaratustra", opone la «voluntad de poder» encarnada por el superhombre, el hombre de la «gran salud», que quiere alzarse, no abajarse, oponiéndose a los valores evangélicos.

          Nosotros necesitamos hoy que esta palabra nos amoneste, no tanto para aceptarla intelectualmente, como para hacerla viva y operante en nuestra vida. Nuestro discernimiento irá siendo completado por la obra del Espíritu, pero la fe hay que vivirla cada día en la libertad, para que sea amor en el servicio de los hermanos.

           Que sí sea.


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Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

(Dn 7, 9-10.13-14; Ap 12, 7-12; Jn 1, 47-51)

Queridos hermanos :

          Celebramos hoy a los principales arcángeles que conocemos por la Escritura. A través de ellos se nos anuncia: “Miguel”, el poder de Dios; “Gabriel”, su fortaleza; y “Rafael”, su medicina. Todos ellos servidores de Dios en función nuestra; enviados a ayudarnos en nuestras necesidades y en nuestra fe, y por lo tanto testigos del amor de Dios para con nosotros. Las realidades celestes serían imposibles de conocer para nosotros si Dios no las revelara, como en el caso de los ángeles. La tradición menciona también a: Uriel (fuego de Dios), Jofiel (belleza de Dios), Raziel (guardián de los secretos), Baraquiel (bendiciones de Dios), y otros.

          La primera lectura presenta a los ángeles como servidores de Dios en grandísimo número. En la segunda lectura se nos presenta el combate entre ellos cuando fueron probados. Miguel al frente de los que permanecieron fieles, mientras los que se rebelaron contra Dios y que llamamos demonios, fueron vencidos y apartados de Dios. En el Evangelio vemos a los ángeles sirviendo a Cristo, por quien se abren los cielos, quedando en él, unidos a la tierra; comenzando a realizarse el Reino de Dios. Cristo ha visto a Israel, bajo las hojas de la higuera que cubrieron la miseria de Adán y Eva después del pecado; Cristo conoce la radical desnudez del hombre que sólo Dios ve, como dice san Agustín en su tratado sobre Juan (7).  

          El sueño profético de Jacob y todas las ansias humanas de alcanzar el cielo, como en Babel, se hacen realidad en Cristo, “Dios con nosotros”. En él, Dios, realiza lo que es imposible al hombre que se ha separado de Él por el pecado. Mientras Jacob, que llegará a ser Israel, vio en sueños la piedra sobre la que se abrió el cielo. Un hijo suyo: Natanael, ha visto la verdadera piedra sobre la que el cielo se abrirá definitivamente. Por el Espíritu, los hombres descubren la unión de Cristo con el cielo y son enviados (ángeles) a proclamarlo a los hombres y a toda la creación. Lo mismo que los ángeles, instrumentos de la caridad de Dios, los hombres somos llamados a esta misión en este mundo y a serlo mucho más plenamente, por toda la eternidad, en los cielos.

          Por los nombres que los ángeles reciben de la Escritura, podemos clasificarlos en tres coros: adoradores, combatientes y mensajeros, según la clasificación tradicional de nueve coros: Serafines, querubines y tronos; dominaciones, virtudes y potestades; principados, arcángeles y ángeles.

          Nosotros hoy los hacemos presentes acogiendo la gracia que a través de ellos se nos ofrece y elevamos a Dios nuestra bendición y nuestra Acción de gracias, por el amor que nos muestra, y que nos salva.

          Que así sea.

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Jueves 25º del TO

Jueves 25º del TO

Lc 9, 7-9

Queridos hermanos:

          Hoy la palabra nos presenta la fama de Jesús haciendo prodigios y asombrando a todos con su predicación sus obras y las de sus discípulos, que parten anunciando el Reino. Hasta al impío Herodes alcanzará su popularidad, pero no por eso se convertirá. Le gustaba oír a Juan Bautista pero lo mandó decapitar. A Jesús lo tratará de loco, lo despreciará y se burlará de él. Es interesante la actitud del Señor ante este pobre diablo que es Herodes, porque Cristo, que acoge a los pecadores, le llama zorro, y se niega a dirigirle la palabra.

          No había palabra ni señales para quienes acudían a los monjes,  famosos por su santidad, pero no estaban dispuestos a convertirse. Dice la Escritura que el Señor resiste a los soberbios. Como dice el Evangelio, el Señor ni siquiera se confiaba a quienes en ocasiones habían creído, porque conocía lo que había en el corazón de las personas. “De Dios nadie se burla”, llega a decir san Pablo (Ga 6, 7).

          Si los que rechazaron a Juan Bautista no pudieron acoger a Cristo (Lc 7, 30), cuanto menos Herodes que lo mandó matar. Según san Mateo y san Marcos, a Herodes le gustaba creer que Juan había resucitado, librándose así, en cierta medida, de su remordimiento por la muerte de un profeta.

Dios pasa a través de sus enviados, y ¡ay! del que permanece indiferente o los rechaza: “Quien a vosotros rechaza, me rechaza a mí, y quien me rechaza a mí, rechaza a Aquel que me ha enviado; cuanto hicisteis con uno de mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis.” Rechazar al mensajero es rechazar el mensaje. Algo que de alguna forma expresó Mc Luhan, aplicándolo a nuestro tiempo con aquello de: “El medio es el mensaje.” El Padre no envió a un profeta cualquiera a proclamar el Evangelio, sino a su propio Hijo.

Que así sea.

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Miércoles 25º del TO

Miércoles 25º del TO 

Lc 9, 1-6

Queridos hermanos:

          En esta palabra contemplamos el envío de los doce con el que Cristo los manda a proclamar la Buena Noticia y a curar con poder sobre los demonios, a los lugares a los que él pensaba ir. Parten fiados sólo en la providencia del Señor que los acompaña en su misión como pequeños, sin imponer a nadie su anuncio. Así había hecho Dios enviando a Juan Bautista, para preparar un pueblo bien dispuesto que acogiera a Cristo, como había anunciado el profeta Isaías.

          Ha llegado el tiempo favorable en el que Dios es propicio, haciéndose presente en sus enviados; el día de salvación que anunciará san Pablo; el “Año de gracia del Señor” que anunció Isaías y Cristo proclamó en la sinagoga de Nazaret, y que sigue abierto en el anuncio del Evangelio que nos ha alcanzado a nosotros y continuará siendo proclamado hasta la venida del Señor, cuando terminado el “tiempo de higos” sobrevenga el del juicio, pase la figura de este mundo e irrumpa con poder el Reino de Dios.

          La urgencia de la misión, predica la provisionalidad de este tiempo y la prioridad del destino definitivo, ante el que todo es secundario e instrumental. La tentación del ser humano destinado a la Bienaventuranza es siempre la instalación; la realización inmanente del ansia inscrita en su ADN que es el Descanso. El problema está en que, abandonarse al descanso en esta vida, lleva consigo corromperse. Lo que da sentido a esta vida terrena con su componente de fatiga y su tensión de plenitud es, la esperanza, como acogida de la promesa, y la misión como llamada a la redención definitiva en el Reino de Dios.

Así ha recibido Cristo, del Padre, “un cuerpo” para hacer su voluntad redentora, y así Cristo ha llamado y enviado a sus discípulos a proclamar la irrupción de la misericordia, que nos ha alcanzado, lanzándonos a testificarla en esta generación, sobre todo con nuestra vida, porque: “¡El Reino de Dios ha llegado! ¡Convertíos y creed la Buena Noticia!”

          El Reino de Dios es el acontecimiento central de la historia que se hace presente en Cristo y se anuncia con poder. La responsabilidad de anunciarlo es enorme, porque lleva en sí la salvación de la humanidad. Los signos que lo anuncian son potentes contra todo mal, incluida la muerte. Acogerlo, implica recibir a los que lo anuncian con el testimonio de su vida, porque en ellos se acoge a Cristo y al Padre que lo envía.

          En su infinito amor, Dios tiene planes de salvación para con los hombres, y así lo hemos visto en la historia de José, enviado por delante de sus hermanos a Egipto. Pero aún con su poder, los planes de Dios no se realizan por encima de la libertad de los hombres, que implica las consecuencias de sus pecados: la envidia de los hermanos de José, la lujuria de la mujer de Putifar, la incredulidad de los judíos y nuestros propios pecados, que conducen a Cristo a su pasión y muerte.

          También sus discípulos enviados a encarnar el anuncio del Reino, van con un poder otorgado por Cristo, que no exime de la responsabilidad de quien los encuentran, y por tanto de las consecuencias de su rechazo o de su acogida.  Ante el Anuncio todo debe quedar supeditado, y pasar a ocupar su lugar. Lo pasajero debe dar lugar a lo eterno y definitivo; lo material a lo espiritual; lo egoísta al amor.

Que así sea.

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Martes 25º del TO

Martes 25º del TO 

Lc 8, 19-21

Queridos hermanos:

          El Evangelio pone de manifiesto la incredulidad de los paisanos y de los parientes de Cristo, al que consideran fuera de sí (Mc 3, 21), y al que tratan de despeñar en su ciudad de Nazaret (Lc 4, 29), mientras destaca la fe de paganos y extranjeros, últimos que serán primeros.  Cristo conoce perfectamente, por experiencia, esta cerrazón, cuando dice que “ningún profeta es bien recibido en su patria” (Lc 4, 23-24).

          Cristo, afirma los lazos de la fe, por encima de los lazos familiares de la carne y la sangre, por la que se acoge la palabra de Dios hecha carne en Cristo, y fructifica en nosotros. Por la fe se recibe el espíritu de Cristo como verdadero parentesco. “El espíritu es el que da vida, la carne no sirve para nada” (Jn 6, 63).

          ¿Cómo podría enseñar Cristo que por el Reino hay que dejar padre y madre si él mismo no lo pusiera en práctica? Por encima de la cerrazón del afecto carnal, están la universalidad del amor, la misión y los misterios del Padre.

          Los parientes que permanecen fuera del acontecimiento invocando la carne, no son tan dignos de consideración como los “extraños” que dentro, acogen la enseñanza del Hijo, que da paso a una auténtica maternidad y fraternidad. A estas somos llamados también nosotros, para dar a luz a Cristo y ser con él, hijos de su propio Padre.

          Aquellos en los que la palabra prende y da fruto, son la familia de Jesús, porque reciben su Espíritu. Dice Jesús en el Evangelio: “la carne no sirve para nada; el espíritu es el que da vida”. Como dice san Juan: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos”. La vida y la muerte, están en relación con la fe y la incredulidad. “Ni siquiera sus hermanos creían en él” (Jn 7, 5).

          Jesucristo ha venido a unir con los lazos de la fe, en un mismo espíritu a todos los hombres, para formar la familia de los hijos de Dios, que conciben, gestan y dan a luz a Cristo. Lo concebimos por la fe, lo gestamos en la esperanza y lo damos a luz por la caridad.

          Por encima de parentescos y  patriotismos, Cristo viene a llamar a toda carne a su hermandad y maternidad; a la filiación adoptiva. Los lazos de la carne son naturales, mientras los de la fe son sobrenaturales, vienen del cielo. Cristo, afirma los lazos de la fe, por la que se acoge la palabra de Dios hecha carne en Él, y fructifica en nosotros. Por la fe se recibe el espíritu de Cristo como verdadero parentesco.

          La carne dice: “dichoso el seno que te llevó”. El Espíritu en cambio, dice: “Dichosa tú que has creído”. Dichosos los que han creído, guardado y visto fructificar en ellos la Palabra hecha carne.    

          Hoy esta palabra nos invita a escuchar y guardar; a creer y esperar para llegar a amar.

          Que así sea.

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Lunes 25º del TO

Lunes 25º del TO

(Lc 8, 16-18)

Queridos hermanos:

          Dios envía su palabra a realizar una misión, y en aquel que la escucha produce un fruto según la medida de cada cual. La palabra nos ilumina y nos hace crecer en el conocimiento de Dios y de su amor, uniéndonos a su misión salvadora, enviándonos: “Como el Padre me envió yo os envío a vosotros.”

          Cristo es la luz del Padre que ha sido encendida como lámpara sobre el candelero de la cruz, para iluminar las tinieblas del mundo. Dice el Señor “atended como escucháis”, porque se puede despreciar el don de Dios que es Cristo y hacer vana la gracia que nos salva. Como dice Abrahán al rico epulón: “Tienen a Moisés y los profetas; que les oigan” (Lc 16, 29).

          “Dios es luz, en el no hay tiniebla alguna”, y esta luz se nos ha mostrado como amor radiante en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo: Cristo mismo ha dicho “yo soy la luz”, y esta luz, Dios la ha mostrado en el candelero de su carne crucificada, para que todos seamos iluminados por la fe y podamos recibirla en nuestros corazones, para que también nosotros podamos llevarla al mundo.

          Esta luz que es Cristo, luz de Dios, amor del Padre, es una gracia de su misericordia, que debe ser acogida y defendida para que fructifique en nosotros, por eso dice el Evangelio que al que tiene se le dará y al que no tiene, porque ha rechazado lo que se le ofrecía gratuitamente, hasta lo que tenga se le quitará. El Padre ha encendido en Cristo su luz, y la ha levantado en el candelero, para que él la encienda en nosotros y nosotros en el mundo, de manera que huyan las tinieblas y el mundo sea iluminado. Una luz que no ilumina, que se oculta, no tiene razón de ser en este mundo ni en el otro, como la sal que no sala o el talento que se entierra, y está destinada a permanecer eternamente en tinieblas: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.”

          Para entender esto, basta recordar nuestra condición personal que implica libertad, y condiciona nuestra capacidad de amar, y por tanto nuestra posibilidad de comunión con Dios, para la que hemos sido elegidos antes de la creación, destinándonos a ser santos en su presencia por el amor, ya que si nos amamos, Dios permanece en nosotros y nosotros en Dios.

          Toda respuesta cristiana a esta llamada es, por tanto, una inmolación a semejanza de la de Cristo, de la que participa toda la creación. Un verdadero sacrificio agradable a Dios, destello de su amor, con el que nos amó en Jesucristo. Cuando todo llegue a su fin y sólo permanezca el amor, la luz que hayamos alcanzado a ser, se unirá a la luz de Dios eternamente.

          En la Eucaristía nos unimos sacramentalmente a la carne de Cristo que está en comunión con la voluntad de Dios y es vida para el mundo.

          Que así sea.

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Domingo 25º del TO A

Domingo 25º del TO A

Is 55, 6-9; Flp 1, 20-24.27; Mt 20, 1-16

Queridos hermanos:

Como dice la primera lectura, los caminos del Señor aventajan a los nuestros como el cielo a la tierra, y es por eso que el Señor, generación tras generación, sale a nuestro encuentro a través de sus discípulos, y también hora tras hora, para llamar obreros a su viña. En efecto, la vida del hombre sobre la tierra es como una jornada de trabajo, a la que se promete la paga de su Espíritu, que derramando en su corazón el amor de Dios, como dice san Pablo (Rm 5, 5), hace que los caminos del Señor sean los nuestros, capacitándonos para amar como Cristo nos ha amado, porque el fruto de nuestro trabajo es el amor con el que nos damos al mundo, evangelizándolo con nuestras obras.

Este don gratuito de su amor, requiere nuestra libre aceptación, y puede ser rechazado, como lo fue Cristo por aquellos trabajadores de la primera hora, en los que los judíos deben verse reflejados. También nosotros, cuantos hemos sido llamados después, en espera del día del cumplimiento de las promesas, al final de los tiempos o al final de nuestra propia vida, debemos responder a la llamada. Es evidente, por tanto, que la paga es la misma para todos: Vida eterna.

Para San Gregorio Magno, nosotros somos los llamados a la hora undécima. Israel fue llamado antes a través de enviados y profetas, pero lo fue, a sintonizar interiormente con el Señor y no sólo a un culto externo y vacío. No en la materialidad de la letra, sino en la verdad del espíritu. Este será el tema constante y central en la predicación del Señor a los judíos: “Misericordia quiero y no sacrificios; yo quiero amor; conocimiento de Dios más que holocaustos”.

Hay obreros de la primera hora en la viña, que no están en sintonía con el Señor, contaminados de avaricia, envidia y juicios, como aquellos que salieron de Egipto, que vieron abrirse el mar, comieron el maná, pero no entraron en la Tierra. En el Evangelio, con frecuencia, hay diferencias, entre llamados y elegidos. Cierto que no fueron contratados los que no se encontraban en el lugar de contratación, siendo así que estaban desempleados. Por eso dice San Juan Crisóstomo que Dios llama a todos a la primera hora. Vivían fuera de su realidad, en la que Dios los buscaba desde la primera hora y eso mismo les privó de afrontar las penalidades del día, al amparo y seguridad de la Viña, pero esto, algunos no lo supieron valorar y agradecer.

El Señor es bueno; nos llama a trabajar en su viña y provee a nuestras necesidades por encima de sus intereses, aunque nuestros merecimientos no estén a la altura. Eso es amar: hacer del bien del otro nuestro único interés y la intención profunda de nuestros actos. La justicia de Dios no olvida la caridad; es justo y misericordioso, mientras la justicia del hombre está contaminada por la envidia y la avaricia. Llamó a Israel en la justicia y a los gentiles en la misericordia. Dios provee a las necesidades del corazón recto, pero no complace las ansias del codicioso. Ciertamente los caminos de Dios distan mucho de los nuestros, hasta que encontramos a Cristo.

San Pablo no duda en privarse del sumo Bien de estar con el Señor, por el bien de los hermanos, porque ha encontrado a Cristo. Sólo en Cristo, nuestros caminos pueden coincidir con los de Dios, que se ha manifestado amor, y nos conducen al encuentro con los hermanos. En la Eucaristía, que es el culmen de la relación con Dios, nuestro yo, se disuelve en un “nosotros” y podemos llamar a Dios: Padre “nuestro”.

 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 24º del TO (san Pío de Pietrelcina)

Sábado 24º del TO (cf. Mi 3; Mi 16)

Lc 8, 4-15

Queridos hermanos:

La palabra nos presenta el combate entre la fuerza del Evangelio y la seducción que el mal le opone para fructificar, en el campo de batalla que es la realidad de nuestra tierra llena de impedimentos: El camino hace presente la dureza del corazón pisoteado por los ídolos. Las piedras, son los obstáculos del ambiente que presentan el mundo y la seducción de la carne, y las riquezas, son los espinos. En definitiva, nuestra naturaleza caída, ofrece resistencia a la acción sobrenatural de la gracia y necesita su ayuda; un constante cuidado y atención, como si del cultivo de un campo se tratara, para que nuestra tierra acoja la Palabra con un corazón bueno y recto como dice san Lucas (8, 15). Dios es el agricultor, por lo que necesitamos estar unidos a él y dejarnos limpiar y trabajar por su voluntad amorosa.

Para eso, la Palabra, como la semilla, debe caer en la tierra y hacerse una con ella, dando un fruto que el hombre puede recibir según su capacidad, preparación, y  libertad, ya que el fruto para el que ha sido destinada es el amor. Unido a su creador en un destino eterno de vida, el hombre hace que la Palabra no vuelva vacía al que la envió, sino después de fructificar, dejándose limpiar y trabajar por la voluntad amorosa de Dios, que es el agricultor. Velad, esforzaos, perseverad, permanecer, haceos violencia, son palabras que nos recuerdan la necesidad del combate, cuya figura es el trabajo necesario para obtener una buena cosecha.

No olvidemos que en este enfrentamiento inevitable debe guiarnos la esperanza cierta, que procede de que es el Señor quien toma la iniciativa y quien permanece a nuestro lado hasta el fin, garantizando el fruto, ya sea del treinta, del sesenta o del ciento. Como dice el Evangelio y comenta san Juan Crisóstomo: “Salió el sembrador a sembrar”. El sembrador “sale”, haciéndose accesible a nuestra percepción, y sale para darnos la “comprensión” de los misterios del Reino, entrando en la intimidad con él, subiendo a su barca a reparo de las olas de la muerte como dice san Hilario.

          Además, sale con la semilla de su cuerpo, y la siembra derramando su sangre sobre nuestra tierra: a veces dura, a veces con cardos y espinas o con piedras, porque llama a muchos para recoger mucho fruto. También nosotros somos llamados generación tras generación, a que nuestra sangre, como la de Cristo, sea sembrada, porque como dijo Tertuliano: «Nosotros nos multiplicamos cada vez que somos segados: la sangre de los cristianos es una semilla» (Apologético, 50, 13).  Con la persecución hacemos presente al Señor que nos acompaña siempre con su cruz, levantada y gloriosa desde la cuna hasta el sepulcro.

           Que así sea.

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Viernes 24º del TO

Viernes 24º del TO

Lc 8, 1-3

Queridos hermanos:

          Hoy contemplamos a Jesús de Nazaret caminando por todas partes, curando, y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios, acompañado de sus apóstoles y de las mujeres que le servían: María Magdalena, Juana, Susana y las demás. Su misión se nos presenta como el ministerio itinerante de una pequeña comunidad, germen de la irrupción del Reino de Dios y testimonio viviente de la misericordia divina en su existencia; vida nueva que camina propagando el gozo y llenando de luz los caminos en tinieblas y sombras de muerte, por los que caminan cansadas y abatidas, las ovejas sin pastor.

          Asomémonos al mundo de su tiempo: Corrupción en el Templo, sectas, disidencia, violencia y terror. Desheredados, pobres, enfermos, desesperados, impíos, impuros, pecadores, y descartados; procesiones interminables se movilizan en su búsqueda atravesando valles y collados, bosques y desiertos, fuentes y torrentes, olvidados de sí mismos y despreocupados del mañana. La vida eterna está al alcance ahora y hay que arrebatarla: ¡Quédate con nosotros, Señor!

          La cercanía del Señor es tangible en los acontecimientos que enmarcan la palabra profética, poderosa y pletórica de vida y de esperanza, que actualiza las promesas entrañables dadas a los padres, haciendo brotar como un suspiro, en lo profundo de los corazones hambrientos de misericordia y saciados de miserias: Ciertamente el Señor no ha olvidado a su pueblo, lo ha visitado, y nosotros somos los testigos bienaventurados de su presencia:

          “Adiós penar y suspiros” (Is 35,10). ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: «Ya reina tu Dios»! ¡Una voz! Tus vigías alzan la voz, a una dan gritos de júbilo, porque con sus propios ojos ven el retorno del Señor a Sión.

          Prorrumpid a una en gritos de júbilo, soledades de Jerusalén, porque ha consolado Dios a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén. Ha desnudado el Señor su santo brazo a los ojos de todas las naciones, y han visto todos los confines de la tierra la salvación de nuestro Dios (Is 52, 7-10).

          Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá: «Ahí está vuestro Dios.» Ahí viene el Señor Dios con poder, y su brazo lo sojuzga todo. Ved que su salario le acompaña, y su paga le precede. Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas (Is 40, 9-11).

          En aquel tiempo llamarán a Jerusalén «Trono del Señor» y se incorporarán a ella todas las naciones en el nombre del Señor, en Jerusalén, sin seguir más la dureza de sus perversos corazones. En aquellos días, andará la casa de Judá al par de Israel, y vendrán juntos desde tierras del norte a la tierra que di en herencia a vuestros padres (Jr 3, 17-18).

          El que abre camino subirá delante de ellos; abrirán camino, pasarán la puerta, y por ella saldrán; su rey pasará delante de ellos, y el Señor a la cabeza (Mi 2, 13).

          ¡El Señor, Rey de Israel, está en medio de ti, ya no temerás mal alguno! Aquel día se dirá a Jerusalén: ¡No tengas miedo, Sión, no desfallezcan tus manos! El señor tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador! Exulta de gozo por ti, te renueva con su amor; danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta (So 3, 15-18).”

          Que así sea.

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San Mateo (Jueves 24º del TO)

San Mateo 

Ef 4, 1-7.11-13; Mt 9, 9-13

Queridos hermanos:

Conmemoramos hoy al apóstol y evangelista, que el Señor llama desde una realidad de pecado concreta que es el dinero, por eso, tiene una conexión especial con la misericordia, al estilo de Zaqueo, aunque llamado al ministerio grande de apóstol. También nosotros, alcanzados por la misericordia, somos llamados a la gratitud del amor gratuito como el del hijo pródigo.

En esta palabra podemos distinguir tres sujetos: Cristo, los pecadores y los fariseos. Mientras Cristo se acerca a los pecadores, los fariseos se escandalizan. Si el acercarse Cristo a los pecadores es fruto de la misericordia divina, es ésta la que escandaliza a los fariseos.

Quizá los fariseos tengan menos pecados que los publicanos y pecadores, pero de lo que sí adolecen es de misericordia. Por eso Cristo les dirá: Id, pues, a aprender qué significa  Misericordia quiero, que no sacrificio.” De qué sirve a los fariseos pecar menos si eso no les lleva al amor y la misericordia, y en definitiva a Dios.

Ser cristiano es amar y no sólo no pecar. Cristo ha venido a salvar a los pecadores. ¿Ha venido para nosotros, o nos excluimos de la salvación de Cristo como los fariseos del Evangelio? Pensémoslo bien, porque ahora es tiempo de salvación.

Todos somos llamados al amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de conversión y de progreso en el amor, hasta llegar a la santidad necesaria que nos introduzca en Dios. El punto de partida de este camino es la humildad, que además acompaña toda la vida cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que nos reconocemos pecadores y testificamos el amor de Dios en nosotros.

La palabra nos habla del amor de Dios como Misericordia; amor entrañable, maternal, que no sólo cura como hemos escuchado en el Evangelio, sino que regenera la vida, que es recreador. No por casualidad la etimología hebrea de la palabra misericordia: rahamîm, deriva de rehem, que denomina las entrañas maternas, la matriz, órgano en el que se gesta la vida. Si recordamos las parábolas que llamamos de la misericordia, comprobaremos que todas están en este contexto: “este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida. También a Nicodemo le dice Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios.»

Se trata por tanto de un amor que gesta de nuevo, que regenera, como el de san Pablo a los gálatas, que le hace sufrir de nuevo dolores de parto por ellos. Amor fecundo por tanto, profundo y consistente, que implica lo más íntimo de la persona, sin desvanecerse como nube mañanera ante los primeros ardores de la jornada, como decía Oseas. Sólo un amor persistente como la lluvia que empapa la tierra, lleva consigo la fecundidad que produce fruto, y que en Abrahán, se hace vida más fuerte que la muerte en la fe y en la esperanza, y pacto eterno de bendición universal.

La Misericordia de Dios se ha encarnado en Jesucristo y ha brotado de las entrañas de la Vida por la acción del Espíritu, y no para desvanecerse, sino para clavarse indisolublemente a nuestra humanidad, en una alianza eterna de amor gratuito, inquebrantable e incondicional, de redención regeneradora, que justifica, perdona y salva.

Conocer este amor de Dios, es haber sido alcanzado por su misericordia y fecundado por la fe contra toda desesperanza, para entregarse indisolublemente a los hermanos.

 Que así sea.

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Miércoles 24º del TO

Miércoles 24º del TO

Lc 7, 31-35

Queridos hermanos:

          Indiferencia, apatía, desdén, tibieza, cinismo, y nihilismo, son reflejos de la muerte espiritual, cercanos a la necedad, y contrarios al espíritu, que es vida, prontitud, buen ánimo y alegría. Todo ello en medio del combate, primeramente contra la debilidad e impotencia de la carne y también contra la fuerza del mal, aliados con el poder de Dios. La inmadurez en la vida, sólo puede producir en nosotros la aniquilación. Dice san Pablo: Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran. La vida adulta participa de ambas realidades, de las que el inmaduro se sustrae por su carencia de amor, viviendo la vida a un nivel instintivo y sentimental, a pesar de haber sido profundamente amados por Dios.

Dios nos ama y nos ha creado para que vivamos en su amor colmándonos con sus bienes y dándonos sus mandatos para nuestra felicidad, pero al apartarnos de él, nos han sobrevenido todos los males que nos aquejan.

Cristo ha venido a rescatarnos de la maldición de nuestro extravío manifestándonos su amor, pero tenemos el peligro de la indiferencia, sea para acoger la llamada a la conversión, sea para entrar en el gozo de la misericordia, como aquella generación incrédula y perversa que se contentaba con la seguridad de su pretendida justicia por pertenecer a la raza de Abrahán, cobijando su impiedad a la sombra del templo, pero sin penetrar en él con todo su corazón.  

El Señor se duele de nuestro desdén, semejante al de aquella generación inmadura, caprichosa e insoportable, incapaz de escuchar para alegrarse por la bondad de Dios ni de entristecerse por sus pecados, prefiriendo la mediocridad egoísta de una vida carnal, al gozo y a los combates del espíritu. Necesitamos discernir que fuera del camino del Señor sólo alcanzaremos la nada y las tinieblas perdurables. Dejando de lado a Dios, nos aferramos a la mediocridad de la carne, considerando despreciable su infinita grandeza y su bondad.

En lo tocante a la fe, al amor y a la esperanza y por tanto a la salvación, no hay nada más nefasto que la apatía y la tibieza: “Ojalá fueras frio o caliente, pero como eres tibio, voy a vomitarte de mi boca.”

¿Qué más he podido hacer por ti que no haya hecho? «Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he molestado? Respóndeme. Pues yo te saqué del país de Egipto, te rescaté de la esclavitud (Mi 6,3). Eso nos dirá el Señor y quedaremos avergonzados por nuestra necedad y perversión.

Acojamos, pues, su gracia, porque es tiempo de misericordia. Busquemos su rostro, porque es grande en perdonar a quienes de todo corazón se vuelven a él.

Que así sea.

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Martes 24º del TO

Martes 24º del TO

Lc 7, 11-17

Queridos hermanos:

El Señor va anunciando el Reino, suscitando la fe que salva, y para ello realiza signos que llamen a acogerla, sin que medie en este caso la actitud de los que lo siguen, que ante los mismos son inexcusables.

El Señor se compadece del dolor de la viuda, pero sobre todo de la miseria humana, mayor que el dolor de una madre por el hijo, por la que su pueblo y el mundo entero gimen bajo la tiranía del diablo, y la esclavitud del pecado y de la muerte eterna que lo atenaza sin que haya quien lo libre.

Por la fe se aferra la vida, y la muerte queda vencida, porque es derrotado el diablo que la introdujo en el mundo. He aquí el enviado de Dios. La precariedad de la existencia ansía la plenitud de la vida que es Dios y sólo en Cristo alcanza consistencia y se hace perdurable.

Lo que para el mundo es muerte, para quien está en Cristo no es más que sueño, del que un día a la voz del Señor despertará. Como Cristo despertó, despertará quien se haga un solo espíritu con él; será un despertar eterno sin noche que lo turbe ni tiempo que lo disipe. Tanto el hijo de la viuda de Naín, como la hija del archisinagogo y el mismo Lázaro, tuvieron que morir de nuevo, pero lo hicieron con la garantía de la resurrección que les dio su encuentro con Cristo y la fe subsiguiente. Este es el testimonio de los signos de Cristo.

No nos basta, por tanto, que Cristo haya resucitado y recibido todo poder, ni es suficiente oír hablar de él, es necesario tener un encuentro personal con él, mediante la fe en lo profundo del corazón, que ilumine la mente y mueva la voluntad al amor de Dios que se revela.

Postrarse ante él, que se nos acerca con amor, reconocer en Jesús de Nazaret a Dios, en su Hijo, eso es la fe. Como dice Rábano Mauro: No son los muchos pecados los que conducen a la desesperación (que condena), sino la impiedad (la falta de fe, y la incredulidad) que impide volverse a Dios y acoger su misericordia.

Que así sea.

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Lunes 24º del TO

Lunes 24º del TO

Lc 7, 1-10

Queridos hermanos:

          Esta palabra, a través de la fe del centurión, nos presenta la llamada universal a la salvación, mediante el don gratuito de la fe, que trasciende los límites de Israel, en busca de quienes se abren a la gracia. El mismo Jesús se admira de la fe de los paganos que contrasta con la incredulidad de su pueblo y que le hace exclamar: “Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes.”

          Jesús escucha las súplicas de los ancianos agradecidos por la caridad del centurión, y va en busca de la fe de cuantos le siguen y le han escuchado y que ahora caminan con él al encuentro de la fe del centurión, como dice Eusebio de Cesarea ( Catena aurea en español 9701). Por eso no se resiste a la petición de aquel hombre yendo en su busca, en lugar de curar a aquel enfermo desde lejos con su palabra. Se pone en marcha con la gente, excitando así sus expectativas para ayudarles a creer.

El centurión no se acercó físicamente a Jesús en sus dos intervenciones del Evangelio, pero como dice San Agustín, es la fe la que acerca verdaderamente al Señor, lo toca como en el caso de la hemorroísa, y obtiene de él sus prodigiosos dones.

La fe del centurión va acompañada de su caridad, que lo precede, y de su humildad ante el Señor, que lo acompaña, tratándose en su caso de un hombre con poder de mando, y por eso el Señor no duda en alabarlo para enseñanza de quienes le seguían entonces, y de cuantos lo haríamos después. Además se admira, como en otros pasajes, se goza y exulta, al contemplar la magnanimidad que su Padre muestra con los hombres a quienes concede su gracia y el gran don de la fe.

          El siervo enfermo que se ha ganado con sus servicios la estima de su amo, recibe por su medio la curación, y sobre todo el testimonio de la fe que le alcanzará la salvación. También podría tratarse del caso contrario: que hubiese sido la fe del buen siervo, la que hubiera suscitado la fe de su amo, y en consecuencia su caridad, que ahora le obtenían del Señor su propia curación. No hay que maravillarse de los insondables caminos de la gracia y la bondad divinas: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”.

          También nosotros somos hoy iluminados por la fe del centurión que nos llama, y somos convocados de oriente y occidente a la mesa del Señor, con los patriarcas, por medio de la fe de los hijos que se nos ofrece con el Evangelio y nos mueve a la caridad.

          Que así sea.

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Domingo 24º del TO A

Domingo 24º del TO A

Eclo 27, 30-28,7; Rm 14, 7-9; Mt 18, 21-35

Queridos hermanos:

           Esta palabra nos dice que, si cuando nos encontremos en el juicio somos acusados, no tendremos excusa de nuestra falta de misericordia, después de haber sido tan misericordiosamente tratados por Dios. El perdón cristiano es siempre una restitución a la misericordia divina, de su amor gratuito recibido en Cristo.

          Basta una mirada rápida al Antiguo Testamento, para contemplar la obra de Dios, cuando se acerca al corazón del hombre y usa con él de misericordia.  La misericordia de Dios con el pecador, crece en una progresión de plenitud, que supera siempre la de su maldad, pero sólo con la irrupción del Reino de Dios, en Cristo, el corazón del hombre será inundado por el torrente de la misericordia divina que se muestra infinita, mediante la efusión del Espíritu Santo: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22).

Dice Jesús en el Evangelio: “Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: Me arrepiento, le perdonarás” (Lc 17, 3-4). La primera característica del perdón entre cristianos es que implica el arrepentimiento, porque a la ofensa, ya ha precedido en ambos la misericordia y el perdón de Dios. La misericordia recibida obliga en justicia sea al arrepentimiento que a responder con misericordia.  

La segunda característica del perdón es la de ser ilimitado. Cuando Pedro escucha al Señor aquello de perdonar siete veces al día, con la inmediatez que lo caracteriza, considera la afirmación de Jesús como un límite, y un límite ciertamente muy alto, por lo que se apresura a puntualizar el asunto con el Maestro: “Señor, ¿cuantas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). Ilimitadamente, como Dios hace contigo siempre que se lo pides.

Cuando alguien se presenta diciendo: perdón, es Dios mismo a través de su gracia quien se presenta en quien se humilla, porque ha sido él quien le ha concedido la gracia de arrepentirse. Cómo rechazar la gracia de conversión que Dios mismo concedió a tu hermano, sin rechazar tanto en ti como en el otro a quien se la concedió. Cómo negar el perdón “siete” veces al día, si otras tantas peca el justo, y necesita él mismo, la misericordia cotidiana de Dios.

Hemos escuchado lo que dice el Evangelio al siervo sin entrañas: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano” (Mt 18, 35). Si perdonas las ofensas, no sólo acoges a Dios en tu misericordia, sino que actúas como Dios; realizas las obras de Dios; Dios mismo actúa en ti; das testimonio de su presencia en ti, porque la misericordia es de Dios, y el que es perdonado, recibe el amor de Dios y es evangelizado. Esa es además la voluntad expresa de Dios: “Misericordia quiero” (Mt 9, 13; 12, 7; Os 6,6). El perdón gratuito de Dios es amor y engendra amor. Perdonando, justifica al pecador, lo regenera y lo salva destruyendo la muerte y el mal en él.

Además el perdón de las ofensas es también universal, y no se limita a los hermanos, sino que alcanza a todos, incluso a los enemigos. Negarles el perdón, es apartarse de la filiación divina, y de la misericordia de Dios que nos la adquirió: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial” (Mt 5, 24-25) “Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 14-15).

Así pues, Padre, tú “perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido”.

           Proclamemos juntos nuestra fe.                     

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