Domingo 23º del TO A
Ez 55, 7-9; Rm 13, 8-10; Mt 18, 15-20
El pecado necesita reprensión, porque la misericordia urge a suscitar el
arrepentimiento que implica perdón. La misericordia divina, como muestra la
primera lectura, mantiene en suspenso la justicia, mientras actúa la gracia que
busca el perdón, porque la justicia nace del amor y concluye en el amor; el
Amor se hace paciencia, porque ansía el bien, incluso cuando recurre al castigo
como corrección y en definitiva salvación del pecador, que ha sido solicitado
por el mal.
Como sucede también con los demás dones de la bondad y la gratuidad de
la liberalidad divina, el hombre, con la gracia, debe responder acogiendo o
rechazando la iniciativa misericordiosa de Dios, y como dice la Escritura,
elegir entre los “dos caminos”: “Mira, yo
pongo hoy delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal (Dt 30, 15).
La primera característica del perdón entre cristianos es que implica el
arrepentimiento, porque a la ofensa, ya ha precedido en ambos la misericordia y
el perdón de Dios. La misericordia recibida obliga en justicia, sea al
arrepentimiento que a responder con misericordia. Mateo lo resalta fuertemente:
“Si tu hermano llega a pecar, vete y
repréndele, a solas tú con él. Si te
escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo
asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la
comunidad. Y si hasta a la comunidad
desoye, sea para ti como el gentil y el publicano” (Mt 18, 15-17). Él
mismo se ha separado del seno de la misericordia excluyéndose del tesoro común
que es la “comunión de los santos”.
No se trata solamente de la reconciliación personal ante la ofensa, sino
de la restauración de la “misión sacramental de salvación” de la comunidad ante
el mundo: “Yo, el Señor, te he llamado en
justicia, te así de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del
pueblo y luz de las gentes; para que mi salvación alcance hasta los confines de
la tierra” (cf. Is 42, 6 y 49, 6).
La segunda característica del perdón es la de ser ilimitado. Cuando
Pedro escucha al Señor aquello de perdonar siete veces al día, con la
inmediatez que lo caracteriza, considera la afirmación de Jesús como un límite,
y un límite ciertamente muy alto, por lo que se apresura a puntualizar el
asunto con el Maestro: “Señor, ¿cuantas
veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete
veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces
siete” (Mt 18, 21-22): Ilimitadamente, como Dios hace contigo siempre que
se lo pides, y que san Pablo nos recuerda en la segunda lectura.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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