Domingo 24º del TO A
Eclo 27, 30-28,7; Rm 14, 7-9; Mt 18,
21-35
Queridos hermanos:
Basta
una mirada rápida al Antiguo Testamento, para contemplar la obra de Dios,
cuando se acerca al corazón del hombre y usa con él de misericordia. La misericordia de Dios con el pecador, crece
en una progresión de plenitud, que supera siempre la de su maldad, pero sólo
con la irrupción del Reino de Dios, en Cristo, el corazón del hombre será
inundado por el torrente de la misericordia divina que se muestra infinita,
mediante la efusión del Espíritu Santo: “No
te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22).
Dice Jesús en el
Evangelio: “Si tu hermano peca,
repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti siete veces al
día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: Me arrepiento, le perdonarás” (Lc
17, 3-4). La primera característica del perdón entre cristianos es que
implica el arrepentimiento, porque a la ofensa, ya ha precedido en ambos la misericordia
y el perdón de Dios. La misericordia recibida obliga en justicia sea al
arrepentimiento que a responder con misericordia.
La segunda
característica del perdón es la de ser ilimitado. Cuando Pedro escucha al Señor
aquello de perdonar siete veces al día, con la inmediatez que lo caracteriza,
considera la afirmación de Jesús como un límite, y un límite ciertamente muy
alto, por lo que se apresura a puntualizar el asunto con el Maestro: “Señor, ¿cuantas veces tengo que perdonar
las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te
digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22).
Ilimitadamente, como Dios hace contigo siempre que se lo pides.
Cuando alguien se
presenta diciendo: perdón, es Dios mismo a través de su gracia quien se
presenta en quien se humilla, porque ha sido él quien le ha concedido la gracia
de arrepentirse. Cómo rechazar la gracia de conversión que Dios mismo concedió
a tu hermano, sin rechazar tanto en ti como en el otro a quien se la concedió.
Cómo negar el perdón “siete” veces al día, si otras tantas peca el justo, y
necesita él mismo, la misericordia cotidiana de Dios.
Hemos escuchado lo que
dice el Evangelio al siervo sin entrañas: “Esto
mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno
a vuestro hermano” (Mt 18, 35). Si perdonas las ofensas, no sólo acoges a
Dios en tu misericordia, sino que actúas como Dios; realizas las obras de Dios;
Dios mismo actúa en ti; das testimonio de su presencia en ti, porque la
misericordia es de Dios, y el que es perdonado, recibe el amor de Dios y es
evangelizado. Esa es además la voluntad expresa de Dios: “Misericordia quiero” (Mt 9, 13; 12, 7; Os 6,6). El perdón gratuito
de Dios es amor y engendra amor. Perdonando, justifica al pecador, lo regenera
y lo salva destruyendo la muerte y el mal en él.
Además el perdón de las
ofensas es también universal, y no se limita a los hermanos, sino que alcanza a
todos, incluso a los enemigos. Negarles el perdón, es apartarse de la filiación
divina, y de la misericordia de Dios que nos la adquirió: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que
seáis hijos de vuestro Padre celestial” (Mt 5, 24-25) “Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará
también a vosotros vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres,
tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 14-15).
Así pues, Padre, tú
“perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros hemos perdonado a los que nos
han ofendido”.
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