Domingo 26º del TO A
Ez 18, 25-28; Flp 2, 1-11; Mt 21, 28-32
Queridos hermanos:
Así pues, Dios busca siempre el
corazón. Pero el corazón es mente y es voluntad, potencias que mueven la
persona. Por eso dice la Escritura que hay que amar con todo el corazón. No
basta con sentir amor o con comprender que debemos amar, el amor debe tocar
también la voluntad. Amar es por tanto el resultado de dos operaciones: una
toca a la mente que siente y la otra a la voluntad que actúa. Se trata como
dice Jesús, de “poner en práctica y de hacer su voluntad” San Pablo en la
epístola distingue entre sentir y amar, y propone el amor concretamente: “Nada hagáis
por ambición, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando a los demás
como superiores a uno mismo, sin buscar el propio interés sino el de los
demás”. La Escritura
está llena de sentencias como esta: “Amar, es cumplir la Ley entera”
dice el Señor: “el que cumple mis mandamientos, ese es el que me ama; y
también: vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando”;
¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que digo?
La primera respuesta del corazón, es
decir, del amor a Dios, es por tanto acoger la llamada a la conversión que nos
propone, como dice la primera lectura: el que recapacita y se convierte,
vivirá. En el Evangelio esta misión la encarna Juan el Bautista y por eso hemos
escuchado lo que dice Jesús a los sumos sacerdotes y ancianos: “vino Juan y no
le creísteis, cosa que hicieron los publicanos y las prostitutas”.
San Jerónimo comentando este paso,
dice que para algunos, estos dos hijos son: los gentiles y los judíos que han
dicho: “haremos todo lo que ha dicho el Señor” (Ex 24,3), pero para otros se
trata de los pecadores y los justos. Los primeros se arrepienten y los segundos
se niegan a convertirse
Los pecadores son los que han dicho un
no a Dios como el primer hijo de la parábola, pero se han convertido, mientras
los judíos no han escuchado la voz del Señor. Dice San Lucas (7, 30) que
rechazando a Juan, “han frustrado el plan de Dios sobre ellos”.
Nosotros somos pecadores, y somos
llamados a amar mediante la conversión, a Cristo; pero también somos el segundo
hijo, por las gracias que hemos recibido, sobre todo la Iglesia, y también
somos llamados a unirnos a él de corazón en la Eucaristía, en la que nos dice: “Hijo, ve hoy a trabajar a mi viña”.
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