Domingo 1º de Adviento B

 Domingo 1º de Adviento B

(Is 63, 16-17. 64, 3-8; 1Co 1, 3-9; Mc 13, 33-37)         

Queridos hermanos: 

          Llega el Adviento, tiempo para excitar nuestra vigilancia, que debería ser constante y para orientar toda nuestra vida al Señor, que estando presente por su Espíritu, nos hace tender hacia la unión plena y definitiva con él. ¡Maran atha!

          Con esta perspectiva, el cristiano puede tener la cabeza erguida y asociarse a la invocación que, según el Apocalip­sis, es el gemido más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia: "El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!" (Ap 22,17). Esta es la invitación final del Apoca­lipsis (22,17.20) y del Nuevo Testamento: "Y el que lo oiga diga: ¡Ven! Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de vida... ¡Ven, Señor Jesús![1]    

          En este primer domingo de Adviento, la liturgia de la Palabra nos llama a la vigilancia, en la esperanza dichosa de la venida del Señor, a quién hemos conocido por la fe y a quien amamos, por su salvación realizada en favor nuestro. Así clamaba el pueblo en la primera lectura: ¡Vuélvete Señor, por amor de tus siervos! Como dice siempre la Escritura: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos. San Pablo en la segunda lectura, asegura la asistencia del Señor a quienes le esperan, porque esperar es amar: “El os mantendrá hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo”. El amor engendra la esperanza, que se mantiene viva en la vigilancia, mediante la sobriedad de la ascesis del corazón que ora sin desfallecer. Como un cuerpo sano ansía el alimento, un espíritu amante ansía al Señor.

En efecto, el velar del que habla el Evangelio no consiste en un mero privarse del sueño, sino en la vigilancia del corazón que ama, como dice la esposa del Cantar de los cantares: “Mi corazón velaba y la voz de mi amado oí”. El corazón que vigila en el amor, escucha la voz del amado y le reconoce para abrirle al instante, en cuanto llegue y llame: “Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame al instante le abran” (Lc 12, 35s).

          He aquí entonces el sorprendente descubrimiento: ¡nuestra esperanza, está precedida por la espera que Dios cultiva con respecto a nosotros! Sí, Dios nos ama y justamente por esto espera que regresemos a Él, que abramos el corazón a su amor, que pongamos nuestra mano en la suya y que recordemos que somos sus hijos. Esta espera de Dios precede siempre a nuestra esperanza, exactamente como su amor nos alcanza siempre en primer lugar (cfr 1 Jn 4,10). Todo hombre está llamado a esperar, correspondiendo a la expectativa que Dios tiene sobre él. 

           En el corazón del hombre (que cree) está escrita de forma imborrable la esperanza, porque Dios, nuestro Padre, es vida, y para la vida eterna y beata estamos hechos.[2] 

          Profesemos juntos nuestra fe.

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       [1] JUAN PABLO II    Catequesis del 3-7-1991.         

[2] Benedicto XVI, Homilía en las primeras vísperas del Primer domingo de Adviento de 2007

FELIZ NAVIDAD

 

            ¡FELIZ NAVIDAD!         

           Llega Navidad y los hombres nos felicitamos al rememorar el nacimiento de Cristo, Jesús, el Hijo de Dios, el Verbo engendrado y nacido del Padre antes de todos los siglos, concebido por María en su seno por su fe, y dado a luz por ella en Belén de Judea por su fidelidad. Dichosa ella por haber creído, y nosotros por haber acogido el Anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios."  Dichosos también todos los hombres, a quienes les ha nacido un salvador: ¡Jesús! ¡Gloria a Dios en el cielo y Paz en la tierra a los hombres, porque el Señor los ama!

          Nacer, es siempre un salir fuera del seno materno. Dar a luz lo que permanecía oculto. Hacerse visible y ser manifestado lo que estaba escondido, ignorado, desconocido. En el origen de toda vida humana hay siempre una paternidad y una maternidad que interactúan en la formación del nuevo ADN, y mientras la paternidad engendra en el seno, la maternidad concibe, gesta y pare. Sólo esta observación sería suficiente para comprender que en la relación materno-filial, predominan las cualidades inherentes a la maternidad, de dependencia mutua, que primeramente serán físicas, pero permanecerán aún después de haberse cortado el cordón umbilical, con la dependencia consoladora de la lactancia, y que después de entrada la consciencia, se hacen afectivas y sicológicamente indestructibles en un desarrollo normal, envuelto en el amor.  Mientras tanto, la paternidad se mantiene en un plano de independencia y sumisa devoción, en el que las relaciones paterno-filiales, van afianzando cualidades humanas que edifican la persona en su auto estima y en su situación social, moral y comunitaria, comenzando por las fraternales, fundamentales a su vez, para ir diferenciando los roles de forma providencial.  

          Un hijo de Dios, por su parte, es engendrado por el Espíritu Santo, mediante la semilla de su Palabra acogida y guardada, siendo gestado después en la escucha asidua de la misma, que es viva y eficaz para dar el incremento. Las expresiones tan socorridas en este tiempo: "Que Jesús nazca en mi corazón", en tu corazón, o en nuestro corazón, no dejan de ser en realidad íntimamente equívocas, cuando el nacer, supone siempre un salir fuera lo que se ha concebido dentro, de forma que la obra de Dios en nosotros se haga visible con nuestras obras. Así, pues, podemos superar un lenguaje coloquial, con expresiones como: "Que Jesús sea concebido en nuestro corazón", para lo cual se requiere de nuestro "hágase en mí", propio de la fe, con el asentimiento de nuestra voluntad, y de la aceptación libre de un don consciente y responsablemente acogido, que puede ser gestado a continuación con nuestra fidelidad y dado después a luz con nuestras obras: nacer. Como consecuencia, aquella expresión tremenda de Salesio: “Aunque mil veces  (en Belén) pero no de ti hubiese Cristo nacido, eternamente quedarías perdido, adquiere su natural comprensión.

          La maternidad de la Virgen María y también la del discípulo, consiste, por tanto, en concebir a Jesús por su fe, acogerlo y guardarlo en su seno por su fidelidad, y darlo después a luz en el tiempo oportuno, para que pueda cumplir su misión: "Concebirás y darás a luz un hijo: Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados"; "el que escucha la palabra de Dios y la guarda, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre." La maternidad de María, por tanto, comienza con el: “Hágase en mí” de su libertad amorosa. Es prioritario, por tanto, el concebir por la fe, sin lo cual no hay nacimiento posible, tal como Isabel dijo a María: "Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá", llamándola ya desde entonces, madre del Señor. Portadora de Cristo, vivo en ella, hace ya posible que Juan e Isabel queden llenos del Espíritu Santo, exulten y profeticen. 

              ¡Que así sea para nosotros, feliz y familiar esta Navidad!     

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Domingo 34º del TO A Cristo Rey

 Domingo 34º del TO A. Solemnidad de Cristo Rey

(Ez 34, 11-12.15-17; 1Co 15, 20-26ª.28; Mt. 25, 31-46)

(cf. Lunes 1º de Cuaresma; Conmemoración de los fieles difuntos) 

1        Exégesis previa

2        Homilía         

“La Iglesia, norma de juicio ante las naciones”

(Serán congregadas delante de él todas las naciones[1])

 

          Con mucha frecuencia este texto es usado incluso por el Magisterio, como apoyo de la incuestionable tesis -sobre todo en un contexto de Cristiandad- de las obras de misericordia, que en los necesitados encuentran al Señor. Pero la validez de esta actualización y de otras similares, impide en ocasiones a este texto expresar la riqueza propia de su significado e incluso exponer contenidos más específicos. 

          Esta palabra tiene una virtud muy concreta de presentar a los discípulos y por tanto a la Iglesia, en su misión salvífica, como norma de juicio ante las naciones, y analogía del Verbo encarnado, a través de la filiación divina que los constituye en hermanos de Cristo, y miembros de su cuerpo místico. “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? 

          El apelativo de “pequeños”, está suficientemente aplicado en el Evangelio a los discípulos y a los enviado a asumir la acogida o el rechazo de las naciones  en nombre de Jesús: “Todo aquel que dé de beber tan solo un vaso de agua fresca a uno de estos  pequeños  por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa” (Mt 10, 42), cf. (Mc 9, 41 y 42;  Mt 18, 4 – 6. 10. 14; Lc 10, 21). San Juan Crisóstomo lo expresa de la siguiente manera: 

          Mas si son sus hermanos, ¿por qué los llama pequeñitos? Por lo mismo que son humildes, pobres y abyectos. Y no entiende por éstos tan sólo a los monjes que se retiraron a los montes, sino que también a cada fiel aunque fuere secular; y, si tuviere hambre, u otra cosa de esta índole, quiere que goce de los cuidados de la misericordia: porque el bautismo y la comunicación de los misterios le hacen hermano.  (San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 79, 1). 

          Por muy somera que quiera hacerse la lectura de la expresión: “estos” hermanos míos más pequeños, ésta, no es aplicable sin más a cualquier tipo de pobres y necesitados de la tierra, sino que implica una pertenencia a Cristo: “Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, os aseguro que no perderá su recompensa” (Mc 9, 41); cf.(Mt 10, 42). Además, el adjetivo “estos”, sitúa en el discurso, al grupo de los “hermanos más pequeños”, separadamente al grupo de la derecha y al de la izquierda, frente a las naciones y fuera de ellas, junto a sí, porque constituyen un sujeto distinto a aquellos a quienes se aplica la bendición o la maldición. Ambos, benditos y malditos, son relacionados con los “pequeños hermanos”. El calificativo de  “hermanos míos”, corresponde más bien, al de “hijos de mi Padre celeste”, a los cuales Cristo pone la premisa del amor a sus enemigos para merecerlo (Mt 5, 44);  implica además la posesión del Espíritu del Hijo, y no solo la condición de meros menesterosos y desheredados. Así lo afirma San Jerónimo: 

          Libremente podíamos entender que Jesucristo hambriento sería alimentado en todo pobre, y sediento saciado, y de la misma manera respecto de lo otro. Pero por esto que sigue: "En cuanto lo hicisteis a uno de mis hermanos", etc., no me parece que lo dijo generalmente refiriéndose a los pobres, sino a los que son pobres de espíritu, a quienes había dicho alargando su mano: "Son hermanos míos, los que hacen la voluntad de mi Padre" (Mt 12,50).  San Jerónimo. 

          A sus “hermanos más pequeños”, Cristo ha dicho: “Quien a vosotros recibe a mí me recibe” (Mt 10, 40). “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha” (Lc 10, 16). Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian; a todo el que te pida, da y al que te robe lo que es tuyo, no se lo reclames”, cf. (Lc 6, 27 – 35). Por eso, es a “las naciones” a quienes dice: “Tuve hambre –en la persona de mis hermanos más pequeños- y no me distéis de comer, tuve sed y no me distéis de beber”, y lo que sigue. Sois benditos, o malditos, porque en “estos”, mis enviados, me recibisteis o me rechazasteis a mí: En verdad, en verdad os digo: quien acoja al que yo envíe, me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a aquel que me ha enviado.”  (Jn 13, 20). “Yo soy Jesús a quien tú persigues” (Hch 9, 5). Esta es la visión de Orígenes: 

            Se escribió a los fieles: "Vosotros sois cuerpo de Cristo" (1Cor 12,27) Luego así como el alma que habita en el cuerpo, aun cuando no tenga hambre respecto a su naturaleza espiritual, tiene necesidad, sin embargo, de tomar el alimento del cuerpo, porque está unida a su cuerpo, así también el Salvador, siendo El mismo impasible, padece todo lo que padece su cuerpo, que es la Iglesia.                                                             (Orígenes, in Matthaeum, 34). 

          También Israel es un pueblo de hermanos de Jesús distinto de las naciones, pero distinto también hasta el presente de “sus hermanos más pequeños” por quienes será juzgado: “Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel”. (Mt 19, 28). Dice San Agustín: 

          Con el nombre de ángeles designó también a los hombres, que juzgarán con Cristo, pues siendo los ángeles nuncios, como a tales consideramos también a todos los que predicaron a los hombres su salvación.                                   (San Agustín, sermones, 351,8).           

          La interpretación de que “mis hermanos más pequeños” se refiere únicamente a los pobres y menesterosos, implica una concepción secularista, en la que la Iglesia pierde su carácter de “sacramento de salvación”, a la vez que relativiza su misión evangelizadora, que como dice Cristo en el Evangelio, es una verdadera “regeneración” del mundo que ha perdido la Vida a causa del pecado. En tal caso, bastarían las obras asistenciales de filantropía que cualquier hombre puede realizar sin Jesucristo para redimir al mundo. El envío de Cristo a los discípulos a todas las naciones, de modo que “el que crea se salvará y el que se resista a creer se condenará”, queda sin sentido por la interpretación secularizante que elimina toda componente trascendente y escatológica de la predicación cristiana. 

          Si es suficiente el ejercicio de las obras asistenciales, ¿dónde quedan la fe, el perdón de los pecados y el testimonio? (Mt 10, 32s); ¿dónde la redención de Cristo, el don del Espíritu y la vida nueva? ¿Para qué el “vosotros sois la sal de la tierra, la luz del mundo y el fermento? La misión de la Iglesia se reduciría a la creación de dispensarios para la distribución de alimentos, y a la formación de visitadores de cárceles y hospitales, cosas a las que tristemente se reduce la pastoral de muchas de nuestras parroquias olvidando de hecho su misión fundamental. 

Homilía

 

Domingo 34 del TO A. Solemnidad de Cristo Rey

(Ez 34, 11-12.15-17; 1Co 15, 20-26ª.28; Mt. 25, 31-46)

(Cf. Lunes 1º de Cuaresma; Conmemoración de los fieles difuntos) 

Queridos hermanos: 

          Celebramos a Cristo Rey del Universo, alfa y omega de la historia. Principio y fin de la salvación de Dios; instauración del Reino de su amor misericordioso. Para celebrar esta solemnidad la primera lectura nos habla del pastor. Un pastor vive con el rebaño, come con él, duerme al raso; no hay vida más dura que la del pastor, llueva, truene o haga sol. Así es nuestro rey. Para eso se ha hecho hombre, aceptando ser acogido o rechazado hasta la muerte de cruz. Así es nuestro rey. ¡Viva Cristo Rey! decían los mártires, y como él reinaban, perdonando a los que los mataban.

          La palabra de hoy nos presenta a Cristo como rey-pastor, sentado en su trono de gloria, para pastorear con justicia y retribuir con el Reino a las naciones, según la acogida y adhesión a Dios, por la fe en quien Él ha enviado, y en la persona de sus discípulos, sus “pequeños hermanos”. Él ha conducido, alimentado, cuidado, y defendido a su rebaño, y ahora en su buen gobierno, juzga entre ovejas y machos cabríos la acogida o el rechazo de su palabra de salvación.

          Frente a esta Palabra, los discípulos, no sólo debemos tomar conciencia de nuestra realidad ontológica de “hijos del Padre” y de “hermanos de Cristo”, sino también de nuestra misión de “pequeños”, mediadora de la salvación de Cristo a las naciones: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe”. Misión de destruir la muerte del mundo en nuestros propios cuerpos, constituidos en miembros de Cristo, pues “mientras nosotros morimos, el mundo recibe la vida”, (cf. 2Co 4, 12).

          Esta palabra hace presente la misión salvadora de la Iglesia, y nos exhorta a permanecer unidos al grupo de los “hermanos más pequeños de Jesucristo”, que la han encarnado en el mundo, siendo por tanto objeto del rechazo o de la acogida de los hombres, que en ellos lo han hecho a Cristo mismo.

          Los cristianos, con el espíritu de Cristo, hacemos presente en nuestros cuerpos la escatología. Sobre nosotros se ha anticipado el juicio de la misericordia divina (Jn 3, 18). Somos conscientes de haber acogido al Señor, y triunfantes por haber permanecido unidos a la vid, somos norma de juicio para las gentes, y paradigma de salvación o de condenación, frente al que serán medidas “todas las naciones” (Mt 25, 35 y 36. 42 y 43).

          Cuando un cristiano o una comunidad cristiana escucha la proclamación de esta Palabra, debe saberse situar en el grupo de los “hermanos más pequeños del Señor”, junto a él y frente a las naciones. Debe ser consciente de la salvación que gratuitamente ha recibido, y por la cual vive. Debe recordar perfectamente los padecimientos sufridos por el testimonio de Jesús y sobre todo las consolaciones de haber visto su palabra acogida por tanta gente, sobre la cual ha visto irrumpir el Reino de Dios en el gozo del Espíritu Santo, cuando como siervo inútil, ha encarnado al mensajero de la Buena Noticia.

          Por eso, al escuchar esta Palabra y ver que aún es tiempo de salvación y de misericordia, su celo se robustece pensando en aquellos que aún no la han conocido. Su vigilancia se renueva, pues por nada quisieran abandonar el lugar  glorioso cercano a su Señor en el día del juicio, ni dejar su puesto en la Iglesia o ser despojados de él por el enemigo que constantemente “ronda buscando a quien devorar”. Contemplan también las obras santas que les concede realizar Aquél que los conforta, por el cual están crucificados para el mundo, y no viven ya para sí, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos.

          Son  ellos, los hambrientos por Cristo, los desnudos, los presos, los enfermos, en los que Cristo es acogido o rechazado. No es ya su vida la que viven, sino que Cristo vive en ellos. Pero si al escuchar esta Palabra, caen en la cuenta de que ya el Maligno les ha desposeído de su puesto junto a los “hermanos más pequeños”, si ya se ven grandes y opresores, e hijos de otro padre, esta Palabra les llama nuevamente, porque si nosotros somos infieles, Él, permanece fiel. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

 

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[1] En las 431 ocasiones que la Escritura emplea el término “naciones”, el término está referido a los pueblos paganos que no han llegado a la fe y no al pueblo de la Antigua, o de la Nueva Alianza.

 

Domingo 33º del TO A

 Domingo 33º del TO A  (cf. miércoles 33, sábado 21)

(Pr 31, 10-13.19-20.30-31; 1Ts 5, 1-6; Mt 25, 14-30) 

Queridos hermanos: 

          Este penúltimo domingo, ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la venida próxima del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, y a la preparación cósmica del acontecimiento decisivo para toda la creación.

          La palabra de este domingo nos presenta el sentido de la vida, como un tiempo de misión para hacer fructificar el don del amor de Dios que hemos recibido por la efusión de su Espíritu. El amor es entendido como trabajo, en el servicio. Escuchando la primera lectura uno puede pensar cuál sea la función de un hombre con una mujer semejante, pero no hay que olvidar que para Israel, la actividad prioritaria del varón es el estudio de las Escrituras; después viene el cultivo de la tierra, y después todo lo demás. Es la actitud de servicio: de entrega y amor de esa mujer ideal de la que nos habla la primera lectura, la que centra la palabra del Evangelio, dando contenido al trabajo y al negociar de los siervos de la parábola. No es tanto lo que uno dé, cuanto lo que uno se da, como dijo el Señor a Oseas: “Yo quiero amor” Es la actitud de la viuda del Evangelio con sus dos moneditas. Los carismas, son el amor concreto con el que el Espíritu edifica a la Iglesia en función del mundo. Entonces nosotros, si hemos dado este fruto seremos llamados “siervo bueno y fiel, y seremos invitados a entrar en el gozo del Señor; y aquellos a quienes con nuestra vida y con nuestras palabras habremos ganado para el Señor recibirán su propia sentencia: “Venid benditos de mi padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”.

          El Señor que nos ha llamado a la misión y nos ha dado de su Espíritu, a cada cual según su capacidad, volverá a recibir los frutos y a dar a cada uno según su trabajo, una recompensa buena, apretada, remecida y rebosante, sin parangón con nuestros esfuerzos, según su omnipotencia y generosidad extremas. Como vemos en la parábola, el señor no se queda con nada. Incluso el que tiene diez, recibe el talento del siervo malo y perezoso. Es imposible hacernos una idea de los bienes que Dios ha preparado para los que le aman. San pablo sólo alcanza a decir que: “nuestros sufrimientos en el tiempo presente, no son comparables a la gloria que se ha de manifestar en nosotros, porque ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para quienes le aman.”

          Esta vida, con sus trabajos, sus sufrimientos y sus frutos,  es en realidad “lo poco” a lo que somos llamados a ser fieles, y que será “lo mucho” en una vida eterna, para nosotros, y para cuantos el Señor acoja en su gloria a través de nuestro servicio humilde. Las gracias recibidas y puestas por obra, habrán fructificado centuplicadas por la virtud de su Nombre, para su gloria, en la salvación de los hombres, alcanzándoles la herencia preparada para ellos desde la creación del mundo, participando del gozo de su Señor, que será pleno en ellos y en nosotros, que hemos puesto nuestra vida en ayudarlos a alcanzarlo, como el “siervo bueno y fiel”.

          El estar en vela del que habla san Pablo en la segunda lectura, consiste en la vigilancia de un corazón que ama, en consonancia con el don recibido. Pensemos en la esposa del Cantar de los cantares: “Mi corazón velaba y la voz de mi amado oí.”

          El amor es siempre actividad fecunda en el servicio, como vemos en la primera lectura y en el Evangelio. En cambio el pecado, como ruptura con el amor, produce el miedo ya desde el Génesis. En eso consiste la infidelidad del siervo malo: en hacer estéril la gracia recibida; en cambiar el amor en un miedo que lo paraliza en la desobediencia por la incredulidad; en romper con el amor mediante el juicio que lo corrompe, y como un miembro muerto, le hace tener que ser amputado para no exponer a todo el cuerpo a su propia gangrena. Quien habiendo recibido de Cristo su talento sólo vive para las cosas de la tierra, es como si lo enterrara; como si ocultara la luz debajo del celemín, dijo Orígenes: Cuando vieres alguno que tiene habilidad para enseñar y aprovechar a las almas, y que oculta este mérito, aunque en el trato manifieste cierta religiosidad, no dudes en decir que este tal recibió un talento y él mismo lo enterró (Orígenes, in Matthaeum, 33).

          A veces nos lamentamos de no alcanzar a comprender la grandiosidad de Dios, de su bondad y de su amor, pero esta incapacidad está en consonancia con la que tenemos de no darnos cuenta de la gravedad de nuestros pecados. Dios en su sabiduría va acrecentando la conciencia de nuestras faltas, en la medida que progresa nuestro conocimiento de Dios y madura en nosotros su amor. Lo segundo lleva a lo primero. La pecadora del Evangelio a la que se ha perdonado mucho, muestra en consecuencia mucho amor, porque ha recibido mucho. Ya dice san Juan que: “el amor no consiste en lo que nosotros hayamos amado a Dios, sino en lo que él nos amó primero.”

          Lo más importante es confiar en el Señor y servir a su generosidad con amor y a su amor con generosidad, sin mirar excesivamente al resultado, porque es Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de la viuda, no está en dar mucho o poco, sino en darse por entero.

          Dice Jesús: ”Mi Padre trabaja siempre, y yo, también trabajo”. Es la actividad constante del amor, que Cristo quiere en sus discípulos, para que tengan vida y fruto abundantes en la gran obra de la Regeneración. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.                                                                                                              www.jesusbayarri.com

Reflexión frente a la Pandemia

 Reflexión frente la “pandemia”

 

          Ya no importa mucho si el origen de la crisis ha sido, en realidad, preparado, diseñado, fabricado o difundido más o menos maléfica y estratégicamente, o si simplemente todo ha partido de un error o un descuido. Tampoco importa ya demasiado, que la alarma mediática haya podido ser programada o desorbitada. Puede ser sorprendente, eso sí, la adhesión generalizada de toda clase de estamentos nacionales e internacionales moviéndose al comando de organizaciones supranacionales, obedientes en ocasiones a poderes opacos o tramas espurias.

          Lo que es un hecho, es que dado el incremento desorbitado de perversión planetaria, a todos los niveles, que eufemísticamente podemos englobar bajo el concepto de un “ilusorio progresismo secularista” en el que Dios ha sido totalmente apartado, y dado que un segundo “diluvio universal” viene descartado en las Escrituras, ya desde algún tiempo atrás, se barruntaba que en cualquier momento podía estallar una “tormenta global”, sin poder saberse ni el cómo ni el cuándo, y personalmente suplicaba al Señor que fuera piadoso en su infinita bondad, a la hora de sacudir pedagógica, aunque firmemente, a “esta generación incrédula y perversa”, dándole la oportunidad de entrar en sí misma, para orientarse al Bien supremo, recuperando su lugar en la historia, hacia la plenitud de su predestinación bienaventurada.

          Es un hecho, que como un relámpago que brilla de oriente a occidente en medio de un cielo despejado y sereno, ha irrumpido este agente devastador al que hemos dado nombres diferentes, y que parece burlar toda expectativa racional, devorando aquí y allá  de forma insospechada, incontables víctimas, y provocando el colapso de las más insospechadas actividades de una sociedad inconsciente de su precariedad, pudiendo evocar aquellas palabras de san Pablo: “La presentación de este mundo se termina.”  

          Para quienes por la fe consideramos a Dios como Amor, causa primera de todo, aceptando ciertamente la existencia de segundas causas derivadas, pero ciertos de que la misericordia divina gobierna y conduce la historia, no podemos dudar que la precaria situación actual es ciertamente una “palabra de Dios” que se nos impone escuchar, aunque no sea fácil comprenderla y cueste asimilarla en profundidad. De hecho, en general, no se ha comprendido como tal.

          Siendo creaturas amadas de Dios, estamos a la expectativa de lo que el Señor tenga dispuesto para hacer reaccionar a este mundo que gira sobre sí mismo, convencido de su autosuficiencia para manejar la historia y el destino de la humanidad de espaldas a Dios, profanando la naturaleza en su creación. No es necesario, como estamos comprobando, modificar las leyes físicas que rigen el mundo, para detener la marcha de este planeta, que guía su trayectoria con la soberbia, la avaricia y la necedad. Basta un insignificante conglomerado de proteína inferior a una célula, para detener tanta prepotente autosuficiencia. Mucha agitación y poca reflexión y sabiduría, mientras el mundo debería detenerse a pensar, para comprender que esta vida no puede reducirse a comer, beber y divertirse; robar, protestar y mentir.

          Ante acontecimientos como los que están sucediendo a nuestro alrededor y que afectan a nuestro estatus de bienestar a ultranza, recurrimos inevitablemente a la acción, tomando medidas, y dando palos de ciego, como se suele decir, tratando de solucionar la problemática inmediata, porque no hay tiempo para buscar ante quien protestar o a quien culpar; siendo así, que juzgamos la perturbación que nos incomoda, como algo, lo más alejado posible de nuestra responsabilidad personal. Nos resistimos a reflexionar al respecto, aceptando la fatalidad como única causa aceptable, a la que hay que enfrentarse, superficialmente sin más.

          Una crisis global remite a una instancia global, ante la cual no son posibles ningún tipo de individualismos o particularismos; de sectarismos o supremacismos de ningún tipo, y todo debe conducir al reconocimiento de la propia incapacidad, y la nefasta autosuficiencia frente a la existencia, la supervivencia o la trascendencia tanto personal como colectiva. El problema entonces consiste en que si procedemos del azar, a él estamos abocados, pero no de forma hipotética y lejana sino próxima y constatable en carne propia, donde toda vana pretensión de superar la crisis primordial se desvanece. Es necesario acudir a la luz de la palabra divina para poder reencontrar el camino perdido y recuperar la dirección que nos oriente a la meta. Como dice la Escritura: Dios prende a los necios (que se creen sabios y poderosos) en su astucia, y tras una corrección ciertamente severa, del mal saca siempre el bien.

          “Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo?” (Lc 12, 56).

          “Habló el pueblo contra Dios, que envió contra él serpientes abrasadoras, y murió mucha gente. El pueblo dijo entonces: «Hemos pecado. Intercede por nosotros.» Moisés intercedió, y el Señor le dijo: «Hazte una serpiente abrasadora y ponla sobre un mástil. Todo el que  la mire, vivirá.»” (cf. Nm 21, 5-9).

          “Dios Todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos.» Le fue ordenado al ángel abrasar a los hombres con fuego, y no obstante, blasfemaron del nombre de Dios que tiene potestad sobre tales plagas, y no se arrepintieron dándole gloria (cf. Ap 16, 7-9).

          Los demás hombres que no fueron exterminados por estas plagas, no se convirtieron de las obras de sus manos; no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera. No se convirtieron de sus asesinatos ni de sus hechicerías ni de sus fornicaciones ni de sus rapiñas” (cf. Ap 9, 20-21).

          “Dice el Señor: Yo incluso os he dado falta de pan en todos vuestros lugares; ¡y no habéis vuelto a mí! Hice cesar la lluvia, a tres meses todavía de la siega; he hecho llover sobre una ciudad, y sobre otra ciudad no he hecho llover; una parcela recibía lluvia, y otra parcela, falta de lluvia, se secaba (y ardía); dos, tres ciudades acudían a otra ciudad a beber agua, pero no se saciaban; ¡y no habéis vuelto a mí! Os he herido, he secado vuestras huertas y viñedos; vuestras higueras y olivares los ha devorado la langosta; ¡y no habéis vuelto a mí! He enviado contra vosotros peste, he matado a espada a vuestros jóvenes; he hecho subir a vuestras narices el hedor de vuestros campamentos; ¡y no habéis vuelto a mí! Os he destruido como la destrucción divina de Sodoma y Gomorra, habéis quedado como un tizón sacado de un incendio; ¡y no habéis vuelto a mí!” (cf. Am 4, 6-11).

          “Surgirán muchos falsos profetas, que engañarán a muchos. Y al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de muchos se enfriará. Pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará. «Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin” (cf. Mt 24, 11-14).

          “Y si el Señor no abreviase aquellos días, no se salvaría nadie, pero en atención a los elegidos que él escogió, ha abreviado los días” (cf. Mc 13, 20).

          Cuando se multiplican estos minúsculos agentes de muerte y progresa la incapacidad de vencerlos, paralizando la vida de naciones enteras, bastaría una mirada de fe habiendo reconocido el extravío, para conjurar la amenaza mortal. En cambio, la autosuficiencia humana se niega a reconocer su impotencia y su impiedad, y es incapaz de levantar su mirada a un Dios en el que no cree, humillando su razón ebria de sí. Además hoy sería especialmente difícil una tal mirada, cuando han sido eliminados sistemáticamente los crucifijos, de la posición estratégica en la que la piedad cristiana tradicional los había colocado.

          El origen de las calamidades globales, hay que buscarlo en la apostasía y la depravación, la violación de la naturaleza, el aborto y el desprecio de la “ley divina” en general, porque aunque el hombre se empeñe en conseguirlo, no es posible separar la creación de su Creador pretendiendo impedir su corrupción, ni gobernar lo que ilusoriamente presume conocer. Ya el profeta Isaías, unos 750 años antes de nuestra era escribe:

          "El Señor estraga la tierra, la despuebla, trastorna su superficie y dispersa a sus habitantes: al pueblo y al sacerdote, al siervo y al señor; al que compra y al que vende; devastada y saqueada será la tierra profanada por sus habitantes, que traspasaron las leyes, violaron el precepto y rompieron la alianza eterna. Una maldición ha devorado la tierra por culpa de quienes la habitan" (Is 24, 1-6).

          El final está aún por verse. Dependerá de la corrección y la purificación con las que Dios quiera hacer reaccionar a la humanidad en espera de un juicio definitivo e imprevisible. De momento el Señor ha frenado las expectativas del mundo, situándolo en un vacío de sentido vital, mientras persigue un progreso ilusorio y una huida de la contingencia actual, que deja sin resolver el sempiterno problema  existencial de la muerte. El Señor ha acercado a nosotros la muerte que continuamente tratamos de olvidar, en este tiempo, y que nos aguarda a todos.

          Sólo Cristo ha reconquistado para el mundo su Predestinación gloriosa, venciendo la muerte y el pecado, para que el mundo tenga vida. Como dice la Escritura: Elige la Vida, que es Dios, y que se nos ha manifestado en Cristo, y que la Iglesia tiene la responsabilidad de proclamar, y la misión de ir formando la conciencia de esta sociedad, que se ha pervertido buscando su progreso de espaldas a Dios. La Iglesia debe ser, además, la casa de acogida para cuantos vuelven desilusionados de su extravío caminando abatidos como ovejas sin pastor.

          El mundo está cambiando ciertamente, y también la Iglesia destinada a iluminarlo y salarlo, está siendo purificada en su apertura al mundo, enderezando su camino hacia el monte de la cruz, con Cristo, para dar su vida por él. El combate contra el mal está servido y hay que vencerlo con la fuerza  del bien; con la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios, y enfrentando al diablo, que no prevalecerá contra el embate de la Iglesia.

          Nosotros hemos recibido armas poderosas del Señor, que nos han preparado para el combate, dándonos la Comunidad y la familia cristiana en el seno de la Iglesia, manteniéndonos en la unidad, y en el vínculo de la Paz, mientras el mundo ha ido pasando de un vivir píamente, a un vivir frívolamente, y a un vivir inicuamente, entre la indiferencia, la perversión y el escarnio de todo lo sagrado, precipitándose al abismo. El Señor paciente y misericordioso, sabe levantar, no obstante, las pústulas que infectan los miembros de sus creaturas, contagiados por un morbo mortal y no titubea al hacerlo en el momento oportuno. Derriba  al mundo soberbio y engreído que se yergue, y también al simple y descreído que se aliena, sometiéndolos a precaria postración y sometimiento. ¿Cómo detener al depredador que aniquila por doquier sin otra motivación que el retorno a la barbarie y a la ley de la selva?

          Ciertamente que, al detenerse la inercia y la actividad de un mundo arrastrado por un vivir inconsciente en el que se olvidan la brevedad de la propia vida y la necesidad de los demás, se despierta en nosotros la consciencia del otro, dado el hecho mismo de ser portadores de una naturaleza con vocación al amor. La imposibilidad añadida de evadir la relación cercana, ayuda a tomar conciencia de la presencia personal de los demás, y nos sorprende descubriéndonos el valor irreemplazable del otro. Cada persona es un mundo que encierra en sí mismo un tesoro, en ocasiones deformado, herido, y cubierto en multitud de casos por situaciones negativas, que desfiguran una personalidad digna del mejor de los reconocimientos posibles, y ocultan su incuestionable dignidad, por ser imagen y semejanza divina, recibida en la concepción y recuperada en su redención por la sangre de Cristo. Sería, por tanto, insuficiente el redescubrimiento de una existencia “comunitaria” pletórica de altruismo y filantropía, si fuese incapaz de conectarse con el Origen divino del “ser”, proveedor de sentido y consistencia para el recuperado coexistir, enraizándolo en el amor, y predestinándolo al Amor.

          Colapsa cuanto es interesado, superficial, vano, apariencia, y cuanto pretende fundamentarse en lo que es perecedero, transitorio, y carnal, y permanece lo auténtico, profundo, desinteresado, y duradero como el espíritu, llamado a cosechar vida eterna. El fuego consume cuanto está llamado a perecer, y sólo permanece lo destinado a resucitar purificado. San Pablo afirma que la fe se acabará y la esperanza ya no tendrá objeto; sólo el amor permanecerá, porque el amor es Dios, y con él, cuanto el amor haya fecundado. La oración tiene la virtud de fecundar lo que es de por sí caduco haciéndolo fructificar para la eternidad:       

          “Cuando vayas a orar, entra en tu aposento, cierra la puerta, y ora a tu Padre que está allí en lo secreto, y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará” (cf. Mt 6,6).  

 

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Martes 31º del TO

 Martes 31º del TO

Lc 14, 15-24 

Queridos hermanos: 

          Ante la exclamación: “¡Quien pudiera comer en el Reino de Dios!” Jesús responde con esta parábola que viene a decir: Eso depende de ti, porque Dios te llama en este momento y después llamará a todos. El Reino de los Cielos ha llegado y los que se hacen violencia a sí mismos lo arrebatan.

          Basta creer para comer del Reino. Para entender mejor esta palabra hay que recordar, cómo Dios ha invitado a Adán y Eva al Reino de la comunión con él, desde la creación, y el hombre ha rechazado la invitación; se ha hecho presente después en Egipto para invitar a los hebreos esclavos, a su Reino; y a los que han querido salir los ha sacado de allí, los ha limpiado en el desierto, los ha hecho un pueblo, y les ha dado una tierra. Esos son los primeros invitados de la parábola, que han olvidado que la promesa, no era sólo de liberación de la esclavitud física, sino también de la espiritual, de los ídolos del corazón.

 Con Cristo, Dios vuelve a llamar a los necesitados de salvación, comenzando por Israel, para devolverles la heredad que rechazaron los primeros padres en el Paraíso; pero la invitación no es sólo para ellos, sino para todos los hijos de Adán.

          Ante nosotros están pues, misericordia y responsabilidad, para orientar nuestra libertad y nuestra vida al Evangelio del Reino o alienarlas por la ilusión de los bienes de este mundo. “Hay de los hartos, y de los justos a sus propios ojos, porque se excluyen a sí mismos del Reino, rechazando la vestidura blanca de bodas. Dichosos, en cambio, los menesterosos que ahora tienen hambre, porque serán revestidos de dignidad y saciados.

          Por mucho que haga o por mucho que deje de hacer el hombre por entrar en el Reino, siempre será poco; siempre será don gratuito, incomparablemente superior a nuestra responsable aceptación de las exigencias del Reino.

          Con que facilidad, sin embargo, rechazamos la invitación del Señor por la complacencia de los ídolos del mundo, nosotros, los alejados, que hoy nos hemos convertido en invitados de primera hora.

La palabra viene hoy a llamarnos a la vigilancia, para no enredarnos en los asuntos mundanos y estar preparados a la llamada del Señor en cuanto llegue y llame. Dichoso el siervo a quien el Señor encuentre dispuesto. Escapará del llanto y el rechinar de dientes.

          La Eucaristía nos invita a entrar a su fiesta escatológica de la comunión, para recibir vida eterna, porque ¡el Reino de Dios ha llegado! Cristo es el Reino y nos invita al banquete de su cuerpo y de su sangre. 

          Que así sea.

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