Domingo 1º de Adviento C

 Domingo 1º de Adviento C 

(Jr 33, 14-16; 1Ts 3, 12-4, 2; Lc 21, 25-28.34-36) 

Queridos hermanos: 

Con el Adviento, la Iglesia concentra su atención en la contemplación de la venida del Señor y unida al Espíritu lo invoca: ¡Maran-athá! ¡Ven, Señor! ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

En efectovienen días” dice el Señor, que convulsionarán al mundo con “señales” terribles en el cielo, que llenarán de “angustia,  terror, y ansiedad” la tierra. Será misericordia de Dios para llamar a conversión a los que desoyendo su palabra han puesto su corazón en las creaturas y en las vanidades del mundo. Como dice la primera lectura, el Señor viene a implantar La justicia y el derecho en la tierra.

A la agitación de la naturaleza, se unirá el testimonio de los fieles que fortalecidos en la esperanza de las promesas, y sobreabundando en el amor, verán “confirmarse la palabra” del Señor: El retorno de su “Germen justo, el Señor nuestra justicia”,  nuestro Señor Jesucristo; “verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria”, que viene a liberarlos.

El combate contra los enemigos habrá concluido. La carne estará sometida al espíritu y la apariencia de este mundo habrá pasado. El corazón ejercitado en la sobriedad estará pronto a recibir al Señor y en pie lo acogerá.

Excitar el deseo de la venida del Señor, es la obra del amor que vela porque ansía la presencia del ser amado, y nada le da sosiego en la ausencia sino el esperar. Indiferente a cualquier otro estímulo, cualquier padecer es para sí insignificante. Su gozo es amar y su complacencia está fuera de sí, entregada. Compadecido el Señor, del triste desamor humano, busca al hombre, lo llama cuando lo encuentra y lo salva cuando se acerca llenándolo de amor.

Así nosotros, podemos saber por el ansia con que deseamos  el momento de su venida, si amamos al Señor o si nuestra complacencia está en los ídolos de este mundo que pasa. Si anhelamos la liberación del Señor, o para nosotros su venida será como la de un ladrón que viene a desposeernos de todo cuanto siendo suyo, hemos querido adueñarnos y atesoramos como propio.

Que este tiempo nos ayude a vivir en esta espera dichosa de su retorno, Llena de su ausencia, para que vigilantes y amantes le acojamos en cuanto llegue y llame.

¡Ven Señor! 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves 34º del TO

 Jueves 34º del TO 

Lc 21, 20-28 

Queridos hermanos: 

Ante el Adviento, la Iglesia concentra su atención en la contemplación de la venida del Señor, y unida al Espíritu lo invoca: ¡Maran-athá! ¡Ven, Señor! ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

Esta palabra centrada en la venida del Señor, está en conexión con la profecía de Malaquías: “vendrá a su templo el Señor... será como fuego de fundidor y como lejía de lavandero.” El templo contaminado con la abominación de la desolación, será arrasado y con él, Jerusalén sufrirá las consecuencias de su idolatría. Así también en la última venida del Señor, no sólo Jerusalén, sino toda la creación será purificada de los ídolos y de la corrupción a la que la sometió el pecado. Nosotros, ante la venida intermedia del Señor, también debemos apartar el corazón de toda idolatría no sea que la purificación nos traiga como consecuencia nuestra destrucción.

          En efectovienen días” dice el Señor, que convulsionarán al mundo con “señales” terribles en el cielo, que llenarán de “angustia,  terror, y ansiedad” la tierra. Será misericordia de Dios para llamar a conversión a los que desoyendo su palabra han puesto su corazón en las creaturas y en las vanidades del mundo.  

A la agitación de la naturaleza,  seguirá el retorno del “Germen justo, el Señor nuestra justicia”, nuestro Señor Jesucristo; “verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria”, que viene a liberar a los justos.

Después, el combate contra los enemigos habrá concluido. La carne estará vencida y la apariencia de este mundo habrá pasado. El corazón ejercitado en la sobriedad estará pronto a recibir al Señor y en pie lo acogerá.

Excitar el deseo de su venida, es la obra del amor que vela porque ansía la presencia del ser amado, y nada le da sosiego en la separación sino el esperar. Indiferente a cualquier otro estímulo, cualquier padecer es para sí insignificante. Su gozo es amar y su complacencia está fuera de sí entregada. Compadecido del triste desamor o amor de sí, el Amor busca al amado para perderse y se pierde para encontrarlo. Lo llama cuando lo encuentra y lo salva cuando se acerca llenándolo de sí. 

          ¡Ven Señor! 

          Que así sea.

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Domingo 34º del TO B Cristo Rey

 Domingo 34º B, Cristo Rey

(Dn 7, 13-14; Ap 1, 5-8; Jn 18, 33-37) 

Queridos hermanos : 

          Dios no ha querido permanecer alejado del pueblo que ha creado, formado y bendecido, sino que ha querido ser su sabiduría, su guía y su defensa; ha querido ser su rey. Por su parte el pueblo en tiempos de Samuel ha querido asimilarse a los pueblos vecinos y ha pedido un rey. Dios ha dicho entonces a Samuel: “«Haz caso a todo lo que el pueblo te dice. Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos.». El pueblo irá comprendiendo a lo largo de su historia, los inconvenientes de seguir los impulsos libertarios, ilustrados, y cosmopolitas, de su corazón, cambiando el yugo del Señor por el de los hombres. Sólo con David el pueblo parece haber alcanzado la grandeza humana del reino, que no deja de ser tan fugaz como la vida misma de una generación. Siendo así el reino de los hombres, el corazón del pueblo se vuelve al añorado reinado teocrático como ideal alentado por los profetas, que se convierte en el motivo central del Nuevo Testamento en boca del Precursor: “El Reino de Dios está cerca”, y es testificado por el Señor de forma progresiva: “El Reino de Dios ha llegado; está dentro de vosotros, y es Buena Nueva para los pobres de espíritu, y para los perseguidos por causa de la justicia, que claman a Dios día y noche: “Venga tu Reino y su justicia”, como prioridad absoluta de vida, en el cumplimiento de la voluntad de Dios, manifestada por su Cristo, y trasmitida por sus enviados, en medio de la persecución del reino de este mundo, instigada por su príncipe el diablo, que es precipitado, como un rayo,  de su encumbramiento en el corazón de los hombres.

          Para hacer volver a sí el corazón de su pueblo, Dios, según la palabra dada al profeta Ezequiel, tendrá que darles en Cristo “un corazón nuevo y un espíritu nuevo.” Un nuevo nacimiento del agua y del Espíritu, que lo haga “pequeño” como un niño, para poder franquear la entrada estrecha de su Reino. La predicación de Cristo comenzará, pues, diciendo: “Convertios porque el Reino de Dios ha llegado.” Dios, en Cristo, quiere que el corazón del hombre vuelva a Él para su bien, sacándolo de la seducción del reino “autónomo, emancipado, progresista, de este mundo y del yugo de su príncipe el diablo. “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mi que soy manso y humilde de corazón, porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.  Pero la predicación de Cristo, como semilla sembrada en el corazón de su pueblo no sólo no ha sido escuchada, sino que a la pregunta de Pilato «¿A vuestro rey voy a crucificar?» Replicarán los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que el César.» En efecto, también el enemigo ha ido sembrando su cizaña, que sólo el día de la siega será separada, y quemada. La semilla divina sembrada en la humildad de nuestra carne, crecerá por virtud de su potencia y se propagará por su gracia, mostrando la grandeza de su valor a quienes la posean.

          Este Reino que salta con Cristo resucitado a la gloria del Padre, permanece aquí como puerta abierta, acogiendo en su seno nuevos hijos, a quienes la Iglesia guardiana de sus llaves, abre su acceso, como administradora de la justicia y la misericordia divinas, a lo largo de toda la jornada humana, en la que muchos últimos adelantan a primeros, mientras es anunciado en el mundo entero el Evangelio, hasta ser arrebatada toda ella por el Rey en su regreso glorioso, y sus hijos reciban la herencia del Reino preparado para ellos desde la creación del mundo. Reino sin fin.

          Cuando Cristo fue anunciado como rey por los magos de oriente, fue perseguido por Herodes; cuando fue aclamado rey por los niños de Jerusalén, fue reprendido por los sacerdotes, y cuando fue presentado como rey por Pilato fue coronado de espinas y crucificado, y con él fue rechazada la realeza de su testimonio de la Verdad del amor de Dios. El amor de Cristo visible en sus obras, da testimonio de Cristo; de que el amor del Padre es verdad en él: “Las obras que hago dan testimonio de mi” (Jn 10, 25). Sólo su victoria sobre la muerte testificará la veracidad de su testimonio: ¡Dios es amor!, y la falsedad de la insinuación del diablo (Ge 3, 4-5). Nosotros somos llamados a testificar la realeza de Cristo con nuestro amor más que con palabras. “No amemos de palabra ni de boca sino con obras y según la verdad. En esto conocemos que somos de la verdad (1Jn 3, 19).” Los mártires han testificado a Cristo gritando: ¡Viva Cristo rey!”, pero más aún amando y perdonando a sus asesinos como Cristo mismo.

          Cristo quiere que su Reino sea acogido por la fe y no por el interés, y así: “Sabiendo Jesús que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo.” Quiere que reconozcamos su testimonio como Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel»; quiere que entremos en su Reino, como el ladrón crucificado con él: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino; que los hombres sean colocados a la derecha por el Rey para que escuchen la gloriosa sentencia: “Venid benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 33º del TO B

 

Domingo 33º  del TO 

(Dn 12, 1-3; Hb 10, 11-14.18; Mc 13, 24-32). 

Queridos hermanos: 

Este penúltimo domingo, ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la próxima venida del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, y a la preparación cósmica del acontecimiento decisivo para toda la creación.

Todas las generaciones de la Iglesia han pensado que la venida del Señor era inminente, y podemos creer que se equivocaron porque seguimos esperando, pero no es así. Es el Espíritu quien suscita en la Iglesia esta tensión, generación tras generación, para ayudarla a vivir sin poner su seguridad en este mundo que pasa y poner su confianza en el Señor. Lo importante no es que el Señor venga ahora o que tengamos que esperar todavía, sino que no perdamos esta tensión, y esta esperanza propias del amor, y que iluminan las tinieblas de este mundo.

Ante el nacimiento de cielos nuevos y tierra nueva, la apariencia de este mundo terminará, se desvanecerán las seguridades mundanas, y la angustia se apoderará de los que se apoyan en él. “Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión!” (1Co 15, 19). En cambio, la esperanza de los creyentes se fortalecerá y se acrecentará su gozo ante la cercanía del cumplimiento de la promesa. ¡Viene el Señor!

El plan de Dios llegará a su fin y aparecerá un pueblo santificado que tomará posesión del Reino de Dios. La purificación final será angustiosa pero cargada de esperanza, como los dolores del alumbramiento. Que se alegren los oprimidos por la injusticia, los atribulados por el dolor y todos los que aman al Señor, porque vendrá para hacer justicia y los llevará con él para siempre y ya no habrá más luto, ni llanto, ni dolor, y se colmarán las ansias de su corazón.

Sabemos que hay distintas venidas del Señor, y todas tienen su preparación y su anuncio con señales, pero lo importante es que: ¡Viene el Señor! Para el discernimiento de las señales precursoras se necesita la vigilancia del amor, que se abre a la misión del testimonio de la misericordia y alcanza la salvación. El fuego del Espíritu, en efecto, impulsa a los fieles, que no permanecen inactivos aguardando la venida del Señor, sino en su seguimiento, que se caracteriza en ellos por el testimonio de Jesús, (Ap 12, 17) enseñando a todos la luz de la justicia, que los hará brillar como astros por toda la eternidad (Dn 12, 3).

Cada generación está llamada a enfrentar este acontecimiento en la medida que le corresponde; “pero cuando El Hijo del hombre venga ¿encontrará la fe sobre la tierra? Velad y orad para que no caigáis en tentación.

          Cristo se entregó para vencer al diablo, que será sometido definitivamente en su advenimiento, “cuando todos sus enemigos sean puestos bajo sus pies”, como dice la Carta a los Hebreos; entonces “sus elegidos”, los justos, serán reunidos junto a él para siempre. Es cierto que Cristo vino a llamar a los pecadores (cf. Mt 9, 13), porque sólo los justos serán “elegidos” como dice san Pablo: “Muchos son los llamados y pocos los elegidos”. ¡No os engañéis! Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios. Y tales, fuisteis algunos de vosotros. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios (1Co 6, 9-11); a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 30).

          Este, es pues, un tiempo de espera para la conversión de los pecadores, y tiempo de oración para “sus elegidos, que están clamando a él día y noche” como en la parábola de la viuda importuna (Lc 18, 1-8). Tiempo de misericordia y de paciencia de Dios, “año de gracia del Señor” que, quiere que todos los hombres se salven, y también de paciencia, en la esperanza de la promesa, para los justos, a los que se “hará justicia pronto”, cuando venga el Señor. Tengamos presente que tan grande como la misericordia del Señor es su justicia, y que habrá un juicio sin misericordia, según las palabras de Santiago, para quien no acogiendo el don gratuito de la misericordia, no practicó la misericordia.

          Este final es en realidad el comienzo de la vida dichosa, ante la cual todo es preparatorio e insignificante, porque pasará la figura de este mundo: “en un instante, en un pestañear de ojos”.

          Que la Eucaristía que ahora nos congrega en torno a la entrega de Cristo, nos una y nos disponga para acogerlo en el don total de su Parusía. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 32º del TO B

 Domingo 32º del TO B 

(1R 17, 10-16; Hb 9, 24-28; Mc 12, 38-44) 

Queridos hermanos: 

          Como en el caso de la samaritana, Cristo se sienta hoy frente al tesoro a esperar a una mujer y complacerse en su entrega. La viuda en la Escritura es siempre figura de la precariedad existencial junto al huérfano y al extranjero, y es Dios mismo quien se constituye en su valedor, instando la piedad de los fieles en su protección. En consecuencia, la viuda piadosa es siempre modelo para los fieles, de la confianza y del abandono en Dios, propios de la fe: “La que de verdad es viuda, tiene puesta su esperanza en el Señor y persevera en sus plegarias y oraciones noche y día” (1Tm 5,5); la acompaña el testimonio de sus bellas obras: haber educado bien a los hijos, practicado la hospitalidad, lavado los pies de los santos, socorrido a los atribulados, y haberse ejercitado en toda clase de buenas obras (1Tm 5, 10). A la consideración y adquisición de esas cualidades quiere el Señor llevar a sus discípulos en el Evangelio y a nosotros hoy con su palabra presentándonos a estas viudas.

          Pecar contra las viudas que se acogen al Señor, abusando de su humana desprotección como hacen los escribas del Evangelio, supone enfrentarse directamente al juicio del Señor, su defensor, y consolador de su llanto: el hizo justicia a Tamar, resucitó al hijo de la viuda de Sarepta por medio de Elías, socorrió a la viuda del siervo del profeta por medio de Eliseo (2R 4), socorre a la viuda importuna del Evangelio; y devuelve su hijo a la viuda de Naín.

          Para la edificación de su pueblo, Dios, suscita carismas que lo enriquecen y lo perfeccionan. Así, la virginidad hace presente a la comunidad que sólo Dios basta. Claro está, que no todo el que permanece célibe puede ser considerado poseedor del carisma de la virginidad. También las viudas son un carisma que hacen presente a la comunidad la total dedicación y el abandono en Dios, en quien se pone toda la confianza, esperando sólo en su providencia el remedio de nuestras necesidades. Tampoco en este caso podemos atribuir el carisma de viuda a toda mujer que ha perdido a su marido.

          Si cabeza de la mujer es su esposo, como dice san Pablo; la Iglesia tiene a Cristo, su cabeza, en el cielo, por lo que podemos atribuirle justamente la condición de viuda, como también a cada alma fiel, que debe vivir como la Iglesia, abandonada en su Señor, y confiando plenamente en él. El peligro consiste en tratar de sustituir en el corazón al Esposo por el marido (baal), como la samaritana del Evangelio; sustituir la precariedad en el Señor, por la “seguridad” del ídolo, que da el dinero.

          La viuda pobre del Evangelio, opta por el Señor, que ve lo escondido de su corazón y lo precario de su situación; ella entrega su vida mientras otros dan lo accesorio; ella se entrega entera, mientras otros quedan al margen de su dádiva; ella da cuanto necesita, mientras ellos parte de sus sobras; si Dios provee para ella todavía un tiempo de subsistencia, continuará en esta vida y si no, comenzará a vivir eternamente en el Señor, en quien puso su confianza. Es mejor la precariedad, confiando en Dios, que la pretendida seguridad de la abundancia. La palabra de Dios, en efecto, hace inagotables nuestras miserables “orzas” y “tinajas”, como en el caso de la viuda de Sarepta.

          Sólo en Dios, está la vida perdurable y de él depende cada instante de nuestra existencia. Como dice el Señor en el Evangelio: “Aún en la abundancia, la vida no está asegurada por los bienes.” Sabiduría es saber vivir pendientes de su voluntad y abandonados a su providencia. Necedad, en cambio, es hacer de los bienes la seguridad de nuestra vida. Lo entregado a Dios permanece para siempre, y lo reservado para uno mismo, se corrompe. Lo que valoriza el don es la parte de la persona involucrada. No tanto lo que uno da, sino lo que uno se da.

          Que el don total de Cristo que nos presenta la carta a los hebreos, y que se nos ofrece en la Eucaristía, encuentre en nosotros la correspondencia de nuestra fe.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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