Domingo 33º del TO B
(Dn 12, 1-3; Hb 10, 11-14.18; Mc 13, 24-32).
Queridos
hermanos:
Este penúltimo domingo, ante el final
del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la
historia, la liturgia dirige una mirada a la próxima venida del Señor, como
juez, a quien hay que rendir cuentas, y a la preparación cósmica del
acontecimiento decisivo para toda la creación.
Todas las generaciones de la Iglesia han
pensado que la venida del Señor era inminente, y podemos creer que se
equivocaron porque seguimos esperando, pero no es así. Es el Espíritu quien
suscita en la Iglesia esta tensión, generación tras generación, para ayudarla a
vivir sin poner su seguridad en este mundo que pasa y poner su confianza en el
Señor. Lo importante no es que el Señor venga ahora o que tengamos que esperar
todavía, sino que no perdamos esta tensión, y esta esperanza propias del amor,
y que iluminan las tinieblas de este mundo.
Ante el nacimiento de cielos nuevos y
tierra nueva, la apariencia de este mundo terminará, se desvanecerán las
seguridades mundanas, y la angustia se apoderará de los que se apoyan en él. “Si solamente para esta vida tenemos puesta
nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión!”
(1Co 15, 19). En cambio, la esperanza de los creyentes se fortalecerá y se
acrecentará su gozo ante la cercanía del cumplimiento de la promesa. ¡Viene el
Señor!
El plan de Dios llegará a su fin y
aparecerá un pueblo santificado que tomará posesión del Reino de Dios. La
purificación final será angustiosa pero cargada de esperanza, como los dolores
del alumbramiento. Que se alegren los oprimidos por la injusticia, los
atribulados por el dolor y todos los que aman al Señor, porque vendrá para
hacer justicia y los llevará con él para siempre y ya no habrá más luto, ni
llanto, ni dolor, y se colmarán las ansias de su corazón.
Sabemos que hay distintas venidas del
Señor, y todas tienen su preparación y su anuncio con señales, pero lo
importante es que: ¡Viene el Señor! Para el discernimiento de las señales
precursoras se necesita la vigilancia del amor, que se abre a la misión del
testimonio de la misericordia y alcanza la salvación. El fuego del Espíritu, en
efecto, impulsa a los fieles, que no permanecen inactivos aguardando la venida
del Señor, sino en su seguimiento, que se caracteriza en ellos por el
testimonio de Jesús, (Ap 12, 17) enseñando a todos la luz de la justicia, que
los hará brillar como astros por toda la eternidad (Dn 12, 3).
Cada generación está llamada a enfrentar
este acontecimiento en la medida que le corresponde; “pero cuando El Hijo del hombre venga ¿encontrará la fe sobre la
tierra? Velad y orad para que no caigáis en tentación.
Cristo se entregó para vencer al
diablo, que será sometido definitivamente en su advenimiento, “cuando todos sus enemigos sean puestos bajo
sus pies”, como dice la Carta a los Hebreos; entonces “sus elegidos”, los justos, serán reunidos junto a él para siempre.
Es cierto que Cristo vino a llamar a los pecadores (cf. Mt 9, 13), porque sólo
los justos serán “elegidos” como dice san Pablo: “Muchos son los llamados y pocos los elegidos”. “¡No os engañéis! Ni
impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni
ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán
el Reino de Dios. Y tales, fuisteis algunos de vosotros. Pero habéis sido
lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del
Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios (1Co 6, 9-11); a los que
llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los
glorificó” (Rm 8, 30).
Este, es pues, un tiempo de espera
para la conversión de los pecadores, y tiempo de oración para “sus elegidos, que están clamando a él día y
noche” como en la parábola de la viuda importuna (Lc 18, 1-8). Tiempo de
misericordia y de paciencia de Dios, “año
de gracia del Señor” que, quiere que todos los hombres se salven, y también
de paciencia, en la esperanza de la promesa, para los justos, a los que se “hará justicia pronto”, cuando venga el
Señor. Tengamos presente que tan grande como la misericordia del Señor es su
justicia, y que habrá un juicio sin misericordia, según las palabras de
Santiago, para quien no acogiendo el don gratuito de la misericordia, no practicó
la misericordia.
Este final es en realidad el comienzo
de la vida dichosa, ante la cual todo es preparatorio e insignificante, porque
pasará la figura de este mundo: “en un
instante, en un pestañear de ojos”.
Que la Eucaristía que ahora nos
congrega en torno a la entrega de Cristo, nos una y nos disponga para acogerlo
en el don total de su Parusía.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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