Viernes 2º de Cuaresma

Viernes 2º de Cuaresma

Ge 37, 2-4.12-13.17-28; Mt 21, 33-43.45-46

Queridos hermanos:

          El tema de la viña lo han tratado Isaías, Jeremías, y Ezequiel, y Cristo lo utiliza también en varias ocasiones. La viña hace referencia a los frutos, y por tanto está en función del mundo, al que debe proporcionar dulzura y alegría, como la sal sabor, o la luz claridad. Esta misión de la viña, aplicable a Israel o a la Iglesia, nos hace presente que las uvas deben ser pisadas, la sal debe disolverse y la luz debe consumirse para servir. El servicio, y por tanto el amor, es siempre un morir a sí mismos, por el otro. José llevará salvación a Egipto, a costa de ser rechazado, vendido y encarcelado, pero el amor de Dios está detrás conduciendo la historia. Lo mismo Cristo, para salvar deberá ser rechazado y morir. Si tanto Israel como la Iglesia, en lugar de darse, se apropian de los dones de Dios para sí mismos, dejan de cumplir su misión, y de ser útiles para el mundo, y Dios entregará a otros sus dones. Al interior del pueblo ocurre lo mismo con los jefes y los pastores, que deben conducir a Dios, al pueblo, o ser infieles a su misión: “Se os quitará el Reino de Dios”.

          La maldad proverbial de los siervos de la parábola puestos al cuidado de la viña, nos hace presente la historia del pueblo y su continuo rechazo a Dios, al que él responde siempre con su amor, su perdón, y su misericordia. La verdadera realización del fiel está en servir al Señor, pero ha sido tentado a “no servir”, haciéndose dios de sí mismo, contradiciendo así su propia naturaleza de criatura, y su llamada. Qué duro resulta para el hombre pretender ser dios, habiendo sido hecho para amar, y estando su grandeza en “hacerse el último y el servidor de todos”, como nos muestra Jesucristo, en quien Dios nos ha revelado la verdad del hombre. Apropiándose de los dones y los atributos que le han sido dados para fructificar en el amor, el hombre pretende erigirse en su propio dueño en busca de autonomía, y sólo obtiene la absoluta posesión de su mísera y triste condición.

          Sin duda el punto clave de la parábola, cuyo significado queda velado a los corazones incrédulos de los sumos sacerdotes, escribas y ancianos del pueblo, está en Cristo, que viene a cerrar la bóveda de la, Revelación, y es desechado por los constructores indignos. El problema de la parábola no está en su comprensión, sino en la aceptación de la llamada a conversión que implica el reconocer en Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, la autoridad que reivindica como enviado de Dios, más aun, como el Hijo del verdadero dueño, al que hay que volver el corazón para tener vida.

          Hay muchos otros aspectos desde los que contemplar la viña, como una de las múltiples imágenes del Reino que es. Dios ha recriminado a su viña, “la entera casa de Israel” a través de los profetas el haber frustrado sus expectativas de fruto: “¡Yo quiero amor!” Ahora recrimina a los viñadores, que como los falsos pastores, se apropian el fruto, como ocurre en el mundo con los que acumulan bienes para sí y rechazan al verdadero dueño, que es amor, negándose a reconocerlo; pensemos en “la destinación universal de los bienes”. Cristo será la vid y el fruto que el Padre quiere que dé su viña, y a través de él entregará la viña a otros viñadores, para que rindan su fruto. Dios quiere que su amor alcance a todos, mediante la evangelización: “Brille así vuestra luz”. Como la luz y la sal, deben morir para cumplir su misión, el trigo debe ser molido, amasado y cocido al fuego para ser pan; la uva debe ser pisada y fermentada para ser vino. Todo nos enseña a inmolarnos, porque existimos por amor y estamos destinados al amor,  y caminando en el amor.

          Dice Jesús en el Evangelio de Juan. “Yo soy la vid verdadera”; ¿y para que serviría una vid si no da fruto? Por eso, “que voy a decir: ¡Padre líbrame de esta hora. Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!; me has dado un cuerpo para hacer tu voluntad” (Hb 10, 5-7). Al igual que Cristo, la Iglesia no tiene otra razón de ser en este mundo que su misión: la dulzura de su fruto y la alegría de su vino, que requiere el que sea estrujada y pisoteada en el lagar a semejanza de Cristo.

          No hay palabra más adecuada para contemplar en la Eucaristía. San Pablo dice: “hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud o valor, todo cuanto habéis aprendido y recibido y oído y visto, ponedlo por obra y el Dios de la paz estará con vosotros”. Como sarmientos de la vid debemos dar fruto, y como viñadores debemos rendirlos al Señor. De ahí, que también a nosotros incumbe la responsabilidad de ceder su lugar a la piedra angular que es Cristo, mediante nuestra fe; de servir agradecidos al dueño de la viña, aun sabiéndonos siervos inútiles que sólo por gracia hemos sido llamados. Unámonos pues a esta entrega de Cristo, cuyo vino alegra nuestro corazón y nos comunica vida eterna. Vid verdadera, semilla santa, no trasplantada de Egipto sino celeste.

          Que así sea.

                                                           www.jesusbayarri.com

 

Jueves 2º de Cuaresma

 

Jueves 2º de Cuaresma 

(Jer 17, 5-10; Lc 16, 19-31)

Queridos hermanos:

Dios es amor y ha creado al hombre en el amor y la comunión con él, pero el hombre se ha apartado de él por el pecado, quedando privado de ambas realidades experimentando la muerte. Dios por su parte ha provisto en su Palabra, los criterios para discernir la realidad, de forma que el hombre, escuchándola, pueda orientar su existencia en este mundo, sin sucumbir ante las apariencias engañosas y las solicitaciones a que es sometido, y retornar a él a través de Moisés y los profetas: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero. Escucha oh Israel: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo. Haz esto y tendrás la vida eterna.”

La vida es algo insustituible que puede arruinarse o realizarse plenamente. La voluntad amorosa de Dios y su plan de salvación, deben confrontarse con nuestra libertad, para que las gracias que recibimos en la predicación lleguen a dar fruto. Aparentemente el rico tenía la vida plena y en cambio Lázaro fracasada, pero dado lo instrumental y pasajero de la existencia, como enseña la parábola, el resultado vino a ser lo contrario, debido a la trascendencia de las acciones humanas. El hombre, de forma inexorable, debe asumir las consecuencias de su responsabilidad. La clave para dar a la vida su mejor orientación, y su plena realización, está en la escucha de Moisés y los Profetas, palabra en la que ha provisto Dios los criterios de discernimiento para una vida realizada. Con Cristo, la ley y los profetas se hacen carne nuestra, y se nos dan cumplidas a través del Espíritu y mediante la fe en él.

          La parábola de hoy, nos muestra las consecuencias de un rechazo de Dios que se hace permanente. No es casualidad que conozcamos el nombre del pobre y bienaventurado Lázaro, nombre de vivo, introducido en el seno de Abrahán, y en cambio, desconozcamos el del rico, que fue enterrado y permanece en el anonimato de la muerte. Como decía el famoso terceto: “Al final de la jornada, aquel que se salva, sabe, y el que no, no sabe nada.” Ya la parábola distingue entre el Hades con la llama de sus tormentos, y el seno de Abrahán con sus consuelos, como destino irrevocable e inmediato de los difuntos.

Lo que se ha dado en llamar “retribución de ultratumba”, sabemos por la enseñanza de la Iglesia, que no es otra cosa que la consecuencia de una libre opción mantenida voluntariamente, mediante la cual se orienta la propia vida en sintonía o en oposición a la voluntad salvadora de Dios que se nos ha revelado. La Palabra, como guía y vehículo de esa revelación, será la encargada de juzgarnos por nuestra actitud ante la iniciativa misericordiosa de Dios.

Serán la acogida de la Palabra y la escucha de la predicación, las que provean la salvación mediante la fe y el don del Espíritu, y no los prodigios, que aun siendo medios instrumentales para acoger la Palabra, dejaron en sus pecados a aquellos legistas, escribas y fariseos que los presenciaron, sin que su espíritu se conmoviera por su testimonio.

          El hombre en su libertad deberá acoger la palabra del Señor para que la salvación de Dios le alcance. Esta es la tarea de la vida del hombre sobre la tierra. A nosotros hoy, la Eucaristía, y esta Cuaresma, quieren abrirnos a la escucha de la Palabra y a la mesa de la Caridad, que sanen nuestro corazón, para que mediante la conversión, fructifiquemos en el bien y podamos ser recibidos en el Seno de Abrahán, cuando terminado el tiempo de higos, nos alcance el de juicio.

           Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

Miércoles 2º de Cuaresma

Miércoles 2º de Cuaresma 

(Jer 18, 18-20; Mt 20, 17-28)

 Queridos hermanos:

En este tiempo de Cuaresma, hoy la palabra nos presenta el anuncio de la pasión como antesala de la Pascua. La esclavitud al faraón, la idolatría y la multitud de los pecados, asumidos por Cristo, le sumergirán en la muerte para resurgir victorioso y salvador. Mientras Cristo se prepara para entregarse, los discípulos no logran superar la concepción mundana del reino, en el que esperan figurar, sin discernir que su gloria no es de este mundo, en el que cada cual utiliza sus influencias, porque la carne mira siempre por sí misma.

En esta palabra aparecemos también nosotros con las consecuencias de nuestra naturaleza caída, en la realidad carnal de los apóstoles, que buscan ser, en todo, y aparece también el hombre nuevo, en Cristo, que, se niega a sí mismo por amor, anteponiendo al propio bien, el bien del otro mediante el servicio, hasta el extremo de dar la propia vida. Este es el llamamiento a sus discípulos a seguirle: «que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.»

Es muy fácil dejarse llevar de los criterios del mundo, pero Cristo vive la vida en otra onda, propia del Espíritu, que es el amor. Su Reino es el amor y quien quiera situarse cerca de Cristo, seguirlo, debe acercarse a su entrega, su bautismo y su cáliz.

          Jesús va delante porque indica el camino, trazándolo con sus huellas, porque él es el camino. Sabiendo que buscaban matarlo los judíos, sus discípulos se sorprenden y tienen miedo.

Este puede ser un punto importante para nuestra conversión cuaresmal: centrarnos en el amor y en el servicio a los demás sin contemplarnos a nosotros mismos, sino a Cristo, en cuyo amor resplandece el rostro del Padre. El amor, el servicio, es la gracia que Cristo nos ofrece y es la paga por acogerla; el que ama no necesita esperar la vida eterna en recompensa, porque el amor es Dios, y el que ama está ya en Él. Ha pasado de la muerte a la Vida.

Que así sea.

                                       www.jesusbayarri.com

 

 

 

 

 

Martes 2º de Cuaresma

Martes 2º de Cuaresma (cf. domingo 31 A)

(Is 1, 10.16-20; Mt 23, 1-12).

Queridos hermanos:

          Hoy la palabra nos invita a la fe, pero como trata siempre de amonestarnos san Juan, nuestra fe, nuestro amor, no son el punto de partida de nuestra salvación. El principio de nuestra salvación es que Dios nos amó primero, y sólo el conocimiento, la experiencia, el reconocimiento de este amor gratuito de Dios, suscita en nosotros la fe, por la que es derramado en nuestro corazón el amor de Dios, por el Espíritu Santo, de forma que, podemos amar, y no necesitamos la gloria de los hombres, dando gloria a Dios, con nuestro amor, porque el amor es de Dios.

          El problema de escribas y fariseos es que cerrados a la fe, prefieren ser amados, antes que amar; prefieren la estima de los hombres a la comunión con Dios. Por eso les dirá Jesús: “Como podéis creer vosotros que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios”. Sin la fe, el amor no puede estar en su corazón y la Ley desposeída del amor se convierte en una carga insoportable para sí mismo, y en una exigencia con los demás. Su culto es perverso y vano porque no busca la complacencia de Dios sino la suya propia, y el verdadero culto a Dios es el amor: “¡Misericordia quiero; yo quiero amor!”.

          Este tiempo viene en nuestra ayuda para movernos a buscar al Señor, negándonos a nosotros mismos mediante la penitencia y abriéndonos a los demás mediante la misericordia, en nuestro camino hacia la Pascua. Necesitamos abajar nuestro yo, para abrirnos al tú del amor, y en éste, encontrarnos frente al Tú de Dios.

          En Cristo, Dios va a glorificar su nombre como nunca antes manifestando su amor, salvando a todos los hombres de la muerte, entregándolo por nuestros pecados y resucitándolo para nuestra justificación. “Ahora va a ser glorificado el Hijo del hombre y Dios va a ser glorificado en él. ¡Padre, glorifica tu nombre!” y dijo Dios: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré.” La gloria de Dios es su entrega, y su complacencia, la entrega del Hijo por nosotros.

          Creer en Jesucristo da gloria a Dios, porque por la fe, el hombre fructifica en el amor: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos.” La semejanza de los discípulos con el Padre, y el Hijo, es el amor, y el amor lo glorifica. 

          Un fruto de amor da gloria a Dios, porque el amor es de Dios; es él quien lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado. El que no cree, no tiene el amor de Dios en su corazón y está condenado a buscar su propia gloria, porque no es posible vivir sin amor; pide la vida a las cosas y a las personas, se sirve de ellas pero no las ama, y nada ni nadie puede dar vida, sino sólo Dios. El que no cree, no ama y no da gloria a Dios.

          Si por la Eucaristía nos unimos a Cristo en este sacramento de su amor al Padre, lo glorificamos juntamente con él, haciéndonos uno con su entrega amorosa a su voluntad.

          Que así sea.

                                                           www.jesusbayarri.com

Lunes 2º de Cuaresma

Lunes 2º de Cuaresma

(Dn 9, 4-10; Lc 6, 36-38)

Queridos hermanos:

          En este tiempo de Cuaresma, es muy saludable “entrar en sí mismo” como hizo el “hijo pródigo” de la parábola, y así descubrir en nuestro corazón las pruebas del amor de Dios por nosotros, que ha sido clemente y compasivo y lleno de amor, y nos perdonará siempre que nos volvamos a él apelando a su misericordia.

          Si nos avergüenzan nuestros pecados como nos recordaba el libro de Daniel en la primera lectura, debe avergonzarnos aún más, que el Señor nos ha respondido con bondad, enviándonos a su Hijo para perdonarnos. Santo, Santo, Santo ha sido el Señor con nosotros, y nos comunica su Santo Espíritu, para que también nosotros seamos santos en su amor, con nuestros hermanos y aún con nuestros enemigos.

          El Señor ha derramado sus gracias abundantemente en nuestro corazón, con el deseo de que fructifiquen en nosotros la misericordia,  la bondad, la compasión y el perdón de que nos habla el Evangelio, por eso no podemos descalificar, ni juzgar, ni condenar a nadie, habiendo conocido nuestra realidad de pecadores, y sobre todo, nuestra condición de hijos, por haber recibido el Espíritu Santo, y habiendo sido tratados con compasión, sin ser juzgados ni condenados, sino perdonados. Si esa es la medida que han usado con nosotros, esa debemos usar. Recordemos la parábola del siervo sin entrañas, y la conclusión del Padrenuestro. Si nos comportamos como hijos de Dios, así seremos tratados por él, ya que en función de los demás hemos sido constituidos tales.

          El que parece mejor, como dice san Agustín, en cualquier momento se puede pervertir y se vuelve pésimo; en cambio el mayor pecador cuando es amado y se convierte puede llegar a ser óptimo por la gracia de Dios. El amor no desespera nunca de la salvación de nadie. Hay que esperar el momento de la siega, como dice la parábola de la cizaña, cuando superado el tiempo de la misericordia, Dios juzgue además con justicia, porque conoce lo que hay en el corazón del hombre y comprende todas sus acciones. “Corruptio optimi, cuiusque pessima”, o también: “Conversio pessimi, cuiusque optima”. Justicia sin misericordia es crueldad.

          El Evangelio nos manda comportarnos con los demás, con la santidad con la que Dios, nuestro Padre, se comporta siempre con nosotros. Es él quien ha sido compasivo con nosotros, quien no nos ha juzgado, quien no nos ha condenado, quien nos ha perdonado, y se nos ha dado completamente. Esa medida es la que se nos reclamará. Al que se confió mucho se le reclamará más. Si hemos recibido la naturaleza divina de amor, con el don del Espíritu que nos hace hijos, podemos y debemos ponerla en práctica. Su Espíritu que nos ha hecho hijos, nos capacita y nos impulsa a la misericordia; puesto que no tenemos nada que no hayamos recibido, seamos pues compasivos y misericordiosos como lo ha sido el Señor con nosotros; de ahí brota nuestra acción de gracias y nuestra alabanza como reconocemos en la Eucaristía, tomando de su mesa el don de nuestra misericordia.

          Que así sea.

                                                           www.jesusbayarri.com

Domingo 2º de Cuaresma B

Domingo 2º de Cuaresma B 

(Ge 22, 1-2.9-13.15-18; Rm 8, 31-34; Mc 9, 2-10)

Queridos hermanos:

Hoy, en este caminar cuaresmal hacia la Pascua,  somos llamados a contemplar la gloria de Dios sobre el monte, como Abrahán, como Isaac, como Moisés, como Elías, como el pueblo, y los discípulos, a través de nuestra fe. Todos ellos han sido llevados por Dios al monte para contemplar su gloria acogiendo su palabra. El Moria, el Horeb, el Tabor, y sobre todos el Gólgota, se disputan hoy la gloria del Señor y nos muestran la fe sobre la tierra, como abandono, como confianza en la voluntad de Dios y en su amor misericordioso. El monte, como elevación del hombre hacia Dios, es el lugar privilegiado para que el hombre reciba y testifique su fe, y Dios manifieste su gloria.

Abrahán es elegido para la obra sobrenatural de la fe, y es llevado por Dios en etapas, de fe en fe (cf. Rm 1, 17), hasta la anticipación del Gólgota en el Moria, en el que la obra de su fe quedaría terminada y probada: Amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, hasta entregarle a su propio hijo, a su único, al que amaba. Más que de la entrega de nuestras cosas o de nuestra propia vida, de lo que Dios se complace es de nuestro abandono en sus manos, porque él no quiere nuestro mal, sino nuestro bien eterno, aunque sea a través del mal propio de cada día (Mt 6, 34).

Así ha tenido que ser preparado Abrahán durante más de 25 años, para llegar a ser capaz de entregarse totalmente en su voluntad “esperando contra toda esperanza”, y alcanzar a ver no sólo el nacimiento, sino después de unos cuarenta años más, la “resurrección” de Isaac; el día de Cristo, en el que la muerte sería definitivamente vencida por el amor de Dios, origen de nuestra fe. Creyó Abrahán al principio en Dios el día de su llamada, y se apoyó después en él ante la muerte, completando la obra de su fidelidad. Dios se complace al ver la fe en el hombre, y promete con juramento su bendición para todos los pueblos. Como dijo Jesús a Marta: Si crees verás la gloria de Dios (cf. Jn 11, 40).

El cumplimiento de las bendiciones hechas por Dios a Abrahán es Cristo, el Hijo, el Amado, el Elegido, el Siervo en quien se complace su alma, que será entregado por nosotros, y en quien han sido bendecidas todas las naciones de la tierra. Esta manifestación suprema del amor de Dios que será realizada en Cristo, Dios la ha querido hacer nacer en el corazón del hombre mediante la fe en él. La fe da gloria a Dios, porque le permite mostrar su amor y su misericordia infinitos. Cristo dirá: ¡Padre, glorifica tu Nombre! Como glorificaste tu Nombre sacando a Israel de Egipto, y devolviendo vivo a Isaac a su padre, glorifícalo ahora resucitándome de la muerte, porque: En tus manos encomiendo mi espíritu.

Dios quiso que Cristo pasara por la muerte ocultándole un instante su rostro, pero no lo abandonó en el Seol ni permitió que experimentara la corrupción. Como dice san Pablo, si Dios nos entregó a su Hijo, cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas: la fe, la esperanza y la caridad; la salvación, la vida eterna. “Este es mi Hijo amado, escuchadle”.

Abrahán fue preservado de la sangre de Isaac, pero no del sacrificio de su corazón, y Dios quedó complacido de su fe. Había de ser Cristo quien consumara “hasta el extremo” el sacrificio en su testimonio de la Verdad, del amor del Padre. Hoy, sobre el monte, el Padre testifica por él; nos presenta a su Palabra hecha “cordero” enviándole la consolación de las Escrituras: Moisés y Elías; la Ley y los Profetas, para ungirlo ante su “tránsito que debía cumplir en Jerusalén”.

También nosotros somos llamados a un testimonio que, perpetúe la bendición de Dios mediante la confesión de Cristo.

Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com

Sábado 1º de Cuaresma

Sábado 1º de Cuaresma 

(Dt 26, 16-19; Mt 5, 43-48)

Queridos hermanos:

            Después de hablar del pecado como algo existencial y no sólo legal, hoy hablamos de las leyes y preceptos que Dios dio a Israel, que no sólo eran normas, sino sabiduría, cultura y santidad, que   puso a Israel muy por encima de las naciones circundantes, haciéndolo no sólo diferente de todos los pueblos, sino verdaderamente superior en todo, tanto física, como social y moralmente.  

          Una desproporción aún mayor, como veíamos ayer, hay entre la santidad cristiana y cualquier otra sobre la tierra. La perfección de Dios es tan inalcanzable para la mente y la voluntad humanas, como lo es Dios mismo. Sólo conocemos de Dios lo que Él nos ha querido revelar directamente o a través de sus obras. Del mismo modo, nuestra participación en el ser y los mismos dones que de él recibimos, nunca podrán compararse con el ser de Dios o sus atributos. Los antiguos recibieron el imperativo de ser santos porque Dios es santo, y nosotros de ser perfectos, porque ha tenido a bien darnos de su naturaleza. La perfección de aquellos no podía igualarse a la nuestra, porque lo que ellos conocieron de Dios no es comparable a lo que a nosotros nos ha sido concedido en Cristo: el Espíritu Santo que, de hecho, hemos recibido, para ser hijos, participando de su naturaleza. Por eso dice Jesús: “si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”; al que se le dio mucho se le pedirá más.  

          En el libro del Eclesiástico leemos: “el Altísimo odia a los pecadores, y dará a los malvados el castigo que merecen” (Eclo 12, 6). Y también San Pablo dice: “Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales,  ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios.” (1Co 6, 9-10)  Pero añade: “Y tales fuisteis algunos de vosotros.” En el don de este amor gratuito del Espíritu Santo, hemos sido llamados a una nueva vida y a una nueva justicia en el amor, que responde a la gracia y la misericordia recibidas. “Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.”

           Podemos entender lo de “sed perfectos”, diciendo: sed perfectos con los demás, como yo lo soy con vosotros: “amaos como yo os he amado”. El amor, en efecto, es la perfección del Hijo que especifica el Evangelio, y estamos llamados a que sea también la nuestra, si recibiendo el Espíritu Santo, él derrama en nuestros corazones el amor de Dios. “Para que seáis hijos de vuestro Padre celestial”.

          La perfección del Padre celestial que hace salir su sol sobre buenos y malos y manda la lluvia también sobre los pecadores, es reproducida en el Hijo, que se entrega por todos, y es preceptiva en sus discípulos, para que el mundo la reciba por el amor: “Quien a vosotros reciba, a mí me recibe, y quien me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado.”

           Que así sea.

                                       www.jesusbayarri.com

Viernes 1º de Cuaresma

Viernes, 1º de Cuaresma

(Ez 18, 21-28; Mt 5, 20-26)

Queridos hermanos:

El Reino de los Cielos, es Cristo, y entrar en él, es recibir el Espíritu Santo, por la fe, que debe producir obras incomparablemente superiores a las de la Ley de Moisés (a su justicia): superiores en el amor, y en el perdón. El Reino de los Cielos no está fundamentado en el temor, sino en el amor cristiano,  que es la fuerza que lo impulsa y el criterio que lo gobierna. La primacía en el reino es el amor, que es también el corazón de la ley. Por tanto, una puerta cerrada al amor, lo está también al reino: “no entraréis en el Reino de los Cielos.”

Después de Juan Bautista, el reino sembrado por la muerte de Cristo, se desarrolla con su resurrección, a través de la fe en él, y por ella se recibe una justicia mayor que la de todos los justos, desde Abel hasta Juan. Sólo por la fe en Cristo se recibe el “Don” de Dios que es su Espíritu; la vida divina se hace vida nuestra, y su amor es derramado en nuestro corazón. Así también, nuestra virtud debe hacerse mayor que la de los escribas y fariseos hasta alcanzarnos la perfección con que Dios ama, haciendo salir su sol sobre buenos y malos y mandando la lluvia también sobre los pecadores: A quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más (Lc 12, 48).

La justicia del que está en Cristo, permaneciendo en su amor, supera la de los escribas y fariseos, no en la escrupulosidad del cumplimiento de los preceptos de la ley mosaica, sino en la interiorización del amor, que el Espíritu Santo derrama en el corazón del creyente, y que le lleva a amar; pero quien se separa de la gracia de Cristo desertando del ámbito del perdón y por tanto del amor, deberá enfrentarse al rigor de la ley, hasta que haya pagado el último céntimo. Si este amor se desprecia, se lesionan todas nuestras relaciones con Dios; quedan inútiles porque Dios es amor. La fe queda vacía y nuestra reconciliación con Dios rota; se rompe nuestra conexión con Dios a través de Cristo. Volvemos a la enemistad con Dios, y nuestra deuda con el hermano está clamando a la justicia de Dios, como la sangre de Abel.

De ahí la urgencia de las palabras de Jesús en el Evangelio: “Ponte a buenas con tu adversario“, expulsa el mal de tu corazón mientras puedes convertirte, porque de lo contrario la sentencia de tus culpas pesa sobre ti. El que se aparta de la misericordia, se sitúa de nuevo bajo la ira de la justicia. El que se aparta de la gracia, se sitúa bajo la justicia, sin los méritos de la redención de Cristo.

       Qué otra cosa puede importar si no se restaura la vida de Dios en nosotros, y pretendemos vivir la nuestra a un nivel pagano, contristando al Espíritu que nos ha sido dado.

           Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

La Cátedra de san Pedro

La Cátedra de San Pedro

(1P 5, 1-4; Mt 16, 13-19)

Queridos hermanos:

          En esta fiesta, más que celebrar directamente a San Pedro, celebramos su “cátedra”; su función, su ministerio en relación a la revelación de la fe cristiana; contemplamos la misión de fundamento, signo de comunión, y el poder de atar y desatar, que Cristo entrega en la persona de Pedro a su Iglesia, cuya fe tendrá la misión de hacer sucumbir las puertas que defienden el infierno.

          Las puertas son lugares estratégicos fundamentales en la defensa de una plaza amurallada que es atacada, y no puntos estratégicos de ataque. Su caída representa su derrota. Es por tanto el Infierno, el Hades, quien sufre el ataque y quien verá sucumbir sus defensas, sus puertas, ante el ataque de la Iglesia, que en su asedio a los poderes de la muerte, tiene profetizada la victoria. No es la Iglesia quién debe resistir pasivamente, aunque con éxito, el ataque infernal, sino quien hará sucumbir las defensas del Infierno y repartirá botín liberando a sus cautivos (Cf. Mt 16, 18).

               Pedro es pues investido por Cristo, de las prerrogativas de Mayordomo de la Casa de Dios cuyo distintivo son las llaves, como Eliaquín en el palacio de David, (Is 22, 20-22); de las prerrogativas del Sumo sacerdote Simón hijo de Onías, que puso los cimientos del templo (Eclo 50,1); (cf. Simón hijo de Jonás, Mt 16, 17, o Simón hijo de Juan, Jn 1, 42), y de las prerrogativas del Sumo sacerdote Caifás, Kefa, (Cefas), de pronunciar el nombre de Dios el día del Yom Kippur: “Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.”  

          Esta designación de Pedro, parte de la elección divina que lo impulsa a proclamar el nombre de Dios, que sólo era lícito al Sumo Sacerdote, y a que revele la filiación divina de Cristo, fundamento de la nueva fe, que será el cimiento de la Iglesia, como comunidad mesiánica, escatológica, que comienza a existir.

          Por eso, “Cefas”, sustituye a Caifás, cuya función queda tan obsoleta, como su culto en el templo de Jerusalén, una vez que la Presencia de Dios (Shekiná) lo abandona, rasgándose el velo del Templo de arriba abajo, aquel año en el que el hilo rojo de las puertas del Templo no fue blanqueado.

               En la fiesta de Kîppûr, amarraban un hilo rojo a las puertas del Templo y otro hilo rojo a los cuernos del cabrito, que era echado al desierto. Si la oración del sumo sacerdote, la confesión, era sincera, el hilo rojo que estaba en la puerta del Templo cambiaba de color y se transformaba en blanco. Por eso Isaías dice que aunque tus pecados sean rojos como escarlata serán blancos como la lana (cf. Is 1,18). El talmud nos dice que cuarenta años antes de la destrucción del Templo, el hilo rojo no se volvió blanco (en Yom Kippur). Es el talmud quien lo dice. Si hacemos cálculos nos llevamos una sorpresa. El Templo fue destruido en el 70. Entonces, cuarenta años antes significa que nos encontramos justamente en la Pascua (crucifixión) de Jesucristo. (F. Manns, Introducción al judaísmo, cap. V p.73)

          Efectivamente, el nuevo sacerdocio se inicia fuera del templo y de Jerusalén, en el lugar “profano” de Cesarea de Filipo, y ajeno a la casta sacerdotal de los levitas. La “unción” realizada por Cristo, viene de lo alto, mediante la revelación hecha a Pedro de la nueva fe: “Jesús de Nazaret es el Cristo, el Hijo del Dios vivo”.

          La fe es el resultado del don de Dios que se revela al espíritu humano, don al que se unen el testimonio humano y el testimonio del Espíritu que lo confirma, a través fundamentalmente de las Escrituras y la predicación del Kerigma, dándole la certeza de la Verdad del Amor de Dios.

          Los discípulos, acogiendo la predicación, las señales y la caridad de Cristo, creen en él como maestro, profeta y enviado de Dios, pero será el Espíritu Santo, quien testificará a su espíritu su divinidad de Hijo del Altísimo, transformando sus creencias en fe que obra por la Caridad, dándoles obediencia y confianza, juntamente con todos sus dones. Esta es la fe de la Iglesia, que profesamos en la Eucaristía: El “Sacramento de nuestra fe.”

          Hoy que el mundo ataca a la iglesia por insidias del diablo, enemigo de Dios y los hombres, persigue de forma especial la figura del Papa, tratando de debilitar nuestra adhesión a Pedro. Si del Señor dijeron que era un blasfemo, y un endemoniado, qué no van a decir del Papa. Oremos, por tanto, especialmente por el Papa en este día, para que el Señor lo ilumine, lo sostenga, y lo proteja de todo mal.

          Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

Miércoles 1º de Cuaresma

Miércoles 1º de Cuaresma (cf. lunes 28, lunes 16)

(Jon 3, 1-10; Lc 11, 29-32)

Queridos hermanos:

          En este tiempo de gracia, Dios presenta la misericordia a través del Evangelio, que nos hace presente nuestra responsabilidad ante su ofrecimiento, porque: “no quiere la muerte del pecador sino que se arrepienta y viva”.

          Hemos escuchado que los ninivitas se convirtieron por la predicación de Jonás, por la que fue signo para ellos de la voluntad de Dios, que quería salvarlos de la destrucción que habían merecido por sus pecados. Que Jonás haya salido del seno del mar (figura de la muerte), como nos cuenta la Escritura, Lucas ni lo menciona. Es un signo que, de hecho, no vieron los ninivitas, como tampoco los judíos vieron a Cristo salir del sepulcro. Será por tanto un signo que no les será permitido ver. Cuando el rico que llamamos epulón dice a Abrahán, que el signo de que un muerto resucite, servirá para la conversión de sus hermanos, éste le responde que no hay más signo que la escucha de Moisés y los profetas: la predicación; por eso no dice la lectura, sino la escucha. Los judíos que no han acogido la predicación ni los signos de Jesús, tendrán que acoger la de los apóstoles. Es Dios quien elige la predicación como único signo, el modo, y el tiempo favorable para otorgar la gracia de la conversión, y el hombre debe acogerla como una gracia que pasa. Como dice el Evangelio de Lucas, el que los escribas y fariseos rechazaran a Juan Bautista, les supuso que no pudieron convertirse cuando llegó Cristo, frustrando así el plan de Dios sobre ellos (Lc 7,30).

          La predicación del Evangelio hace presente el primer juicio de la misericordia, que puede evitar en quien lo acoge, un segundo juicio en el que no habrá misericordia para quien no tuvo misericordia, según las palabras de Santiago (St 2,13). Para quien acoge la predicación todo se ilumina, mientras quien se resiste a creer permanece en las tinieblas. Dios se complace en un corazón que confía en él contra toda esperanza y lo glorifica entregándole su vida, como hizo Abrahán: “Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará.”

          Dios suscita la fe para enriquecer al hombre mediante el amor, dándole a gustar la vida eterna, y por amor dispone las gracias necesarias para la conversión de cada hombre y de cada generación. Los ninivitas, la reina de Sabá, los judíos del tiempo de Jesús y nosotros mismos, recibimos el don de la predicación como testimonio de su voluntad a través de su palabra, que siembra la vida en quien la escucha.

          Como ocurría ya desde la salida de Egipto, en la marcha por el desierto, Israel sigue pidiendo signos a Dios, pero ni así se convierte. Las señales que realiza Cristo no las pueden ver, porque no tienen ojos para ver ni oídos para oír en la tierra, y piden una señal del cielo. No habrá señal para esta generación, que puedan ver sin la fe; un signo que se les imponga, por encima de los que Cristo efectivamente realiza. Cristo gime de impotencia ante la cerrazón de su incredulidad. La señal por excelencia de su victoria sobre la muerte, será oculta para ellos (no habrá señal) y sólo podrán “escucharla”, con la predicación de los testigos, como en el caso de Jonás. Este tiempo es de señales, pero más, de fe, de combate, de entrar en la muerte y resucitar, como Jonás, que en el vientre de la ballena pasó tres días en el seno de la muerte. Solo al final, “verán” la señal del Hijo del hombre sobre las nubes del cielo.

          Jonás realizó dos señales: La predicación, que sirvió para que los ninivitas se convirtieran, y la de salir del mar a los tres días, que nadie pudo conocer más que a través de las Escrituras. En cuanto a Cristo, los judíos no aceptaron la primera, y la segunda no pudieron verla; no hubo más señal para ellos que la predicación de los testigos  elegidos por Dios. El significado de las “señales” solo puede verse con la sumisión de la mente y la voluntad que lleva a la fe y que implica la conversión. Dios no puede negarse a sí mismo anulando nuestra libertad para imponerse a nosotros, por eso, todas las gracias tienen que ser purificadas por las pruebas.

          Nosotros hemos creído en Cristo, pero hoy somos invitados a creer en la predicación, sin tentar a Dios pidiéndole signos, sino suplicándole la fe, y el discernimiento, que da generosamente a quien se lo pide con humildad. De la misma manera que sabemos discernir sobre lo material debemos pedir el discernimiento espiritual de los acontecimientos.

          También a nosotros se nos propone hoy la conversión y la misericordia a través de la predicación de la Iglesia.

          Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

 

 

 

 

Martes 1º de Cuaresma

Martes 1º de Cuaresma 

(Is 55, 10-11; Mt 6, 7-15)

Queridos hermanos:

         En medio de los pecados de los hombres, Dios ha querido mostrar su misericordia a través de la oración. Desde la oración de Abrahán con sus seis intercesiones, sólo por los justos y que se detiene en el número diez, a la perfección de la oración de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, hay todo un camino que recorrer en la fe que hace perfecta la oración en el amor. A tanta misericordia no alcanzaron la fe y la oración de Abrahán para dar a Dios la gloria que le era debida, y con la que Cristo glorificó su Nombre. En efecto, Sodoma no se salvó de la destrucción.

          Con este espíritu de perfecta misericordia, sus discípulos son aleccionados por Cristo a salvar a los pecadores por los que Él se entregó. Cristo es la Palabra que no vuelve al Padre sin haber salvado a la humanidad, misión a la que fue enviado.

Hoy la palabra nos plantea la oración y la escucha, fecundas de perdón para nosotros y para los demás. Así es la vida en el amor de Dios. Necesitamos la oración para ser conscientes de nuestra necesidad de la Palabra, y para obtener el fruto de ser escuchados por Dios. La oración es circulación de amor entre los miembros del cuerpo de Cristo, abierto a las necesidades del mundo.

La oración del “Padrenuestro”, culmen de la oración cristiana, habla a Dios desde lo más profundo del hombre: su necesidad de ser saciado y liberado, y lo hace desde su condición de miembro del Cuerpo de Cristo y nueva criatura, recibida de su Espíritu. Busca a Dios en su reino, y le pide el pan necesario para sustentar la vida nueva y defenderla del enemigo. Cristo enseña a sus discípulos a orar como comunidad, cuerpo místico cuya cabeza es él, el Hijo único, diciendo: Padre “nuestro”.

Dios nos perdona gratuitamente y nos da su Espíritu, para que nosotros podamos perdonar, y erradicar así el mal del mundo y para que así seamos escuchados al pedir el perdón cotidiano de nuestros pecados. Esta circulación de amor y perdón sólo puede ser rota, por el hombre que cierre su corazón al perdón de los hermanos. “pues si no perdonáis, tampoco mi Padre os perdonará”.

El mundo pide un sustento a las cosas, y a las criaturas. El que peca está pidiendo un pan, como lo hace el que atesora, el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia precariedad. Los discípulos pedimos al Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo. Aquel que nos trae el reino; “pan vivo” que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; una carne que da vida eterna y resucita el último día. Alimento que sacia y no se corrompe; y alcanza el perdón, viviendo en la voluntad de Dios.

Este es el pan que recibimos en la eucaristía y por el que agradecemos y bendecimos a Dios, que nos da todo lo demás por añadidura.

 Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

Lunes 1º de Cuaresma

Lunes 1º de Cuaresma 

(Lv 19, 1-2. 11-19; Mt. 25, 31-46)

Queridos hermanos:

          En el Evangelio encontramos dos pasajes en los que Cristo acoge, alimenta y sacia a las gentes que lo siguen, a través de sus discípulos; el primero en referencia a Israel, y el segundo a las naciones. Encontramos también dos pasajes en los que Cristo envía a sus discípulos a predicar, y también uno está referido a Israel: el envío de los doce, y el otro hace referencia a las naciones: el envío de los setenta y dos. En estos, es Cristo quien es acogido o rechazado, en las personas de sus “hermanos más pequeños, que son sus discípulos, porque quien os acoge a vosotros me acoge a mí, y quien a vosotros escucha, me escucha a mí, y a aquel que me ha enviado. Cuando en el evangelio de hoy el Señor habla de que las naciones lo han acogido o rechazado a él, se está refiriendo a la acogida o el rechazo a sus enviados: a su predicación del Reino, y a la paz y la salvación que encarnan.

          La relación con Dios de su pueblo, pide de él una conducta consecuente con el don recibido de amistad, bondad, generosidad, verdad y en una palabra santidad. La experiencia de los atributos de Dios en su vida debe repercutir en su relación con los demás. La santidad que Dios pide a su pueblo es concretamente la que él ha usado con ellos. Aquello de: “Sed santos, porque yo soy santo”, vendría a ser: Sed santos con los demás, porque yo lo soy con vosotros. Pórtate con tus semejantes como yo me porto contigo. Jesucristo dirá: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Porque él hace salir su sol sobre buenos y malos y manda la lluvia también sobre los pecadores”. Esta es la perfección del amor de Dios, que no hace acepción de personas; que ama a sus enemigos.

          La santidad cristiana, por tanto, es superior a la de Israel, o como dirá Jesús, superior a la de los escribas y fariseos, y por eso, “el más pequeño en el Reino, es mayor que Juan”; porque es superior el espíritu de amor al enemigo con el que Cristo nos ha amado, y que mediante la fe, ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo: “Amaos como yo os he amado”. “Amad a vuestros enemigos y seréis hijos de vuestro Padre celeste”; y “mis hermanos más pequeños”.

          Esta es también nuestra misión de encarnar a Cristo en el mundo para que el mundo se encuentre con él, pueda acogerlo, y se salve:  «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado.»

          Con mucha frecuencia este texto del Evangelio es usado incluso por el Magisterio, como apoyo de la incuestionable tesis, según la cual, en las obras de misericordia realizadas en los necesitados, se encuentra al Señor. Pero la validez de esta actualización y de otras similares, impide en ocasiones al texto expresar la riqueza propia de su significado e incluso exponer tesis más específicas.

          Este texto tiene la virtud de presentar a los discípulos y por tanto a la Iglesia, como analogía del Verbo encarnado en su misión salvadora, y como norma de juicio ante las naciones, a través de la filiación divina que los constituye en “pequeños hermanos de Cristo”, y miembros de su cuerpo místico.   

          El apelativo de “pequeños”, está suficientemente aplicado en el Evangelio a los discípulos y a los enviados a asumir la acogida o el rechazo de las naciones  en nombre de Jesús: “Todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa” (Mt 10, 42), cf. (Mc 9, 41 y 42;  Mt 18, 4 – 6. 10. 14; Lc 10, 21).

          “Mas si son sus hermanos, ¿por qué los llama pequeñitos? Por lo mismo que son humildes, pobres y abyectos. Y no entiende por éstos tan sólo a los monjes que se retiraron a los montes, sino que también a cada fiel aunque fuere secular; y, si tuviere hambre, u otra cosa de esta índole, quiere que goce de los cuidados de la misericordia: porque el bautismo y la comunicación de los misterios le hacen hermano.”  (San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 79,1).

           Por muy somera que quiera hacerse la lectura de la expresión: “estos” hermanos míos más pequeños, ésta, no es aplicable sin más a cualquier tipo de pobres y necesitados de la tierra, a quienes su indigencia no redime sin más, de su posible precariedad espiritual: pasiones, perversiones e idolatrías. Este apelativo implica una pertenencia a Cristo: “Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, os aseguro que no perderá su recompensa” (Mc 9, 41); cf.(Mt 10, 42). Además, el adjetivo “estos”, sitúa en el discurso al grupo de los “hermanos más pequeños”, separadamente al grupo de la derecha y al de la izquierda, frente a las naciones y fuera de ellas , porque constituyen un sujeto distinto a aquellos a quienes se aplica la bendición o la maldición. El calificativo de  “hermanos míos”, corresponde más bien, al de “hijos del Padre celeste”, a los cuales Cristo pone la premisa del amor a sus enemigos para merecerlo, (Mt 5, 44).  Implica además la posesión del espíritu del Hijo, y no sólo la condición de meros menesterosos y desheredados.

           “Libremente podíamos entender que Jesucristo hambriento sería alimentado en todo pobre, y sediento saciado, y de la misma manera respecto de lo otro. Pero por esto que sigue: "En cuanto lo hicisteis a uno de mis hermanos", etc., no me parece que lo dijo generalmente refiriéndose a los pobres, sino a los que son pobres de espíritu, a quienes había dicho alargando su mano: "Son hermanos míos, los que hacen la voluntad de mi Padre" (Mt 12,50).  San Jerónimo.

           A sus “hermanos más pequeños”, Cristo ha dicho: “Quien a vosotros recibe a mí me recibe” (Mt 10, 40). “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha” (Lc 10, 16). Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian; a todo el que te pida, da y al que te robe lo que es tuyo, no se lo reclames”, (cf. Lc 6, 27 – 35). Es a “las naciones” a quienes dice: “Tuve hambre –en la persona de mis hermanos más pequeños- y no me distéis de comer, tuve sed y no me distéis de beber”, y lo que sigue. Sois benditos, o malditos, porque en “estos”, mis enviados, me recibisteis o me rechazasteis a mí.

           “Se escribió a los fieles: "Vosotros sois cuerpo de Cristo" (1Cor 12,27) Luego así como el alma que habita en el cuerpo, aun cuando no tenga hambre respecto a su naturaleza espiritual, tiene necesidad, sin embargo, de tomar el alimento del cuerpo, porque está unida a su cuerpo, así también el Salvador, siendo El mismo impasible, padece todo lo que padece su cuerpo, que es la Iglesia.  (Orígenes, in Matthaeum, 34).

           También el Israel fiel a la primera Alianza, es un pueblo de hermanos de Jesús distinto de las naciones, pero distinto también hasta el presente de “sus hermanos más pequeños” por quienes será juzgado: “Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel”. (Mt 19, 28).

           Con el nombre de ángeles designó también a los hombres, que juzgarán con Cristo, pues siendo los ángeles nuncios, como a tales consideramos también a todos los que predicaron a los hombres su salvación. (San Agustín, sermones, 351,8).

           La interpretación de la expresión: “mis hermanos más pequeños” referida únicamente a los pobres y menesterosos, implica una concepción secularista, por la que la Iglesia pierde su carácter “sacramental de salvación”, y a la vez relativiza su misión evangelizadora, que como dice Cristo en el Evangelio, aporta una verdadera “regeneración” al mundo, que ha perdido la Vida como consecuencia del pecado. En caso contrario, bastarían las obras asistenciales de filantropía que cualquier hombre puede realizar sin necesitar de Jesucristo, para ayudar al mundo. El envío que Cristo resucitado hace a sus discípulos a todas las naciones, de modo que “el que crea se salvará y el que se resista a creer se condenará”, queda sin sentido por la interpretación secularizante que elimina toda componente trascendente y escatológica de la predicación cristiana.

           Si es suficiente el ejercicio de las obras asistenciales, ¿dónde quedan la fe, el perdón de los pecados y el testimonio? (Mt 10, 32s); ¿dónde la redención de Cristo, el don del Espíritu y la vida nueva? ¿Para qué, el “vosotros sois la sal de la tierra, la luz del mundo y el fermento? La misión de la Iglesia se reduciría a una función asistencial, a la que tristemente es reducida la pastoral de muchas de nuestras asociaciones clericales olvidando de hecho su misión fundamental.

          Frente a esta Palabra, los creyentes, no sólo deben tomar conciencia de su realidad ontológica de ”hijos del Padre” y de “hermanos de Cristo”, sino también de su misión de “pequeños”, mediadora de la salvación de Cristo a las naciones: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe”. Misión de destruir la muerte del mundo en sus propios cuerpos, constituidos en miembros de Cristo, pues “mientras nosotros morimos, el mundo recibe la vida”, (cf. 2Co 4, 12).

          Esta palabra hace presente la misión salvadora de la Iglesia y exhorta a los fieles a permanecer unidos al grupo de los hermanos más pequeños de Jesucristo, que la han encarnado en el mundo, siendo por tanto objeto del rechazo o de la acogida de los hombres, como lo ha sido Cristo mismo.

          Los cristianos, con el espíritu de Cristo, han hecho presente en sus cuerpos la escatología. Sobre ellos se ha anticipado el juicio de la misericordia divina (Jn 3, 18). Son conscientes de haber acogido al Señor, y ahora triunfantes por haber permanecido unidos a la vid, son norma de juicio para las gentes y paradigma de salvación o de condenación, frente al que serán medidas “todas las naciones” (Mt 25, 35 y 36. 42 y 43).

          Cuando un cristiano o una comunidad cristiana escucha la proclamación de esta Palabra, debe saberse situar en el grupo de los “pequeños hermanos del Señor”. Debe ser consciente de la salvación que gratuitamente ha recibido y de la cual vive. Debe recordar perfectamente los padecimientos sufridos por el testimonio de Jesús y sobre todo las consolaciones de haber visto su mensaje acogido por tanta gente, sobre la que ha visto irrumpir el reino de Dios y el gozo del Espíritu Santo, cuando como “siervo inútil”, ha encarnado al mensajero de la Buena Noticia.

          Por eso, al escuchar esta Palabra y ver que aún es tiempo de salvación y de misericordia, su celo se robustece pensando en aquellos que aún no la han conocido. Su vigilancia se renueva, pues por nada quisieran abandonar el lugar privilegiado cercano a su Señor en el día del juicio y por toda la eternidad; ni dejar su puesto en la Iglesia o ser despojados de él por el enemigo que constantemente “ronda buscando a quien devorar”. Contemplan también las obras santas que les concede realizar Aquel que los conforta, por el cual están crucificados para el mundo, y no viven ya para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos.

          Son ellos, los hambrientos por Cristo, los desnudos, los presos, los enfermos, en los que Cristo es acogido o rechazado. No es ya su vida la que viven, sino que Cristo vive en ellos. Pero si al escuchar esta Palabra, caen en la cuenta de que ya el Maligno les ha desposeído de su puesto junto a los “hermanos más pequeños”, si ya se ven grandes y opresores, e hijos de otro padre, esta palabra les llama nuevamente, porque cuando nosotros somos infieles, Él, permanece fiel.

           Que así sea.

                                                                     www.jesusbayarri.com 

 

 

 

 

           

 

 

 

 

Domingo 1º de Cuaresma B

Domingo 1º de Cuaresma B

(Ge 9, 8-15; 1P 3, 18-22; Mc 1, 12-15)

Queridos hermanos:

En este comienzo de la Cuaresma, la Palabra nos muestra la alianza de paz prometida a Noé; nos muestra también a Jesús, siendo impulsado y conducido en el desierto por el Espíritu, porque fue allí donde Dios hizo su Alianza con el pueblo en el monte Sinaí, a la que ellos fueron infieles sucumbiendo a las tentaciones. Allí, Cristo, va a manifestar su fidelidad a la Alianza venciendo las tentaciones, y sellando con su sangre, en la cruz, la Alianza Nueva y Eterna, a la que nosotros nos adherimos por el bautismo que nos salva, como decía la segunda lectura.

Ciertamente es necesario el Espíritu para ir al desierto, y sobre todo para permanecer en él, al encuentro con Dios y en combate con el diablo. El desierto nos ayuda a entrar en nosotros mismos con el ayuno, buscando en primer lugar la caridad con la limosna, y poniéndonos a la escucha de la voz de Dios con la oración. El desierto es, en efecto, el lugar bíblico de los desposorios con el Señor, que nos preparan a la consumación del amor en la Pascua; en la mutua entrega y posesión: “Mi amado es para mi y yo soy para mi amado”. Es Dios quien llama a su pueblo a la unión amorosa con él y le conduce al desierto como a Moisés, a Elías, a Juan Bautista, a los profetas y a cuantos va eligiendo, para mostrarles el Árbol de la Vida, hablarles al corazón, purificarlos de los ídolos y lavarlos de sus pecados. La mirada a la Pascua es, por tanto, la que provee de sentido a la Cuaresma que ahora estamos comenzando: ¡La cuaresma ha llegado, la Pascua está cerca!

Después de la destrucción consecuencia del pecado, la alianza con Noé anuncia un nuevo principio en el que Dios se compromete a no destruir toda carne a causa del pecado. Se abre un tiempo de salvación que concluirá con el establecimiento definitivo del reinado de Dios sobre el mundo, cuando sea definitivamente vencido el pecado y aniquilado el instigador del mal. Durante este tiempo, Dios asistirá al hombre haciéndolo retornar de sus desvaríos e infidelidades, hasta que con la llegada del Mesías sea establecida una Alianza Nueva y Eterna, cuando la efusión de su Espíritu sobre toda carne, derrame en el corazón del hombre el amor de Dios. Entonces el tiempo se habrá cumplido y el Reino de Dios habrá sido implantado en el mundo.

Este es el testimonio de Cristo anunciado ya por Juan Bautista, que es una llamada para acoger la salvación esperada. Las palabras de Cristo son confirmadas por la acción del Espíritu Santo que testifica en su favor. Al hombre toca discernir y aceptar su testimonio con la conversión de su mente y la adhesión de su voluntad, mediante la penitencia de su vida, como fruto de haber creído la Buena Noticia del Evangelio, y haber sido purificado en el bautismo.

Como el hombre por el pecado fue expulsado del Paraíso, ahora mediante la conversión el Señor le dice ¡Vuelve! El Evangelio abre al hombre un horizonte de esperanza ante el Reino de Dios. El tiempo se hace historia que brota de la llamada, por la que el hombre se pone en marcha en seguimiento de la promesa. El tiempo concedido a la desobediencia y el tiempo mismo del pecado se han terminado.

          Después del pecado y sus consecuencias, Dios anuncia una alianza de salvación para el hombre, que alcanza a toda la creación y que se proclama incluso a los muertos, porque para Dios todos viven. Termina el tiempo del pecado que esclaviza al hombre al poder del diablo. Se anuncia la conversión por el Evangelio. Dios quiere la conversión, para el bien, y anuncia la buena noticia de su amor, que debe ser acogida por la fe, mediante los enviados que él llama.

          Esta vida nueva se nos comunica en la Eucaristía, por la que somos introducidos sacramentalmente en Dios.

                 Proclamemos juntos nuestra fe.   

                                                           www.jesusbayarri.com